La cuestión del lugar que ocupa China en el orden internacional es central para caracterizar a dónde se dirige el sistema mundial capitalista, y viene siendo motivo de un debate en el que encontramos posturas que no podrían ser más divergentes, una muestra de la complejidad que encierra. Este artículo es parte de un proceso de elaboración y discusión en curso en la FT-CI sobre el tema, que aún no ha concluido, por lo que expresa la posición personal del autor [1].
En 40 años, China pasó de tener un lugar subordinado y marginal en el orden mundial –excepto por la importancia que tenía en Asia para la estrategia seguida por el imperialismo estadounidense contra la URSS– a convertirse desde los años 1990 –y sobre todo desde su entrada en 2001 en la Organización Mundial del Comercio (OMC)– en un epicentro de superganancias para las multinacionales de todos los países imperialistas. Esto le permitió consagrarse como exportador de mercancías finales o componentes trabajo-intensivos, y luego a proyectar cada vez más influencia internacional a través de comercio y la diplomacia, mientras concentró esfuerzos en complejizar su economía, incrementar la agregación local de valor y competir por el liderazgo de la innovación. En otro artículo reciente hemos dado cuenta de las sucesivas etapas que atravesó la restauración capitalista en China, que tuvo lugar en los marcos del régimen del PCCh y conservando el Estado amplias atribuciones que siguen siendo centrales en la dirección de la economía y la organización social. Esta “hibridación” entre estatalismo e inserción protagónica en los flujos de circulación globales del capital es un atributo distintivo del desarrollo desigual y combinado que caracteriza a la formación económico-social china en la actualidad. Ambas facetas son fundamentales para entender el derrotero peculiar de China, distinto del de cualquier país dependiente o semicolonial.
En los últimos 20 años, a la par de una profundización de las relaciones económicas que lo convirtieron en uno de los principales socios comerciales de casi todos los países del planeta, China buscó establecer un espacio propio de influencia y presencia económica, apelando a acuerdos bilaterales tanto en lo comercial, en inversiones, en diplomacia, y llegando hasta la instalación de infraestructuras vinculadas a la seguridad (como la estación espacial de Neuquén). Durante la primera década del milenio, los intentos de avanzar en la influencia global se hicieron en los marcos de una relación de codependencia con EE. UU., que llevó a hablar de “Chinamérica”. Aunque numerosos analistas en la principal potencia imperialista señalaban con preocupación los “desequilibrios globales”, es decir, básicamente el déficit norteamericano y su consecuente dependencia de China para financiarlo, y también había numerosas menciones a la “manipulación” de monedas, todavía no había indicios de ruptura. Esto empezó a cambiar después de 2008. Con Obama, que en 2011 anunció el “pivote hacia Asia”, las relaciones con China se hicieron más tensas –para escalar con Trump– y eso acicateó una respuesta más intervencionista por parte de China, especialmente con la llegada de Xi al poder en 2013. Hay que decir que aunque lo que ha primado cada vez más en la relación entre EE. UU. y China ha sido el enfrentamiento, algo que escaló durante la presidencia de Donald Trump, la fuerte dependencia mutua entre el principal exportador (China) y el gran comprador del mundo (EE. UU.) no se ha revertido, lo cual complejiza el desarrollo del conflicto.
Al mismo tiempo que hay indicadores objetivos de la proyección internacional de China que resultan incontrovertibles, las muestras de creciente poderío mundial conviven con otras que, por el contrario, parecerían confirmar la continuidad de un rol subordinado en el capitalismo mundial.
Si hiciéramos un paralelismo con el período en que se empezó a esbozar el reemplazo de Inglaterra por EE. UU. como potencia hegemónica, veremos numerosos contrastes en la posición de China hoy y la de EE. UU. en ese entonces, que son los que dan lugar a muchas de las dificultades para caracterizarla. Es interesante leer las observaciones que realizaba Trotsky sobre la decadencia de Inglaterra y el ascenso de EE. UU., expresadas en diversos artículos e intervenciones, para pensar qué similitudes y diferencias podemos encontrar en el paralelismo [2]. En ese momento, tanto EE. UU. como Alemania, los dos países que estaban en la avanzada en la disputa interimperialista, habían superado claramente a Gran Bretaña en el desarrollo de las fuerzas productivas. China tiene en cambio una combinación de modernidad y atraso que es resultado de la manera acelerada en que produjo su “salto de etapas”.
La diferencia con otras potencias que ascendieron al podio mundial no es menor. EE. UU. creó las bases para su ascenso durante más de 100 años, tuvo políticas proteccionistas de su base industrial a contramano del “consenso” liberal y de los intereses del Sur algodonero y esclavista, y consolidó finalmente con la guerra civil las bases de su despegue. China lo hizo en 40 años y apelando al capital imperialista, aunque es esto mismo lo que explica que las multinacionales imperialistas tengan un lugar destacado, o hasta dominante, en su comercio exterior, todavía al día de hoy [3]. Pero este último dato no podemos mirarlo solo en su parte “negativa”, es decir, como una muestra de la situación dependiente que mantendría China si leemos unilateralmente algunas dimensiones de su economía, sino también desde el punto de vista de lo que esto permitió para las aspiraciones de los estratos dirigentes del PCCh: efectivamente esto le permitió –en buena medida gracias a los aspectos “dirigistas” que el Estado chino mantuvo– “trepar” la escalera del desarrollo más allá de las enormes desigualdades con las que lo hizo, producto inevitable de la forma acelerada que tuvo su “salto de etapas”.
Hay dos discusiones que se entremezclan en la mayor parte de los análisis sobre el lugar de China, y que hay que tratar de separar aunque están muy entrelazadas: la primera es cómo se ubica China dentro del “concierto de naciones”, es decir, en qué medida su posición la ubica ya como una potencia; la segunda es si disputa el liderazgo mundial. Estas dos cuestiones se confunden, y muchas veces la noción de que China pudiera estar convirtiéndose en una potencia imperialista se descarta al comparar su posición en relación al país dominante, EE. UU. Acá la distancia sigue siendo enorme, aunque se reduce en algunos planos. Pero si en vez de esto tomamos su posición en relación con los demás países imperialistas, abordando de conjunto una serie de parámetros, observamos otro resultado. China está detrás –y bien lejos– de EE. UU., pero empieza a superar a los demás países imperialistas en muchos terrenos. Con un montón de heterogeneidades en su estructura económica y otras debilidades, como veremos, pero lo hace.
Por un lado, considerando una serie de dimensiones de manera conjunta, resulta cada vez más difícil decir que China no alcanzó ya un lugar de país imperialista al nivel de algunos de los más poderosos del mundo –excluyendo a la principal potencia, EE. UU., con la que no se compara–. Por otro lado, toda una serie de rasgos que conserva de país dependiente y de atraso económico en algunas regiones, hacen que sea impensable otorgarle todavía esa caracterización. En el marco de esas dos tendencias contradictorias que subsisten, lo que parece claro es el sentido en que se está moviendo.
1. LAS DIMENSIONES CUANTITATIVAS DE LA POSICIÓN DE CHINA HOY
Algunos indicadores son necesarios para ponderar el lugar de China en las relaciones de poder mundiales, y evaluar a partir de aquí en qué medida avanza o no.
Indicadores económicos
Tenemos que empezar haciendo una advertencia respecto de los límites que pueden tener los parámetros propuestos. Todo lo vinculado a China adquiere una escala tal que altera cualquier parámetro. Esto se refleja en primer lugar en el contraste entre ser la segunda economía mundial por el tamaño de su PBI, y estar bien lejos de los primeros puestos en materia de PBI per cápita o de productividad. El tamaño de una economía es un factor de primer orden para pesar en la balanza internacional. Pero como advertía Trotsky, “la ley de la productividad del trabajo es tan importante en la esfera de la sociedad humana como la de la gravitación en la esfera de la mecánica”.
En la historia capitalista de los últimos dos siglos, los países que disputaron en liderazgo mundial fueron siempre los que estaban en los primeros planos en materia de productividad. La peculiaridad de China es que esto no ocurre enteramente. Su productividad horaria se multiplicó por 15 en 40 años, desempeño que pocos países pueden mostrar hoy y que expresa la magnitud de sus transformaciones. Pero así y todo, cuando comparamos su productividad horaria con las otras potencias imperialistas, la separa un abismo: es el 20 % de la de EE. UU. y Alemania, y 32 % de la de Japón. Esto expresa obviamente el hecho obvio de que la gigantesca población china hace que el producto por persona sea mucho más bajo. La escala de China y su heterogeneidad nos engañan: la alta productividad de la región sudeste del país, donde está por ejemplo el “Silicon Valley” de China, se promedia con la baja productividad de las regiones campesinas; de ese agregado total surge esta “productividad total” tan baja. Pero así y todo, la medida muestra el camino que aún le falta recorrer a China. Hay que tomar nota de la tendencia bastante arrolladora: en 2007 la productividad horaria de China era el 10 % de la de EE. UU., es decir, que desde entonces se duplicó la proporción [4]. Desde esta heterogeneidad productiva y baja riqueza per cápita puede explicarse una estructura de clases que no tiene comparación con la de ningún país imperialista. Si bien las estadísticas registran un crecimiento de los estratos sociales que la sociología convencional categoriza como “clase media” –es decir, población asalariada o comerciantes/profesionales independientes con cierta capacidad de consumo– la mayor parte de esta (68 %) se ubica en el subestrato de ingresos de la mitad para abajo bajo [5].
Los efectos de tratarse de un país fuera de escala se manifiestan también en el hecho de que China lidere en cantidad de empresas en el ranking de las más grandes del mundo compilado por Fortune: de las 500 corporaciones más grandes del mundo, China tiene 119, y la sigue EE. UU. con 99 firmas. Si hay un indicador que tradicionalmente es tomado como muestra de poderío económico de un país es cuántas empresas tiene entre las más grandes del planeta, algo en lo que al menos en los últimos 90 años EE. UU. fue dominante de manera indiscutida. Por primera vez en 2019 China pasó al frente, pero tiene más firmas sobre todo por el tamaño de su economía y la política estatal de fortalecer a los “campeones nacionales”; a la hora de evaluar cuán expandida está la influencia mundial de sus empresas, EE. UU., con menos empresas, le sigue sacando ventaja. Por cada Huawei que compite en el mundo, hay 5 firmas chinas en el ranking con pocos negocios fuera del país. En el caso de EE. UU., de Japón o de la UE, la relación es casi inversa: entre las firmas de estos países en el Global 500 priman las que tienen negocios internacionales muy extendidos y dominan cadenas globales de valor o las finanzas internacionales. Lo mismo ocurre cuando observamos el “rendimiento económico”: las 99 empresas estadounidenses suman más rentabilidad, y utilizan para ello menos activos, que las 119 empresas de China.
Esto no obsta que se trate de un indicador fuerte del desarrollo corporativo chino, protagonizado, por supuesto, por empresas de participación estatal, aunque las acompañen algunas importantes firmas privadas de alta expansión y competitividad global.
Estrechamente relacionado con lo anterior está la posición de los países en la carrera tecnológica. Quienes lideran en este terreno son capaces de imponer a otros países qué y cómo se produce, y como resultado de esto llegan a dominar los eslabones estratégicos de la cadena de valor –aquellos que se llevan la parte del león de la riqueza generada– y eventualmente también percibir rentas como resultado de la propiedad de patentes tecnológicas [6] Vamos a sintetizar acá el panorama que desarrollamos sobre esto en otro artículo reciente. China fue en 2019, por primera vez, el mayor usuario del sistema internacional de patentes, seguido por EE. UU., Japón, Alemania y la Corea del Sur. En el ranking publicado en 2019 por la Comisión Europea, de las 2.500 firmas en el mundo que más invierten en investigación y desarrollo (I+D), China es el segundo país con más empresas después de EE. UU. Le siguen Japón y Alemania [7]. Pero a la hora de evaluar el gasto, China queda relegada a un tercer lugar: las firmas norteamericanas desembolsan 312.000 millones de euros, las de Japón 109.400 millones de euros, y las de China 96.400 millones de euros. Alemania, con un tercio de las firmas que tiene China entre las 2.500, registra una inversión en I+D de 82.900 millones de euros, es decir bastante cercana. China tiene muchas firmas en el ranking, pero solo dos entre las primeras 50: Huawei (5.° puesto) y Alibaba (28.°). EE. UU. tiene 22 entre las 50 primeras, Alemania 8, y Japón 6. Corea tiene solo 1, pero es Samsung, la segunda firma entre las que más desembolsaron en I+D en 2019.
Como vemos, en este terreno se mantiene un liderazgo de EE. UU., seguido muy por detrás por Japón, China y Alemania. Huawei o Alibaba le permiten a China marcar la cancha y hay sectores como los de la inteligencia artificial [8] o el 5G en los que la competencia empieza a ser cabeza a cabeza, en el marco de que EE. UU. le saca una diferencia todavía considerable en materia de recursos invertidos en desarrollo de innovación. El resto de los países, incluso aquellos con alta tecnología muy desarrollada como Alemania, empiezan a mirar la carrera desde atrás.
Otra muestra del poderío económico está en la expansión internacional de las empresas a través de la inversión extranjera directa (IED). Hay que tener en claro que si bien hasta hace unas décadas la exportación de capitales era coto exclusivo de los países imperialistas, hoy muchos países “emergentes” y “en desarrollo” también exportan capitales, es decir, que sus residentes realizan inversión extranjera directa. Por eso la jerarquía entre los países no pasa hoy por si exportan o no capitales, sino por el grado de esta exportación y el resultado neto entre capitales “exportados” y capitales recibidos [9]. Acá podemos observar la expansión extraordinaria de China que tuvo lugar en solo 20 años.
En 2019 China fue el tercer país con más stock de inversión directa en el exterior: su IED representó el 6 % del stock total. Apenas 19 años antes su IED era de apenas 0,37 %. EE. UU. sigue siendo de lejos el mayor inversor global, aunque entre 2000 y 2019 su participación en el stock total cayó de 36 % a 22 %. Es decir, que sigue teniendo más de 3 veces el stock del país que le sigue –los Países Bajos–. Gran Bretaña, Japón, Alemania y Francia están ligeramente por detrás de China en lo referente al volumen de capitales productivos exportados. Pero, a diferencia de China, todos excepto Japón y los Países Bajos vienen viendo caer su participación respecto de la que tenían hace 9 o 19 años. Solo China exhibe un crecimiento exponencial en el stock de sus inversiones en el exterior.
Tal como suele ocurrir con varios de estos países imperialistas y a diferencia de la mayor parte de las economías dependientes, el stock de IED de residentes chinos en el exterior supera al que tienen los capitales extranjeros en China. China fue en las últimas décadas un polo de atracción para el capital de todo el mundo, especialmente las grandes multinacionales que establecieron ahí parte importante de sus cadenas de valor, pero con el esfuerzo inversor que vienen haciendo sus empresas –especialmente las estatales– en otros países, ha llegado a tener más capitales exportados que los que ingresaron al país, aunque ambas cuentas son gigantescas. Es decir, que su saldo neto es “acreedor” del resto del mundo en lo referente a capitales productivos. Esto la diferencia de EE. UU., que tiene más IED en su territorio realizada por capitales de otros países que la que sus firmas tienen en el exterior, es decir, que acumula un saldo “deudor” bastante significativo (acá solo estamos comparando los stocks de inversión productiva, no toda la posición neta de las cuentas externas que también es deficitaria para EE. UU. de manera crónica).
Capítulos aparte en la exportación de capitales y la expansión económica internacional de China son la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda y la inversión dirigida a asegurarse acceso privilegiado a recursos naturales. China entró con todo en esta carrera. En África, consiguió en muchos países posiciones de ventaja respecto de EE. UU. y las potencias europeas, y al mismo tiempo mostró en varias oportunidades comportamientos que tienen poco que envidiarle al colonialismo tradicional en materia de rapacidad y despreocupación por los impactos ambientales.
Una de las patas más flojas hasta hoy de China se encuentra en la expansión de su poder financiero, entendido como alcance que tiene su moneda como divisa internacional y la internacionalización de su sistema financiero. No hace falta ahondar demasiado sobre el poder que otorga a una potencia manejar las finanzas globales. Las sanciones económicas, que en el arsenal de políticas de Washington para golpear a los países que lo enfrentan se han vuelto cada vez más importantes, tienen en la dimensión financiera una pata fundamental. Por la centralidad que tiene en las finanzas internacionales el dólar y el sistema financiero de EE. UU., los gobiernos norteamericanos pueden bloquear la capacidad de los residentes de otros países para operar en dólares, tanto para transacciones comerciales como financieras; el congelamiento de activos es de fácil realización y muy efectivo para golpear sobre la elite política y económica de los países contra los que apunta. El poder financiero es también un vehículo que potencia la capacidad de acumulación y expansión global de las firmas que operan en ese país. En este terreno la ventaja estadounidense es a primera vista abrumadora. Nueva York es el centro de las finanzas globales, y el dólar la moneda que domina las transacciones comerciales y financieras: en las operaciones de divisas diarias, el 88 % de la facturación involucra al dólar en un lado de la transacción. En comparación, incluso el euro participa solo en el 32 %, y la moneda de China, el renminbi, está en solo el 4 % (la suma total operada da 200 % porque tiene en cuenta las monedas a un lado y otro de la operación).
China viene intentando ganar terreno. Busca reemplazar al dólar por su moneda en el comercio. El límite para que esto altere sustancialmente el balance entre las monedas es que solo un 7 % de las transacciones de divisas están realizadas por empresas no financieras, es decir, que están más directamente vinculadas al comercio. Comerciando con su moneda, algo que no logra hacer con todos los países, China puede aumentar su preponderancia en este segmento, pero el restante 93 % está vinculado a transacciones financieras. China viene además empeñada en desarrollar andamiajes financieros propios. Con los canjes de divisas (swap) realizados entre el Banco Popular de China y los bancos centrales de otros países dependiente, teje lazos que van en favor de aumentar la gravitación internacional del renminbi. La iniciativa más ambiciosa en este terreno ha sido la creación de instituciones financieras internacionales de las participan otros países, con un lugar preeminente de China: el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), lanzado por China en 2013-14, y el Banco de Desarrollo BRICS, ahora llamado Nuevo Banco de Desarrollo (NDB), propuesto en 2013-14 y puesto en marcha en 2015. Por la deriva de los BRICS, con Brasil alineándose más con EE. UU. e India enfrentándose a China por conflictos fronterizos, este último no estuvo muy activo. El AIIB, con un capital de USD 100.000 millones y más de 100 países miembros al día de hoy, ha financiado proyectos de electricidad, energía y carreteras en Filipinas, Bangladesh, Pakistán, India, Indonesia, Egipto, Turquía y otros lugares.
Poder militar
Así como ocurre en el terreno financiero, en lo militar EE. UU. continúa sacando varios cuerpos de ventaja a todos los demás países, incluyendo a China. En 2019 el 38 % del gasto militar fue realizado por este país, de acuerdo al Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo. China gastó algo más de un tercio de lo desembolsado por EE. UU., ubicándose en segundo lugar con 14 % del desembolso mundial. Las capacidades militares desarrolladas como resultado de estos niveles de inversión superan a las de varios países imperialistas.
Hay terrenos como el arsenal de ojivas nucleares donde EE. UU. –y Rusia– tiene una superioridad abrumadora, con 6.800 ojivas nucleares contra menos de 200 en el caso de China. Pero en otros, China ha construido rápidamente ventajas considerables. De acuerdo a un informe reciente de El País, China desarrolló “una industria armamentística y naval de primer orden”. Los fabricantes chinos de armamento “destacan en el ámbito de la inteligencia artificial y en la producción de drones y misiles”. Pekín lleva desplegados al menos 2.000 misiles terrestres, convencionales o nucleares, de alcance intermedio (de entre 500 y 5.500 kilómetros), según cálculos de servicios de inteligencia occidentales.
Otro terreno en el que China registra fuertes avances en el de su Armada. Como observa un informe del Servicio de Investigación del Congreso (CRS) de EE. UU., la Armada de China es “de lejos, la más grande de cualquier país de Asia del Este, y en los últimos años superó a la Armada estadounidense en cantidad de embarcaciones de combate”. De acuerdo a este mismo reporte, la Oficina Naval de Inteligencia sostiene que para fines de este año China tendrá 360 naves de combate, comparadas con las 297 de EE. UU. De acuerdo al documento, la Armada de China “plantea un desafío de envergadura a la capacidad de la Armada de EE. UU. de alcanzar y mantener el control de las áreas de agua oceánica del Pacífico occidental”. Es la primera vez que esto ocurre desde el fin de la Guerra Fría.
Una distinción clave es que hasta hoy, a diferencia de EE. UU. y otros países imperialistas, China no hay utilizado su fuerza militar en intervenciones en gran escala en terrenos que no estén vinculados a conflictos con países vecinos o la amenaza del territorio marítimo.
Los parámetros “cuantitativos” y la posición global de China
Para sacar alguna conclusión de estas dimensiones que fuimos analizando, es interesante considerar qué nos dicen, consideradas de conjunto, sobre la posición comparativa de China frente otros países. Esto es lo que hace Tony Norfield, quien elabora un un Índice de Poder de los países (en base a su PBI, su inversión extranjera, el peso de sus bancos, su moneda y poder militar).
En 2019 China pasó por primera vez a estar en segundo lugar –primero está obviamente EE. UU.–, y después de China se ubican Gran Bretaña, Japón, Francia, Alemania y los Países Bajos. Si miramos más en detalle, vamos a ver que China hace la diferencia por el tamaño de su PBI y el poder militar. En las demás dimensiones que mide Norfield se ubica casi igual que los países que le siguen, o ligeramente por detrás. Hay un aspecto crucial que nosotros destacamos y no está contemplado en este indicador, que es el de la innovación. En esto China viene ganando terreno y compitiendo en los primeros puestos, como señalamos, con lo cual si lo incluyéramos se reforzaría el lugar de China que el índice muestra.
Norfield de todos modos no considera a China imperialista, lo que se debe a que en su opinión los desarrollos capitalistas en el país no alteraron cualitativamente su estructura social o la conducta del Estado. Le asigna además –erróneamente– a China un rol progresivo tanto por los logros sociales alcanzados como “contrapeso” de las potencias imperialistas. Son argumentos que no compartimos, por lo desarrollado en este y otros artículos.
Lo que sí es una diferencia considerable entre China y los países imperialistas a los cuales está dejando atrás en la competencia de poder global, es la mayor “consistencia”, por decirlo de alguna forma, que tiene la posición de esos otros países. Cuando analizamos Japón, Alemania, Gran Bretaña o Francia, su posición en términos de generación de riqueza, expansión de capital transnacional basado en ellos, capacidad de innovación, desarrollo de las finanzas y la moneda, son más o menos consistentes los lugares que cada país juega, más allá de las ventajas específicas que cada uno pueda tener (como ocurre con Gran Bretaña que con la city de Londres tienen una ventaja indiscutida, por ejemplo, mientras que Alemania o Japón van por delante en innovación). También ocurre lo mismo en el terreno militar, con excepción de Alemania que está por detrás en este punto. En cambio China tiene una gran proyección de poder ayudada por su escala gigantesca y la fortaleza en determinadas áreas, pero esto contrasta con el hecho de que no pudo desembarazarse del todo de algunos rasgos dependientes y su estructura económica y social está plagada de heterogeneidades.
2. PUNTOS DÉBILES
La mirada sobre la posición relativa de China debe completarse introduciendo otras dimensiones críticas que muestran todavía los puntos más vulnerables de la posición de China.
La unidad nacional incompleta
Será difícil hablar de una construcción imperialista de China que avance exitosamente en tanto no logre resolver definitivamente su integridad territorial. La unidad alcanzada por la revolución de 1949, elemento que fue un parteaguas, siempre tuvo sin embargo un carácter relativo, ya que debió convivir con la ocupación británica de Hong Kong y la portuguesa de Macao, que duraron hasta 1999, y con el protectorado constituido por el Kuomintang en Taiwán.
Taiwán plantea un problema de seguridad fundamental, ya que su reclamo independentista contó desde siempre con el apoyo, abierto o soslayado, del imperialismo. La política que EE. UU. viene teniendo respecto de Taiwán desde 1979 ha sido descripta por algunos analistas como “ambigüedad estratégica”: al mismo tiempo que todos los presidentes (hasta Trump que coqueteó con dar un giro) dejaron de tener relaciones diplomáticas con Taipei, el Congreso de EE. UU. sancionó y mantiene vigente el Acta de Relaciones con Taiwán, que prometía suministrar armas defensivas a Taiwán, resaltando que cualquier ataque de China sería de "grave preocupación" para EE. UU.
Con Hong Kong, en los últimos años se hicieron evidentes los conflictos que persisten en el esquema “un país, dos sistemas”. Por sus lazos financieros con la city londinense es un canal fundamental para mover capitales, y podría convertirse en un talón de Aquiles si se siguen profundizando los choques recientes.
La existencia de muchas chinas, por la heterogeneidad de la estructura productiva y social y por la incapacidad de dominar estos territorios, es para el Estado chino uno de los elementos potencialmente más desestabilizadores y que amenaza cualquier proyección de poderío global.
La falta de mecanismos de resguardo de sus intereses económicos en el exterior
El imperialismo es por definición expansión de los intereses económicos de un Estado más allá de sus fronteras, lo que implica el sometimiento –formal o informal, como prima en la actualidad– de otros territorios para asegurar el resguardo de dichos intereses y asegurar un flujo de ganancias y rentas derivadas de dicha relación. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, cada potencia imperialista ejercía este “poder de policía” en defensa de sus capitales en los territorios coloniales que poseía o en las semicolonias que con diversos grados de soberanía política formal estaban subordinadas a alguna de las metrópolis. Al término de la Segunda Guerra Mundial, las luchas contra el colonialismo terminaron imponiendo a las potencias coloniales la pérdida de casi todos sus territorios de ultramar. Al mismo tiempo, el imperialismo estadounidense se arrogó a sí mismo cumplir, en defensa de los intereses de todo el capital global, el papel de “policía” para asegurar en todo el mundo el cumplimiento de las reglas favorables a la acumulación de capital. Estados Unidos “se otorgó a sí mismo el derecho exclusivo a intervenir contra otros Estados soberanos (lo que repetidamente hizo por todo el mundo) y se reservó sus propios criterios sobre la interpretación de las normas y reglas internacionales” [10]. Pero cumple este papel de “policía global” en defensa de los intereses de aquellos países que aceptaron mantenerse integrados en la órbita de seguridad y el sistema de alianzas de EE. UU., con cierta subordinación aún en el caso de tratarse de países imperialistas. Países como China se encuentran fuera de esta esfera.
China aun no cuenta ni con capacidades militares o diplomáticas equivalentes a las desarrolladas por EE. UU. y que favorecen, por extensión, a las potencias imperialistas que al día de hoy todavía se mueven en el marco “atlantista”, más allá de la enorme crisis de larga data que arrastra toda esta articulación de la posguerra.
El resultado es que Pekín no pudo frenar exitosamente los repudios a deudas contraídas por países, ni puede ejercer sanciones de mucha efectividad cuando otros Estados se desentienden de compromisos contraídos. China tiene como gran amenaza la de cerrar su mercado a los que incumplen y, cada vez más, la de cerrar el financiamiento. Pero este “poder blando” no siempre es suficiente, sobre todo cuando recrudecen las tensiones con EE. UU. que también actúa –directamente y a través de aliados– sobre esos mismos países. Los cambios de posiciones respecto del 5G están siendo otra muestra de esta falta de efectividad.
¿Cuán atrayente es el “chinese way of life”?
La “hegemonía” de EE. UU. tuvo en la promesa de “exportar” el “modo de vida estadounidense” uno de sus puntos de apoyo más perdurables. ¿Pero puede China acaso generar una influencia equivalente con su “way of life”? The Economist alertó recientemente que no debería subestimarse la capacidad de presentar como exitoso su modelo de “capitalismo de Estado”, que viene combinando alto crecimiento y aumento de la riqueza per cápita –desde niveles bajísimos– con algunos éxitos resonantes en materia de innovación y competencia [11]. Pero esto no parece suficiente para ocupar el lugar que tuvo EE. UU. El “socialismo con características chinas”, como la burocracia sigue refiriendo a su esquema de desarrollo, está desde el vamos definido como una particularidad. El régimen burocrático del PCCh fue una pieza clave para el ascenso excepcional de China, y lo sigue siendo para continuarlo y consolidarlo, sosteniendo la articulación contradictoria entre desarrollo capitalista y empresas estatales, administrando la palanca del crédito en favor del crecimiento económico y dirigiendo la innovación hacia algunos sectores considerados estratégicos. Pero esto también opera como límite para que el “chinese way of life” gane un ascendiente equivalente a la hegemonía ideológica que tuvo EE. UU. Con el PCCh jugando un rol crítico y un régimen con claras características bonapartistas, no resulta ni reproducible fuera de China ni puede mostrarse como un polo de atracción a ser imitado.
En la propia China, las características bonapartistas del régimen, reforzadas con Xi, operan como un amplio límite para la hegemonía que puede tener el “modelo chino”. La apelación a aspectos de la ideología más tradicional, que van de la mano con un creciente “énfasis en la singularidad de la civilización china y la construcción de un marco de noción de nación orgullosa durante la era Xi” [12], buscan llenar este vacío, pero esto no puede ser muy expansivo fuera de sus fronteras.
En la competencia por el liderazgo global y el ascendente sobre otros países, China sí pudo, coyunturalmente, ocupar el lugar abandonado por EE. UU. y presentarse como adalid del “globalismo”. Con Donald Trump proclamando “América Primero” y atacando la globalización en todos su discurso, Xi Jinping se propuso como el garante de la integración económica. En todos los foros mundiales y reuniones de organizaciones internacionales, casi todos ellos conformados a instancias de EE. UU., China fue avanzando posiciones y convirtiéndose en puntal a medida que Trump les dio la espalda o manifestó su desdén. El mayor regalo en ese sentido fue el abandono del Tratado Transpacífico, que Obama había concretado asociando comercialmente a más de una decena de países excluyendo a China. Con la salida de EE. UU., China manifestó su interés en unirse y podría ser el principal beneficiario del tratado. Pero con Biden los Demócratas intentarán regresar a una agenda más globalista –aunque hay motivos profundos por los cuales esta reorientación encontrará límites– y será más complicado para China seguir ocupando el lugar vacante que le dejó Trump.
3. ALGUNAS CONCLUSIONES
¿Qué nos dice el análisis de estas dimensiones contradictorias que estuvimos analizando? Algunos autores como Au Loong Yu se refieren a China como un imperialismo en proceso de construcción o constitución, que todavía no se ha consumado. Esta podría ser la caracterización que mejor dé cuenta de la posición actual de China. Hay que evitar darle a esta noción el sentido de un proceso que se concretará inevitablemente. Está rodeado de múltiples amenazas, tanto por la existencia de “muchas chinas” en China, como resultado de las desigualdades productivas, como por las profundas tensiones creadas por el proceso de desarrollo capitalista, que crea descontentos tanto entre quienes siguen resistiendo ese proceso como entre quienes lamentan que no vaya a un ritmo suficientemente rápido. Más allá del devenir, “imperialismo en construcción” permite dar cuenta del lugar que ya tiene China. En numerosas medidas objetivas está por delante de algunas de las principales potencias imperialistas, aunque muy por detrás de EE. UU. Lo hace además mostrando numerosos talones de Aquiles que vuelven su posición vulnerable.
Una caracterización de este tipo permite clarificar el rol que tiene China en el orden capitalista mundial. China no impugna el carácter explotador de ese orden, al que por el contrario le sacó provecho internamente transformando a una fuerza de trabajo de cientos de millones en el coto de explotación del capital imperialista y local, favoreciendo que en todo el mundo el capital realizara un “arbitraje” global contra la fuerza de trabajo para aumentar su rentabilidad. Reproduce en sus relaciones con otros países patrones de expoliación y saqueo similares a los de las potencias europeas o EE. UU. La noción de que China pueda ser un contrapeso benigno frente a la expoliación imperialista, una potencia pero no imperialista, se muestra equivocada. China puede ser un contrapeso frente a otras potencias, prestando asistencia financiera o inversiones. Pero si esto ocurre, es porque tiene sus propios intereses en juego, y esa ayuda o contrapeso viene a un alto costo. En el territorio nacional, el Estado oprime y niega cualquier mínimo derecho a las nacionalidades minoritarias, apelando a la más dura represión para ello. En Xinjiang tuvimos las muestras más recientes de ello.
Como dijimos al comienzo, hay dos dimensiones que hay que distinguir: 1) en qué medida China se está transformando en un imperialismo; 2) en qué medida puede ser la potencia hegemónica. Como hemos visto, si la primera pregunta empieza a hallar motivos para responderse afirmativamente, de manera aún condicional, la segunda no puede ni plantearse seriamente sin un curso de mayores enfrentamientos.
A pesar de los límites que muestra aún la posición de China, su ambición por reforzar su gravitación internacional viene chocando con los intereses de los EE. UU. Podemos decir que China no puede avanzar más allá de donde está sin pasar de las tensiones actuales con EE. UU. a un choque más directo. Esto se debe a que si bien China no es un país subversivo del orden imperialista, sí está obligado a cuestionar pilares del orden actual que favorecen a EE. UU., que fue dentro del cual se desarrolló hasta el momento. Para aspirar al podio global, China no puede simplemente pretender reemplazar a EE. UU. en el sistema de poder mundial, porque las redes del mismo están construidas por EE. UU. ubicándose a sí mismo en el centro. El Departamento de Estado en la articulación de alianzas y subordinación de aliados –en una relación de coordinación y ocasionalmente de tensión con el Pentágono– y el Tesoro en materia financiera, junto con la Reserva Federal (Fed) estableciendo líneas de coordinación con los bancos centrales de los países más poderosos, son la base de la arquitectura de la gobernanza global que requiere el capital trasnacional, y la sostienen al mismo tiempo que apuntan a reproducir el poderío norteamericano.
Tampoco puede pensarse a China simplemente “acomodándose” como una potencia entre otras, subordinada. No puede simplemente seguir “ascendiendo” en un orden “prestado” ni la potencia dominante cederá su lugar. Tampoco podemos esperar que los países imperialistas que ya se están viendo relativamente desplazados por el ascenso de China se acomoden pacíficamente a esta situación, aunque en un contexto de disolución más general del orden de posguerra podemos esperar más divisiones y rearticulación de alianzas. China puede suscitar rivalidades o convertirse en un polo de atracción.
Al mismo tiempo, hay que tener siempre en cuenta todos los efectos potencialmente desestabilizadores que el curso capitalista creó en China, que pueden ser su principal talón de Aquiles y que la agudización de las rivalidades internacionales puede hacer recrudecer. Son varios los sectores de la burocracia que recelan de la ambición de Xi de entender su poder más allá de los 10 años, rompiendo con la práctica que rige desde la salida de Deng. Existen además heridas mal cicatrizadas de las disputas que precedieron su llegada al poder, las que terminaron con el descabezamiento de Bo Xilai, que presidía el partido en Chongquing y era abanderado de un vaporoso “neomaoísmo”, hoy en prisión con cadena perpetua. Hay un motivo estructural de descontento, entre los sectores más beneficiados con las políticas de integración capitalista y es que, a pesar de la consolidación de las relaciones de producción burguesas, la tendencia desde que asumió Xi fue más bien al estancamiento de la agenda de reformas y el reforzamiento del estatalismo junto con los rasgos más bonapartistas del régimen.
Desde el punto de vista de las clases subalternas, el joven proletariado que se desarrolló en las últimas décadas, con poca conexión con la clase trabajadora anterior de las empresas públicas que sufrió fuertes derrotas con las privatizaciones, también viene protagonizando en el último lustro procesos de organización y lucha, que obligaron al régimen y las empresas a otorgar mejores condiciones [13]. Como observan los editores de China Labour Bulletin, en el siglo XXI “las protestas colectivas de los trabajadores se han vuelto más frecuentes y cuentan con mejor organización, al punto de que son ahora parte de la vida cotidiana en China y la agitación laboral está profundamente arraigada en la sociedad” [14]. La acumulación de poder de Xi lo deja también más expuesto ante los traspiés y puede ser un disparador de luchas internas que, en este contexto y con el conflicto externo, se vuelvan inmanejables. La explosión del Covid amenazó inicialmente con tener consecuencias catastróficas para el dominio del PCCh, por las torpes respuestas iniciales ante el estallido del virus, pero el peor desempeño relativo de gran parte de Europa y EE. UU. dejó finalmente a la burocracia mejor parada y le permitió a China exportar ayudas. Pero fue otra muestra más de que la posición de Xi –y con él de todo el régimen– no es para nada estable. La hipótesis de una crisis del Estado de gran magnitud, con consecuencias catastróficas para la posición de China, no debe descartarse. Con niveles de endeudamiento sin precedentes (la suma de la deuda de corporaciones, gobierno y hogares supera el 300 % del PBI), el fantasma de una crisis económica de magnitud ciertamente recorre China. Esta podría tener a las empresas de propiedad estatal, fuertemente apalancadas, entre los sectores más golpeados. El control del sistema financiero por parte del Estado ha limitado hasta ahora la materialización de estas amenazas, pero lo hizo al precio de patear el problema para adelante, ya que el volumen de pasivos no para de aumentar. Un escenario de este tipo podría agravar todas las potenciales inestabilidades mencionadas hasta niveles insoportables.
La situación de disputa abierta entre EE. UU. y China, hoy focalizada en lo comercial y la disputa por la primacía tecnológica –estrechamente vinculada con consideraciones de seguridad– pero con la amenaza cada vez más cierta de derivaciones militares, acicatea todas las tensiones internas que ya existen en China.
Lo que hay que tener en claro es que el hecho de que no pueda hablarse de China como un imperialismo en un sentido pleno del término, no pueden llevarnos a la conclusión de cualquier choque de China contra EE. UU. u otras potencias imperialistas debe ser leído en clave de una agresión imperialista contra China de la que se desprenda automáticamente un apoyo a esta última. Como vienen experimentando el proletariado y las nacionalidades oprimidas de China, aunque esté enfrentado con el imperialismo, el Estado dirigido por el PCCh no representa ninguna alternativa progresiva al dominio imperialista de EE. UU. y sus aliados, si bien el posicionamiento ante cada escenario de conflicto debe definirse por las circunstancias concretas. Lo que es claro es que no va a surgir de ahí ninguna alternativa o punto de apoyo para que los pueblos oprimidos podamos cortar con las cadenas del imperialismo y la explotación capitalista. Por el contrario, la ambición de Xi Jinping y el conjunto de la dirección del PCCh es erigir al Estado Chino como otro ladrillo en la pared.
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