El gasoducto Nord Stream 2 unirá Rusia con Alemania, a través de 1.200 km por el Mar Báltico. Bajo la presidencia de Trump, Estados Unidos se había opuesto al proyecto pero esta semana Biden llegó a un acuerdo con Merkel para la construcción del gasoducto. Aquí un análisis de la significación y las razones del acuerdo, con el que EE. UU. cede a Alemania en pro de su “frente antichino”, así como de las contradicciones de fondo que siguen pendientes en las disputas geopolíticas.
La declaración conjunta emitida el miércoles pasado por Washington y Berlín significa que ambos países han llegado a un acuerdo de compromiso sobre el controvertido gasoducto Nord Stream 2. Washington permitirá que se complete el famoso gasoducto que se está construyendo bajo el Mar Báltico para transportar gas desde la región rusa del Ártico hasta Alemania y que había generado una fuerte y larga disputa entre los dos países. A cambio, Berlín dará garantías para proteger el suministro energético de Ucrania. Esto último fue gráficamente escenificado en Twitter por el jefe de la diplomacia alemana, Heiko Maas, quien expresó su “alivio” por una “solución constructiva”. “Ayudaremos a Ucrania a construir un sector de energía verde y presionaremos para asegurar el tránsito de gas a través de Ucrania en la próxima década”, agregó. Sin embargo, en Kiev y Varsovia pusieron el grito en el cielo y juzgaron las contrapartidas insuficientes; se sienten dejados de lado por su principal sostén, los Estados Unidos. Por su parte, los opositores de Joe Biden en el Capitolio lo denunciaron como un “regalo” al presidente ruso Vladimir Putin.
Intereses estratégicos irreconciliables
El costoso compromiso no puede ocultar las fuertes diferencias que existen entre los dos principales componentes de la alianza transatlántica. Alemania necesita energía para su fuerte aparato productivo y para convertirse en el centro de Europa y no está dispuesta a alienar su relación con Rusia. Estados Unidos busca evitar que los alemanes alcancen la hegemonía europea y se entiendan con el Kremlin. Para este objetivo estratégico necesita proseguir con la contención de Moscú, a pesar de la menor importancia de Rusia en comparación con su rol de superpotencia durante la Guerra Fría. Al mismo tiempo, estos intereses estratégicos contradictorios se dan en el marco geopolítico en que Berlín necesita a Washington para garantizar su propia seguridad y Washington necesita a Berlín para frenar el ascenso de China y mantener a la Unión Europea en el menor desorden posible.
Ambas potencias acuerdan por ende en mantener sus animosidades dentro de este marco. Sin embargo, el hecho de que EE. UU. haya cedido en la importante disputa por el gasoducto Nord Stream 2 muestra históricamente un fortalecimiento de Alemania en el contexto de la sumisión que se le impuso luego de la derrota de la Segunda Guerra Mundial y que fue y es la base de la hegemonía norteamericana.
Podríamos decir que la famosa frase de Lord Hastings Lionel Ismay, primer Secretario General de la OTAN y principal ayudante militar de Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial, según la cual el propósito de la Alianza era “mantener a la Unión Soviética fuera, a los americanos dentro y a los alemanes abajo” refleja un poco menos la realidad actual en el seno de la Alianza Transatlántica. El salto en la decadencia hegemónica de los EE. UU., esencialmente por su fatiga imperial y sus divisiones en casa, así como la emergencia de nuevos actores desde la China a Turquía permiten a una potencia como Alemania, fortalecida luego de su reunificación, gozar de mayores márgenes de maniobra en el tablero de las grandes potencias, con el límite de que todavía no ha recuperado su plena autonomía estratégica.
Y es que más allá de los distintos compromisos y contrapartidas que los alemanes hayan acordado, el Nord Stream 2 está destinado a transformar la relación germano-rusa. Ya hay un poderoso antecedente al respecto, que es la política externa del ex canciller Willy Brandt, quien se resistió a las presiones de Estados Unidos en contra de seguir adelante con el oleoducto energético desde la antigua Unión Soviética (1973). Una política de apertura hacia el este (Ostpolitik) que desde una perspectiva histórica abrió el camino a la distensión y facilitó el marco geopolítico que permitió más tarde la unificación de Alemania. Hoy en día, cualquier fortalecimiento y consolidación de la asociación germano-rusa debido a los densos lazos energéticos existentes entre ambos países, pondría a EE. UU. en mayor desventaja.
Ucrania: una moneda de cambio del frente antichino
Los ministros de Asuntos Exteriores de Kiev y Varsovia han emitido una declaración conjunta en la que critican el acuerdo entre Berlín y Washington sobre Nord Stream 2, argumentando que el gasoducto ruso-alemán aumenta la capacidad de Moscú para desestabilizar Europa y que las contramedidas ofrecidas son insuficientes.
Económicamente, además de la luz verde para completar las obras, Alemania obtuvo la garantía de no cerrar la tubería en caso de que Moscú utilizara la energía para chantajear a Kiev. A cambio, prometió financiar los proyectos de infraestructura en los países afectados destinados a reducir la influencia rusa en Europa del Este, invertir en la “transición verde” de Ucrania y compensar a este país por la pérdida de ingresos de los derechos de tránsito de gas (sin decir cuánto ni cómo).
Pero a los ojos de Ucrania y Polonia, representantes de las fracciones más anti rusas del “frente occidental” la principal capitulación esta en otro registro: la realidad es que Estados Unidos permite que los alemanes no participen en la contención de Rusia, esperando en cambio que contribuyan a reducir la penetración económica china en Europa. Para los países de Europa del Este resulta un compromiso geopolítico inaceptable. Viéndose como moneda de cambio en una batalla en el tablero europeo y mundial que se les escapa, se sienten abandonados por su principal sponsor, los Estados Unidos, y en segunda medida por Bruselas. Frente a sus quejas y lamentos, llama la atención la dureza y la actitud claramente imperial de la diplomacia norteamericana, advirtiendo a sus socios eslavos que no presionen al Congreso contra Nord Stream 2. Es decir, no involucrarse. Este trato humillante solo puede alimentar el descontento de polacos y ucranianos, quienes exigirán nuevas garantías y clamarán por atención. Por ejemplo, al mismo tiempo Ucrania, Moldavia y Georgia prometen unir fuerzas para impedir que Moscú convierta el Mar Negro en un lago interior; las Fuerzas Armadas de Kiev se entrenan en la frontera de Crimea; y el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky aprueba una provocadora ley sobre los “pueblos indígenas de Ucrania” que excluye a los rusos étnicos. Es decir, mayor desestabilización en puertas.
El difícil equilibrio norteamericano en su pelea estratégica contra china
Detrás de la obligada aunque dolorosa concesión de Washington hay una apuesta táctica: que las potencias europeas más cercanas a Moscú, en especial Alemania, se centren en la contención de China, mientras los países del Este furiosamente anti rusos mantengan a raya las ambiciones del Kremlin y eviten todo tipo de normalización entre Occidente y Rusia, de forma tal que esta siga jugando su rol de gran peligro para las “democracias”, a pesar de su retroceso económico, demográfico y geopolítico actual comparada con la Superpotencia de la antigua Unión Soviética. Si esta maniobra táctica a dos bandas va a funcionar está por verse. A pesar de que Alemania, por presión norteamericana y por su propio interés viene girando a una actitud más dura frente a Pekín, es fuertemente reticente a anteponer los intereses geopolíticos a los comerciales.
Más allá de lo táctico, la dificultad de la política norteamericana en términos de Gran Estrategia en su enfrentamiento estratégico contra Pekín, deviene del hecho que los Estados Unidos buscan hacer retroceder a China al mismo tiempo que tratan de mantener bajo su control el teatro europeo, en especial impedir la hegemonía alemana en Europa y su camino hacia el Este. La doble contención de Moscú y Pekín, le impide usar la maniobra de Nixon en los 1970 contra el Oso Soviético, que creo las condiciones políticas y geopolíticas, incluso en época de Mao, de la restauración capitalista en China, cuyos primeros pasos se inician con Deng en 1978, y consiguió poner sobre la defensiva al gigante soviético con todas las consecuencias posteriores que conocemos. En otras palabras, los Estados Unidos deben contener el ascenso de Pekín sin arriesgar el frente europeo que es el corazón de su hegemonía desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Solo una amenaza más abierta por parte de Pekín a su hegemonía mundial podría alterar este límite geopolítico favoreciendo una distensión duradera con Rusia, pero abriendo a la vez de nuevo la caja de Pandora europea. Sin embargo, los estrategas de Washington aun consideran, a pesar de sus tonos a veces alarmistas, que al peligro chino todavía le falta para estar a ese nivel. Y por eso, se contentan con aperturas parciales a Moscú como la que se está abriendo después de la cumbre de Ginebra, aunque en el caso de Biden sin hacer mucho alarido como fue el famoso “Reset” de Obama que terminó en un estrepitoso fracaso; ni hablar de los pequeños movimientos de Trump hacia Putin que fueron utilizados por el “estado profundo” para declarar la guerra a su presidencia. Es que la continuidad esencial del dominio norteamericano sobre el mundo sigue reposando en la necesidad de seguir doblegando geopolíticamente a Europa, dominio que mantienen mediante la magnificación del peligro ruso.
Como les recodaba lúcidamente Henry Kissinger al establishment a finales del siglo pasado tras la implosión soviética:
Sin Europa, Estados Unidos se convertirá en una isla frente a las costas de Eurasia, condenada a una especie de política pura de equilibrio de poder que no refleja su genio nacional. Sin Europa, el camino de Estados Unidos será solitario; sin Estados Unidos, el papel de Europa se acercará a la irrelevancia. Por eso Estados Unidos concluyó dos veces en este siglo que la dominación de Eurasia por una potencia hegemónica amenaza sus intereses vitales, y ha ido a la guerra para evitarlo.
Olvidar este imperativo estratégico para la hegemonía de los Estados Unidos y limitar la disputa estratégica entre los EE. UU. y la China a una contienda bilateral impide comprender a fondo que es lo que está en juego en términos de hegemonía mundial, detrás de los importantes movimientos de placas tectónicas que sacuden al planeta en los últimos años. Solo una comprensión sensata y justa de estos juegos de poder alejados de la vida cotidiana de millones de proletarios y explotados pero que los afectan y van a afectar fuertemente, puede permitir una política proletaria independiente con la renovación del internacionalismo obrero como guía para la acción en el próximo periodo.
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