El último libro de Chantal Mouffe, El poder de los afectos en política. Hacia una revolución democrática y verde [1] parece confirmar la regla de que las segundas partes nunca fueron buenas. Si su antecesor, Por un populismo de izquierda [2], podía ser leído como un manifiesto reformista para disputarle a la (extrema) derecha la hegemonía del “momento populista”, este nuevo libro, más defensivo, parece afectado por “pasiones tristes”, para usar una expresión spinoziana de moda.
Con escasa innovación teórica y cero (auto) crítica, Mouffe busca darle una segunda vida a la “estrategia populista de izquierda” [3] en una coyuntura en la que, según la autora, el “momento populista” caliente ha quedado atrás y el peligro real es la restauración de un neoliberalismo autoritario. De todos los elementos puestos en juego para explicar este retroceso, hay dos que resultan particularmente interesantes, dado que juegan el rol de “points de capiton” [4] que la da sentido a todo el debate. Uno, de naturaleza política, es el fracaso de las variantes neorreformistas (Podemos, Syriza, el corbynismo, etc.). El otro es el impacto de la pandemia tomado en su dimensión subjetiva, que habría dado lugar a un nuevo tipo de demandas. Mouffe apela de manera poco convincente a la “dimensión afectiva-libidinal” de la política y cree encontrar un nuevo “significante salvador”: la Revolución Democrática Verde (equivalente al Green New Deal, es decir, una transformación ecológica impulsada desde el Estado) para revitalizar el “populismo de izquierda”. En última instancia, de lo que se trata El poder de los afectos… es de reformular con nuevos significantes la vieja estrategia fallida de reformar las instituciones del Estado capitalista.
Los avatares políticos del “populismo de izquierda”
Entre los múltiples elementos que configuran la nueva coyuntura, Mouffe plantea que el “momento populista” previo fue capitalizado fundamentalmente por la (extrema) derecha, que tuvo la capacidad de articular en clave etno-nacionalista las diversas demandas contra la posdemocracia [5]. La contracara de este fortalecimiento relativo del populismo de derecha es que varias de las formaciones que constituían los ejemplos centrales de su estrategia –Podemos, Syriza (aunque ya hacía rato había capitulado sin gloria a la troika), la corriente de Corbyn en el Labour Party británico, La France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon en Francia antes de las elecciones de 2022– habían sufrido una serie de reveses electorales (aunque no solo), lo que llevó a que algunos sacaran la conclusión de que había que abandonar la aventura populista y volver a las formas tradicionales de la política de (centro) izquierda.
Mouffe da una serie de argumentos generales para defender el “populismo de izquierda”, entre ellos que un revés electoral no es motivo suficiente para abandonar una estrategia (lo cual es lógico) y que en realidad los que más fracasaron fueron los que se alejaron del dogma populista. A favor de este argumento plantea que J.-L. Mélenchon recuperó su músculo electoral en 2022 al volver a adoptar la receta populista. Como conclusión dice que sus críticos confunden al “populismo de izquierda” con una "guerra de movimiento” cuando en realidad es una “guerra de posición” en la que no hay “derrotas” sino un movimiento interminable de avances y retrocesos. Una vez más, que las razones del fracaso del “populismo de izquierda” no están en los cambios de coyuntura, las articulaciones significantes o la libido de las masas. Más bien hay que buscarlas en sus propios objetivos: radicalizar la “democracia” preservando el Estado burgués y “erosionar” al capitalismo (E. O. Wright) para desplazarlo hacia variantes antineoliberales. En resumidas cuentas, ser ni más ni menos que un avatar de la vieja estrategia reformista.
Como era de esperar, una vez más Mouffe evita hacer cualquier balance político concreto de las experiencias que pusieron la “lógica populista” ante la prueba de los hechos. No hay que hacer demasiado esfuerzo para sacar la conclusión de que tanto Syriza en Grecia como Podemos en el Estado Español se pasaron con la velocidad de la luz del “nosotros” (el “pueblo”, los “indignados”, etc.) al “ellos” (la “elite”, la “casta”). Syriza terminó aplicando el ajuste de la “troika” y Podemos, después de prometer “radicalizar la democracia”, se sumó al gobierno del PSOE, gestionando el Estado capitalista-imperialista con uno de los socios del “régimen oligárquico”. En términos de la propia teoría de Mouffe, han demostrado que las “fronteras” entre el “pueblo” y la “elite”, es decir, la famosa división populista del campo de la política, con la que en los papeles se construiría una “voluntad colectiva” (fundamentalmente electoral) son imaginarias. Esto nos lleva una vez más a discutir la “razón populista” formulada por E. Laclau como una operación discursiva sin relación con ningún contenido material concreto ni ideología, más allá de demandas particulares, que entrarían en una articulación hegemónica contingente.
En palabras de Mouffe, la sociedad está dividida y la política tiene una naturaleza para partisana (Schmitt) y en ese sentido, hay cierta coincidencia entre la “estrategia populista de izquierda” y el marxismo. Pero mientras que para el marxismo esa división está determinada por las relaciones sociales de producción y por lo tanto la frontera es entre burguesía y proletariado –o en términos más actuales, entre la burguesía y una alianza de las clases explotadas y los oprimidos bajo hegemonía proletaria–, para el “populismo de izquierda” el agente social es un locus de “múltiples posiciones subjetivas”, surgidas de procesos contingentes de identificación, que en un sentido tiene alguna referencia de clase –se supone que el “pueblo” son los de “abajo” y la “elite” los privilegiados (en particular el régimen oligárquico surgido del dominio del capital financiero)– pero el criterio de explotación y de clase no es lo que traza la frontera.
En esta lógica formalista de la política, cuanto más ambigua sea la demanda, mayor será su capacidad hegemónica para actuar como “significante vacío” y permitir la articulación de estas demandas en una “cadena de equivalencias”. El otro elemento clave son los “significantes flotantes” que son los que trazan la “frontera” que divide el campo de la política en un “nosotros” (el “pueblo”) y un “ellos” (la “elite”). Esta frontera no es solo móvil sino que además hace que las demandas puedan entrar en sistemas de articulación opuestos –traducido que no hay demandas ni de derecha ni de izquierda, sino que el sentido depende de quién las hegemonice–.
En última instancia, este es el fundamento teórico para disputar la hegemonía a la extrema derecha en su propio terreno. Según Mouffe el populismo de derecha expresa a su manera las “demandas democráticas” y dentro de su concepción agonística [6] no sería un enemigo (a destruir) sino un adversario con el que se disputa dentro del marco común de las instituciones democrático-burguesas.
Esta no es una discusión abstracta. En Francia, La France Insoumise de Jean Luc Mélenchon, de quien Mouffe es la filósofa de cabecera, ha incorporado temas muy sensibles al electorado de Marine Le Pen, como el “soberanismo nacional” aunque no en clave xenófoba (antiinmigrante) sino en una “articulación democrática” (protección frente al capital internacionalizado) y antagonizando con Rassemblement National. Esta tendencia “soberanista” de izquierda está extendida en varios países europeos. Por ejemplo, en Alemania, Sahra Wagenknecht, la exlíder del partido Die Linke, fue todavía más lejos. En 2018 fundó el movimiento Austehen (De pie) que en su manifiesto incluía el control de inmigración para pelear un sector del electorado popular que había migrado al partido de extrema derecha Alternativa por Alemania (AfD).
Mouffe y otros intelectuales referenciados en la izquierda neorreformista como Wolfgang Streeck (con quien tiene varios puntos de contacto) se oponen a la política de “fronteras abiertas” y justifican este peligroso coqueteo con la extrema derecha con el argumento economicista de que favorece a las grandes corporaciones que explotan mano de obra inmigrante en perjuicio de los trabajadores locales.
Estas derivaciones políticas nos llevan al segundo nudo teórico, más profundo, que hace a la dimensión libidinal (del goce) en la política.
¿Afectos conservadores?
En la configuración de la nueva coyuntura pospandémica en Europa occidental, Mouffe sostiene que las medidas autoritarias impuestas por los gobiernos (neoliberales en su mayoría) truncaron la experiencia amplia de politización y movilización contra el “régimen oligárquico”, es decir, el “momento populista” inaugurado por la crisis capitalista de 2008. Desde el punto de vista subjetivo, según Mouffe la pospandemia operó un cambio político-afectivo profundo, que llevó al primer plano las demandas de “seguridad” y “protección”. Es decir, una suerte de introversión política que por ahora parece ser una oportunidad dorada para los neoliberales y los populistas de derecha que comprenderían mejor esta lógica afectiva. Esto en detrimento de la izquierda que Mouffe considera racionalista y, por lo tanto, carente de la capacidad de despertar las pasiones que lleven a la acción.
El “peligro principal” que plantea esta coyuntura sería el de una nueva “revolución pasiva” que dé lugar a un neoliberalismo autoritario, reforzado por las herramientas digitales y tecnológicas que ampliarían su capacidad de control. Este neoliberalismo recargado, que Mouffe remite al “solucionismo tecnológico” [7], sería el equivalente a la “pospolítica” de la década de 1990. Esto significa que así como el transformismo neoliberal de los viejos partidos socialdemócratas y el surgimiento de la tercera vía redujeron la política a una técnica de gestión (democracia liberal procedimental), la ilusión tecnológica llevaría esta tendencia al extremo, liquidando la dimensión agonística (conflictiva) en el marco de la preservación del “régimen oligárquico”. La disputa hegemónica dentro del “populismo”, es decir, si las demandas van a ser articuladas en clave “autoritaria” por el populismo de derecha o “democrática” por el populismo de izquierda está subordinada a este peligro principal.
La primacía de demandas (afectos) defensivos –seguridad, control y protección– que supuestamente dejó la pandemia es compartida por otros intelectuales que si bien tienen diferencias, como trataremos de demostrar, conducen al mismo lugar: el rol central del Estado-nación, y por lo tanto el acceso a sus instituciones para “democratizarlas” desde adentro como clave de una estrategia de “izquierda” sea o no populista.
En este sentido, las definiciones (y la orientación política) de Mouffe tienen cierta resonancia con el “nuevo giro ideológico” que plantea P. Gerbaudo [8], aunque con la diferencia de que este último afirma que la pandemia ha abierto un período “posneoliberal”. Gerbaudo utiliza un esquema hegeliano de “tesis-antítesis-síntesis” según el cual del choque entre neoliberalismo y su “antítesis”, el populismo, surgió como síntesis un “neo estatismo”, es decir, una corriente favorable a la intervención estatal. Esta nueva situación ideológica pospandémica tiene como “significantes-amos” el “control”, la “soberanía” y la “protección”. Como Mouffe en la definición del “momento populista”, Gerbaudo utiliza el concepto de “contramovimiento” de Karl Polanyi para definir este ethos “neo estatista” –que dicho esquemáticamente sería una suerte de respuesta automática de “autoprotección” frente a la imposición irrestricta del libre mercado a través de la demanda de intervención estatal–.
Más allá de los matices sobre la coyuntura –si es “posneoliberal-neoestatista” o “neoliberal autoritaria”– las demandas parece ser similares, y en última instancia, son demandas dirigidas al “amo estatal” que debería proveer “soberanía”, “protección” y “control”. La lógica política es similar: en caso de que sean hegemonizadas por la derecha, la “protección” es “proteccionismo” y la “soberanía” control territorial, si son hegemonizadas por la “izquierda” (que en el caso de Gerbaudo es socialista, no populista), habla de “protectivismo” (que sería un equivalente aproximado al Estado benefactor) y de “soberanía popular” en el sentido de voluntad colectiva.
Lo novedoso en la teorización de Mouffe no es obviamente el “giro afectivo” que hace rato forma parte de su sistema teórico, a partir de la incorporación de conceptos psicoanalíticos, en particular la libido freudiana, los mecanismos de identificación (como lazo libidinal –amoroso– en el sentido en que es definida por Freud en “Psicología de las masas y análisis del yo”) y sobre todo el concepto de “goce” de Lacan (no confundir con el placer) que se juega en el cuerpo y remite a lo no asimilable a la representación simbólica. Esto introduce una relativa contradicción en la teoría política de Mouffe, ya que en un registro se sirve de la plasticidad de la libido, es decir, su capacidad para investir distintos objetos (que podrían ser también ideologías, líderes, etc.) para fundamentar el carácter “contingente” de las “identidades”, pero sin embargo, cuando se juega algo del goce, esta plasticidad se detiene, se adhiere a determinados objetos. En última instancia, termina estableciéndose una suerte de “esencialismo afectivo” notablemente en torno de la “identificación nacionalista” [9], que extraería su fuerza de relacionar lo simbólico con el goce. Esta explicación a nivel de la economía psíquica deja sin explicación el “sentido común” que construye la burguesía en torno a la “unidad nacional”, que incluye el nacionalismo reaccionario de las potencias imperialistas. De eso va la “fuerza” del Brexit o el MAGA [Make America Great Again] trumpista.
El poder de los afectos… está escrito en otro momento –previo a la situación abierta con la guerra de Ucrania y la oleada de lucha de clases que desató en los países centrales sus consecuencias–. Sin embargo, la primacía de estas demandas “conservadoras” parece más una operación intelectual que una constatación empírica. Amplios sectores de trabajadores, sobre todo los que habían sido considerados “esenciales”, se sintieron empoderados, como mostró la impresionante oleada de huelgas en Estados Unidos en octubre de 2021 (el famoso “Striketober”) seguido de un proceso de sindicalización inédito en las últimas cuatro décadas. Esa tendencia se potenció con las consecuencias de la guerra en Ucrania. Como las huelgas en el Reino Unido y, sobre todo, la imponente lucha contra la reforma de las pensiones en Francia. Como dice F. Lordon [10], refiriéndose justamente a la situación en Francia, “es hermoso lo que sucede cuando el orden comienza a descarrilar. Cosas mínimas pero inauditas, que quiebran el encierro resignado y la atomización con las que los poderes constituyen su poder”. Esto ocurre cuando asoma la posibilidad de que las masas tomen su destino en sus propias manos, pero claro, las preocupaciones de Mouffe no pasan por ahí.
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