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SEMANARIO

De la movilización a la revolución, un libro para pensar la perspectiva socialista en el siglo XXI

Entrevista con Matías Maiello

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De la movilización a la revolución, un libro para pensar la perspectiva socialista en el siglo XXI

Josefina L. Martínez

Ideas de Izquierda

Esta semana se publicó en forma simultánea, en Argentina y el Estado español, De la movilización a la revolución (Ediciones IPS, 2022). El libro de Matías Maiello combina el análisis de los procesos más relevantes de la lucha de clases de los últimos años con la pregunta sobre la operatividad del programa socialista en la actualidad. Está atravesado por toda una serie de debates con autores como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Donatella Di Cesare, Eric Blanc, Vivek Chibber, Bhaskar Sunkara, entre otros. En el marco de estos debates recupera la noción de “programa transicional” sistematizada por León Trotsky pero que, como analiza el libro, viene desde antes en el marxismo. Como señala el autor, el objetivo del libro es invitar al debate sobre la perspectiva del socialismo hoy. Entrevistamos a Matías Maiello acerca de algunas de las tesis que recorren su libro.

En la introducción del libro señalás que una de las cuestiones estratégicas más importantes para el marxismo es la fusión entre el movimiento obrero y el socialismo. ¿En qué sentido te propusiste abordar esta discusión en el libro?

En Consideraciones sobre el marxismo occidental, Perry Anderson decía que buena parte del siglo XX estuvo marcada por la escisión entre la teoría socialista y la práctica de la clase obrera, y así fue. En esto fue clave la burocratización de la URSS y la consolidación del stalinismo. Es un problema que ahora se plantea en términos muy diferentes pero que persiste.

Hay que reactualizar este debate para volver a ponerlo en un lugar central de la teoría y de la práctica del marxismo. Cayó el Muro de Berlín, vino la ofensiva neoliberal, pero lo nuevo es la caída del “muro de Wall Street” con la crisis de 2008. Desde ese entonces el panorama mundial viene cambiando a un ritmo cada vez más acelerado, la guerra de Ucrania y sus derivaciones son uno de los índices más claros de esto.

Se vienen desarrollando nuevos fenómenos políticos hacia la izquierda y hacia la derecha del espectro político. Cobró mucho peso en los últimos años la discusión sobre las “nuevas derechas”, “posfascismos”, “neofascismos”, etc. y en el libro abordo estos problemas. Pero hay mucha menos reflexión teórica sobre los procesos de movilización y las revueltas que vienen atravesando la escena internacional hace más de una década, que van desde la “Primavera Árabe” en 2011 hasta los procesos de revueltas de los últimos años en Chile, Colombia, Ecuador, Bolivia, EE. UU., el Estado español, Hong Kong, Myanmar, etc. Este año se agregó Sri Lanka; lo que está pasando ahora en Irán es otro ejemplo.

Este considero que es un tema central. Lenin en el ¿Qué hacer? decía que el elemento espontáneo es la forma embrionaria de lo consciente, pero también que cuanto más poderoso es el auge espontáneo de las masas, más se hace necesario el desarrollo de los elementos conscientes, es decir, de fuertes organizaciones revolucionarias. Bueno, en este problema estamos: cómo el marxismo puede ponerse a la altura de la energía que está empezando a desplegar el movimiento de masas en la lucha de clases.

El libro arranca con esta reflexión sobre la lucha de clases actual, la relación entre revuelta y revolución. Me gustó especialmente una parte, cuando analizás que se termina configurando una especie de ecosistema de reproducción de los regímenes burgueses en crisis con fuerzas de derecha y ultraderecha, por un lado, y neorreformismos y populismos de izquierda, por otro. Vos te planteás la pregunta sobre las vías para evitar que los procesos de la lucha de clases sean disipados o canalizados en los marcos de lo instituido y dar lugar a nuevas revoluciones en el siglo XXI. ¿Podrías desarrollar esta idea?

La cuestión es que los procesos de revuelta, con la masividad que tuvieron, con la fuerza que desplegaron, no dieron lugar todavía a nuevas revoluciones. Cuando hablo de ecosistema político, mi intención es graficar un tipo de mecánica política que podemos ver en muchos procesos. Sin ir más lejos, Chile a partir de 2019. Hubo movilizaciones enormes contra Piñera y el régimen pospinochetista. El 12 de noviembre de 2019 hubo un paro general histórico. Fue parcial, pero se paralizaron, por ejemplo, la mayoría de los puertos. Hubo piquetes en las periferias y muchos enfrentamientos con carabineros y el ejército. Las direcciones sindicales y de los movimientos sociales cumplieron un papel fundamental en salvar a Piñera y el régimen largó los acuerdos por la paz y una constituyente totalmente amañada. Emergió con fuerza el neorreformismo de Boric y llegó a la presidencia. El resultado es que hoy en Chile los problemas planteados por aquella revuelta de 2019 siguen sin resolverse. Este es un ejemplo de muchos.

Entonces hay un problema clave que es cómo romper esa relación circular entre los procesos de movilización y de institucionalización. Para abordarlo necesitamos analizar muy bien estos procesos, hacer un análisis concreto de sus características, de los problemas nuevos que plantean. ¿Por qué viene primando la dinámica de la revuelta? ¿A qué responde la disposición geográfica de los puntos de concentración de los procesos? ¿Qué características adopta la ocupación del “espacio público”? ¿Qué fuerzas operan para que los movimientos se expresen de determinada manera? ¿Y qué problemas políticos y estratégicos plantea todo esto para la lucha por una perspectiva socialista revolucionaria en la actualidad?

Donatella Di Cesare, en un libro muy interesante, El tiempo de la revuelta –sobre el que escribimos con vos en Ideas de Izquierda y yo retomo en mi libro– plantea que muchas veces en el pensamiento político la relación entre revuelta y revolución se ve como una antinomia, y en esto tiene algo de razón. No hay que tener una aproximación estática al problema, tampoco pensar que toda revolución comienza necesariamente como revuelta. La cuestión es cómo problematizar el pasaje de la revuelta a la revolución en el siglo XXI.

Una tesis que atraviesa mi libro es que la cuestión de la hegemonía de la clase trabajadora es central para romper ese círculo entre movilización e institucionalización. Obviamente, esto lleva a muchas otras preguntas, empezando por cómo desarrollarla en las condiciones actuales luego de años de ofensiva neoliberal, restauración capitalista, etc. Son problemas cada vez más actuales y urgentes. No solo por la guerra y por todas las consecuencias de un capitalismo que nos lleva al abismo social y a la destrucción del planeta, sino también porque la clase trabajadora empieza a tener mayor protagonismo. En Europa venimos de la histórica huelga del transporte en el Reino Unido y ahora en Francia se está dando un proceso huelguístico muy importante, con centro en las petroleras, que está cambiando la situación de conjunto; en EE. UU. hay un profundo proceso de organización y lucha protagonizado por la llamada “generación U”, por Union (sindicato en inglés), etc. Fenómenos como estos parecen indicar que estamos en los inicios de un nuevo empoderamiento de la clase trabajadora.

Los primeros capítulos polemizan con las respuestas que dan a estas cuestiones tres diferentes tradiciones teórico-políticas de la izquierda contemporánea…

Sí, en el libro estos temas están desarrollados alrededor de una serie de debates con tres aproximaciones que agrupo, grosso modo, como la “autonomista”, la “populista” y la “socialdemócrata”. Atravesando todas estás polémicas está la pregunta por la operatividad del programa socialista para la práctica política en la actualidad, ligada a los recientes procesos de la lucha de clases y a una recuperación que intento hacer de la noción de “programa transicional” sistematizada en su momento por Trotsky.

En la polémica con Laclau y Mouffe, referentes del populismo de izquierda, desarrollás varios debates, quiero preguntarte por uno o dos como para dar una idea de la discusión. Una cuestión muy interesante que planteás es cómo conciben la articulación de las demandas. Para Laclau, se trataría fundamentalmente de una articulación simbólica. Y allí pierde importancia su realización efectiva. ¿Cuál es la diferencia en cómo aborda Trotsky esta cuestión?

Este un punto importante. En términos generales podríamos decir que la aproximación de Laclau y Mouffe pasa, en buena medida, por articular discursivamente aquello que, en mi opinión, está escindido históricamente, producto de los resultados de la lucha de clases y de las formas que fue adquiriendo la dominación capitalista en las últimas décadas. Ellos en un primer momento utilizaban este enfoque para fundamentar un proyecto de “democracia plural radical”, a partir de 2002, con La razón populista, Laclau lo desarrolla en función de una perspectiva populista. Llevado al terreno de los fenómenos políticos actuales, podríamos decir que expresa en la teoría, un abordaje bastante similar o con muchos puntos de contacto, con el que realizan en la práctica los llamados “populismos de izquierda”, por ejemplo, los que se desarrollaron en América Latina desde principios del siglo o “neorreformismos”, como Podemos o Syriza, entre otros.

En la obra de Laclau en particular hay una fuerte presencia de Trotsky, no solo por su biografía política y su paso por la “izquierda nacional” de Abelardo Ramos, sino teóricamente. En general sus referencias a Gramsci fueron muy analizadas pero muy poco las que tiene a la obra de Trotsky y que hacen a aspectos muy importantes de su teoría. En el libro problematizo la interpretación que realiza Laclau de la obra de Trotsky, de su teoría de la revolución permanente y del desarrollo desigual y combinado. Pero lo hago con una intención específica, la de comparar el enfoque de Laclau en cuanto a la articulación de las demandas con el que desarrolla Trotsky en el Programa de Transición.

Volviendo a tu pregunta, para Trotsky, a diferencia de lo que sugiere Laclau, las demandas no se agotan en su dimensión simbólica, sino que muchas de ellas, sobre todo si son capaces de impulsar la movilización colectiva, encierran una dimensión que podríamos llamar “existencial”, que hace a las condiciones de vida y, en algunos casos, a la supervivencia física misma (por ejemplo frente a una guerra o una crisis) de quienes sostienen las demandas. Es decir, mientras que para Laclau, el problema se circunscribe a una articulación simbólica de las demandas que pueda cristalizar en una identidad popular, Trotsky le da un peso central a las vías para la “realización íntegra y efectiva” de las demandas.

¿Por qué esto es clave? Por muchas cuestiones. Entre ellas porque visto desde el punto de vista de su realización efectiva hay demandas que se pueden articular y otras que no, porque responden a intereses de clase contrapuestos. Pero también porque si la cuestión pasa por la realización efectiva de las demandas, esto te lleva a la pregunta por la articulación de las fuerzas sociales y políticas que son capaces de realizarlas y a las consideraciones estratégicas que todo esto trae aparejadas.

Me interesa que expliques un poco la crítica que hacés a Laclau y Mouffe cuando señalan que el campo político no se divide –o no se debería dividir– según sustancias o criterios de clase y que consideran que en el terreno de las democracias occidentales las alineaciones son puramente contingentes.

La dicotomización del espacio político en contextos de polarización va de suyo, el problema obviamente es quién divide a quién. En un sentido, la dinámica de la articulación puramente contingente de demandas es común en momentos de relativa estabilidad de los regímenes democrático-burgueses, o en situaciones que permitan, como mínimo, cierta administración del antagonismo que alcance para mantener el orden social. El problema son las crisis, sean políticas, económicas, sociales, etc.

Un ejemplo que le gustaba usar a Laclau es el de Argentina en los 70. En sus términos, alrededor del significante “Perón vuelve” se produce una acumulación cada vez mayor de demandas insatisfechas, es un significante que unifica el “campo popular”. Bueno, cuando Perón efectivamente vuelve, ya no es un significante vacío sino que se convierte en presidente y no puede absorber individualmente esas demandas, en este marco se disputan el peronismo entre la derecha peronista y Montoneros. Hasta acá llega el planteo de Laclau. Pero justamente lo que muestran ese tipo de ejemplos es que aunque se puedan articular simbólicamente, esos intereses contradictorios no son articulables históricamente. Por eso fracasa el Pacto Social, por eso se crea la Triple A y, luego de la muerte de Perón con la crisis, tiene lugar la primera huelga general política contra un gobierno peronista en junio-julio de 1975. Es decir, en determinado momento la articulación populista que teoriza Laclau muestra sus límites e irrumpe el problema de clase. Cuando llega ese momento la cuestión es si ya está planteado un programa alternativo y si se pudo construir previamente una organización revolucionaria capaz de estar a la altura de la crisis.

Podríamos decir que con las crisis llega el momento de la verdad. En particular, en las situaciones revolucionarias es cuando los antagonismos políticos adquieren su mayor intensidad, cuando irrumpe el sentido más profundo de las demandas. Un rasgo distintivo de las revoluciones es la división de las clases dominantes. Esta división, más temprano o más tarde, llega a las clases intermedias y a la propia clase trabajadora con expresiones diversas. Que esta división del espacio político no se presente comúnmente al inicio de los procesos como una fractura que sigue claramente las líneas de división entre intereses de clase, no expresa el carácter contingente de las clases mismas, sino la fortaleza relativa de los liderazgos y organizaciones políticas. Los actores sociales y políticos resultantes están lejos de ser “indeterminados”. O mejor dicho, el hecho de que se presenten como “indeterminados” desde el punto de vista de clase es el objetivo de ciertas estrategias políticas.

El punto de partida del marxismo revolucionario es, o debería ser, pelear por “ordenar” el escenario político en términos de intereses de clase, es decir, de lucha de clases. La construcción de una voluntad colectiva desde este ángulo no es voluntarista. Lo que desde una mirada ahistórica aparece como pura “contingencia” es, en realidad, que llegado determinado momento los factores más subjetivos, como son los partidos, los programas, las estrategias adquieren un peso decisivo. El arte de la política en el marxismo revolucionario se podría decir que consiste en actuar sobre la discordancia entre los tiempos de la economía, la política y la subjetividad de masas y de los sectores de vanguardia, para establecer puentes, para enlazar esas diferentes temporalidades a través de un enfoque estratégico.

Me interesa recuperar el enfoque del Programa de Transición, porque está pensado justamente para eso. Busca establecer puentes entre las demandas que surgen del estadio actual del movimiento de masas, y las consignas que son “necesarias” para que la clase trabajadora y los sectores populares puedan hacer frente a un determinado escenario de crisis.

Dejemos acá la polémica con Laclau, así podemos seguir con los otros temas. En el caso de la corriente neokautskista, que tiene un centro de elaboración en la revista Jacobin, la negación de la hegemonía obrera proviene desde otro ángulo. Aquí regresan a la separación de programa mínimo y programa máximo para un futuro indeterminado. ¿En base a qué fundamentan esta posición?

Hay una especie de revival de Karl Kautsky desde hace algunos años, uno de sus impulsores fue el académico norteamericano Lars Lih, con el que discutimos bastante en Estrategia socialista y arte militar que escribimos con Emilio Albamonte. En De la movilización a la revolución me concentro especialmente en algunos temas de este revival relacionados con la problemática del programa socialista. Esta especie de “giro kautskiano” se da especialmente en Estados Unidos, ligado a la idea de construir una socialdemocracia “de los orígenes”. Viene motorizado por autores como Eric Blanc, Bhaskar Sunkara o Vivek Chibber, por la revista Jacobin que está vinculada al DSA (Democratic Socialist of America), una organización de izquierda que ganó influencia en los últimos años pero que está cada vez más integrada al Partido Demócrata.

Con esto quiero decir que no es una discusión puramente teórica. Tiene un correlato en la izquierda norteamericana, en momentos donde se vienen dando fenómenos como el llamado “socialismo millennial”, movimientos como el Black Lives Matter y hay nuevos aires en el movimiento obrero con la “generación U” que mencionábamos antes. Al mismo tiempo es un laboratorio de muchos debates que van más allá de este caso concreto.

En ese marco se da esta nueva reivindicación de la división del programa marxista en un programa mínimo y uno máximo, que se remonta al Programa de Erfurt de la Socialdemocracia alemana de finales del siglo XIX. ¿En qué consiste esta división concretamente? Bueno, dicho muy sintéticamente, en que, por un lado, para la práctica cotidiana el programa se limita a consignas mínimas y democráticas. Por ejemplo, en su momento era el sufragio universal, la igualdad de derechos para las mujeres, la educación laica y gratuita, derechos laborales, la jornada de 8 horas, etc. Y ojo que “mínimas” no significa que sean fáciles de conseguir (para conseguir las 8 horas los trabajadores alemanes primero tuvieron que hacer la revolución de 1918), sino que no van más allá del capitalismo. Por otro lado, las consignas que van directamente contra la propiedad privada capitalista quedan para el “programa máximo”, relegadas completamente.

Incluso algunos autores con los que debato en el libro, ligan esta división a la idea de que hay que levantar un programa de “reformas no reformistas”, una idea que en su momento planteó André Gorz. En el caso de Peter Frase, lo vincula a la idea de “renta básica universal”. Nancy Fraser, por ejemplo, lo asociaba al programa de Bernie Sanders, con demandas muy sentidas como salario mínimo de 15 dólares la hora, “Medicare para todos”, matrículas gratuitas en las universidades, libertad reproductiva, etc. Pero la cuestión central es que lo hacen bajo la consideración de que hoy ya no se puede seguir hablando de la socialización de los medios de producción porque sería una retórica agotada o, por lo menos, inoportuna.

El problema es que el vínculo entre determinadas demandas “mínimas” y el cuestionamiento a la propiedad privada capitalista no es una cuestión meramente retórica. Hace a las posibilidades de realización efectiva de aquellas demandas “mínimas” frente a un capitalismo en crisis cada vez más rapaz, que es una máquina de producir desigualdad, de destruir el planeta, de provocar nuevas guerras. Se supone que limitar el programa a “demandas mínimas” lo haría más “realista”, pero no es así. Esto lo muestra en la actualidad las pocas o nulas reformas sustanciales que se han conquistado desde este enfoque, a pesar de que en muchos países, y Estados Unidos no es la excepción, hubo procesos muy importantes de movilización en el último tiempo.

Señalás que, a la inversa de Laclau, para quien la clave es la construcción de una identidad popular sin delimitación de clase, para los neokautskianos la cuestión de la identidad de clase se piensa en sentido opuesto, como algo dado. ¿Qué quiere decir esto?

En la traducción neokautskiana, la política de clase termina siendo una especie de reflejo de la conciencia actual del trabajador promedio. Pero las clases son heterogéneas y están desgarradas por antagonismos internos. Cada clase está compuesta por diferentes sectores, por eso mismo, un partido puede apoyarse sobre diversas fracciones de clase. Este es un punto clave que hace a la autonomía relativa de una política socialista.

Las situaciones pueden ser más o menos evolutivas, más o menos revolucionarias, y esto determina si un programa transicional puede tener una función más “propagandística”, sembrando determinadas ideas, o más “agitativa” y orientada hacia la acción inmediata. Pero la cuestión es, en todos los casos, si la articulación apunta a una política hegemónica o la niega, si la lucha ideológica y programática tiene también como correlato prácticas hegemónicas que apunten a superar lo que Gramsci describía como la “gran política” de la burguesía, que consiste, justamente, en limitar todo movimiento a la “pequeña política” de la rutina sindical o de los movimientos sociales o electoral en sí.

El problema de los enfoques que se recluyen en el programa “mínimo” es que el “sujeto” termina siendo, implícita o explícitamente, el Estado capitalista. Porque de la suma de programas mínimos no puede surgir ninguna hegemonía, menos que menos en un escenario como el actual, con la fragmentación de la clase trabajadora, donde las burocracias sindicales son garantes de esta fractura de la clase y se desarrollaron nuevas formas de burocratismo ligadas a los “movimientos sociales”.

La diferencia con el enfoque del programa transicional es que este último apunta a vincular directamente el programa a la articulación de una fuerza social y política capaz de llevarlo adelante sin frenarse en los formas de institucionalización que busca imponer el Estado capitalista. Tanto es así que Trotsky decía directamente que la función de todo el programa de transición era llenar los espacios entre las condiciones actuales y los soviets del futuro.

Yendo a los debates sobre el Programa de Transición, señalas que este no es un recetario de consignas para ser aplicado en todo tiempo y lugar, sino un determinado enfoque sobre cómo articular el programa que tiene, al menos, una función doble. ¿Cómo es esto?

Para no extenderme voy directo a un ejemplo, muy actual y que desde el PTS venimos tomando mucho. Un primer bloque del Programa de Transición se refiere a la “escala móvil de salarios y escala móvil de horas de trabajo”. Por un lado, la “escala móvil de salarios” está asociada a la necesidad de asegurar el aumento automático de los salarios según el aumento de los precios, y se contrapone a las dos políticas monetarias de la burguesía: las inflacionarias y las de “estabilización” monetaria. En Argentina y en muchos países los gobiernos se están debatiendo entre ambas. Por otro lado, la “escala móvil de horas de trabajo” apunta a terminar con la desocupación y a evitar la degradación de la clase trabajadora. Es decir, que el trabajo disponible sea repartido entre todas las trabajadoras y los trabajadores. Nuestro compañero Pablo Anino calculó que con la reducción de la jornada laboral a 30 horas semanales solamente en las 12 mil empresas más grandes de Argentina ya se podrían crear casi un millón de puestos de trabajo nuevos. Aplicado a toda la economía se podría terminar directamente con la desocupación.

Trotsky, a la hora de explicar este planteo a los dirigentes del SWP norteamericano, decía que “la escala móvil de horas de trabajo” en realidad era el modo de distribuir el trabajo en la sociedad socialista, donde el número total de horas de trabajo se divide por el número de trabajadores. Pero agregaba que presentado así podría aparecer abstracto para los trabajadores, por eso sostenía que había que plantearlo como una solución frente a la crisis. Es el programa del socialismo, decía, pero presentado en forma popular y sencilla. En este sentido, Trotsky le da mucha importancia a la articulación discursiva del programa, para presentarlo lo más popularmente posible, pero lo hace sin dejar de dar cuenta de los problemas de fondo a los que se enfrenta el movimiento obrero y cuya solución excede en mucho al programa mínimo.

Pero este es un aspecto, no es solo el problema discursivo, sino de enfrentamiento entre fuerzas materiales. Por eso la consigna del reparto de las horas de trabajo también busca una vía para unificar a una clase trabajadora dividida. Este planteo va ligado, en el Programa de Transición, a la lucha por unir a los ocupados con los desocupados estableciendo compromisos mutuos de solidaridad. Es decir, a la articulación de la fuerza social que puede llevar ese programa adelante. Y acá hay un punto clave, porque cuando hablamos de un “gobierno de trabajadores” no nos referimos a un gobierno común y corriente, basado en las instituciones del Estado capitalista, sino a un gobierno basado en los organismos de autoorganización de las masas, Consejos, Soviets o como queramos llamarlos, y estos organismos solo pueden surgir de aquella articulación de fuerzas que incluya a todos los grupos en lucha.

Retomando el debate acerca de la dicotomización del campo político y el carácter de las consignas. Tomás el ejemplo de la Revolución rusa para explicar que siempre hay una disputa por el significado de estas. ¿Que significaban las consignas de paz, pan y tierra? ¿Qué disputas políticas se daban alrededor de su significado?

Sí, es todo un tema que en el libro analizo bastante. No da para desarrollar todo acá, pero me parece importante resaltar que todas las cuestiones que fuimos charlando sobre el programa transicional, no son cuestiones que se diriman en el vacío. Hay determinadas consignas que pueden condensar todo un conjunto de antagonismos que atraviesan a la sociedad, como fue “paz, pan y tierra” en la Revolución Rusa. Pero el papel que van a cumplir no está dicho de antemano. Los bolcheviques dieron una enorme lucha política alrededor de esa consigna para que adquiera el significado que finalmente tuvo. Siempre existe una tendencia, que podríamos decirle la “tendencia Laclau”, a vaciarlas de significado bajo el argumento de que es la única forma de trascender el particularismo.

Si bien hay un nivel en el cual el empobrecimiento del sentido de una demanda capaz de aglutinar a todas las demás es indispensable, ahí es donde recién empieza el problema. La cuestión es desarrollar el contenido particular, histórico, de cada una de las demandas en la situación concreta, exponer las condiciones para su realización y extraer todas las conclusiones que se desprenden de ello. En esta lucha por el significado el enfoque transicional puede cumplir un papel muy importante. Para poner un ejemplo más cercano, acá en Argentina, “fuera el FMI” es una consigna central. Bien, pero qué significa, no es lo mismo si en la conciencia de sectores de masas esa consigna es asociada a alguna especie de default (esto lo hizo la burguesía en 2002 y terminó destrozando el salario, generando más pobreza y confiscando a los pequeños ahorristas), que si se asocia a la necesidad de nacionalizar los bancos privados, el comercio exterior, etc. como parte de un programa de fondo para que la crisis la paguen los capitalistas.

La pelea por la hegemonía de la clase trabajadora consiste en buena medida en la capacidad de un partido socialista revolucionario de reconfigurar el espacio político en términos de antagonismos de clase, de lucha de clases, lo que significa, al mismo tiempo, desbaratar las articulaciones alternativas de proyectos hegemónicos de las clases dominantes. Los modos de utilización de las consignas y su articulación, con el fin de exponer los discursos del adversario y hacer comprensibles los propios objetivos, es un arte político sobre el que el enfoque transicional tiene mucho que decir.

Hay muchas cosas que me quedaron en el tintero para preguntarte, tanto sobre los debates en la III Internacional acerca del programa transicional que muestran que la idea de un programa de transición va mucho más allá de la elaboración del propio Trotsky, como sobre los desarrollos que hacés a propósito del fascismo, muy actuales frente a los debates que viene generando el auge de la extrema derecha en varios países. Para no extendernos, mejor los dejamos para otra oportunidad, y, en todo caso, vuelvo a recomendar la lectura del libro. Para cerrar quería retomar el planteo de Trotsky cuando dice, sobre el programa de transición que “es el programa del socialismo, pero en una forma muy popular.” Qué relevancia tiene esto en el momento actual en el que algunos sectores empiezan a percibir cada vez más que el capitalismo lleva a desastres y catástrofes, pero, al mismo tiempo, sigue siendo más fácil pensar el fin del planeta que el fin del capitalismo.

El tema es que con programas limitados a rentas universales, economías populares, planes de reconversión ecológica en los marcos del capitalismo, o planteos utópicos sobre que el socialismo va a llegar automáticamente gracias al avance de la tecnología, no vamos a ningún lado. No se puede “humanizar” al capitalismo. Hoy la guerra está de vuelta en Europa, con consecuencias que van mucho más allá de Ucrania. El militarismo de las grandes potencias está a la orden del día. La utilización de armas nucleares se volvió a discutir abiertamente. El capitalismo es cada vez más contradictorio con la vida, con la sociedad y la naturaleza. Lo que necesitamos urgente, como diría Benjamin, es activar el freno de emergencia. El Programa de Transición se concibió originalmente para eso, para activar el freno de emergencia frente a un capitalismo que nos lleva al desastre.

Los enormes avances actuales de la ciencia y de la cooperación del trabajo, que bajo el capitalismo están puestos en función de aumentar las ganancias, arrancados del mando del capital podrían contribuir a liberar las facultades creadoras del ser humano y conquistar una relación más armónica con la naturaleza. Pero para esto necesitamos reactualizar la perspectiva socialista en el siglo XXI, la de un socialismo desde abajo, basado en la autoorganización de la clase trabajadora que, a diferencia de hace un siglo, hoy es mayoritaria en gran parte de los países del mundo y puede aglutinar en torno a ella al conjunto de los oprimidos. Un socialismo que tiene que ser revolucionario porque ninguna clase dominante en la historia renunció a sus privilegios pacíficamente. Y que tiene que ser internacionalista, entre otras cosas, porque como mostró el siglo XX la idea del “socialismo en un solo país” no lleva a ningún lado más que a la derrota.

Ahora la derecha dice que todos son socialistas o comunistas, para Trump Obama era socialista, para Bolsonaro Lula es comunista, para Milei Larreta es socialista, Chávez en su momento llamó “socialismo del siglo XXI” al estatismo nacionalista burgués. Nada de esto es socialismo, pero desde hace algunos años el socialismo otra vez aparece como un fantasma que recorre el mundo, como decía el Manifiesto Comunista. Quien piense que esto es una casualidad me parece que se equivoca. El problema si es podemos hacer que ese fantasma tome cuerpo, si somos capaces de construir la voluntad colectiva que encarne esa perspectiva. La intención del libro es contribuir a ese debate.


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Josefina L. Martínez

@josefinamar14
Nació en Buenos Aires, vive en Madrid. Es historiadora (UNR). Autora de No somos esclavas (2021). Coautora de Patriarcado y capitalismo (Akal, 2019), autora de Revolucionarias (Lengua de Trapo, 2018), coautora de Cien años de historia obrera en Argentina (Ediciones IPS). Escribe en Izquierda Diario.es, CTXT y otros medios.