Conversamos con Juan Sebastián Califa, sociólogo, doctor en Ciencias Sociales, investigador del CONICET y docente en la UBA, autor de numerosos trabajos sobre el movimiento estudiantil en Argentina a propósito de un nuevo aniversario de la “Noche de los lápices”.
Alicia Rojo @alicia_rojo25
Viernes 15 de septiembre de 2023 00:12
Juan Sebastián Califa es sociólogo, doctor en Ciencias Sociales, investigador del CONICET y docente en la UBA, autor de numerosos trabajos sobre el movimiento estudiantil en Argentina. A propósito de un nuevo aniversario de la “Noche de los lápices”, conversamos con él sobre las formas de organización del movimiento estudiantil universitario y secundario en nuestro país, sus demandas, sus luchas y sus vínculos con otras fuerzas sociales y organizaciones políticas. El recorrido histórico que realiza en esta entrevista nos acerca valiosas reflexiones para pensar la juventud y el movimiento estudiantil en la actualidad.
Alicia Rojo: Los estudios del grupo de trabajo del que formás parte han aportado cualitativamente a una visión en el campo de los estudios sobre la historia del movimiento estudiantil que se contrapone con aquellas que tienden, por un lado, a vincular su identidad con la tradición de la reforma universitaria de 1918 y el peso de corrientes universitarias afines al radicalismo y, por otro, a identificar al movimiento estudiantil más combativo con el proceso de peronización de la juventud. ¿Qué implica confrontar con estas visiones a la hora de estudiar al movimiento estudiantil secundario y universitario en los años 60 y 70?
Juan Sebastián Califa: Efectivamente, en nuestros trabajos detectamos que de conjunto el peronismo no tiene el peso que muchos le atribuyen en el movimiento estudiantil de los años sesenta y setenta. Su crecimiento en esta última década fue efímero, desparejo regionalmente y centrado en los años que el peronismo retornó al gobierno nacional, esto es, a partir de 1973. Antes se trataba de una corriente más entre el estudiantado, muy dividida, lejos de los primeros lugares y, por ende, de ostentar un protagonismo destacado en las luchas cotidianas bajo la dictadura. Aunque, al mismo tiempo es verdad que grupos de filiación católica con gravitación en sus universidades, como el integrismo cordobés o el ateneísmo santafecino, fueron asumiendo esta identidad.
En el caso del radicalismo, su injerencia también era acotada hasta esa fecha, pero a diferencia del peronismo sus militantes reivindicaban la Reforma Universitaria de 1918, tal cual lo hacían socialistas y comunistas. Los radicales formaban parte de la Federación Universitaria Argentina (FUA) y por lo tanto militaban en los centros de estudiantes y federaciones locales, mientras que el peronismo rehuía de estas organizaciones precisamente por su origen reformista. Los radicales estructuraron su crecimiento en los años setenta bajo el paraguas de la Franja Morada, constituida a fines del decenio anterior junto a militantes socialistas y anarquistas, aunque rápidamente se apropiaron de tal sello universitario.
Frente al peronismo, la izquierda, dentro o fuera del reformismo, poseía un peso mayor en el alumnado. El comunismo era la primera minoría nacional, aunque sufrió en 1967 una ruptura con gran ascendente en la juventud de la que surgirá luego el Partido Comunista Revolucionario (PCR) y su brazo universitario, el Frente de Agrupaciones Universitaria de Izquierda (FAUDI). Entonces el Partido Comunista (PC) volverá a relanzar unos años más tarde el Movimiento de Orientación Reformista (MOR). En breve, recuperará terreno, con epicentro en Buenos Aires, superando incluso a sus ex compañeros que irían asumiendo una identidad maoísta. La otra organización de peso en el reformismo de izquierda fueron los socialistas populares que desde Rosario expandirían el Movimiento Nacional Reformista (MNR). A estos grupos se le sumarán otros que si bien no eran anti reformistas como los peronistas (por entonces se decían nacionales), tendían a pensar, no obstante, que esta identidad universitaria estaba caduca, algo vetusto frente al huracán revolucionario. Dentro de esta cohorte se puede mencionar maoístas como los ya nombrados del FAUDI o los referenciados en Vanguardia Comunista (CV), trotskistas como los de Política Obrera (PO) o el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y guevaristas como los alineados con el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). El peso de estas organizaciones fue relativo dependiendo de cada universidad y facultad. Por ejemplo, el Partido Revolucionario de los Trabajadores fue importante en su cuna, la universidad tucumana, mientras que el PST, de quien se había dividido años atrás, lo fue en la Facultad de Arquitectura platense. Al calor de las grandes luchas, en medio de los llamados “azos” que derribaron a la dictadura, de conjunto estos grupos de izquierdas junto a los de identidad reformista serían clave en la movilización estudiantil.
A partir de este conocimiento se debe ubicar la respuesta respecto al sobredimensionamiento de algunos agrupamientos y a la minimización de otros. La respuesta conduce al peso que peronistas y radicales poseen desde el retorno de la democracia en la estructura universitaria, correlato de su gravitación nacional. Es decir, los discursos que se construyeron asignándoles a estas corrientes una importancia desmesurada en dicha historia forman parte del problema de la legitimidad que el funcionariado de estos partidos intenta volcar a su favor en el sistema universitario, trazando un puente con la juventud actual. Esto en las últimas décadas, aunque hoy por cierto está en crisis como tantas cosas en la universidad, escaló respecto al peronismo y grupos como La Cámpora que se pusieron en el espejo de la Juventud Universitaria Peronista (JUP), fundada en 1973. Esta operación intelectual, sin precisar en organizaciones sino en términos de corriente, se encuentra favorecida por investigadores del sistema científico y profesores universitarios que aportaron trabajos donde se legitimaba tal discurso, aunque en ocasiones de modos más sutiles y cautos, “se daba a entender que”. Al mismo tiempo, se corrió la vista de expresiones de izquierda muy importantes por entonces. Incluso esto se hizo con sectores que actualmente son aliados sólidos del kirchnerismo. Me llama particularmente la atención la injusticia que se cometió con el PC y su otrora militancia estudiantil, una corriente muy relevante en los años sesenta y setenta, firme aliada a la JUP desde 1973, que estos mismos análisis soslayan por completo.
El problema con este tipo de interpretaciones es que no resisten el archivo. Cuando uno realiza un trabajo documentado, donde se observa como en nuestro caso el peso en las luchas de los distintos grupos estudiantiles en cada etapa y su injerencia efectiva en las filas estudiantiles, se impone una imagen alternativa que contrasta con este tipo de discursos, construidos con más prejuicios que rigurosidad empírica. Entonces, la selección arbitraria de casos y episodios que alimentaban estos diagnósticos demuestra su endeblez. Pero el debate perdura porque estas estructuras no están dispuestas a aceptar las pruebas. En algunos casos, excepcionalmente, se aggiornan los discursos y se producen debates estimulantes, pero en general se procede simplemente a ignorar esta crítica y repetir hasta el cansancio sus dogmas consabidos. Se ratifica así el peso de las estructuras universitarias y su capacidad para fijar agenda y discutir de lo que quiere en el terreno propuesto. Puede generar disgusto que en instituciones que debieran dedicarse a la ciencia y así abordar los problemas se proceda de un modo dogmático, pero no asombra si uno entiende los intereses que se defienden con tal relato.
El libro reciente que publicaron con Mariano Millán “Resistencia, rebelión y contrarrevolución. El movimiento estudiantil de la UBA, 1966-1976” contribuye a fundamentar la perspectiva que plantean. ¿Qué aspectos te gustaría destacar de este último trabajo?
Nuestro libro observa las ideas comentadas enfocándose en la trayectoria peculiar de los estudiantes de la UBA. Es una investigación de muchos años que, en mi caso continúa, la tesis doctoral que dio lugar al libro editado por EUDEBA, Reforma y Revolución. La radicalización política del movimiento estudiantil de la UBA, 1943-1966. En el caso de Mariano, su tesis inédita se había dedicado a los estudiantes universitarios en Rosario, Córdoba, Tucumán, Chaco y Corrientes durante la autoproclamada “Revolución Argentina”. Como se ve, encaramos este trabajo con experiencia en la temática.
Nuestro propósito en este libro fue investigar meticulosamente ese estudiantado, al cual la literatura sobre esos años siempre le concedió relevancia, pero que, sin embargo, descuidó en su conocimiento concreto. Con ese afán recorrimos muchas fuentes de la época. Nuestro punto de vista analítico se concentró en los enfrentamientos sociales, a contracorriente de las opciones dominantes que se basan en los discursos de época, a menudo con selecciones de actores muy opacas que sirven para confirmar lo que ya se presumía. Nuestro trabajo, si bien es indisociable en cierto modo de nuestra identidad política, no se propuso empero construir un discurso para nadie, sino dar cuenta de los hechos, los actores y su gravitación concreta.
A diferencia de lo sucedido en Rosario, Córdoba o La Plata, ciudades que albergaban universidades grandes y con historia, en Buenos Aires no se registró ningún “azo”. Pero sí hubo intervención universitaria con la consiguiente represión que llevó a la persecución de las agrupaciones díscolas y la clausura de los centros de estudiantes en las facultades, al tiempo que se puso fin a la autonomía y el cogobierno. Por ello, la militancia estudiantil de la UBA debió luchar en soledad. Dada su magnitud, no obstante, se convirtió en un actor de fuste que se sumó a sus pares del resto del país en la lucha antidictatorial. Por ejemplo, aquí junto con Córdoba fueron las dos universidades que más bregaron contra las limitaciones al ingreso que intentaron achicar el sistema público. Esto fue derrotado, al punto que, con la retirada de la dictadura, el sistema universitario había crecido, tanto en alumnos como en universidades.
Con el retorno constitucional de 1973, se formó la Juventud Universitaria Peronista (JUP) en una reunión en la Facultad de Derecho con toda la expectativa que creó el gobierno de Héctor Cámpora. A fines de este año, esta agrupación ganó en la UBA ocho de once centros estudiantiles, los cinco más grandes sin alianzas. Luego refundarían bajo su dirección la federación local, la llamada Federación Universitaria para la Liberación Nacional de Buenos Aires (FULNBA), secundados por sus socios radicales (el sector minoritario ligado a Balbín) y comunistas. Se trató de un éxito en medio de una gran expectativa que llevó a votar a casi la mitad de los estudiantes. Pero fue al mismo tiempo un triunfo efímero, que no se replicó en el resto del país donde los grupos referenciados en el reformismo permanecieron en los primeros planos (recién al año siguiente, la JUP mejoró su performance aquí con algunos triunfos importantes en las universidades de La Plata, una grande, Litoral, una mediana, o Lomas de Zamora y Comahue, más chicas y de reciente creación).
El verano posterior fue muy crítico para la JUP. Perón empezó a reunirse con grupos de la derecha universitaria y dentro de las filas de dicha organización se produjo la escisión de la JUP Lealtad, devota al caudillo, que se llevó facultades grandes como Ciencias Económicas en la UBA. Luego se sancionó la ley universitaria, un arreglo entre peronistas y radicales, que, más por voluntad de los primeros, contenía artículos contra la politización y la subversión, un verdadero baldazo de agua fría para la movilización estudiantil ya desde el año pasado muy refrenada. En ese contexto, la JUP fue perdiendo gravitación. Esta situación empeoró a mediados de 1974 con el pasaje a la clandestinidad resuelto por Montoneros que se llevó en la UBA los dirigentes más experimentados de esta organización.
En esas circunstancias, marcadas por la muerte de Perón y el ascenso de su esposa y vicepresidenta, Isabel Martínez, a la primera magistratura nacional, la represión se realzó. En la UBA, bajo la llamada Misión Ivanissevich, en honor a su mentor el Ministro de Educación de larga trayectoria en el peronismo, el rectorado quedó en manos de Alberto Ottalagano, desde el 17 de septiembre de 1974. Estos funcionarios dieron cauce a lo ya trazado en el llamado Documento Reservado, divulgado el 2 de octubre de 1973, que con firma del Consejo Superior Peronista antes de asumir Perón su tercer mandato, convocaba a una guerra contra el marxismo en el país. Al año siguiente, durante cien días Ottalagano impuso en la UBA a capa y espada la depuración de la “infiltración marxista”. No obstante lo difícil de militar en este contexto, las agrupaciones de izquierda mantuvieron presencia. En 1975, con una represión asentada en el trabajo de los servicios de inteligencia, patotas y grupos juveniles afines, se pudo sin embargo volver a votar en los centros de estudiantes, aunque sólo en cinco y con una participación bastante más escueta dados los riesgos de votar en un contexto muy distinto al de dos años atrás. En esos comicios se observó una caída de todos los grupos, aunque la JUP fue la que más respaldos perdió y los comunistas los que mejor salieron a flote. El golpe de marzo de 1976 clausuró esta historia. El libro narra con detalle lo transcurrido entre el golpe de Estado de 1966 y 1976 donde floreció una militancia estudiantil radicalizada. Como síntesis, aludiendo a su título, la resistencia a la intervención universitaria de 1966 se convirtió para fines de la década en una rebelión contra la dictadura, que no pudo trocar en una revolución triunfante, pero que sólo fue acallada a costa de una verdadera contrarrevolución, una intervención represiva refinada que se inició bajó el gobierno de Perón y que con su muerte se intensificó.
Dentro del movimiento estudiantil, el secundario tiene especificidades y, por cierto, diferencias entre distintos momentos históricos hasta 1976 cuando tiene lugar la llamada “Noche de los lápices”. ¿Qué nos podés decir acerca de este actor, sus demandas específicas, sus formas de lucha y cómo llega a la última dictadura?
Sobre el movimiento estudiantil secundario la investigación científica resulta mucho más frágil. Es realmente poco lo que se conoce de modo riguroso sobre este actor. Sin embargo, existen trabajos en boga que van camino a saldar este vacío historiográfico, pero mientras tanto contamos con algunas apreciaciones más bien generales. Las dificultades de reconstruir estas experiencias son mayores que en relación a los universitarios, ya que el material de archivo disponible es bastante menor, en parte por las características del actor, en parte por el consabido desquicio de los archivos públicos en nuestro país.
No obstante, algunas cosas ya se pueden adelantar. En primer lugar, en los sesenta y setenta el mundo estudiantil secundario albergó un grado de organización bastante mayor al actual. La Argentina es un país con alta afiliación social, y los alumnos en sus escuelas no son la excepción. Los centros de estudiantes funcionaban con regularidad y estaban ligados en ocasiones, vía los partidos políticos, a los centros universitarios. De hecho, prevalecía en los contextos urbanos también entre los más politizados de los secundarios una identidad reformista. Por supuesto, que esta es una afirmación muy global, y que en cada tramo histórico y región particular debe ponerse a prueba y dar cuenta de sus especificidades, pero que los grados de politización y organización eran superiores a los hoy vigentes no cabe duda.
Otra cuestión, es el peso que poseen las demandas corporativas en este actor. Si nuestra pesquisa respecto a los universitarios destaca la gravitación de lo gremial, que algunos creían se encontraba en un segundo plano en unos años marcados por la discusión política, esto por lo que se puede observar se agiganta respecto a la movilización estudiantil. La mayor movilización de secundarios bajo la dictadura de la “Revolución Argentina” la protagonizaron precisamente alumnos de las escuelas técnicas de la Provincia de Buenos Aires que lucharon contra la llamada “Ley Fantasma” que apuntaba a recortar la incumbencia de sus títulos en las obras de construcción, lo que de imponerse los hubiera dejado sin trabajo en el futuro inmediato. La movilización multitudinaria a Plaza de Mayo impidió que eso se lleve adelante, con tal éxito que el propio Agustín Lanusse debió ratificar los alcances ya contemplados en los diplomas. Este episodio pone el acento en la importancia de exteriorizar las reivindicaciones gremiales del estudiantado para lograr su movilización. Lo sucedido en la Noche de los Lápices en La Plata es parte de este fenómeno de luchas corporativas, aunque por supuesto en un contexto represivo ascendente e inédito que conllevaba riesgos mayores como el que terminó con la vida de seis de los diez estudiantes secuestrados. Si comparamos ambas situaciones, surge que hay demandas gremiales que se imponen rápidamente por una ataque brutal, como quitar incumbencias a un título y así afectar el desempeño laboral esperado, y otras como la última relativa al boleto estudiantil que se basan en una agenda de reclamos que el movimiento elabora con más tiempo, antes de convertirse en demandas altisonantes. Asimismo, queda claro que los contextos resultan clave para poder avanzar con las demandas.
Una última cuestión que quiero rescatar es la relevancia de las organizaciones políticas nacionales. Si de lo antedicho se desprende la importancia creciente de estas formaciones para estructurar e incidir en el movimiento estudiantil de la educación superior, en el caso de la enseñanza media su injerencia resulta decisiva. Es cierto que en la época reseñada hay experiencias, como la cordobesa, de grupos muy radicalizados que se mantienen a distancia de estos partidos, pero en general resulta decisivo su fermento organizativo. Pensemos que estamos frente a personas que se inician en la discusión política y que en ocasiones ese periplo abarca dos o tres años de su vida. Los partidos mediante sus militantes les enseñan los rudimentos básicos a estos alumnos y, en ocasiones como ocurre en los colegios más organizados, permiten que esta estructura cohesiva que llamamos centros sobreviva, o bien, como es el caso de los establecimientos más desorganizados, logran encender una llama en los momentos de movilización que los enlaza con otros congéneres.
EL PC fue la organización que de conjunto más incidió entre los secundarios de los años sesenta y setenta, y bajo el tercer peronismo se destacó también la oficialista Unión de Estudiantes Secundarios (UES). Las características de este proceso tienen semejanzas con las que ya comenté para el sector universitario.
El movimiento estudiantil como actor social tiene un carácter heterogéneo, ha dado lugar a fracciones que se vincularon a la clase trabajadora y sus organizaciones y luchas, y otras que han seguido un derrotero político que las relacionaron con organizaciones de derecha y patronales. Sin embargo, de conjunto, los trabajos que vienen publicando acerca del tema rescatan el peso de las ideas revolucionarias y la perspectiva de cambio social que puede emerger de la juventud en movimiento. En tu opinión ¿qué tradiciones y aprendizajes pueden encontrar en aquellos procesos históricos, los jóvenes de hoy?
Los jóvenes de hoy, pese al desánimo y despolitización que prevalece, tienen que entender, al menos su vanguardia, que se mueven sobre un terreno cambiante. Particularmente en la Argentina, existe una tradición de organización muy potente que erosionada y todo pone cierto piso a la desorganización reinante. No es casualidad que este mundo abigarrado tenga lugar en el país de la Reforma Universitaria de 1918. La pervivencia de los centros de estudiantes es una manifestación palmaria de esta dimensión subjetiva de organización.
Argentina además cuenta con índices educativos que exhiben la robustez de la dimensión estudiantil objetiva que complementa con la anterior. Incluso pensando en la educación superior, claro está más minoritaria que la educación media e inicial, estamos hablando a groso modo de tres millones de estudiantes. Si excluimos posgrado y universidades privadas estamos en no menos de dos millones de alumnos. Si quitamos de este número los alumnos que abandonan rápidamente, siendo muy pesimistas estamos frente a no menos de millón y medio de estudiantes ¿Qué organización que se proponga trabajar en el seno de la juventud con afán de transformar la sociedad puede ponerse de espaldas a tal cantidad de personas con aspiraciones de prosperar y que precisan para ello de la educación pública? Claro está, lo subjetivo y lo objetivo no empalman automáticamente. Acoplar ambas cosas, pieza por pieza, es una tarea artesanal sumamente ardua. Pero yo pondría el acento, como principio organizador básico, en la relevancia de trabajar las reivindicaciones específicas. No puede ser que esta labor gremial quede a merced de quienes la abordan a costa de que el estudiantado no supere ese estadio de desarrollo. Por el contrario, las fuerzas de izquierda pueden ofrecer una alternativa política que conecte tales demandas puntuales con discusiones más generales como el presupuesto y la organización del país. El desafío es construir un movimiento de lucha que se pueda fundir en una fuerza social más amplia. Pero eso no se hace de la noche a la mañana, requiere una permanencia cotidiana. Si bien no se parte de cero, escalar estos peldaños es siempre volver a empezar e implica una verdadera artesanía.
Alicia Rojo
Historiadora, docente en la Universidad de Buenos Aires. Autora de diversos trabajos sobre los orígenes del trotskismo argentino, de numerosos artículos de historia argentina en La Izquierda Diario y coautora del libro Cien años de historia obrera, de 1870 a 1969. De los orígenes a la Resistencia, de Ediciones IPS-CEIP.