El triunfo de Giorgia Meloni en Italia y la presencia cada vez más fuerte de mujeres líderes en las nuevas y viejas derechas renuevan viejos debates sobre el género, clase y política.
Cuando Giorgia Meloni ganó las elecciones en Italia, la preocupación recorrió Europa. Era un nuevo capítulo del avance de la ultraderecha en un escenario marcado por crisis políticas y económicas. Meloni no es una novedad. La preceden líderes de derecha “clásicas”, como la ex primera ministra británica Liz Truss, y “renovadoras”, como Marine Le Pen del Frente Nacional francés o Alice Weidel de Alternativa para Alemania.
La que piensa distinto es Hillary Clinton, ex secretaria de Estado de Estados Unidos e ícono del feminismo del techo de cristal: “La elección de la primera mujer como primera ministra en un país siempre representa una ruptura con el pasado y es ciertamente algo bueno”. Sabe que Meloni pertenece a un partido de ultraderecha y así y todo le parece una buena noticia.
La afirmación de Clinton es la más reciente y paradójica, pero no es la única. Cada vez que una mujer asume puestos de alto rango, aparece la pregunta de si el género de quienes administran los Estados provoca cambios cualitativos. El gender washing (mostrar la presencia de mujeres en lugares de poder como algo positivo per se) sigue funcionando. ¿Por qué? Porque cuidadoras natas, conciliadoras o empáticas siguen siendo presentadas como cualidades “femeninas”. Por eso son explotadas en discursos oficiales, campañas electorales y publicitarias.
A la vez, durante la pandemia y especialmente en momentos de crisis, la presencia de mujeres en áreas críticas reabre un debate que tampoco es nuevo. La corta gestión de la exministra de Economía, Silvina Batakis, trajo a Argentina las reflexiones sobre los “acantilados de cristal”. ¿Es más probable que sean quienes ocupen puestos importantes en momentos de turbulencias y sean descartadas rápidamente?
Una mezcla extraña pero efectiva
El eslógan de Meloni durante su campaña fue “soy mujer, soy madre, soy cristiana”. Rechaza abiertamente al feminismo y al movimiento LGBT (“a favor de la familia natural y contra el lobby gay”). Una de sus campañas más importantes fue aumentar la tasa de natalidad italiana, en consonancia con la teoría reaccionaria de la “sustitución étnica”. A diferencia de otras líderes, explota sin problemas el perfil “mujer, madre, familia”.
¿Dónde se cruza Meloni con sus colegas? En algo que la investigadora Sara Farris llamó femonacionalismo, que podría resumirse como la utilización de algunas demandas feministas para apoyar políticas reaccionarias (algo que no inventó). Farris buscaba comprender la “cooptación de temáticas feministas por parte de los partidos de derecha en toda Europa, pero también entender por qué algunas feministas estaban expresando cada vez más sus prejuicios antiislámicos”. Los debates sobre la prohibición del velo son un ejemplo (revitalizados con las protestas en Irán por el asesinato de Mahsa Amini). Confundir la lucha contra la opresión con el apoyo de prohibiciones estatales tiene consecuencias políticas; una de ellas es habilitar a la derecha a hacer un uso propio de los “derechos de las mujeres”.
En esa construcción, los estereotipos de género son importantes. A los varones migrantes, sobre todo de origen árabe y/o de religión musulmana se los presenta como amenaza sexual, de seguridad y económica. Las mujeres son presentadas como víctimas, personas que necesitan ser salvadas de una cultura opresora. Con las migrantes sucede algo más complicado: “juegan un papel muy importante en el mercado laboral y en el bienestar europeo en general. Han llenado cada vez más los vacíos que quedaron por la retirada del Estado de proporcionar un bienestar adecuado, especialmente para los ancianos y los niños”.
El argumento de la “amenaza cultural” es el más utilizado. “Es el verdadero feminismo el que no permite que vengan aquí algunos a imponernos sus ideas de desigualdad con la mujer” (Rocío Monasterio de Vox). “La crisis migratoria [señala] el comienzo del fin de los derechos de las mujeres” (Marine Le Pen del Frente Nacional). Meloni hizo lo propio cuando difundió el video de un ataque sexual a una refugiada ucraniana y subrayó que el agresor era un migrante africano: “Un abrazo a esta mujer. Haré todo lo posible para restaurar la seguridad en nuestras ciudades”. A Meloni la destrozaron –con razón– por revictimizar a la mujer atacada, pero se discutió bastante menos su enfoque xenófobo.
La filósofa italiana Giorgia Serughetti explica que “la ultraderecha señala la violencia machista cuando el agresor es no italiano”, aunque la mayoría lo es. Giorgia también dice que “ser la mujer que protesta contra las ofensas a los derechos de las mujeres movilizando la retórica tradicional de la derecha funciona porque le habla a una opinión pública que es potencialmente hostil a la migración”.
Las chicas del Klan
Esta no es la primera vez que las formaciones de derecha y ultraderecha utilizan el gender washing o combinan sus postulados reaccionarios con imágenes y aspectos de discursos feministas. La toma del Capitolio en Estados Unidos es un acontecimiento que suele presentarse como expresión de la “masculinidad tóxica” linkeada al expresidente Donald Trump; sin embargo, las filas de la organización QAnon están llenas de mujeres.
En general, la participación de las mujeres en el supremacismo blanco se destaca bastante poco. Quizás parezca tranquilizador pensar que esos fenómenos reaccionarios se explican por una esencia masculina sobre la que se apoya un sistema de desigualdad y opresión. La historiadora Stephanie Jones-Rogers dice que esa participación data desde el esclavismo y que “ha habido una tendencia, desde el periodo colonial hasta el presente, de posicionar [como bloque homogéneo] a las mujeres blancas como víctimas perpetuas, a pesar de la evidencia de lo contrario”.
Esa participación continuó después de la abolición de la esclavitud. El Ku Klux Klan llegó a tener un millón y medio de afiliadas. El centro de su trabajo estaba en las actividades sociales de los suburbios blancos y protestantes. La periodista Emily Cataneo hace una reflexión interesante sobre la ausencia de críticas al racismo en varias alas del sufragismo y cómo, luego de la conquista del voto, se abrió un escenario en el que feminismo y racismo era un cóctel posible.
Propagandistas como Elizabeth Tyler ayudaron a revitalizar el Klan. Se convirtió en “la primera gran líder femenina” y fundó el grupo Mujeres del Klu Klux Klan, que le imprimió una nueva dinámica a la organización. Jones-Rogers explica que las mujeres blancas empezaron a ser vistas como aliadas para politizar el supremacismo y como un bloque electoral en sí mismo. La utilización de la violencia sexual también jugó un papel importante (no eran infrecuentes las acusaciones de violación para legitimar linchamientos de varones negros). También fueron clave en la reacción contra las leyes antisegregación en las escuelas, como voz autorizada del bienestar infantil.
La organización QAnon también explotó la imagen mujeres = cuidadoras. Miembros y simpatizantes de este grupo supremacista (en su mayoría mujeres) impulsaron la campaña contra el tráfico infantil #SaveTheChildren (salven a los niños) con el fin último de amplificar la fake news sobre el “pizza gate” (acusación falsa de pedofilia contra Hillary Clinton y Barack Obama). En estas campañas, además, se da un cruce curioso con los discursos del bienestar. Seward Darby, autora de Sisters in Hate: American Women on the Front of White Nationalism, dice que la “idea de que podés limpiarte, limpiar tu vida y la de tu familia de contaminantes” es muy común en grupos como QAnon para dirigirse a las mujeres.
¿Las mujeres gobiernan mejor?
Volviendo a Hillary Clinton, ¿es algo bueno en sí mismo que una mujer llegue al poder? La socióloga italiana Elia Arfini propone otra forma de pensar el cruce entre derecha y feminismo. Elige un punto de partida previo, cuando Beyoncé, Ivanka Trump o marcas como Dove incorporaron el feminismo a sus discursos (¿te suena “neoliberalismo progresista”?). “Esta expansión global de mensajes feministas está plagada de contradicciones y paradojas cuando se persigue el objetivo feminista de justicia social sistémica en áreas que fomentan la exclusión, la opresión y la desigualdad”.
¿Son pocas las que se sientan en las mesas donde se toman decisiones importantes? Sí, pero la crítica al sexismo no equivale a que más primeras ministras y presidentas mejoren o trastoquen los pilares de las democracias en las que vivimos.
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