En el mercado de trabajo, dice Vogel, el capitalista debe ofrecer salarios que sean equivalentes al valor de la fuerza de trabajo del obrero, y contrariamente a la visión de un capitalismo que nos “engaña”, ese intercambio es “igualitario”. Claro que la igualdad en el mercado va “mano a mano con la explotación en la producción”, pero también supone que “la igualdad de las personas no es, entonces, un principio abstracto o una falsa ideología, sino una tendencia compleja con raíces en la articulación de las esferas de producción y circulación”. Sin embargo, es precisamente una falta de igualdad lo que “representa una característica específica de la opresión de las mujeres (y de otros grupos) en las sociedades capitalistas” [194] [1].
Dijimos en el artículo anterior, con Vogel, que es el modo de producción el que determina el de reproducción, pero que ello no significaba que ambos aspectos pudieran solaparse como una larga cadena de producción de plusvalía. Ahora bien, existe el peligro inverso, que es separar tanto ambos aspectos que terminemos por encontrarnos con dos lógicas o modos de producción distintos, el capitalista y el patriarcal, cruzados en un determinado momento histórico.
Ese va a ser otro de los ejes del libro de Vogel, y es para abordar este problema que realiza un recuento de las conceptualizaciones del marxismo en torno a la opresión de las mujeres, ligándolas a la lucha por el socialismo y al debate de estrategias, y como respuesta a lo que llama posiciones “dualistas”, aquellas que presuponían que la lucha de sexos era tan motor de la historia como la lucha de clases [135].
Esto es también un debate político pasado y presente, porque esa era la tendencia en la que veía inscriptas a una serie de referentes del “feminismo socialista” contemporáneas que, buscando un marco alternativo para la caracterización de la opresión de las mujeres (el patriarcado, la autoridad, etc.) [28], recaían en las debilidades que habían caracterizado al ala reformista del movimiento socialista del siglo XIX en su tratamiento del problema de la opresión de las mujeres [137].
Vogel considera que, en parte, este problema surge de las ambiguedades presentes en lo que era y es un clásico marxista sobre este problema, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Allí Engels, apoyándose –aunque no sin críticas– en los estudios antropológicos de Morgan y las notas dejadas sobre ellos por Marx, recorre las sociedades primitivas y modernas buscando la relación entre las formas de producción y las formas de organización familiar, otorgando un lugar destacado al problema de la opresión de la mujer, abordado desde el punto de vista de esa “teoría materialista de la historia”.
El libro de Engels será, para la autora, fuente de la TRS en la medida en que, diferenciándose de los hasta entonces populares desarrollos del socialista Bebel, se focaliza en el fenómeno social que da origen a la posición de las mujeres en una sociedad dada, y por lo tanto, en las condiciones en las que dicha posición puede ser modificada [138]. Pero a la vez, es también fuente de las posiciones dualistas en la medida en que, según su lectura, Engels otorga a la división sexual del trabajo en la familia un caracter históricamente inflexible basado en la biología, dejándola en un “limbo teórico” [136]. Si para Vogel Engels lograba aún mantener unidas ambas perspectivas, serán las lecturas socialdemócratas posteriores las que terminen volcándose a una visión definitivamente dualista.
Lógica e historia
El libro de Engels ha sido ampliamente reconocido –incluso entre feministas no marxistas– por ubicar el problema de la opresión de las mujeres en el nivel teórico de la producción social y el surgimiento de las clases, es decir, en el eje de las preocupaciones del materialismo histórico. También ha sido objeto de diversas críticas, entre ellas, muchas referidas a las hipótesis antropológicas que allí realiza, en la medida en que desarrollos posteriores lo habrían desmentido. Ya hemos analizado estas reivindicaciones y críticas; nos centraremos aquí en las que hace Vogel sobre sus presupuestos teóricos. Los tres problemas más importantes que señala la autora son:
• la idea de Engels de un “matriarcado originario” que fue modificado por la aparición de nuevos medios que permitían generar excedentes, supondría una visión del desarrollo histórico como un proceso evolutivo y automático de avance de las fuerzas productivas;
• a diferencia de Marx, que pone el eje en las relaciones sociales, Engels se focaliza en la propiedad (lo que son “restos de utopismo”) y no en la explotación como objeto de la lucha de clases [91], a la vez que es vaga en su desarrollo la distinción entre riqueza como “acumulación de cosas” y propiedad privada como relación social [86]: así, Engels “no liga claramente el desarrollo de una esfera especial asociada con la reproducción de la fuerza de trabajo a la emergencia de las clases” [90].
• el énfasis que pone Engels en la importancia estratégica de los derechos democráticos dejaría abierta la cuestión de la relación entre la revolución socialista, la liberación de las mujeres y la lucha por la igualdad de derechos, sugiriendo que “el programa socialista para la liberación de las mujeres consiste en dos objetivos discretos: derechos igualitarios con los hombres en la sociedad aún capitalista, a corto plazo; y liberación total en base a una forma superior de familia en un milenio revolucionario distante” [90].
Nuestra impresión es que Vogel, en pos de discutir correctamente con el dualismo y sus derivaciones políticas, fuerza las críticas a Engels. En principio porque en su mismo recuento relativizará algunas de ellas. La misma Vogel dice que la propiedad privada la entiende Engels como una relación social (aunque le parezca que lo hace someramente), y que el acento puesto en el avance de las “fuerzas productivas” fue un avance contra el idealismo previo de Bebel –podría agregarse, además, que las fuerzas productivas tampoco son para el marxismo “cosas” o simple tecnología, sino también parte de relaciones sociales–.
Por otro lado, es difícil sostener que Engels no dé importancia a la aparición de una “esfera especial” relacionada a la “fuerza de trabajo” en una sociedad que se estaba constituyendo en clasista a partir de lograr algún tipo de excedente. Engels menciona explícitamente esa separación público-privado en detrimento de las mujeres, aunque no tengan entonces las formas características de la sociedad capitalista donde producción y reproducción se separarán espacial y temporalmente.
Podría plantearse, y probablemente es el sentido en que va Vogel, que al extender esto como característica de todas las sociedades de clase previas, se pierde la especificidad de que en la sociedad capitalista el fundamento económico ya no son las relaciones de parentesco sino las necesidades de reproducción, lo cual marca un cambio histórico (con lo que coincidimos). Pero el parentesco era el lazo social que regía la economía política de las sociedades primitivas; analizarlas no implica necesariamente una naturalización de la “familia” como algo inmutable. De hecho, ella misma menciona que desde La ideología alemana, Marx y Engels dieron por “abolida” la familia para la clase obrera en la medida en que ya no tiene propiedad, aunque hablemos con la misma etiqueta de “familia obrera” [51] [2].
Aquí podría plantearse un conocido problema metodológico planteado para El capital: ¿es este un libro histórico o sigue un orden lógico independiente a cómo se desarrolló esa forma social concretamente? Si es correcto, como Vogel señala, no extrapolar hacia otras sociedades las categorías de la propia, también lo es que para Marx las formas más complejas, como el capitalismo, pueden permitir “descubrir” trazos de estas características en procesos históricos previos. El libro de Engels es un comentario a un estudio antropológico, no el intento de dar cuenta del funcionamiento de la sociedad capitalista como es El capital. Que las formas que analiza allí no tengan todos los elementos que quedarán planteados posteriormente es quizás una precaución metodológica en ese caso adecuada.
Por otro lado, la derivación política que ello tendría para las visiones dualistas –que la emancipación de las mujeres quedaría planteada para más adelante–, no se desprende necesariamente de allí. Vogel misma señala que, en concreto, cuando hubo discusiones sobre si incorporar o no a las mujeres al trabajo asalariado en el movimiento obrero contemporáneo a Marx y Engels, aún teniendo la oposición de los sindicatos (masculinos), ambos mantuvieron siempre que esto era necesario. A su vez, contra esas posiciones reformistas define como eje de la tradición revolucionaria la visión leninista –tomada de la política hacia las nacionalidades oprimidas– de que la opresión de las mujeres tenía dos raíces: como grupo social sufría desigualdad política, y estaban a la vez aprisionadas en el trabajo doméstico. Su liberación, por lo tanto, también debería tener dos caras: la liberación política era solo el primer paso, y por ello el programa de la Revolución rusa tuvo mucho que ver con el aspecto del trabajo reproductivo [123 a 126]. Pero el puntapié de esa tradición, dice Vogel, es el AntiDühring de Engels, donde está la primera formulación programática en este sentido: no hace falta solo la “asociación de los hombres libres” sino también “la transformación del trabajo doméstico privado en industria pública” [78].
Por supuesto, posiciones teóricas correctas no garantizan prácticas correctas, y una política correcta puede tener bases teóricas endebles o insuficientes. Pero más que a las ambigüedades de Engels, es probable que lo que estuviera en juego en ese abandono del marco unitario de la “reproducción social” por parte de ciertas referentes feministas con las que discute Vogel, tuviera que ver con una realidad más cercana: la decepción con lo sucedido en la URSS. Vogel sostiene que el legado de la Revolución rusa estaba incompleto: el bloqueo a la liberación de las mujeres, que entre las socialistas era justificado generalmente por el atraso del que se partió o por prioridades políticas equivocadas, respondía en su lectura a visiones mayoritarias muy similares a las de la socialdemocracia de la Segunda Internacional, que Lenin o Zetkin no habrían podido terminar de desmontar. Pero ella misma no explica el cambio entre las medidas adoptadas en los primeros años del proceso y el giro que significó el stalinismo, que revirtió la enorme radicalidad de las medidas iniciales.
Allí es donde se nota la falta de los análisis de Trotsky, que Vogel no menciona a pesar de ser una de las pocas teóricas de la reproducción social que destaca lo logrado en la Revolución rusa como eje de la tradición marxista. Es justamente la teoría de la revolución permanente de Trotsky la que intenta dar cuenta de la mecánica de la revolución obrera: en primer lugar, es posible que la clase obrera esté obligada a llevar adelante, con sus propios métodos, tareas históricas democráticas que la burguesía dejara pendientes –junto con aquellas que le corresponderían a su clase, las socialistas–; pero además, que una vez tomado el poder, las revoluciones de la economía, de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres, “se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no permite a la sociedad alcanzar el equilibrio” [3].
Efectivamente, una revolución obrera no supone solucionar automáticamente un problema milenario como el de la opresión de las mujeres, pero tampoco supone patearlo a un horizonte indefinido en que estén maduras las condiciones materiales. Fue para “estabilizar” las condiciones internas a su favor que el stalinismo cortó de cuajo con los avances que la revolución había permitido en este terreno –así como también en el de la política hacia las nacionalidades mencionada por Vogel–, trayendo de vuelta todos los presupuestos y prejuicios tradicionales sobre el lugar que deberían tener las mujeres en la sociedad, especialmente como madres de una fuerza de trabajo que necesitaba la “patria socialista” [4]. La decepción con las ilusiones generadas por la revolución en vista a los resultados obtenidos, y la falta de herramientas para comprender ese desarrollo y eventualmente combatirlo, es lo que generó a nivel internacional en algunos casos la opción por otras vertientes –como fue la propia Nueva Izquierda–, pero en otros la recaída en el reformismo o aún en el liberalismo. Probablemente también en esa decepción estaban las causas de la recaída en el dualismo y, eventualmente, el abandono del argumento materialista unitario, que Vogel vió en algunos de los abordajes de las feministas socialistas que le fueran contemporáneas.
¿Moderno o tradicional?
Puede argumentarse que el capitalismo eliminó la base material de las formas patriarcales previas. Encontrar cuáles son las nuevas y en qué se basa la opresión de las mujeres actualmente es el aporte que realiza Vogel y que tratamos en la primera nota. Pero es indudable que en el capitalismo persisten prejuicios de ese patriarcado tradicional que el sistema mantiene y utiliza a su favor. Señalar que sus bases materiales son distintas, como lo son las de la “familia obrera”, no quiere decir que no podamos encontrar elementos comunes: la figura del padre como eje de la autoridad familiar, tareas asociadas a la “naturaleza” de la mujeres como reproductoras de la vida, los cuidados, etc. Aún hace falta explicar, entonces, la relación entre ideologías previas al surgimiento del capitalismo, como el patriarcado, y el nuevo modo de producción.
En la misma Vogel está presente un elemento que podría ser la base para una hipótesis específica –la contradicción intrínseca entre obtener mayor masa de plusvalor y seguir beneficiándose del trabajo no pago y el efecto “igualador” del mercado en la circulación–, que sin embargo no realiza ella, pero sí Martha Giménez [5]. Como reconocen Vogel y otras autoras de la SRT, el capitalismo, en principio, no hace diferencias cuando se trata de explotar fuerza de trabajo –hombres, mujeres, niños, negros, blancos–, justamente porque su especificidad es “abstraer” los trabajos concretos en “gelatina de trabajo”. Pero eso implica sostener que los trabajadores sean jurídicamente libres e iguales, al menos para que compitan en el mercado de trabajo intercambiando su “mercancía” particular, la fuerza de trabajo. Y allí se presenta un problema: ¿qué justificaría socialmente, entonces, pagar menos a las mujeres, precarizarlas más, o hacer que recaiga sobre ellas una doble jornada?
Compensatoriamente, eso es lo que viene a cubrir la ideología creada alrededor de la familia, que se vale de los prejuicios previos que tiene a mano, y agrega otros. Así, el amor maternal, la mayor sensibilidad femenina, su dedicación, etc., son construcciones que se apoyan en la tradición, pero son en este sentido “modernas”. Puede mixturar el discurso religioso donde una mujer habría sido madre sin sexo de por medio, con el emprendedorismo cool que permite congelar óvulos a sus empleadas para “respetar” su “deseo de ser madre” cuando a la empresa le convenga, tal como hace Amazon. Un punto similar plantea Artous en Los orígenes de la opresión de la mujer: “Parece como si la burguesía, portadora de una ideología igualitaria entre los individuos, se hubiese vista obligada a producir una teoría sobre la naturaleza femenina para justificar la opresión en nombre de la diferencia entre hombre y mujer” [6]. Similar operación podría pensarse para otras formas de opresión, como el racismo.
Más allá de que la situación ha cambiado desde los primeros análisis de los fundadores del marxismo a la Revolución rusa, o del contexto en que escribió Vogel a la actualidad –con un aumento significativo de las mujeres en el mercado laboral–, para los marxistas revolucionarios siempre se trató, y en eso es un aporte el trabajo de Vogel contra las visiones dualistas, de no dividir las demandas que buscan el fin de la explotación con las demandas que quieren terminar con todo tipo de opresión. Eso supone un debate político y programático que en el marxismo se ha denominado, habitualmente, como el problema de la hegemonía. Reconocer las determinaciones y especificidades de la producción y reproducción bajo el sistema capitalista tiene que ver en todo caso con poder articular estas demandas de modo que no se profundicen las divisiones de las que el propio capitalismo se beneficia sino al contrario, se potencien en la lucha contra el sistema que las provoca y sostiene. Son bases teóricas, en este sentido, de un debate más amplio sobre la estrategia revolucionaria (sus centros de gravedad, sus aliados y enemigos). Rediscutir las ideas que recorren esta tradición es parte de actualizarla al calor de las nuevas situaciones, desafíos y debates que hoy se reabren, a los que venimos intentando aportar desde estas páginas y que sin duda requerirán nuevos capítulos.
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