Compartimos un fragmento del artículo publicado por Perry Anderson en London Review of Books sobre las condiciones que permitieron la llegada de Jair Bolsonaro a la presidencia de Brasil.
Instalado en enero, el nuevo régimen marca una ruptura más radical con la era del PT de lo que los que comandaron la destitución de Dilma [1] jamás imaginaron, con sus propios partidos severamente mermados en las urnas. Un elemento central que lo compone es el retorno de las fuerzas armadas al frente de la escena política, treinta años después del fin de la dictadura militar. No fue necesario para ello ningún ajuste institucional. En la década de 1980 no hubo una revuelta popular que arrebató la democracia a los generales, sino que estos devolvieron la soberanía al Parlamento una vez que consideraron cumplida su misión –la erradicación de cualquier amenaza al orden social–. No hubo ajuste de cuentas con los conspiradores y torturadores de 1964-85. No solo se les garantizó inmunidad judicial o se les absolvió por ley de todo lo que habían hecho, sino que su derrocamiento de la Segunda República fue sancionado constitucionalmente con la legalización de sus gobernantes de facto como presidentes regulares de Brasil, y la aceptación de la legislación introducida por ellos como una continuidad jurídica normal con el pasado. En todos los casos, las tiranías sudamericanas de los años sesenta y setenta hicieron de la amnistía por sus crímenes una condición para retirarse a los cuarteles. En todos los demás países, estas fueron anuladas parcial o totalmente una vez que se consolidó la democracia. De manera única, no fue así en Brasil. En todos los demás países, en un plazo de 1 a 5 años se creó una Comisión de la Verdad para examinar el pasado. En Brasil se necesitaron 23 años para que la Cámara de Diputados aprobara una, y no se tomó ninguna medida contra los perpetradores que identificó. De hecho, en 2010 la Corte Suprema declaró la ley de amnistía nada menos que como un “fundamento de la democracia brasileña”. Ocho años después, en un discurso conmemorativo del trigésimo aniversario de la constitución promulgada después de la partida de los generales, el presidente de la Corte Suprema, Dias Toffoli –antiguo recadero legal del PT y posiblemente la figura más despreciable del panorama político actual– bendijo formalmente su toma del poder, diciendo a su audiencia: “Hoy ya no me refiero a un golpe de Estado o una revolución. Me refiero al movimiento de 1964”.
El ejército tuvo qué decir sobre las elecciones a principios de 2018. En abril, el comandante en jefe, Eduardo Villas Bôas, advirtió contra cualquier concesión de hábeas corpus a Lula, en nombre del más alto valor que atesoran las Fuerzas Armadas: la estabilidad del país, como él mismo explicó más tarde. Con la elección segura de Bolsonaro, Villas Bôas saludó la victoria del nuevo presidente como una bienvenida liberación de energía nacional, y en enero le agradeció por “la liberación de los grilletes ideológicos que secuestran el libre pensamiento” en Brasil. Hablar de 1964 hoy es ridículo, dijo, y la Comisión de la Verdad un perjuicio para el país. Las cuestiones de seguridad pública eran también cuestiones de seguridad nacional. Villas Bôas había participado en una de las intervenciones militares periódicas para restaurar el orden en las favelas de Río, y vio lo inútil que era la incompetencia de los civiles. En eso se asemejaban a la intervención militar brasileña en Haití en 2004, que había sido demasiado corta, según Villas Bôas, y el caos regresó tan pronto como sus tropas partieron. No fue una lección desaprovechada para Bolsonaro, cuya primera designación clave fue la del General Augusto Heleno, el comandante de las fuerzas brasileñas que había sido enviado a Haití –durante el gobierno de Lula, para su vergüenza, con miras a complacer a Washington– para asegurar el desalojo de Aristide. Heleno fue nombrado como jefe de “seguridad institucional” –una especie de súper jefe de gabinete– en el Palacio Presidencial, donde otro general, Santos Cruz, también veterano de Haití, está a cargo de las relaciones con el Congreso, flanqueado por dos oficiales más en los ministerios de Defensa y Ciencia y Tecnología. Heleno, el más poderoso del grupo, no ha ocultado sus convicciones, expresadas en el dicho “los derechos humanos son para los rectos”, para nadie más. Su primer pronunciamiento en el gobierno fue comparar las armas con los autos como algo que todo ciudadano tiene derecho a poseer.
El ala económica del gobierno, que preocupa mucho más a los mercados financieros, es más desmenuzable. Guedes ha reunido a su alrededor a un equipo de neoliberales radicales de ideas afines, recibidos con entusiasmo por las empresas y capaces de construir sobre la desregulación que Temer ya había conseguido. El primer punto del orden del día es el desmantelamiento del sistema de pensiones existente. Indefendible desde cualquier medida de justicia social, absorbiendo un tercio de los ingresos fiscales, más de la mitad de sus pagos totales –que empiezan a una edad media de 55 años para los hombres– son asumidas por la quinta parte más rica de la población (jueces, oficiales y burócratas prominentes en sus filas), y menos del 3 % por aquellos que se encuentran en la peor situación económica. Naturalmente, sin embargo, la inequidad no es el motor de los esquemas estándar en las reformas de las pensiones, cuya prioridad en Brasil, como en otros lugares, no es corregirla, sino recortar el costo de las pensiones en el presupuesto mientras que otros recortes en el gasto público están a la espera. Las privatizaciones se anuncian como la forma de pagar la deuda. Un centenar de empresas estatales de uno u otro tipo –las pepitas se encuentran en infraestructuras: autopistas, puertos, aeródromos– están programadas para su eliminación o cierre, naturalmente también en nombre de la eficiencia y de un mejor servicio, bajo la dirección de un ingeniero militar, otro veterano de Haití. Como bajo Cardoso, muchas de las ganancias más ricas serán sin duda para los inversionistas extranjeros. La reacción eufórica del Financial Times ante el paquete económico que se avecina es comprensible. ¿Por qué preocuparse por algunos errores políticos? “López Obrador es una mayor amenaza a la democracia liberal que Bolsonaro”, escribió su editor latinoamericano.
La vanguardista revisión austera de la economía que se avecina requiere, por supuesto, el paso por el Congreso. Allí, muchos comentaristas brasileños esperan resistencia, dada la dependencia de tantos miembros del Congreso de la provisión de fondos federales a sus localidades, lo que socavaría la austeridad. A menudo también se piensa que la privatización está tan en contradicción con el nacionalismo estatista de los militares brasileños –como diputado, el propio Bolsonaro se opuso vehementemente a ella– que es probable que se diluya en la práctica. En ambos casos, se justifica cierto escepticismo. Bajo las presidencias del PT, la legislatura fue una barrera fundamental a la voluntad del ejecutivo, limitando lo que podía hacer y comprometiéndolo en lo que hacía, con resultados notorios. Pero este fue el producto predecible de las tensiones entre un partido radical que controla una rama del sistema de gobierno y un grupo de partidos conservadores que controlan otra. Donde no existía una tensión comparable entre el presidente y el Congreso, como bajo la administración de centro-derecha de Cardoso, el ejecutivo rara vez se veía frustrado –pasando sin problemas, por ejemplo, las privatizaciones–. El tipo de neoliberalismo de Bolsonaro se anuncia significativamente más drástico, pero su mandato popular para el cambio es mucho mayor y la oposición al mismo en el Congreso es notablemente más débil.
Allí, su Partido Social Liberal (PSL), improvisado a pocas semanas de las elecciones, será la fuerza más grande de la cámara baja, una vez que se llene, como lo será, con deserciones del inmenso pantano de los venales grupos minoritarios. Los otrora poderosos PSDB y PMDB han sido reducidos a sombras de lo que eran, y su representación en el Congreso diezmada a la mitad. La debacle del PSDB y su patriarca ha sido especialmente notable. Después de fracasar en persuadir a un vacuo presentador de televisión para que se presentara a la presidencia, de ver que el candidato de su partido obtenía menos del 5 por ciento del voto nacional, y de negarse a apoyar a Haddad contra Bolsonaro en la segunda vuelta, Cardoso terminó con el PSDB en São Paulo –y sin duda pronto a nivel nacional– en manos de João Doria, otro presentador-empresario de televisión, conductor de un programa inspirado en el Aprendiz que conducía Trump. Esta figura reptiliana hizo campaña hermanándose en la boleta descaradamente con el ganador presidencial como “Bolsodoria”. Justicia poética. En el Congreso, es probable que el vagón de tren ruede con la misma rapidez, los diputados suben a bordo con codicia o miedo para darle al ejecutivo, al menos para empezar, las mayorías que necesita. En cuanto a la resistencia militar a la privatización o a las inversiones extranjeras, el primer general brasileño que gobernó el país después de tomar el poder en 1964, Castelo Branco, no era enemigo de ninguno de los dos. Su ministro de Planificación, más tarde embajador en Londres, fue el famoso y abierto campeón de los mercados libres y del capital extranjero, Roberto Campos. Bolsonaro acaba de nombrar al nieto de Campos como jefe del Banco Central. Creer que la venta de bienes públicos abrirá una brecha entre Bolsonaro y sus pretorianos podría ser una ilusión.
Un riesgo más grave para el nuevo régimen reside en el asunto pendiente de la Lava Jato. Al igual que el anterior, el nuevo Congreso está repleto de receptores de sobornos, distribuidores de sobornos, engendradores de fortunas ilícitas, aquellos que han pasado toda su vida en la corrupción de forma asidua –de hecho, se ha convertido en un santuario para aquellos que ya estaban en el punto de mira de la policía, que consiguieron que se eligieran a sí mismos como diputados sencillamente para obtener inmunidad frente a la persecución–. Entre ellos destaca Aécio [Neves; N. de R.], con múltiples cargos en su contra. Bolsonaro y su familia tampoco están a salvo, ya que los investigadores no solo han descubierto –después de las elecciones– transacciones sospechosas en las cuentas de su hijo Flávio, sino que, lo que es aún más explosivo, tienen vínculos con un ex capitán de la policía militar de Río, dos veces acusado de asesinatos al estilo de las milicias, que podrían estar implicados en el asesinato de Marielle Franco, la legisladora negra y activista cuya muerte el año pasado causó una protesta internacional. ¿Puede Moro, como ministro de Justicia, pasar una esponja por encima de los delitos a los que, como magistrado, debía su reputación de no ser compasivo? Ya ha explicado que las “Diez Medidas contra la Corrupción”, que durante años insistió en que tenían que ser aprobadas si el país iba a ser limpiado, necesitaban un “replanteamiento”: ya no todas ellas son tan importantes. Sin embargo, desenrollar la dinámica de la Lava Jato destruiría por completo su posición. Si el Congreso tratara de aprobar una amnistía general para los casos de corrupción, una medida propuesta bajo Temer, el escenario estaría listo para un conflicto total de poderes –como también lo estaría si, a la inversa, Moro presionara a la Corte Suprema para que levantara la inmunidad de demasiados diputados–. Este es el frente donde el potencial de combustión es más real.
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Manteniendo unidos a estos diversos segmentos del régimen está el círculo compuesto por el propio Bolsonaro, su descendencia y su entorno inmediato. Su llegada a la cúspide del Estado marca una alteración significativa en la geografía del poder en Brasil. Después de que el presidente Getúlio Vargas se disparara en el Palacio de Catete en 1954, Río –capital del país durante unos doscientos años– perdió su posición como centro de la política nacional. La construcción de Brasilia comenzó en 1956 y se completó en 1960. Posteriormente, los presidentes vinieron de São Paulo (Janio, Cardoso, Lula), Rio Grande do Sul (Jango), Minas (Itamar, Dilma) o del noreste (Sarney, Collor). Degradado políticamente, Río declinó –a extremos, algunos dirían, podridos– económica, social y físicamente. Ni el PT ni el PSDB se afianzaron nunca mucho en la ciudad, ya que durante mucho tiempo ha sido una tierra de nadie ideológica, con poca participación en la política nacional. Esto empezó a cambiar con el ascenso de [Eduardo; N. de R.] Cunha, una figura arquetípica de Río –carioca– con un conjunto de diputados monetizados a su entera disposición, al frente del Congreso. El nuevo régimen ha consumado el cambio. Después de seis décadas en las que Río fue marginal, el poder se ha vuelto a mudar. Los tres cargos más importantes de la administración están ocupados por sus productos –Bolsonaro en la presidencia, Guedes en el Ministerio de Finanzas y el rotundo arreglador Rodrigo Maia en el antiguo sillón de Cunha como presidente de la Cámara. En el gabinete, que por primera vez en la historia de la república no tiene un solo ministro del norte o del noreste y todos provienen de solo 6 de los 26 estados de Brasil, el mayor contingente –una cuarta parte– son nativos de Río. Es un cambio notable.
¿Cómo clasificar entonces a Bolsonaro? A menudo se oye en la izquierda en Brasil, y en la prensa liberal en Europa, la opinión de que su ascenso representa una versión contemporánea del fascismo. Por supuesto, es la misma representación que habitualmente se hace de Trump en los círculos liberales y de izquierda de América y el Atlántico Norte en general, aunque por lo general esté acompañada de aclaraciones –“muy parecidas”, “que recuerdan”, “parecidas”–, lo que deja en claro que son poco más que invectivas vagas [2]. La definición no es más plausible en Brasil. El fascismo fue una reacción al peligro de la revolución social en una época de desarticulación o depresión económica. Estaba al mando de cuadros dedicados, organizaba movimientos de masas y poseía una ideología articulada. Brasil tuvo su versión en la década de 1930, la de los Integralistas de camiseta verde, que en su apogeo contaban con más de un millón de miembros, con un líder que se expresaba de forma articulada, Plínio Salgado, una extendida prensa, programa de publicaciones y un conjunto de organizaciones culturales, y que estuvo a punto de tomar el poder en 1938, tras el fracaso de una insurrección comunista en 1935. Nada remotamente comparable, ni en términos de peligro para el orden establecido desde la izquierda, ni de una fuerza de masas disciplinada a la derecha, existe hoy en día en Brasil. En 1964, todavía había un importante partido comunista, con influencia dentro de las fuerzas armadas, un movimiento sindical militante y un creciente malestar en el campo, bajo un presidente débil que pedía reformas radicales. Eso fue suficiente para provocar no el fascismo sino una dictadura militar convencional. En 2018, el antiguo Partido Comunista había desaparecido hace mucho tiempo, los sindicatos combativos eran un número reducido, los pobres se encontraban pasivos y dispersos, el PT era un partido ligeramente reformista, durante años en buenos términos con las grandes empresas. Respirando fuego, Bolsonaro podría ganar una elección. Pero apenas hay una infraestructura organizativa por debajo de él y no hay necesidad de represión masiva, ya que no hay una oposición masiva que aplastar.
¿Es mejor etiquetar a Bolsonaro como populista? El término sufre ahora tal inflación como espantajo multipropósito de los medios de comunicación bien pensant que su utilidad ha disminuido. Sin duda, su postura como un denodado enemigo del establishment, y su estilo como hombre tosco del pueblo, pertenecen al repertorio de lo que generalmente se considera populismo. Basándose en el modelo del presidente de Estados Unidos, superó a Trump al envolverse en la bandera nacional y vomitar un torrente en Twitter, con un 70 % más de tweets que este último en su primera semana en el cargo. Pero en la galería de populistas de derecha de hoy, Bolsonaro no encaja en el esquema en al menos dos aspectos. La inmigración no es un problema en Brasil, donde solo 600.000 de una población de 204 millones de personas han nacido en el extranjero –0,3 %, en comparación con el 14 % en los Estados Unidos y el Reino Unido, o el 15 % en Alemania–. El racismo, por supuesto, es un tema al que Bolsonaro, como Trump, ha hecho llamamientos encubiertos, y cuya violencia en las prácticas de la policía alentará. Pero a diferencia de Trump, ganó un gran electorado negro y mulato en las encuestas, y no es probable que lo arriesgue por nada que se acerque a un equivalente de la retórica xenófoba antiinmigrante en el Atlántico Norte. Un tercio de su partido en el parlamento, de hecho, no es blanco –un porcentaje más alto que en el tan alardeado contingente progresista demócrata en el 116º Congreso de los EE. UU.–.
Una segunda diferencia significativa radica en el carácter del nacionalismo de Bolsonaro. Brasil no es ni un país afligido o amenazado por la pérdida de soberanía como puede ocurrir en los países miembros de la Unión Europea, ni padece el declive imperial como los EE. UU. o el Reino Unido, los dos motores del populismo de derecha en el Norte. Su patriótica forma de golpear el pecho es más artificial. Hoy no es enemigo del capital extranjero. Su nacionalismo, en expresión bastante hiperbólica, toma esencialmente la forma de virulentos tópicos de antisocialismo, antifeminismo y homofobia, excrecencias ajenas al alma brasileña. Pero no tiene nada en contra del libre mercado. En el lenguaje local, ofrece la paradoja de un populismo entreguista, un populismo “supino” –uno perfectamente dispuesto a entregar los activos nacionales a los bancos y corporaciones globales, al menos en principio–.
La comparación con Trump, el más cercano análogo de Bolsonaro como político, indica un conjunto diferente de fortalezas y debilidades. Aunque proviene de un origen mucho más humilde, Bolsonaro es menos analfabeto. La educación en una academia militar se ocupó de ello: los libros no son un misterio para él. Consciente de algunas de sus limitaciones, carece del grado de egolatría de Trump. La abrumadora confianza de Trump en sí mismo viene no solo de una familia millonaria, sino de una larga carrera de éxito en la especulación inmobiliaria y en el mundo del espectáculo. Bolsonaro, que nunca ha dirigido nada en su vida, no tiene tal acumulación existencial. Está mucho menos seguro. Dado, como Trump, a todo tipo de arrebato destemplado, a diferencia de Trump, él retrocederá rápidamente si las reacciones se vuelven demasiado negativas. Las primeras semanas de su administración han sido una cacofonía de declaraciones contradictorias y retractaciones o negaciones de las mismas.
No es solo por el carácter, sino por las circunstancias, que Bolsonaro es una figura más frágil. Tanto él como Trump fueron catapultados al poder prácticamente de la noche a la mañana, contra toda expectativa. Trump asumió la presidencia con un porcentaje mucho menor de votos –46 %– que la mayoría del 55 % de Bolsonaro. Pero sus partidarios son ideológicamente fervientes y le apoyan firmemente, mientras que el apoyo de Bolsonaro puede ser más amplio pero es más superficial, como lo demuestran las encuestas postelectorales que indican el rechazo de muchas de las políticas propuestas por él. Trump, además, llegó al poder al apoderarse de uno de los dos grandes partidos del país, mientras que Bolsonaro ganó el poder eficazmente por su cuenta, sin ningún apoyo institucional previo a las urnas. Una vez elegido, por otra parte, no gobernará, porque no puede, sin tener en cuenta las instituciones que le rodean, como Trump ha intentado hacer. Esto no significa que será menos brutal, ya que en Brasil muchas de estas instituciones son más autoritarias que en Estados Unidos. Los pueblos indígenas de la Amazonia son víctimas seguras: a diferencia de los negros, una cantidad insignificante en las urnas, a medida que los ganaderos barran con su hábitat (con consecuencias de largo plazo que no serán aliviadas por los lúgubres gestos del Norte global para detener el cambio climático), ellos serán los primeros en sufrir. Así que también es fácil de imaginar –especialmente si la economía no se recupera y necesita distraer la atención de ella– a Bolsonaro reprimiendo brutalmente las protestas estudiantiles; acorralando a los activistas del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra (MST) o su equivalente urbano, el MTST, y prohibiendo sus organizaciones; rompiendo las huelgas, cuando sea necesario. Pero al margen de la jungla, es probable que esa represión sea “minorista”, no “mayorista”. Más, por el momento, sería un exceso respecto de lo que se requiere.
Traducción: Federico Roth
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