El resultado del plebiscito constitucional en Chile fue un terremoto político. Lo que inmediatamente llama la atención de los comentaristas es cómo pasamos de un apoyo masivo del “apruebo de entrada” (que bordeó cerca del 80 % en el plebiscito del 2020) y una derrota de la derecha y la vieja Concertación en las elecciones de convencionales constituyentes, a un abrumador triunfo del rechazo al proyecto constitucional por 62 % de los votos.
Durante esta semana han abundado los análisis electorales. Resulta relativamente claro que el masivo voto a favor del rechazo (en el marco de la inauguración del sufragio obligatorio con inscripción automática) se explica por diversos factores. El “rechazo” constituyó para amplios sectores un voto contra la situación económica (en un momento en que la inflación llega al 13 %, cifra no vista en 30 años) y la consiguiente crisis social. Como el gobierno no ha tomado ninguna medida seria para enfrentar los efectos de la crisis económica y la inflación, y por el contrario, ha asumido celosamente el mandato del ajuste, no resulta extraño que Gabriel Boric se transformara en el símbolo del deterioro económico. Y eso se traspasó al apruebo, que muchos votantes identificaban con el gobierno. A esto hay que sumarle que la propia Convención Constitucional se mantuvo totalmente alejada de las urgencias populares. La derecha aprovechó este escenario para impulsar una campaña demagógica y odiosa. Sus argumentos calaron en sectores amplios.
Hay que decir que la campaña del apruebo dirigida por el gobierno de Gabriel Boric, Apruebo Dignidad (Frente Amplio y Partido Comunista) y la ex Concertación, tuvo una apuesta clarísima: cederle los principales argumentos a la derecha y apostar al centro. Decían que era para ampliar el arco de apoyo, pero sucedió exactamente lo contrario. Ayudó a que el eje discursivo de la derecha tuviese más legitimidad. Hoy el gobierno asume plenamente el balance de la derecha y hace suyo el ataque a lo que ellos llaman “maximalismo” u “octubrismo”. El progresismo frenteamplista y los reformismos imponen esta tesis, buscando transformar la desmoralización de los votantes del apruebo en resignación al nuevo curso de las cosas.
Sin embargo, todas estas explicaciones al voto del rechazo siguen siendo parciales y no explican su aplastante triunfo electoral. Si el ciclo político en el que se enmarca el plebiscito fue abierto por enormes movilizaciones de masas, los cambios y oscilaciones de la psicología de las masas solo pueden tener explicación en los resultados de su experiencia en la lucha de clases y la respuesta de la clase dominante para intentar neutralizarla. El resultado no cayó del cielo, fue resultado de combates y orientaciones políticas concretas.
El impacto de la derrota ha llevado a algunos a desempolvar la tesis clásica, válida para todo tiempo y lugar, de que la victoria del neoliberalismo ha sido irremontable en los sectores populares. Pasaron de un optimismo y éxtasis constitucional, a un pesimismo de lo social. Solo queda asumir una larga disputa por el sentido común y una gradual acumulación de fuerzas. Es claro que el descontento que expresó la votación fue canalizado por derecha a través de un voto conservador, pero esto no significa en ningún caso conformidad con el Chile heredado de la dictadura. Menos hoy en un momento de crisis económica. De hecho, según muestran todas las encuestas, la gran mayoría no quiere mantener la constitución actual. La derecha y viejos dinosaurios de la Concertación celebran, pero la derrota del apruebo no fue un respaldo a esos políticos que hace pocos menos de un año ni siquiera pasaban la segunda vuelta. La crisis política está lejos de resolverse, como ya muestran las divisiones que hay entre los partidos sobre cómo encauzar la situación post plebiscito. Se cierra el momento político marcado por el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”, pero la crisis no la han podido resolver.
La utopía de acabar con el Chile de la transición de manera pacífica y alegre que muchos abrazaron se estrelló contra la pared. Dentro de sectores de izquierda que impulsaron esta orientación destaca Movimientos Sociales Constituyentes y la Coordinadora Plurinacional (de la cual es parte el sector de Jorge Sharp y convencionales de la ex Lista del Pueblo), que apostaron todos sus dardos a una reforma progresista del régimen heredado de la dictadura, metiéndose de lleno a las negociaciones de pasillo para conseguir el quórum de dos tercios y enterrando cualquier perspectiva de “desbordar” la Convención desde la calle.
Pero también la estrategia de “revuelta permanente” mostró todos sus límites, no solo por ayudar al auto-aislamiento de los sectores combativos respecto de las grandes masas, sino también por carecer de un programa que pudiese hacer frente a las operaciones de la burguesía para neutralizar la lucha de clases.
Frente a estas apuestas, hay que construir una alternativa revolucionaria desde la clase trabajadora. Frente al fatalismo pesimista que le echa la culpa al pueblo (“no estaban preparados para una Constitución de vanguardia internacional”) y contra el coyunturalismo (“faltó una mejor campaña”), sostenemos que es inentendible el resultado del plebiscito sin ver los efectos desmovilizadores del “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”. Resultado que no estaba definido de antemano. Por el contrario, la rebelión de octubre abrió la posibilidad de que las principales demandas de octubre, salud, pensiones, educación y acabar con la herencia de la dictadura (que siguen pendientes), fuesen conquistadas por una vía revolucionaria, apostando a que la revuelta abriera paso a un proceso revolucionario.
¿Cuál fue la apuesta del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución y el desvío constitucional?
Uno de los datos fundamentales de la elección es que existió un divorcio entre las amplios sectores de masas que votaron rechazo y la base social del apruebo, dirigida y hegemonizada por el gobierno, Apruebo Dignidad y las diversas burocracias sindicales y de los movimientos sociales (incluyendo Movimientos Sociales Constituyentes, que tienen su origen en la Mesa de Unidad Social), con fuerte peso en los sectores medios progresistas con un programa de derechos sociales (pero sujeta a la restauración progresista del Estado capitalista).
Justamente, uno de los objetivos declarados del Acuerdo del 15N fue dividir la alianza de clase “de hecho” (en las calles) que se forjó durante la rebelión entre sectores precarios, trabajadoras y trabajadores que actuaron de manera diluida en las protestas, las capas medias y sectores importantes del pueblo mapuche. El paro nacional del 12 de noviembre de 2019 –el más importante desde la dictadura– fue el momento en donde se mostró la potencialidad de esta alianza y la posibilidad de que la clase trabajadora entrara en escena. Este fue el “punto de inflexión”, como dijo Piñera. Solo unos días después se firmó el Acuerdo por la Paz para dar pie al proceso constituyente.
Esta huelga paralizó 25 de los 27 principales puertos, 90 % del sector público, 80 % de las y los docentes, paro de la salud, paralización de importantes obras de construcción, entre otros; dio “libertad de acción” para que se desplegara no solo la masividad de las movilizaciones, sino que permitió la extensión de los cortes de ruta en las principales carreteras del país y el violento enfrentamiento con las fuerzas represivas en poblaciones y plazas. El entrecruzamiento entre la paralización de sectores claves y los métodos de acción directa forzaron la paralización de gran parte del transporte y el comercio a nivel nacional. Hubo decenas de ataques a comisarías por parte de manifestantes, incluso a cuarteles militares. “Perdimos el control de la calle, presidente”, es lo que le dijo el ministro del Interior Gonzalo Blumel a Piñera.
Se trató de una verdadera “jornada revolucionaria” que dejó a Piñera colgando de un hilo. La caída del presidente, que ya se discutía como posibilidad en los círculos de poder y que era una de las demandas de los amplios sectores que nos movilizamos en octubre, hubiese sido una conquista de la lucha de clases y probablemente hubiese abierto un proceso revolucionario, la posibilidad de una Asamblea Constituyente Libre y Soberana y de imponer de inmediato las demandas más urgentes que guiaron la rebelión de octubre.
Pero para esto se necesitaba la continuidad de la huelga general y el desarrollo de organismos de auto-organización. Sin embargo, ese no era el objetivo del Bloque Sindical de Unidad Social (convocantes de la huelga): exigían una “negociación sin exclusiones” con Piñera para plantearle nuestras “demandas” (entre las cuales no figuraba ni Fuera Piñera ni Asamblea Constituyente). De hecho, una vez firmado el “Acuerdo por la Paz”, no convocaron a ninguna acción de similares características a la del 12 de noviembre.
El objetivo estratégico del Acuerdo por la Paz fue encauzar institucionalmente la lucha de clases para neutralizarla. La clase dominante prefirió ir hacia una nueva Constitución como moneda de cambio, considerando que la del 80 ya era anacrónica, inviable y no generaba la gobernabilidad necesaria. Pero también tenía objetivos tácticos muy precisos: además de salvar el pellejo de Piñera, el foco fue meter de lleno a los sectores medios al itinerario constitucional con la ilusión de un cambio pacífico del régimen heredado de la dictadura. Separar a los sectores populares de las capas medias, que fue lo que se expresó en la elección del 4 de septiembre pasado.
Este esfuerzo orquestado por todos los partidos (al cual se sumó el Partido Comunista) y apoyado por los poderes económicos, fue exitoso. La clase trabajadora, al no intervenir como sujeto propio en la revuelta y no existir instancias de auto-organización a la altura que pudiesen oponerse al desvío, no tuvo un programa alternativo ni la fuerza material para imponerlo. En este marco, la juventud combativa quedó aislada y la línea de “revuelta permanente” solo podía aumentar el desgaste y el aislamiento frente a la mayoría de la población.
La decepción frente a la Convención y el gobierno de Boric pasó la cuenta
El divorcio y la decepción entre grandes franjas de masas y el proceso constituyente se profundizó con la instalación de la Convención Constitucional y a medida que se profundizaba la crisis económica y social producto de la pandemia.
Con una Convención subordinada a los poderes constituidos, hablando el idioma de una “refundación progresista” del Estado alejado de las urgencias populares, con gestos de “octubrismo” totalmente vacíos, con negociaciones de pasillos entre bancadas para alcanzar los dos tercios; millones vieron a la Convención como una institución más dentro de un régimen cuestionado. Muchos sectores que habían votado apruebo se terminaron decepcionando del proceso constituyente.
Las principales dirigencias sindicales y de los movimientos sociales entraron a ese juego parlamentario en vez de movilizar por demandas urgentes y ligarlas a un programa de conjunto para acabar de raíz con toda la herencia de la dictadura. ¿El resultado? Lejos de darle soporte social al proceso, aumentó la separación entre la clase trabajadora y los sectores populares con la propia Convención. Y esto no se redujo a la burocracia sindical tradicional ligada a la CUT, sino que también a los “nuevos dirigentes sociales” de Movimientos Sociales Constituyentes, Coordinadora Plurinacional que conformaron el Comando de los Movimientos Sociales. Su campaña no tuvo ninguna delimitación con el gobierno (por el contrario, hicieron campaña conjunta las últimas semanas) y estaba basada en asegurar que con la nueva Constitución se resolverían todos los problemas sociales y nuestras demandas históricas.
Por su parte, la LIT-CI de María Rivera saca como conclusión luego del fracaso del apruebo que, ahora sí, “debemos volver a las bases”. Una verdadera confesión de parte. Incluso hoy, luego de la abrumadora derrota del apruebo, siguen sosteniendo que el proceso constituyente fue una victoria del 18 de octubre. El problema sería que la mayoría de la Convención la tuvo el reformismo. ¿Su balance, entonces, es que debimos haber conquistado la mayoría de la Convención? Un balance totalmente parlamentario y ajeno a la lucha de clases.
La decepción y las expectativas defraudadas no son inocuas para la correlación de fuerzas y la consciencia de las masas. Pero esta decepción lamentablemente fue capitalizada por la derecha al no existir una alternativa independiente. Lo que demuestra el fracaso de la Convención Constitucional y el progresismo pequeñoburgués es que no basta con una rebelión y un proceso constituyente en los marcos del régimen para resolver las cuestiones profundas que están detrás de la lucha por acabar con toda la herencia de la dictadura. No será con un lápiz y un papel que lograremos derrotar la resistencia de los capitalistas que se aferran con uñas y dientes a los pilares del Chile neoliberal heredado de la dictadura.
¿Había un curso alternativo al “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”?
Pero no fue por mero azar o por adaptación a las circunstancias que estas organizaciones hicieron una apuesta estratégica por la Convención Constitucional. Durante el propio curso de la rebelión de octubre apuntaron a que la movilización fuese una fuerza de presión sobre el régimen para conquistar una nueva Constitución nacida en democracia, de derechos sociales, plurinacional, paritaria, ecológica, etc.
Para quienes convocaron al 12 de noviembre de 2019 (Mesa de Unidad Social), la jornada debía enmarcarse en una "huelga de protesta" lo más controlada posible para presionar por algunas concesiones del régimen. La única forma de evitar la trampa del “Acuerdo por la Paz” (que muchos de los mismos dirigentes catalogaron como de “cocina”), requería no un movimiento de repliegue y tregua como de hecho sucedió, sino la conquista de nuevas posiciones en el marco de un plan estratégico cuyo objetivo fuese terminar con el gobierno de Piñera y todo el viejo régimen. Esta era la única vía para instalar una Asamblea Constituyente Libre y Soberana y tomar medidas urgentes como acabar con las AFP, subir las pensiones, conquistar una educación gratuita y de calidad realmente para todas y todos, acabar con las listas de espera en los hospitales y conquistar el derecho a la salud pública y gratuita, responder a las demandas del movimiento de mujeres, devolución de tierras ancestrales para el pueblo mapuche, entre muchas otras. Al alero de esta experiencia, se impondría la necesidad de fortalecer la constitución de organismos de auto-organización y poder de la clase trabajadora y los sectores populares que es la que permite plantearse como objetivo la conquista de un gobierno de trabajadores y el pueblo.
Por el contrario, para profundizar el curso que planteaba la huelga general había que conseguir la entrada del conjunto de sectores estratégicos como la minería, el transporte, aeropuertos, trenes, metros, industrias, significaba que entraran los sectores que no se habían plegado a la huelga, por lo cual tuvo un carácter parcial. Una huelga general política desarrollada involucra la extensión del movimiento a los sectores estratégicos, única forma de romper la resistencia de los grandes capitalistas, puesto que sin afectar sus ganancias y su propiedad es imposible tomar medidas de fondo para resolver íntegramente las demandas de octubre. A su vez, durante la rebelión hubo enfrentamientos frontales con Carabineros, pero el método de la revuelta sin la huelga general se demostró incapaz de derrotar y desorganizar la fuerza represiva del Estado, debido a que los trabajadores asociados a estas tareas estratégicas son los que sostienen materialmente el desenvolvimiento de las fuerzas represivas.
La entrada de sectores estratégicos hubiera permitido, además, ampliar la alianza entre los sectores organizados que paralizaron el 12 y los sectores no organizados y a los sectores pobres de la clase trabajadora. Estratégicamente, no solo implica dónde golpear al gran capital, sino unificar a los trabajadores y el pueblo. Por ejemplo, en Antofagasta, la dinámica fue más de división entre los mineros y las poblaciones. El 12 de noviembre fue un ensayo de esa unidad, que sin embargo, no tuvo continuidad ni se desarrolló.
Otro aspecto fundamental era desarrollar la auto-organización de la clase trabajadora. ¿Por qué el Comité de Huelga organizado por Mesa de Unidad Social no se organizó amplia y masivamente desde abajo? ¿Por qué no crear cientos de comités en todos los lugares de trabajo y en todas las áreas de la economía? ¿Por qué no proponerse coordinar las diversas instancias que surgieron desde abajo como las asambleas territoriales y comités de emergencia?
No era el objetivo de la burocracia formar un verdadero “comité de huelga”, sino acuerdos "por arriba" sin comités en la base y una manifestación controlada de los sectores estatales y docentes sin involucrar los engranajes más importantes de la clase trabajadora. Sin profundizar la lucha de clases, las demandas que ellos decían defender no podían resolverse, pues quedaban sujetas a la voluntad de los capitalistas y sus partidos.
Esto es clave, ¿cómo organizar a esa clase que luchaba pero no se organizaba? Quizá aquí estaba uno de los centros de lo "inorgánico" del movimiento. La rebelión desplegó la creatividad de amplios sectores: se levantaron asambleas territoriales, brigadas de salud para asistir a los heridos, surgió la Primera Línea, colectivos artísticos y diversas iniciativas de movilización casi a diario en diversos puntos del país. Sin embargo, todos estos sectores actuaron de manera dividida y muchas trabajadoras y trabajadores que participaron de las movilizaciones no encontraron un lugar donde organizarse. Esto muestra cómo las diversas organizaciones dividieron esta fuerza y no se propusieron en serio impulsar instancias de auto-organización ligada a la lucha y no meros “cabildos”. Estos organismos de auto organización hubiesen permitido la deliberación en asambleas para decidir el plan y los pasos de la lucha, elegir delegados para coordinar sectores, comisiones que ejecuten los planes y pueden ser de diverso tipo: territoriales, por unidades productivas o mixtas.
Pero que se imponga esta política de la burocracia no es un destino ineludible ni tampoco es la consecuencia natural de una debilidad histórica de los sindicatos y el “tejido social”. Uno de los aprendizajes de la jornada de huelga general es que el debilitamiento relativo de los grandes aparatos sindicales y los partidos reformistas tradicionales permiten que en momentos de ascenso, sea más fácil imponer el frente único, impulsar instancias de auto-organización y desbordar el control de la burocracia.
Un ejemplo ilustrativo de esta dinámica se dio en la ciudad de Antofagasta, donde el Comité de Emergencia y Resguardo convocó a un Encuentro el sábado 9 de noviembre, el que reunió a organizaciones sindicales de la industria, del puerto, el Colegio de profesores, dirigentes mineros, organizaciones estudiantiles y culturales, y también delegaciones de las principales poblaciones de la ciudad. En el Encuentro, que tuvo más de 500 asistentes, se definió organizar en detalle la jornada de huelga, acordando desde las poblaciones cortar las rutas mineras para asegurar el paro, un pronunciamiento político común con las demandas de Fuera Piñera y por una Asamblea Constituyente Libre y Soberana y una movilización en la tarde. Estos sectores lograron imponerle a la CUT y a la Mesa de Unidad Social una movilización unificada y un acto común que reunió a 25.000 personas. Antofagasta fue un lugar avanzado porque logró expresar organizativa y programáticamente la pelea por el frente único, pero lamentablemente no fue lo que marcó la tónica.
Por último, frente al problema de la autodefensa, se planteaba un problema de coordinación similar al anterior, partiendo del amplio arco de iniciativas que se dieron al calor del enfrentamiento frente a la policía: primera línea, brigadas de salud, comités de defensa jurídica en universidades, medios de comunicación independientes, entre otros. En los momentos álgidos de la movilización en Antofagasta, la sede del Colegio de Profesores funcionó como un verdadero centro de la movilización callejera. Si ejemplos como estos, pequeños aún para el conjunto del proceso, se potenciaban a nivel nacional, probablemente se podría haber pasado a instancias superiores de organización de la lucha.
En vez de eso, desde la CUT se intentó asegurar el carácter pacífico y controlado separando a las organizaciones obreras de la juventud combativa que continuó la tarde con acciones de lucha callejera. Podría haber sucedido coordinando las primeras líneas con comités de los sindicatos, de los obreros de la construcción y la industria, planificando tácticas para derrotar a la policía, lo que marca un contraste con quienes apostaron por una vía meramente revueltista o de grupos desorganizados como proponen los anarquistas mediante acciones de combate individual. Los propios comités de autodefensa junto a la primera línea podrían organizar de forma ordenada esos combates, concentrar fuerzas, bloquear saqueos de bandas lumpen. Eventualmente, en caso de agudización de los combates y que sea el Ejército y las fuerzas armadas desplegando su represión, podría organizar comités armados exigiendo el armamento popular, bloqueando cualquier intento de revueltas desesperadas y aisladas donde el poder del Estado aproveche para atacar.
La relación entre revuelta y revolución
El tránsito de una revuelta a un proceso revolucionario no cae del cielo. Como vimos, está mediado por una fuerte lucha política entre diversas orientaciones que se juegan en el curso de los acontecimientos.
Para pasar de la revuelta a la revolución es necesario romper esas “cocinas” que impiden el desarrollo de las tendencias revolucionarias; es necesario el desarrollo del frente único que selle la alianza de clase y junto a los oprimidos y el pueblo; formar organismos de autoorganización para el combate y unificar la lucha mediante un programa que unifique a la clase trabajadora y el pueblo en la perspectiva de la conquista del poder.
Para ello, para poner fin al régimen burgués e iniciar un camino de ruptura con el capitalismo, la estrategia de la “revuelta permanente” de las puras piedras y los incendios, son completamente insuficientes, pues se tratan, por más violencia que contenga, de una lucha que queda limitada a la presión al régimen burgués, no a su derrocamiento revolucionario y su reemplazo por un nuevo orden dirigido por los trabajadores. Incluso, tienen el peligro, al quedarse en estallidos aislados y esporádicos, o a ser absorbidos por el viejo régimen mediante sus pactos y conciliaciones para desviarlos, como sucedió en Chile con el Acuerdo por la Paz en adelante; o ser explosiones aisladas violentas que abran paso a fenómenos bonapartistas y autoritarios que con la bandera del “orden” aplasten los levantamientos.
Para pasar de la revuelta a la revolución se necesita del rol dirigente de la clase trabajadora y de un partido revolucionario que se proponga llevarla a su triunfo. León Trotsky, frente a los primeros movimientos revolucionarios en la España de 1931, planteaba que el desarrollo semiespontáneo de las luchas constituía muchas veces un momento necesario en el despertar de las masas. Pero que nada substituía los factores subjetivos –partido revolucionario, programa, organizaciones de masas–:
… lo que en la etapa actual constituye la fuerza del movimiento -su carácter espontáneo- puede convertirse mañana en su debilidad. Admitir que el movimiento siga en lo sucesivo librado a sí mismo, sin un programa claro, sin una dirección propia, significaría admitir una perspectiva sin esperanzas. No hay que olvidar que se trata nada menos que de la conquista del poder. Aun las huelgas más turbulentas, y con tanto mayor motivo esporádicas, no pueden resolver este problema. Si en el proceso de la lucha el proletariado no tuviera la sensación en los meses próximos de la claridad de los objetivos y de los métodos, de que sus filas se cohesionan y robustecen, se iniciaría inevitablemente en él la desmoralización. Los anchos sectores, impulsados por primera vez por el movimiento actual, caerían en la pasividad. En la vanguardia, a medida que se sintiera vacilar el terreno bajo los pies, empezarían a resucitar las tendencias de acción de grupos y de aventurismo en general. En este caso, ni los campesinos ni los elementos pobres de las ciudades hallarían una dirección prestigiosa. Las esperanzas suscitadas se convertirían rápidamente en desengaño y exasperación.
En términos generales, las revueltas se tratan de acciones de masas que estallan con un enorme grado de violencia, que frente a una situación desesperada o por tensiones acumuladas durante años, tienden a golpear a los regímenes burgueses. Pese a su radicalidad en los métodos, son movimientos de presión extrema para conseguir ciertas concesiones, a diferencia de una revolución que tiene por objetivo destruir el orden existente para erigir uno nuevo.
En Chile se trataba de una combinación de una enorme espontaneidad de masas que protagonizaron jornadas revolucionarias, con sectores que durante dos décadas habían hecho experiencias de lucha, la juventud, los estudiantes secundarios y universitarios, el movimiento feminista, sectores del movimiento sindical, comunidades empobrecidas y de sacrificio, el pueblo mapuche. El contenido más violento vino de las periferias, del Chile profundo, el mismo que le dio la mayor cantidad de votos nuevos al Rechazo.
Vale decir, priman más los rasgos espontáneos y violentos, que conscientes y organizados. Las revueltas no logran desarrollar la centralidad obrera clave para la revolución, porque golpea en “posiciones estratégicas” al capitalismo; no constituyen organismos u organizaciones firmes que expresen el frente único obrero y de masas, en el sentido del desarrollo de la auto-organización hacia el poder.
La revolución, diferenciada de la revuelta, se trata de un combate fundamentalmente de carácter ofensivo donde se juega la existencia y destrucción del régimen, donde la lucha es por la liquidación de los poderes dominantes y se pone en cuestión directamente el poder de la burguesía, mediante la acción de la clase obrera organizada y del combate de sus batallones estratégicos, del desarrollo de la autoorganización y la tendencia al doble poder, y que exige una dirección consciente y planificada para su resolución, un partido revolucionario. Los métodos de la clase obrera son la huelga general política, la constitución de organismos de poder obrero y popular, la insurrección y la guerra civil.
Sin embargo, no hay un muro entre la revuelta y la revolución, en el sentido que la revuelta tenga que constituir una etapa necesaria separada de la revolución. Las revueltas pueden ser o meras revueltas, quedándose en una lucha fundamentalmente de presión extrema sobre el régimen que entrega algo para no perder todo y lograr frenarlas (o aniquilarlas por la fuerza); o pasar a un estadio ofensivo, que dé inicio a un proceso revolucionario abierto que, como planteamos, es lo que no sucedió en Chile.
Pero entre esta interacción de factores objetivos y subjetivos están los partidos, los programas, los liderazgos, las direcciones. Siempre que las masas se disponen a realizar acciones históricas independientes, son frenadas y desviadas por las direcciones traidoras de los partidos reformistas y las burocracias, y por ausencia de una dirección revolucionaria que pueda llevar el proceso a la revolución.
¿Y ahora qué? ¿Qué organización necesitamos?
Una de las conclusiones que algunos y algunas compañeras están sacando luego de la derrota del apruebo es que “hay que organizarse”. ¿Qué organización es la que necesitamos? ¿Qué programa? ¿Basta con volver a la calle y gritar fuera a los partidos? Estas son algunas preguntas fundamentales que se abren. A su vez, el actual escenario impone nuevas disyuntivas. ¿Cómo evitar que la exigencia por un “nuevo proceso constituyente” no sea instrumentalizada por el gobierno para presionar a la derecha en su intento de nuevo acuerdo de unidad nacional? ¿Cómo evitar, a su vez, que la derecha utilice las movilizaciones de las y los secundarios para fortalecer un discurso de orden y seguridad y una escalada represiva contra los sectores combativos y la izquierda?
Para enfrentar estos desafíos del presente necesitamos tener claridad de las lecciones estratégicas para no cometer los mismos errores, ni sacar conclusiones que lleven al escepticismo, la resignación ni a la desesperación por una salida individual que no empalme con la clase trabajadora y los sectores populares.
El recorrido que hicimos desde la rebelión de octubre hasta el triunfo del rechazo muestra que estaba planteado un camino alternativo frente al “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución”, pero que la orientación que terminó imponiéndose y le imprimió el sello a la rebelión fue la de buscar una reforma progresista del régimen heredado de la dictadura, con la ilusión de acabar con su herencia económica, política y social con una nueva Constitución escrita por una Convención Constitucional subordinada a los poderes establecidos. Las organizaciones que se reclaman de izquierda y los movimientos sociales se subordinaron a esta vía de restauración de la gobernabilidad, mientras que la orientación de revuelta permanente sin programa ni estrategia definida que caracteriza a diversos grupos y colectivos de la revuelta, se demostró totalmente impotente de enfrentar esta operación y terminó fortaleciendo el autoaislamiento de los sectores combativos.
Como vimos, la posibilidad de un curso alternativo y de pasar de la revuelta a un proceso revolucionario abierto estaba planteado por el propio desarrollo de los acontecimientos. Pero para imponerse requería de una fuerte organización política, un partido revolucionario de la clase trabajadora que apostara por la auto-organización obrera y popular, por la huelga general, por sacar a Piñera, imponer una Asamblea Constituyente Libre y Soberana para conquistar todas las demandas de la rebelión, en la perspectiva de un gobierno de la clase trabajadora y los sectores populares en contra de este sistema capitalista que solo nos ofrece más crisis económica, social, guerras, destrucción del planeta y miserias.
Desde el Partido de Trabajadores Revolucionarios apostamos por este camino y logramos dar algunos ejemplos pequeños pero valiosos en la ciudad de Antofagasta, pero sin que pudiesen ser una alternativa de dirección. Es por esto que una de las lecciones que se impone es que debemos fortalecer una poderosa corriente de luchadoras y luchadores socialistas, de la clase trabajadora, la juventud y la intelectualidad, que en los momentos decisivos pueda ofrecer esa alternativa frente a los intentos de derrotas y desvíos.
El resultado del plebiscito abre un nuevo momento político, pero las contradicciones profundas de la etapa que se abrió desde el 2019 siguen sin resolverse, por más temprano que tarde la clase trabajadora y los sectores populares saldrán a luchar y exigir lo que hasta ahora han sido sólo promesas sin cumplir. Para esto debemos prepararnos, preparar las condiciones para retomar la lucha por las demandas de octubre, por un programa para que la crisis la paguen los grandes empresarios y batallar por un programa de independencia de clase, revolucionario y socialista para acabar con este sistema de explotación y opresión.
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