Este artículo propone algunas claves para mirar la situación internacional, haciendo foco en las perspectivas de EE. UU. y de China.
El momento actual está marcado por la incógnita de lo que va a ocurrir en la carrera presidencial en EE. UU. Hasta hace un mes atrás, cuando el candidato demócrata era todavía Biden, la carrera parecía ganada por Donald Trump. Hoy el resultado se muestra más abierto. Kamala Harris lidera las encuestas, por un margen que no es desdeñable. Pero de ningún modo se puede decir que los demócratas mantendrán la presidencia, porque en el sistema electoral norteamericano hay que ver cómo queda cada candidato en el conteo de electores por Estado. Recordemos que en 2016, cuando se impuso sobre Hillary Clinton, esta última había obtenido 2 millones más de votos.
¿En qué aspectos esta elección puede resultar definitoria? Empecemos por definir uno central en el que no va a producir grandes cambios. En el curso de un enfrentamiento cada vez mayor con China, una eventual presidencia de Trump puede alterar las formas, pero no la estrategia ni tampoco los métodos o herramientas, aunque pueda combinarlas de manera diferente. Cada presidencia, desde finales del primer mandato de Obama, ha ido escalando cada vez más contra China, y acá hay una política de estado que se ha ido reforzando. Incluso la llamada “guerra comercial” de Trump con aranceles en determinados rubros comerciales, aunque siempre mirando sobre todo la disputa por la tecnología, se siguió reforzando bajo Biden. En la competencia por el liderazgo de los semiconductores, EE. UU. buscó bajo Biden ahogar los desarrollos tecnológicos de China bloqueando el acceso a medios de producción de alta complejidad, algunos de los cuáles se producen en EE. UU. y otros no. O sea, se buscó implicar a otros países también en las sanciones comerciales. En el último año, Biden aplicó contra China también un proteccionismo en cierta forma más “clásico”, en el sentido de que apuntó sobre todo a preservar el mercado nacional en áreas en las que China le está sacando ventaja: baterías de vehículos eléctricos (con aranceles que pasaron de 7,5 % a 25 %), paneles solares y semiconductores (de 25 % a 50 %) y vehículos eléctricos, donde los llevaron a 102,5%. Esto en un país que tiene un arancel promedio a productos industriales del 3,3 %.
Entonces, acá no vamos a ver un cambio sustancial si cambia el partido de gobierno; el curso de colisión para salir al cruce del desafío planteado por China tal como es percibido por la clase dirigente norteamericana, se va a seguir profundizando. La conformación de distintas alianzas de seguridad en el Asia pacífico, mirando sobre todo a Taiwán, cuyo Estrecho se militariza cada vez más, seguirán con Trump o con Harris.
En Medio Oriente, tampoco vamos a ver un panorama muy diferente más allá de quien gane. Trump promete un apoyo abierto a Netanyahu, por eso éste apuesta abiertamente por el triunfo del republicano, en medio de una crisis política interna en Israel que se agudiza cada vez más. Netanyahu buscó aprovechar los ataques de Hamas del 7 de octubre pasado para lanzar una campaña sin fin a la vista en Gaza. Esta guerra sirvió a Netanyahu para su propósito de sostenerse en el poder y bloquear las disidencias cada vez más fuertes que enfrentaba hasta octubre pasado. Pero la masacre que está perpetrando no solo contribuyó al aislamiento internacional de Israel. El guerrerismo genera, cada vez con más claridad, un rechazo fuerte en sectores de la población israelí, como se expresó en las movilizaciones de estos días. Cada vez más sectores exigen la renuncia de Netanyahu. Y también en gran parte del mundo (especialmente en EE. UU., Europa y Países Árabes) hubo masivas movilizaciones contra la masacre perpetrada por el ejército israelí, mientras sectores de la juventud han ocupado universidades en rechazo al apoyo de sus Estados a Israel. Harris seguramente no puede asegurar a Netanyahu un apoyo tan incondicional como el que promete Trump. Pero difícilmente se aparte demasiado de la línea de Biden. Este último, antes de octubre, apoyaba un recambio de gobierno. Durante toda la presidencia de Biden, incluso antes de la guerra, se pusieron en evidencia divergencias, la línea del gobierno israelí no siempre estuvo encolumnada con EE. UU. Esto fue una de las muestras de las dificultades crecientes que enfrenta el liderazgo de EE. UU. Pero también, fue resultado de que la administración de Biden nunca estuvo dispuesta a tensar más de lo prudente una alianza histórica y considerada fundamental en la región. Desde que comenzó la guerra Biden buscó moderar al mandatario israelí. En marzo permitió que pasara en el Consejo de Seguridad de la ONU una resolución exigiendo el alto el fuego durante el mes de Ramadán, que solo pudo salir porque EE. UU., si bien se abstuvo, no usó el poder de veto que tienen todos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad para bloquearla. Pero hasta ahí llegaron. No hay condena explícita ni ninguna señal de restarle apoyo a un aliado clave de EE. UU. Con Trump habrá más rienda suelta para los sectores nacionalistas más extremos en Israel, pero con los demócratas en Washington éstos seguirán tensando la situación de todos modos, con los riesgos siempre presentes de una mayor escalada bélica y la entrada en escena de nuevos contendientes.
Donde sí el retorno de Trump promete hoy traer giros más drásticos –habrá que verlo si llegara a la presidencia– es en la relación con los socios de la OTAN y la guerra en Ucrania. Durante su anterior administración, Trump llevó a la alianza transatlántica a una situación de parálisis tal que el presidente francés Emanuel Macro afirmó que esta se encontraba en estado de “muerte cerebral”. Con la unidad de propósitos que le dio la guerra, esta se reactivó, no sin rispideces entre el eje europeo y Washington sobre los objetivos en los cuales debería basarse el apoyo a Kiev. Trump blandió amenazas de que bajo su presidencia EE. UU. va a desentenderse por completo de la seguridad Europea, lo que sería mucho más que una muerte cerebral de la OTAN, en medio de la guerra en el este. Probablemente la incursión de tropas ucranianas en Rusia, que alimentó algunas especulaciones algo apresuradas sobre lo que podía realmente conseguir y sostener Kiev, estuvo empujada por la búsqueda de forzar definiciones o negociaciones ante un eventual triunfo de Trump que restará apoyos al gobierno de Zelensky. En pocos días pasamos del impresionismo por la ocupación ucraniana de Kursk, a que la cobertura sobre la guerra esté dominada por otro fuerte retroceso de las tropas ucranianas en el Donbás ante el asedio de Rusia.
En temas como el compromiso de EE. UU. con la gobernanza de la agenda ambiental, o el impulso de acuerdos comerciales, también la presidencia de Trump podría significar otra vez un giro. Lo que sí hay que decir, es que, más allá de las intenciones del elenco gobernante actual, tampoco durante los últimos cuatro años se revirtió el curso de estancamiento o retracción que hace ya bastante tiempo signa las tratativas comerciales. Después de Trump, pandemia y guerras en Europa y Medio Oriente mediante, esto no se revirtió. Aunque estamos discutiendo hace tiempo si hay desglobalización o no, lo cierto es que el comercio y las inversiones internacionales siguieron perdiendo dinamismo durante estos años. Es notable que Biden ni siquiera planteó durante estos años la idea de volver a grandes acuerdos de liberalización del comercio y las inversiones como los Tratados Transpacífico y Transatlántico que se idearon durante la presidencia de Obama y fueron abandonados por Trump. De hecho, como ya mencioné, Biden continuó apelando a los aranceles como arma en la disputa geopolítica. Incluso con las sanciones a Rusia fue más allá e incluso “militarizó” la cuestión de las reservas internacionales de los bancos centrales.
Hace varios años en las discusiones sobre el management de las empresas multinacionales se plantea el reemplazo del offshoring –radicación masiva de la producción en los países de costos más baratos– por el “friendshoring” –priorizar la estabilidad de las relaciones entre los país por sobre los costos al momento de decidir dónde localizar la producción–, o incluso el “reshoring” –volver a traer la producción a los países ricos de donde se viene deslocalizando hace décadas–, ayudado esto último por las posibilidades que se le atribuyen a la manufactura automatizada. Pero las menciones no implican que el giro se esté dando tan rápidamente. Todavía hay incógnitas sin despejarse, pero lo cierto es que la estrategia de ampliar las cadenas de valor globales para derrotar a los competidores despierta hoy escepticismo en las gerencias de las multinacionales. En un mundo donde la guerra es cada vez más presente, donde los dos centros de gravedad del sistema económico mundial profundizan su rivalidad, y donde extremas derechas soberanistas no terminan de llegar al poder pero se mantienen gravitantes, sobre todo en Europa, resulta difícil que se revierta continuada decadencia de la globalización, por más lenta y laberíntica que sea esta.
Más allá del balance de continuidades y cambios que se han producido hasta ahora entre Trump y Biden, y lo que pueda dar la próxima administración con Trump o Harris, lo que es claro es que la clase dirigente norteamericana se encuentra cada vez más dividida en cuestiones fundamentales que hacen a la estrategia con la que EE. UU. debería proponerse gobernar los asuntos mundiales. No es algo nuevo, pero se fue exacerbando con el correr de las administraciones, y especialmente desde la crisis de 2008. Ya desde las presidencias de Clinton, y más con George W. Bush y durante Obama, se empezaron a plasmar diferencias cada vez más pronunciadas sobre la manera de hacer frente a los desafíos que encontraba el liderazgo norteamericano. La creciente polarización política a nivel de masas en el país, que tampoco encuentra una única causa pero que no podemos desligar de los efectos económico-sociales profundos y duraderos que tuvo la crisis de 2008 en EE. UU. y también en el resto del mundo rico, es otro factor en la ecuación. Es importante resaltar que, si la persistencia de las extremas derechas es una de las muestras de la persistente crisis de la gobernabilidad neoliberal, hay otra contracara interesante, aunque todavía tenga menor proyección política, que es la disposición a la lucha que están mostrando importantes sectores de trabajadores, jóvenes y sectores populares. Desde 2008 a esta parte, podemos registrar distintas oleadas de luchas obreras y populares, y revueltas que recorrieron el planeta. La última estuvo marcada por las huelgas y organización sindical en Estados Unidos, y la oleada de huelgas en Europa, con luchas duras sobre todo en Gran Bretaña y Francia, entre ellas la que enfrentó en este último país a la reforma de las pensiones impulsada por Macron en 2023. También vimos el surgimiento de un movimiento masivo contra la guerra de Israel en Gaza y en solidaridad con el pueblo palestino, fundamentalmente en los países centrales, con una impronta antiimperialista que no se veía desde el movimiento contra la guerra de Vietnam.
En EE. UU., la polarización política contribuyó también a hacer más exacerbadas las tensiones entre los estrategas y entre la dirigencia del sistema bipartidista, ante la dificultad de dar respuestas claras ante los desafíos complicados que enfrenta EE. UU.. Son desafíos complicados sobre todo por los aspectos ambivalentes que muestra el retroceso de EE. UU. Por un lado, vemos que aparecen actores que se manejan por fuera de su sistema de seguridad y lo desafían (China y Rusia, en menor escala Irán) y también otros actores estatales más ambivalentes, como India que es un aliado pero no siempre se subordina, Brasil que nuevamente bajo Lula busca salir de un alineamiento automático, o Turquía que busca su juego propio en su patio trasero. Tenemos una especie de multipolaridad caótica, donde por momentos no hay un claro liderazgo, que por momentos se parece mucho al G0 del que habla Ian Bremmer. Por otro lado, EE. UU. sigue ubicado en una primacía todavía indiscutida en muchos terrenos. Sus capitales cedieron hace tiempo el liderazgo industrial de la mano de las cadenas globales de valor. Pero en innovación, todavía le saca bastantes cabezas al resto de los países. Hay sectores de punta como los semiconductores donde la reestructuración global dejó en Taiwán las instalaciones más avanzadas de los procesadores más complejos, y después en algunas áreas como ramas de la IA o el 5G China logró algunos hitos que sorprendieron. Pero EE. UU. todavía mantiene ventaja muy amplia en innovación. En las finanzas y lo monetario, es abrumadora la preponderancia del dólar. De todos modos, hace ya dos décadas que los estrategas norteamericanos, y los teóricos de las Relaciones Internacionales desde las posiciones mainstream entre realistas-neorrealistas y neoliberales, debaten cómo salir al cruce para revertir la tendencia declinante antes de que sea tarde.
A dónde va China
Aunque las guerras en Europa y Medio Oriente vienen siendo el elemento más disruptivo en el escenario internacional, todo el escenario mundial está atravesado por la rivalidad entre EE. UU. y China, que es probable que genere nuevos fenómenos de inestabilidad. Para comprender cómo se ha ido transformando la mirada desde Pekín, es interesante volver a mirar acá también desde los efectos que tuvo la crisis de 2008.
Desde la visita de Richard Nixon a Pekín en 1972 para tener una cumbre histórica con Mao Zedong, se abrió un nuevo período respecto de las relaciones entre EE. UU. y China. Las tensiones del régimen del PCCh con la Unión Soviética habilitaron la posibilidad de un acercamiento, que para Nixon resultaba fundamental con miras a aislar a Moscú. Con la muerte de Mao y la llegada al poder de Deng Xiaoping, las primeras políticas de reforma promercado habilitaron un mayor acercamiento. En las décadas siguientes la apertura económica de China a las inversiones extranjeras y la habilitación de zonas económicas especiales donde las empresas extranjeras podían disponer de la fuerza de trabajo barata del país y organizar la producción para exportar sin demasiadas restricciones, estimularía la una creciente integración económica de China en la economía mundial, y especialmente con firmas multinacionales y bancos de inversión estadounidenses. Con la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio en 2001, China se volvió un polo de atracción formidable para las multinacionales que buscaban fuerza laboral barata para desarrollar competitivamente sus Cadenas Globales de Valor. A comienzos de los 2000, se volvieron corrientes expresiones como Chimérica o Chinamérica para describir un vínculo muy profundo y de complementariedad entre ambas economías. Si bien la relación nunca estuvo exenta de tensiones y recelos, fueron notables los esfuerzos desde ambas partes para encapsularlos. China había empezado, de la mano de una profundización de su gravitación económica que lo convirtió en uno de los principales socios comerciales de casi todos los países del planeta, a intentar establecer espacios propios de influencia y presencia económica, apelando a acuerdos bilaterales tanto en lo comercial, en inversiones, en diplomacia. Pero durante la primera década del milenio, los intentos de avanzar en la influencia global se hicieron todavía sin desafiar abiertamente a EE. UU. Todo esto empezó a modificarse paulatinamente desde 2008 a esta parte.
Desde la perspectiva de China, la crisis confirmó las fallas del capitalismo desregulado occidental, y confirmó las fortalezas del “socialismo con características chinas”, forma eufemística bajo la cual se englobaron las reformas capitalistas en China, aunque preservando la propiedad estatal mayoritaria de firmas estratégicas y limitando la desregulación de sectores como las finanzas, lo que dejó en manos estatales numerosas palancas para intervenir activamente en la programación económica. Pero, al mismo tiempo, la crisis sacó dinamismo a uno de los grandes motores de la transformación China, que fue la exportación de manufacturas a los países ricos. Si bien después del desplome inicial a fines de 2008 las exportaciones volvieron a crecer a partir de 2010, el ritmo de crecimiento de las mismas no alcanzó los niveles previos a la crisis. La inversión en infraestructuras y el desarrollo inmobiliario se volvieron cada vez más importantes para el crecimiento del PBI.
La inversión bruta aumentó hasta niveles de 50 % del PBI. Pero esta tasa de inversión, que no podía ser sostenible en el tiempo, tampoco podía ser suficiente para sostener un crecimiento económico de casi 10 % anual de manera indefinida. Por eso, también empezaron a crecer aceleradamente los capitales exportados por China a otros países. El capital proveniente de China se volvió cada vez más un competidor de los de EE. UU., Europa, Japón o Corea del Sur. China también se volvió un financiador de proyectos de infraestructura. La última década fue de gran despliegue de iniciativas como La Iniciativa de la Franja y la Ruta, que en su momento fue recibida con gran entusiasmo por los países que se asociaron a la iniciativa. Visto desde hoy, resulta menos promisorio, dada la enorme deuda creada por esas infraestructuras que no se sabe cómo será saldada.
La noción de fracaso del modelo capitalista dominante, la menor dependencia de las exportaciones y de la inversión de las multinacionales, y la creciente competencia por espacios de acumulación, alimentaron una mayor asertividad de los sectores dirigentes de China frente a Occidente. Este giro se iría reforzando como respuesta a los movimientos de EE. UU. que planteaban una amenaza a sus intereses, como fue el anuncio del “pivote hacia Asia”. Las posturas nacionalistas ganaron un peso creciente en el PCCh, especialmente desde la llegada de Xi Jinping al poder.
En el momento actual, al mismo tiempo que las tensiones entre el imperialismo norteamericano y la ascendente potencia China se mantienen en niveles máximos, más allá de las iniciativas bilaterales con las que se buscó encapsular la disputa, el gobierno de Xi Jinping tiene que concentrarse cada vez más en las dificultades económicas y sociales. El crecimiento se aleja cada vez más de las tasas históricas de las últimas décadas. La sobreinversión de los últimos 15 años, y especialmente la hipertrofia que llegó a tener el desarrollo inmobiliario, se convirtieron en una carga pesadísima. La industria se encuentra trabajando con niveles de capacidad ociosa muy elevados.
Hay que ver cómo se procesan estas dificultades económicas y sus efectos sociales. Las tasas de crecimiento económico elevado son consideradas por los líderes del PCCh como una condición básica de estabilidad social. Todo el período de Xi Jinping estuvo atravesado por un acomodamiento hacia la baja de las tasas de crecimiento económico, determinado por el freno exportador, que se buscó canalizar a través de mayor inversión. Esto hizo más difícil seguir prometiendo un horizonte de mayores concesiones materiales. Por los efectos de descontento que esto podía generar, el régimen de Xi actuó preventivamente concentrando esfuerzos en recentralizar el poder y reforzar el control del PCCh. Se trató de una respuesta para apuntalar la estabilidad del régimen ante las múltiples amenazas en el horizonte. Las tensiones internas y la respuesta bonapartista encuentran también, entre sus causas, a la exacerbación de las tensiones internacionales, que estimulan el nacionalismo y refuerzan los reflejos bonapartistas: pero, al mismo tiempo, esta bonapartización contribuye a retroalimentar las tensiones de China con el imperialismo norteamericano, ya que la disputa opera como válvula de escape y sirve al PCCh para poner freno a cualquier atisbo de cuestionamiento y canalizar los descontentos. Ante un escenario inmediato de dificultades económicas cada vez más difíciles de manejar y tasas de crecimiento notablemente menores a las de los últimos años (ya más bajas que las que rigieron hasta hace una década), probablemente se exacerbe esta tendencia a redoblar la apuesta, frente a un imperialismo norteamericano que también promete redoblar la presión.
El mundo de la “policrisis”
Hemos puesto el foco en la ubicación de dos actores fundamentales de la escena internacional. Pero es importante destacar que las preguntas que nos hagamos sobre la coyuntura actual, tenemos que inscribirlas en una crisis multidimensional de la actual configuración del orden social capitalista a nivel global que viene siendo reconocida y se la busca abordar desde distintos enfoques.
Adam Tooze acuñó el concepto de policrisis, que se hizo muy popular. En clave marxista Nancy Fraser plantea en Capitalismo Caníbal la necesidad de entender de conjunto los efectos conjuntos que produce la manera en la que este orden social fagocita las condiciones necesarias de su reproducción en distintas áreas. La idea de desorden mundial, tal vez más asociada a la geopolítica pero que se puede vincular a factores estructurales de la economía capitalista, y podríamos seguir la lista.
Con distintas miradas y énfasis, hay un reconocimiento incluso desde miradas más afines al liberalismo de que hay un agotamiento profundo y de largo plazo en distintos niveles: económico, de regímenes políticos, de relaciones interestatales, y, cada vez más amenazantes, de las condiciones materiales de reproducción de la vida humana y de los metabolismos del Sistema Tierra. No todo esto tiene la misma temporalidad, pero los distintos niveles de crisis remiten en todos los casos a contradicciones sistémicas estructurales, y se retroalimentan, produciendo una situación cada vez más disruptivas, dejando en evidencia que no hay una vuelta a la “normalidad” posible sino una perspectiva de desorden exacerbado, un caos sistémico cada vez más abierto, por tomar la definición de Arrighi, o de tendencias a la ruptura del equilibrio capitalista en los términos planteados por Trotsky. Solo el triunfo de la revolución socialista puede ofrecer una salida progresiva de esta “policrisis” capitalista. Para ello, es fundamental batallar por el internacionalismo de la clase trabajadora que permita poner en pie una alternativa ante la barbarie del capital.
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