La marcha, en sí misma –o sea: sus convocantes, sus intenciones, sus adherentes oportunistas-, ya sabemos, lo sabíamos de antes, lo que fue: una vomitiva operación reaccionaria, orquestada y/o aprovechada por sectores cuasi-mafiosos de la derecha a los que siempre les importó un bledo (o directamente fueron cómplices de ocultamiento) de la AMIA y etcéteras, que por supuesto nunca marcharon –en su republicano reclamo de justicia- por Julio López, por Mariano Ferreyra, por los qom, por Once ni por el Indoamericano, y que aprovecharon el creciente descrédito del relato gubernativo –ese que insiste con los derechos humanos junto con Milani y Granados, que es “nacional” junto a Chevron, Monsanto, la Barrick Gold, el FMI y los “buitres buenos”, que es “popular” con leyes antiterroristas y proyectos X, que reforma cosméticamente los mismos servicios de inteligencia que utilizó mientras le jugaron (o así lo creyeron) a su favor, aprovecharon ese descrédito, decíamos, para buscar dirimir de forma brutal y peligrosa la interna intra-burguesa, y quizá forzar un “fin de ciclo” adelantado para acelerar el ajuste que de todas maneras está en curso, más allá de que haya o no conspiraciones internacionales, Cias, Mossades o lo que fuere. Sobre esto ya se ha dicho mucho, empezando por este mismo medio, no vamos a insistir.
Viernes 20 de febrero de 2015
Ahora bien: la marcha fue masiva, enorme, bien importante. No vamos a entrar tampoco en el ocioso debate cuantitativo, diez mil más o menos no hacen la diferencia. Esa masividad, obviamente, tuvo un marcado sesgo de clase (no tanto por la pertenencia “dura” de los asistentes como por el componente ideológico-cultural) y es por eso que no los podríamos ver marchar nunca por Julio López, Mariano Ferreyra o los qom. Pero sería neciamente antidialéctico –y en todo caso, si fuera cierto estaríamos en serios problemas y hablaríamos de otra manera- creer que todos los miles que marcharon tenían el objetivo consciente de voltear al gobierno, brutalizar el ajuste, eliminar la AUH, volver a las AFJP (son todas cosas que se han dicho desde las voces oficiales) o, en general, resolver la crisis orgánica “por derecha”. Eso que se llama impropiamente la “clase media” –es decir, la pequeña burguesía más o menos acomodada y con aspiraciones de “venida a más” que constituyó la base social de la marcha y que fue muy beneficiada por las políticas económicas del último decenio- es un amalgama informe sin convicciones históricas sólidas que da bandazos ideológicos según el viento sople de cola o de frente, como ha demostrado la historia en innumerables ocasiones, por cierto mucho más dramáticas que la argentina actual.
Una masa pequeñoburguesa desconcertada, claro está, puede ser cooptada para las causas más abyectas. Pero en lo que, hoy por hoy, habría que poner el acento es en su desconcierto. Que es, entre muchas otras cosas, un síntoma de lo que los sociólogos tradicionales llamarían una generalizada anomia social, política y cultural generada por el derrumbe de toda confianza en el Estado tanto como en la “clase política” en su conjunto. No es un dato menor que la marcha tuviera que ser convocada y dirigida por un grupete de fiscales derechistas y de paupérrima ética –en los que los desconcertados parecen depositar sus últimas e ilusorias esperanzas en alguna abstracta “justicia”- mientras los dirigentes políticos de la “Opo” se vieron obligados a disolverse en la multitud. Los medios opositores, como corresponde, elogiaron esa vocación de silencioso anonimato como si los Macri y las Carrió fueran discretos y desinteresados trabajadores por el bienestar ciudadano que se despreocupan de las cámaras televisivas. No se les pasa por la cabeza que pueda haber, en el seno del desconcierto pequebú, una nueva oleada de “antipolítica” que representa una cierta derrota también para la oposición de derecha.
Pero los medios –y esta vez no solo los opositores- dijeron algo más, en su afán por sacar carnet de republicanismo serio concernido por la calidad institucional. Dijeron que en la marcha había un “llamado de atención” tanto para el oficialismo como para la oposición. Que ambos –con ese lenguaje de contador público que tanto ama la pequeña burguesía- debían “tomar nota”. Y en esto, aunque por las peores razones, no dejan de tener una gota de razón. Claro está que, como es su esperable costumbre, no hablaron de toda la oposición. Y por eso nos vamos a tomar el atrevimiento de completar lo que falta: la marcha –queremos decir: el síntoma que representa- fue un llamado de atención también para la izquierda. ¿Por qué osamos arriesgar tan extemporánea hipótesis?
Primero: es, para repetirnos, una expresión de la descomposición de un Estado y un sistema político cada vez más incapacitado –sea por el lado “neoliberal” o por el “bonapartista”- para dar respuestas verosímiles a las demandas económicas, sociales, institucionales o de “calidad” ciudadana de todas las clases sociales, y la “crisis Nisman” no es más ni menos que un eslabón más de esta cadena descendiente. Este es un deterioro irreversible, para este o cualquier futuro gobierno, para la actual o la próxima “Opo”. No es probable, lo hemos dicho en otras ocasiones, que estemos ante algún nuevo diciembre 2001, entre otras razones porque la situación económica global no es tan desesperada (salvo, como siempre, para los sectores más marginales).
Pero, independientemente de quién gane las próximas elecciones, y en vista de aquella “anomia”, es de prever un proceso creciente de eso que los politólogos gustan llamar “ingobernabilidad”. ¿Entonces? ¿Quién puede aparecer sosteniendo una alternativa diferente (aunque todavía “perdedora” o minoritaria en lo inmediato) y totalmente contraria a todas las “berretadas” no solo burguesas sino mediocres del actual escenario? No resistiremos la fácil tentación de responder con un canónico slogan: Nosotros, la izquierda. No se trata, dicho vulgarmente, de pescar en río revuelto. Se trata de una insoslayable responsabilidad política: en el corto plazo, es la única posibilidad de contención para que la crisis no pueda cómodamente resolverse, en efecto, por “derecha”; en el mediano, es la posibilidad de construir, de una vez por todas, una fuerza plural pero unitaria que diga y haga lo que por definición ninguna otra va a decir ni hacer ante la crisis.
Y eso nos lleva a la segunda razón por la cual la marcha-síntoma es un llamado de atención para la izquierda. Es una de las pocas veces (en un sentido tal vez la única de los últimos años) en que no únicamente el FIT sino toda la izquierda, sea concertada o espontáneamente, ha estado de acuerdo, aunque sea por la “negativa”, en no asistir a la marcha, denunciando tanto las intenciones de sus organizadores como las inconsistencias del gobierno. Tal vez eso no sea aún suficiente, tal vez hubiera habido que pensar –o haya que hacerlo con la celeridad posible- en una contra-marcha de esa “toda la izquierda”, tanto en sentido literal como metafórico-programático.
Pero al menos quedó clara una posición diferenciada que no puede confundir a nadie: hasta los medios y voceros más acérrimamente oficialistas tuvieron que admitir que “esta vez” no había lugar posible para las sempiternas, y habitualmente cínicas, chicanas de que le hacemos el juego a la derecha (algún comentarista radial K no se privó, ciertamente, de ironizar sobre “la tercera posición troska”: no deja de ser una admisión de que allí hay otra cosa que se desmarca del truco del relato binario). La lección, no por obvia es menos nítida: la unidad “garpa”, para ser directos y vulgares. “Unidad” ¿hace falta decirlo? no significa limadura artificial de las diferencias, ni silenciamiento oportunista de los debates. Significa el esfuerzo –enorme pero imprescindible- para que las diferencias y los debates contribuyan, justamente, a la solidificación de un frente de izquierda que, sobre la base irrenunciable de su perspectiva inequívocamente antiburguesa y apoyada en las luchas populares y la independencia de clase, contenga las diferencias que sean necesarias y ensanche sus alcances sociales y políticos.
Esa “unidad diferencial”, va de suyo, empieza y se desarrolla por “abajo”, en el movimiento y participación cotidiana en las luchas de fábrica, de barrio, de universidades, de los conflictos populares. Pero en un año electoral, debería asimismo expresarse, como efecto de lo anterior, en un crecimiento cuantitativo de las corajudas voces que se han sabido conquistar en los parlamentos nacionales y provinciales. Sin necesidad de excesos en el optimismo voluntarista, la situación se presta. No llega nuestra pretensión hasta el punto de dar recetas, que no tenemos, para el método más eficaz con el cual lograr esa presencia unitaria sólida, aunque no ocultamos nuestra impresión de que sería lo mejor redoblar los esfuerzos para un acuerdo que evitara alguna clase de “interna” costosa y desgastante.
Pero esto quizá sea relativamente secundario. Lo central, tomando la marcha-síntoma como no desdeñable pretexto, es la responsabilidad política a la que aludíamos en el fortalecimiento del Frente, y que es una tarea no exigible meramente a los partidos, agrupaciones, dirigentes o militantes orgánicos, sino a todos los que tenemos el deber de sustraernos a la tentación del escepticismo o la indiferencia. Tal vez valga la pena “tomar nota”.
Eduardo Grüner
Sociólogo, ensayista, docente. Es autor, entre otros, de los libros: Un género culpable (1995), Las formas de la espada (1997), El sitio de la mirada (2000), El fin de las pequeñas historias (2002) y La cosa política (2005), La oscuridad y las luces (2011), Iconografías malditas, imágenes desencantadas (2017),