¿Puerta de salida puramente tecnológica del capitalismo gracias a la “nueva revolución industrial”, sin importar lo que ocurra con la lucha de clases? Es esto lo que imaginan, con matices, algunas de las corrientes y autores que recorremos en esta nota.
Si hay una idea que ronda las discusiones sobre la tecnología y el mundo del trabajo es que estamos ante la inminencia de una “automatización” plena, o casi, de todos los procesos laborales. De la mano sobre todo de la inteligencia artificial y el machine learning (aprendizaje de las máquinas), que hoy están a la avanzada de toda una serie de desarrollos que configuran la “nueva revolución industrial”, parece que sería inminente un reemplazo en masa de numerosos puestos de trabajo por la tarea de las máquinas y aplicaciones. La noción de esta inminencia del “fin del trabajo” ya circuló fuerte en los años 1980 y 1990. Pero por esos años lo que ocurrió fue una relocalización de empleo en gran escala, no una reducción. Si miramos la manufactura, sector predilecto en el que se apoyaban estas tesis en ese momento, entre 1991 y 2016 en términos absolutos el empleo manufacturero no cayó: aumentó en el mundo de 322 millones de puestos a 361 millones, aunque sí disminuyó en los países ricos. Los empleos no caían víctima de la automatización –al menos no exclusivamente– sino que estaba teniendo lugar una gigantesca relocalización de la producción de las firmas imperialistas mientras se “duplicaba” la fuerza de trabajo global disponible para las empresas multinacionales.
Por la magnitud de los desarrollos recientes y la aceleración que estaría mostrando la aplicación del aprendizaje de las máquinas en ámbitos de lo más variados, gana fuerza la idea de que esta vez sí, la cosa va en serio, y deberemos hacernos a la idea de que un cambio abrupto del panorama del empleo tendrá lugar en los próximos 15 o 20 años.
Son debates que, aunque parezcan lejanos o ajenos, también tenemos por estos pagos.
Como señala Paula Bach, autora de numerosos estudios sobre la nueva revolución industrial, los debates entre las corrientes mainstream al respecto y sus consecuencias para el capitalismo, para la clase capitalista hablar del “fin del trabajo” tiene una clara utilidad ideológica. Sirve para, mostrando un futuro ominoso para el empleo, actuar en el presente: hacer énfasis en todo lo que la clase trabajadora puede perder como consecuencia de las transformaciones de la técnica permite reforzar la idea de que es necesario un “aggiornamiento” de las reglamentaciones referidas a las condiciones en que los empresarios explotan a la fuerza de trabajo. Con estas amenazas se empuja el avance de las “flexibilizaciones” que no son otra cosa que precarizaciones, son barridos los sistemas previsionales y se extiende la edad mínima requerida para acceder a una pensión o jubilación –cuyo monto tiende a degradarse como proporción del salario de la fuerza de trabajo activa–. Reverbera otra vez el argumento de “no hay alternativa” (there is no alternative) que pronunciaba Margaret Thatcher para imponer las políticas neoliberales en Gran Bretaña en los años 1980, pero ahora con una presunta base técnica incuestinable. La “paradoja” (aunque solo lo es si olvidamos que estamos hablando del capitalismo) es que, en nombre del “fin del trabajo” los patrones y sus representantes políticos –con la colaboración de los burócratas sindicales– impusieron condiciones en las que, quienes tienen trabajo, hoy trabajan más, y no menos, que hace 50 años, a pesar de las posibilidades técnicas para reducir la jornada y repartir las horas de trabajo. Al mismo tiempo, esto convive con sectores crecientes de desempleados y subempleados.
Partiendo del diagnóstico de que los cambios técnicos nos ubican en un punto de inflexión, varias corrientes críticas toman esto como punto de partida para imaginar una sociedad más allá del capitalismo sin asignar un rol significativo en ello a la lucha de clases.
La tesis del “capitalismo cognitivo”
Una línea de interpretación sostiene que el capitalismo se ha transformado en otra cosa, que continúa siendo capitalista pero se rige por otros términos. Bajo el rótulo de “capitalismo cognitivo” se encierra la idea de que el conocimiento es “el principal factor productivo” [1]. Es decir que desplaza, o directamente reemplaza según el autor, al capital y al trabajo como “factores”. En las ramas más dinámicas de la economía capitalista actual (informática, máquinas herramienta complejas, biotecnología, nanotecnología, etc.) la relevancia creciente de la aplicación de conocimiento habría desplazado a la explotación de la fuerza de trabajo como fuente de valorización fundamental del capital. La importancia adquirida por la investigación y desarrollo aplicados a la producción se ve expresada en la manera en que los desarrolladores de innovaciones son los que captan la mayor proporción de la plusvalía [2].
Para Yann Moulier-Boutang, uno de los principales exponentes de esta corriente, hemos pasado a un régimen de acumulación “en el cual el objeto de la acumulación está principalmente constituido por el conocimiento que se convierte en el recurso principal del valor” [3]. Más aún, “se disuelve la tradicional frontera entre capital y trabajo” [4]. Es ahora el [general intellect] –categoría formulada por Marx en los Grundrisse [5]– el que “hace ahora las veces de los viejos medios de producción” [6]. La sustitución de lo material por lo “inmaterial” sería fundamental en todo esto: “lo inmaterial, no considerado hasta ahora, tiende por su extensión cuantitativa y cualitativa a poner de nuevo en tela de juicio al conjunto de las categorías de la economía capitalista y en particular a las nociones de productividad y propiedad”, sostiene Olivier Blondeau [7]. “¿Quién detenta la propiedad de los medios de producción?”, se pregunta, y concluye que “el intercambio de trabajo abstracto e intercambiable por un salario” ha dado paso a una nueva relación, en la que el asalariado “no puede ser plenamente expoliado” [8]. El trabajo no sería la fuente excluyente ni más relevante del valor, ni por tanto del plusvalor. La ganancia se habría emancipado así de la necesidad de explotación de la fuerza de trabajo.
En otra oportunidad debatimos extensamente estos argumentos, y las conclusiones –equivocadas– que extraen respecto de la (no) actualidad de la teoría del valor planteada por Marx en El capital [9].
Según esta corriente, el trabajo cognitivo, al ser inmaterial, no se ajustaría a las leyes del valor que Marx desentraña en El capital, que perderían así su vigencia. Hay acá una falsa identificación entre la materialidad del producto y creación del valor [10]. El trabajo, así realice productos “mentales”, es siempre material, porque involucra “gasto de cerebro, nervio, músculo, órgano sensorio, etc., humanos” [11], independientemente de que su resultado no sea un valor de uso como un auto o un paquete de galletas sino la secuencia para la ejecución de un programa informático. La determinación bifácetica del trabajo en el capitalismo, productor de valores de uso al mismo tiempo que productor de valor, característica de la producción capitalista de mercancías, la encontramos también en el trabajo cognitivo. Reducido a la “substancia social”, al trabajo abstracto, “resulta completamente mensurable el valor generado por el trabajo productor de conocimiento. Y también el plusvalor, que surge de la diferencia entre el valor producido por la fuerza de trabajo durante la jornada, y el valor que el capital debe desembolsar por ella” [12].
Tampoco se verifica el supuesto “empoderamiento” para la fuerza de trabajo cognitiva que sería resultado de que el conocimiento sería EL “medio de producción”. Por un lado, numerosos mecanismos de patentes y ciberseguridad preservan la propiedad intelectual para las firmas, y por lo tanto no es cierto que los trabajadores cognitivos lleven consigo todos sus “medios de producción”. Sin duda, hay efectos del trabajo en red que el capital se apropia pero no controla, pero mirar solo esto es quedarse con una dimensión trivial. La complejidad de las actuales investigaciones en sectores como la nanotecnología, inteligencia artificial o biotecnología, exige recursos de capital gigantescos. Estos solo son otorgados a las firmas capitalistas que puedan presentar perspectivas de rentabilidad. Por eso, aunque el trabajo complejo que desarrollan los ingenieros y científicos reciba una remuneración que es un múltiplo elevado de la de los asalariados promedio, está también sometido a las condiciones de la valorización capitalista. Es decir que sigue vigente en esta relación la condición que se impone siempre para que el capital contrate y ponga a trabajar a la fuerza de trabajo: que en su producción genere plusvalor.
Al mismo tiempo que esta corriente desarrollaba sus planteos durante las últimas décadas, la proliferación de los sectores de alta tecnología en los que esta concentró su atención convivieron con un desarrollo igual de notable de las cadenas de valor, basadas en la búsqueda del aprovechamiento por parte del capital trasnacional de la fuerza de trabajo barata de los países dependientes. Esto muestra la importancia que mantiene el trabajo y la explotación de la fuerza de trabajo, a contramano de las tesis del capitalismo cognitivo.
¿Poscapitalismo?
Tributario en muchos aspectos del planteo del capitalismo cognitivo, encontramos otra serie de autores, con muchos puntos de encuentro entre sí aunque no coincidan en todo, que plantean que hemos ingresado o estamos a las puertas de un postcapitalismo. Dos libros recientes que llevan el término en su título corresponden a quienes probablemente están entre sus principales exponentes: Paul Mason [13] y Nick Srnicek [14].
A partir del libro de Paul Mason hemos discutido varios de los argumentos poscapitalistas. El punto de partida común es considerar la transformación tecnológica en curso como un parteaguas. Por un lado, el capitalismo está produciendo una ruptura sin precedentes que empuja hacia la automatización de la producción; por otro lado, el capitalismo es incapaz de llevarla hasta el final, porque entra en contradicción con sus propias bases. Esta dialéctica en la que el capital se erige como principal barrera contra sus tendencias inmanentes ya fue reconocida por Marx y podría ser compartida por la mayor parte de la izquierda anticapitalista. Pero lo específico de la mayor parte de los poscapitalistas es que observan que de la misma está surgiendo, como resultado de las trasformaciones técnicas de cuyos resultados el capital no se puede apropiar de forma rentable, este mundo “pos”. “Una economía basada en la información, por su tendencia misma a los productos de coste cero y a la debilidad de los derechos de propiedad, no puede ser una economía capitalista”, nos dice Paul Mason [15]. Pero Mason parte de decirnos que el capitalismo está casi desapareciendo ante nuestros ojos para ofrecernos una hoja de ruta inmediata que pasa por pelear por una serie de reformas, más bien limitadas, que nunca queda bien claro cómo cimentarían ese poscapitalismo. Mason apela a un determinismo tecnológico para dar por superadas las sesudas reflexiones del marxismo sobre sujetos, revoluciones, economías de transición. Y parece no poder –ni querer– desprenderse de algunos de los fetiches del mundo de la mercancía: se muestra encandilado por el consumismo cada vez más exacerbado al que fuerza el capitalismo, como si fuera un modo universal de “disfrute” de los valores de uso. Durante todo el libro Mason remarca el poder de las redes y las infotecnologías, pero ante la amenaza de que el capitalismo pueda conducirnos a una catástrofe ambiental antes de que podamos alcanzar el paraíso prometido del poscapitalismo, demanda que el “viejo” Estado vuelva por su fueros para salvarnos aquí y ahora. Debemos, nos dice, aprender a “construir alternativas dentro del sistema, a usar el poder gubernamental de un modo radical que lo desnaturalice incluso” [16]. No hace falta prepararse para revoluciones, ni enfrentar el poder del Estado que –¡afortunadamente!– parece más que dispuesto en la lectura de Mason en cooperar para su reformulación hacia un “wiki Estado” [17]. Podemos contentarnos con armar cooperativas, hacer más cosas como Linux o Wikipedia, impulsar una renta básica universal, a lo sumo socializar el sistema financiero, y concentrar energías en “desatar” la red. Con esto, y otras iniciativas por el estilo, el camino hacia el fin del capitalismo tendría buenos augurios. El resto, las máquinas “en red” lo harán por nosotros.
Srnicek y Williams articulan un planteo más complejo. Nunca llegan a afirmar que estamos adentrándonos en un poscapitalismo de manera irreversible. El capitalismo ha entrado en contradicción con las posibilidades técnicas que ha creado, cayendo cada vez más en una especie de punto muerto. “Los sueños de vuelos espaciales, descarbonización de la economía, automatización del trabajo rutinario, extensión de la vida humana, etcétera, son todos proyectos tecnológicos importantes que se ven entorpecidos de varias maneras por el capitalismo”, sostienen [18]. En su caso el poscapitalismo es un estadio a alcanzar, que requiere una acción política. Parte de esa acción incluye hacer propio el imperativo de la innovación, volverlo contra el capital: “el desarrollo tecnológico tiene que acelerarse precisamente porque la tecnología es necesaria para ganar los conflictos sociales”, sostienen en el Manifiesto por una política aceleracionista (2013). Es decir, que el arsenal de la lucha contra el capitalismo incluiría, para debilitarlo, encontrar aquellas “posiciones estratégicas” que empujer el desarrollo tecnológico en el capitalismo.
En Inventar el futuro desarrollan más ampliamente la “hoja de ruta” para alcanzar la perspectiva postcapitalista. Esta incluye la automatización completa de la producción, que podría alcanzarse como resultado de liberar la innovación de las restricciones capitalistas, y la renta básica universal para asegurar un ingreso para toda la población. Pero en una sociedad que ha liberado las relaciones de producción de su forma capitalista, es decir, que ha terminado con la propiedad privada de los medios de producción para organizarlos colectivamente de manera asociada en función de las necesidades sociales, pierde sentido cualquier renta universal. No se puede escapar a la sensación, leyendo a Srnicek y Williams, de que se confunden permanentemente la instancia de lucha contra el capital que domina, y el inicio de una sociedad de transición que surja de expropiar a los expropiadores capitalistas.
El objeto principal de la crítica de Inventar... es lo que definen como políticas “folk”: se trata de aquellas limitadas a la protesta, por las más variadas reivindicaciones, que pueden ser justas en sí mismas pero que se llevan a cabo sin horizonte estratégico. En la opinión de los autores, para salir del impasse y construir lo que definen como una “contrahegemonía” al neoliberalismo, se necesitan tres cosas: “un movimiento populista de masas, un ecosistema de organizaciones sano y un análisis de los puntos de ventaja” [19]. Con menciones a Laclau y Pablo Iglesias de Podemos, el “populismo” por el que bregan Srnicek y Williams se ubica explícitamente en la constelación de toda una serie de movimientos políticos de la última década, que van desde Syriza y Podemos hasta el DSA en EE. UU. [20].
Vemos entonces un abismo insondable entre el horizonte de futuro que nos invitan a abrazar y las tareas el presente inmediato. Partimos de una mirada radical sobre las posibilidades inscriptas en la disrupción que ya está en marcha. Pero el camino hacia allí estaría en retomar las remanidas estrategias que vienen ensayando, con éxito dispar en materia electoral y una palpable adaptación al régimen burgués, las fuerzas como Syriza en Grecia (que prometió terminar con la austeridad, terminó aplicando los planes de ajuste del FMI y la Unión Europea, y finalmente abrió paso al regreso de la derecha al gobierno), Podemos en el Estado español (hoy parte de la coalición de gobierno con el PSOE), DSA en los EE. UU. apoyando la candidatura “socialista” de Bernie Sanders, o Momentum en Gran Bretaña, que apoyó al laborista Jeremy Corbyn, derrotado por Boris Johnson. Estos proyectos están construidos en base a una especie de “ilusión política” que tiende a separar el terreno de la intervención en este plano de la intervención en la lucha de clases tendiente a organizar la fuerza para derrocar al sistema. Entre el poscapitalismo y el presente, la única hoja de ruta clara pasa por revivir políticas del Estado benefactor, con algunas innovaciones como impulsar una renta básica universal y otras medidas similares, pero sin desafiar el poder del capital. Una “invención” del futuro que termina siendo bastante nostálgica.
Al mismo tiempo, Srnicek y Williams hacen suya la opinión, que circula en ámbitos de izquierda desde hace un tiempo, de que la construcción de esta “contrahegemonía” debería aprender de la laboriosa tarea realizada por los Hayek, Friedman y toda la heterogénea cofradía que encontró base común para trabajar desde la sociedad Sociedad Mont Pelerin. Esta sociedad fue creada en 1947 para batallar por la hegemonía de las ideas neoliberales, aspiración que empezó a materializarse tres décadas después. Para Srnicek y Williams, la “demanda de un Mont Pelerin de izquierda es, en última instancia, un llamado a construir de nuevo la hegemonía de la izquierda” [21]. La “aceleración” frenética de los cambios técnicos que nos narran –por cuya profundización apuestan– no podrían ser más contrastantes con los tiempos “largos” de esta política “contrahegemónica”.
Fines y medios
Sin el desarrollo tecnológico sería impensable la emancipación de la necesidad de trabajar, que hoy es una posibilidad real aunque el capitalismo, por el contrario, utiliza las amenazas del fin del trabajo para redoblar la explotación. Por eso, compartimos con muchas de las corrientes y autores la importancia de apropiarse de la técnica, realizando al mismo tiempo una “crítica” de todos los desarrollos de la misma que no son neutrales sino que tienen un marcado carácter de clase. Pero esto solo será posible si quienes hoy son “objeto” de innovaciones que se desarrollan para arrebatar más trabajo, para intensificar los ritmos laborales y reducir al mínimo los tiempos muertos en las jornadas laborales –incluso allí donde la jornada no existe como en los trabajo de las “apps”– le imponen al capital su fuerza social.
Por eso la importancia del planteo de reparto de las horas de trabajo como parte de un programa para que la clase trabajadora pueda disputar el poder de la clase capitalista y tomar el poder del Estado –iniciando así el camino para la abolición de las clases y del propio Estado–. Es decir, para el comunismo, que es mucho más que “poscapitalismo” o simplemente automatización del trabajo: es una asociación de productores libres que organizan colectivamente el trabajo social con el objetivo de reducirlo al mínimo indispensable, o directamente automatizarlo, y conquistar el mayor tiempo libre para el disfrute. Por ese fin político peleamos, y para alcanzarlo sigue siendo tan ineludible “expropiar a los expropiadores” hoy, en tiempos de robots e inteligencia artificial (puestos por la burguesía en función de precarizar el trabajo) como lo era cuando escribía Marx. No hay atajos poscapitalistas para la construcción de partidos revolucionarios de la clase trabajadora que permitan disputar el poder a los capitalistas. Solo conquistando un gobierno de los trabajadores, en ruptura con este sistema basado en la explotación, y socializando los medios de producción, podremos iniciar una verdadera transición hacia una sociedad sin explotadores ni explotados.
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