La economía del conocimiento se postula como la salvación para el desarrollo. Pero quienes trabajan en la industria del conocimiento, los científicos, aún no han avanzado en reconocerse como trabajadores.
Domingo 1ro de mayo de 2016
El uso del conocimiento científico para genera valor es una realidad de la economía y el objetivo de la planificación en ciencia y tecnología alrededor del mundo. Muchas veces se afirma que las economías de los países más desarrollados descansan en el apoyo a las capacidades intelectuales, más que en capacidades físicas o en recursos naturales. Esta política se basa en la idea de que la economía del conocimiento es la última etapa del desarrollo capitalista, marcada por una necesidad competitiva a nivel mundial para la innovación con nuevos productos y procesos.
En el plan estratégico para el desarrollo de la ciencia nacional, Argentina Innovadora 2020, el ministro Lino Barañao afirma: “El conocimiento es un factor fundamental de los procesos que llevan a la creación de riqueza para los países y a la mejora de la calidad de vida de las sociedades. Es por ello que resulta imprescindible contar con políticas públicas que potencien las actividades de ciencia, tecnología e innovación y las orienten hacia la consecución de objetivos nacionales de desarrollo social y productivo”.
Para notar la continuidad de una política de Estado, debemos recordar que Barañao es el único ministro que continuó en funciones durante el reciente cambio de gobierno Y el plan Argentina Innovadora, aún vigente, fue elaborado durante el año 2012. Pero este discurso, que en general ha sido naturalizado por la comunidad científica, posee raíces mucho más profundas.
Ya en 1988, Margaret Thatcher expresó ante la Royal Society (la más antigua Academia de Ciencias del Reino Unido) que “es el propio interés de la industria perseguir la investigación necesaria para su propio negocio (...). La industria puede también ayudar a nuestros académicos a encontrar aplicaciones comerciales cuando éstas surgen inesperadamente durante el curso de investigación básica. (...) La industria está adquiriendo más mentalidad científica; los científicos, más mentalidad industrial. Ambos tienen una responsabilidad en reconocer el valor práctico de las ideas”.
Es poco conocido que Thatcher se graduó en Ciencias Químicas en la Universidad de Oxford y ejerció como investigadora por algunos años, antes de dedicarse a la política.
Pocas veces se reflexiona sobre cuál es el papel del investigador científico en esta planificación. Algunas veces se asume que la ciencia aplicada y la transferencia tecnológica son objetivos en sí mismos y un mecanismo para evitar que el científico se encierre en su “torre de marfil”. Pero este discurso oculta el rol del científico como trabajador que genera conocimiento (y por lo tanto riqueza). Y oculta cómo son los mecanismos por los cuales se eligen los objetivos de la investigación aplicada.
Richard Levins es, tal vez, el científico que más ha escrito sobre estos temas, hasta su reciente fallecimiento en enero de este año. Muchas de sus opiniones sobre el papel de los científicos y de la ciencia en la sociedad pueden encontrarse en una de sus últimas conferencias, dictada en Universidad Nacional Autónoma de México en 2013. Resumiendo sus ideas, los científicos son trabajadores de una industria particular, la industria del conocimiento. Como tales, sufren los habituales problemas de seguridad en el empleo, permanencia y de malas condiciones de trabajo. Aquellos que subvencionan las investigaciones, los “dueños de la ciencia” en palabras de Levins, deciden a quién se permite hacer ciencia, cuáles son los medios y las preguntas, y lo más importante, qué es lo que se excluye de la discusión.
La conversión del conocimiento en mercancía dentro de la sociedad capitalista determina qué tipo de investigación se puede hacer. El criterio de cualquier corporación es maximizar la ganancia, sin importar si el producto es útil o dañino. Un ejemplo clave, mostrado por Levins, es en la investigación en agricultura. Puede ocurrir que una investigación concluya que la mejor manera de controlar una plaga es, por ejemplo, combinando cultivos. Es una buena idea pero no es rentable para quienes subvencionan las investigaciones. En cambio un producto químico puede ser vendido todos los años a los agricultores. Incluso se puede modificar genéticamente un cultivo para que sea dependiente de un químico específico y de esa manera generar una doble dependencia.
Ejemplos similares hay en todos los campos de la ciencia, basta pensar en la investigación en salud pública. Las enfermedades transmitidas por mosquitos son una de las principales causas de muerte a nivel mundial. La malaria en particular, si bien actualmente está decayendo, es aún la causa de más de medio millón de muertes anuales. Históricamente, la erradicación de enfermedades tropicales no ha sido un tema prioritario para las agencias de financiamiento internacionales. “El científico como trabajador no tiene control sobre la agenda de su campo, ni cómo se distribuyen los productos de su esfuerzo, a veces ni sabe el propósito de su investigación”, afirma Levins.
La crítica a la mercantilización del conocimiento está presente en la mente de muchos investigadores, incluso dentro de la ciencia oficial. El premio Nobel César Milstein, por ejemplo, se negó a patentar descubrimientos que lo habrían hecho inmensamente rico, ya que pensaba que los avances científicos deberían ser patrimonio de la humanidad. Sin embargo, muchas veces se impone una perspectiva desarrollista entre los científicos comprometidos, porque se asume que la trasmisión de conocimientos a la industria y el cobro de regalías sobre las patentes de los descubrimientos pueden ser la forma de sacar a un país de su atraso. Contra esta visión desarrollista, Oscar Varsavsky alertaba hace casi cincuenta años: “El que aspire a una sociedad diferente no tendrá inconvenientes en imaginar una manera de hacer ciencia muy distinta de la actual. Más aún, no tendrá más remedio que desarrollar una ciencia diferente”.
De que los científicos se reconozcan a sí mismos como trabajadores puede partir una nueva forma de hacer ciencia. En Argentina, esto no ha sido nunca del interés de los sucesivos gobiernos. Los becarios de ciencia y tecnología aún no poseen derechos laborales tan básicos como aportes jubilatorios. Y las relaciones laborales en la mayor institución científica, el CONICET, se basan en un estatuto impuesto durante la dictadura de Alejadro Lanusse, que incluye una estructura verticalista con representantes del agro y de la industria en su directorio. Involucrarse en la lucha de otros trabajadores es obligación para el científico. Citando otra vez a Richard Levins: “Trabajar en los movimientos políticos como científico, en la ciencia como político y en la industria del conocimiento como trabajador, enriquece la vida”.
Santiago Benítez
Dr. en Biología. Investigador del Conicet. Militante del Partido de Trabajadores Socialistas (PTS).