¿Cómo impactó el golpe militar del 24 de marzo de 1976 en el ámbito de la cultura? ¿Qué expresiones de resistencia se dieron? Elegimos algunos de los numerosos trabajos que analizan y reflexionan sobre el tema: “El Siluetazo”, compilación de Ana Longoni y Gustavo Bruzzone y “Rock y dictadura. Crónica de una generación 1976-1983” de Sergio Pujol, cruce entre la política de la dictadura y el rock nacional.
Liliana O. Calo @LilianaOgCa
Sábado 23 de marzo 00:00
“El Siluetazo (fue una) obra cumbre, formidable, no sólo políticamente sino también estéticamente. La cantidad de elementos que entraron en juego: una idea propuesta por artistas la lleva a cabo una multitud, que la realiza sin ninguna intención artística. No es que nos juntábamos para hacer una performance, no. No estábamos representando nada. Era una obra que todo el mundo sentía, cuyo material estaba dentro de la gente. No importaba si era o no era arte.” (Testimonio de León Ferrari, citado en el libro.
Con el nombre de “Siluetazo” en septiembre de 1983 un grupo de artistas idearon y pusieron en práctica una intervención creativa, durante la III Marcha de la Resistencia convocada por las Madres de Plaza de Mayo, que contribuyó a dar una visibilidad a las reivindicaciones del movimiento de derechos humanos.
El Siluetazo (A. Hidalgo, 2008) compilado por Ana Longoni y Gustavo Bruzzone trata de aquel suceso. Organizado en varias partes, reúne documentos (escritos y fotográficos), testimonios que recuperan el sentido y el impacto social y político del acontecimiento. De conjunto es un valioso trabajo de reflexión sobre el arte, los artistas, la política y la historia reciente del país.
En la primera parte, “Documentos y testimonios”, puede leerse el documento presentado por Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel, los tres artistas responsables de la idea inspirada en la del artista polaco Jerzy Skapsk, en el que se condensa la propuesta presentada a las Madres, los objetivos y detalles para su realización que, junto a otros artículos, dan forma a una crónica sobre su gestación, las observaciones y sugerencias que generó. La segunda parte, “Lecturas del Siluetazo”, reúne una serie de lecturas críticas sobre el "Siluetazo" de distintos especialistas, sociólogos, filósofos, historiadores y críticos de arte que plantean aproximaciones a un evento que no tuvo ni tiene lecturas únicas.
Finalmente, “El legado del Siluetazo”, los autores reúnen una serie de artículos atravesados por la pregunta sobre el legado vivo de aquella intervención en prácticas artísticas callejeras que se sucedieron desde entonces y en las voces de quienes reconocen su influencia y dialogan con ese legado, “las siluetas persisten como un recurso consabido, reconocible, un código compartido”, escriben los autores, “para denunciar la existencia de los treinta mil desaparecidos, pero también una huella que se resignifica con la denuncia de nuevas víctimas de la impunidad, la persistencia de la represión, las nuevas formas de la desaparición, a lo largo de las últimas tres décadas.”
Es interesante recordar que en su formulación original las siluetas no fueron ideadas como obras de arte sino como una forma “específicamente visual de lucha y memoria”. En ese sentido, Longoni y Bruzzone se inclinan por inscribir el "Siluetazo" dentro de cierta genealogía de prácticas artísticas contrahegemónicas que cuestionan la carencia de función social del arte moderno, “no se trata –como advierte Roberto Amigo– de estetizar la praxis política ni de introducir un tema o intención políticos en el arte. (...) Sino de destacar el cuestionamiento a la condición moderna del arte al socializar la producción, al buscar una inserción distinta a los restringidos circuitos artísticos, al replantearse sus alcances en “el intento de recomponer una territorialidad social”.
El texto es acompañado por fotografías de diversos archivos personales o públicos, tomadas por los realizadores y fotógrafos independientes, como Eduardo Gil, Daniel García o Domingo Ocaranza, y manifestantes como Alfredo Alonso que registraron la acción. Recomendada lectura, El Siluetazo se revaloriza para pensar el arte y la cultura en tiempos de lucha, en los que el pasado y la memoria son tan necesarios.
Sergio Pujol es historiador, docente, crítico musical. Autor de numerosos trabajos como “El año de Artaud”; “Jazz al Sur”; “Discépolo. Una biografía argentina”; “Historia del baile” y “La década rebelde. Los años 60 en la Argentina”. Elegimos Rock y dictadura. Crónica de una generación 1976-1983 (Emecé Editores), reeditado en varias ocasiones, una original investigación que sigue los pasos del rock durante aquellos años a través de algunos de sus nombres emblemáticos (Luis Alberto Spinetta, Charly García, Lito Nebbia, León Gieco) y las bandas más influyentes, sus momentos destacados y los vínculos entre el rock y la política.
Organizado en capítulos por años (“1976. Un año occidental y cristiano”, “1977. No te dejes desanimar”, “1978. Tomates para Travolta”; “1979. El sonido de la plata dulce”; “1980. La continuidad del rock; 1981”; “Un boom de recitales”; “1982. Bajo el signo de Malvinas”; “1983. El que no salta es un militar”), se desarrolla a modo de una crónica rigurosa que recopila información, cientos de escenas de la música y los músicos, de la vida cotidiana valiéndose, como cuenta el autor, “de discursos oficiales y letras de canciones, ideales educativos y actos contraculturales”.
Aunque pasaron algunos años desde su última edición, el libro no solo sigue convocando al debate sino que se actualiza al calor de las reflexiones historiográficas sobre el pasado reciente respecto a los alcances y efectos de la derrota que impuso el golpe militar.
Su lectura se tensiona al menos en dos nudos interpretativos: la idea de que el rock nacional no se posicionó directamente como un campo de resistencia o de enfrentamiento abierto con el régimen, ni estuvo asociado en sus orígenes con una marca política muy clara. Poseedor de una densidad propia, forjó una sensibilidad (“otra medida del ser joven argentino”) de un sector de la juventud que, si no se identificaba plenamente con la vanguardia de los sesenta y setenta, supo habitar lo que el autor rescata del sociólogo Pablo Vila “esferas de disenso” (la adrenalina de los recitales, el encuentro en vivo, las ambigüedades y poesía de las letras y canciones) ante la opresión de un régimen que la profesaba rebelde por “naturaleza” y cuyas mentes se abogaban a educar.
En una entrevista Pujol enfatiza este aspecto, “Resistencia es una palabra cargada de sentido épico. Como la resistencia contra la ocupación nazi en Francia. Es una pregunta que les hice a todos los entrevistados para el libro “Rock y Dictadura” y la respuesta que más me impresionó fue la de León Gieco. Me dijo: ‘No jodamos, resistencia fue Rodolfo Walsh’. Pero lo cierto es que la sola existencia del rock conformó una comunidad estética en los antípodas de lo que pensaban y deseaban hacer los militares en ese momento. Y eso no es poco”.
Si aceptamos que nada en el vínculo entre arte y política es sencillamente evidente, la investigación permite preguntarse si lo que el rock hizo, especialmente durante los años más duros de la dictadura, fue preservar los modos rebeldes que inundaron desde los sesenta y setenta las manifestaciones culturales del país aunque vaciado de un contenido explícitamente político.
Ocurre que para para el autor su potencial radica en otro lado. El rock apelaba a un imaginario no disponible en las concepciones occidentales y cristianas valoradas por el régimen militar, y en un lenguaje que funcionó como refugio que desbordaba lo existente. Cuenta Pujol que si el género musical del rock no figuraba en la lista de cosas y personas que los militares se proponían “aniquilar, reemplazar y erradicar” o, como ocurriera con libros y publicaciones, la quema de discos no llegó a ser ordenada por el régimen, sus funcionarios consideraban que “[el rock] ‘engañaba a nuestra juventud sobre el verdadero bien que representan nuestros símbolos’. Buscaba sus formas en el cambio, prestándole muy poca atención a las tradiciones argentinas. (...) El rock traía cabello largo, y el cabello largo traía droga, y la droga traía amor libre, y del amor libre a la disolución de la institución familiar había sólo un paso.” (p. 25)
Pujol repasa experiencias fundantes que confluyen o se cruzan en esta etapa de la historia del rock nacional, como el trío MIA (Músicos Independientes Asociados) de 1975, integrado por Liliana y Lito Vitale y Alberto Muñoz que logró establecer una red de oyentes en todo el país. O la aparición, en agosto de 1976, del “Expreso Imaginario” a cargo de Pistocchi, Lernoud y Ohanian que se transformó en la revista que en tiradas de 10 mil ejemplares, con una viva sección de correo de lectores, apelaba a la contracultura literaria beat y el hippismo alejada de utopías políticas o del marxismo, sorteando tal vez por eso mismo las prohibiciones de la época.
Relatos del silencio y el temor, la censura, los exilios forzados y los internos del 78 y las micro transformaciones que se perciben a finales de 1979, cuando los límites del modelo económico con el que un sector de la sociedad “volaba a Miami y volvía cargada de chucherías” dieron lugar a intersticios para la iniciativa independiente y contracultural, “aquello que hasta entonces había sido rotundamente underground ahora empezaba a experimentar una vida anfibia, con la mitad del cuerpo sobre la superficie, presto a sumergirse ante el menor signo de hostilidad” (p. 133).
El rock tendría su oportunidad de medirse a gran escala con el regreso y reunión de Almendra a finales de aquel año y más tarde en 1981 con el gobierno de Viola, el “general político” que vio en el rock una vía para la apertura del régimen entre los jóvenes. Estallan los recitales abiertos que incluyen bandas extranjeras como Queen, las nacionales identificadas como punks y pesadas, experimentales y las consagradas. Desde Malvinas convertida en un punto de inflexión, con miles de contradicciones y acusado de colaboracionismo, el movimiento del rock amplifica su recepción masiva y en 1983, vehículo y oportunidad “para una catarsis colectiva” se transforma en una música popular. Pero esa ya es otra historia, otro capítulo del rock nacional.
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Liliana O. Calo
Nació en la ciudad de Bs. As. Historiadora.