Algunas recapitulaciones y conjeturas.
El reciente triunfo del Nuevo Frente Popular (NFP) en las elecciones legislativas de Francia fue tomado con alegría por amplias masas de la clase trabajadora y populares dentro y fuera del país galo. La derrota del ultraderechista Frente Nacional (hoy llamado Rassemblement National) es claramente una buena noticia. Pero el tema, como suele pasar, no es tan sencillo. De hecho, mientras Mélenchon señala que el NFP tiene que ser el que forme gobierno (lo cual implicaría una situación de cohabitación con Macron), arrecian las especulaciones sobre que Macron terminará finalmente haciendo algún tipo de acuerdo con el “ala derecha” del nuevo frente, así como quienes dicen que, si el NFP lograra formar gobierno, presentarían inmediatamente la moción de censura. Se abre uno de esos períodos de inestabilidad propios de la época de crisis del sistema parlamentario en general y de las últimas décadas en particular, pero que, por las condiciones y los actores involucrados, es extremadamente novedosa.
Aquí usaremos estas circunstancias como una excusa para volver sobre algunas cuestiones históricas y estratégicas [1] primero, para luego realizar algunas conjeturas sobre las relaciones entre izquierda, clase obrera, democracia y socialismo en el presente.
Los orígenes del Frente Popular
Tal como se viene discutiendo en la actual coyuntura francesa, el Frente Popular (FP) es una referencia histórica y política significativa de la izquierda en ese país. Cuando se habla del FP se hace referencia, de manera ambigua, sea intencionada o no, a dos procesos: la conformación de una alianza entre fuerzas políticas (el estalinismo, la socialdemocracia y el partido radical) y uno de los mayores movimientos de masas de la historia de Francia, que tuvo su punto más alto en las huelgas con ocupaciones de fábrica de junio de 1936.
Desde fines de 1928, la Internacional Comunista venía con la orientación del llamado “tercer período”, que ponía un signo igual entre la socialdemocracia y el fascismo. Luego del ascenso de Hitler en 1933 –facilitado enormemente por esa línea suicida– empezaría un viraje que tuvo su momento decisivo en 1934.
El 6 febrero de ese año, una manifestación armada de los grupos fascistas franceses provocó la renuncia del gobierno de Daladier. Seis días después, hubo una manifestación masiva de los sindicatos en respuesta. En este marco, el Partido Comunista Francés (PCF), que días antes caracterizaba al presidente renunciado como “radical-fascista” y al dirigente socialdemócrata León Blum como “social-fascista” realizó un giro de 180° en su orientación. Se iniciaron negociaciones con la SFIO (partido socialdemócrata, con el que el PCF incluso llegó a pensar en fusionarse) para forjar una alianza a la que se sumaría luego el partido radical (con base en la pequeño-burguesía republicana).
El Frente Popular está asociado a los nombres de Maurice Thorez, quien era el principal dirigente público del PCF en 1934, y de Georgi Dimitrov, quien fue el vocero de su generalización por la Comintern en 1935. Pero Daniel Guérin afirma (al igual que otros autores) que, sin embargo, fue el checo Eugen Fried –figura subterránea que efectivamente dirigía el buró del partido junto con un grupo compuesto de cuadros estalinistas húngaros, polacos y rusos– quien le propuso esta política a Thorez [2].
Esta alianza hizo primera aparición pública como tal el 14 de julio de 1935 en la Plaza de la Bastilla. La unión de los partidos obreros, las centrales sindicales y el partido radical garantizaba una manifestación masiva pero, a su vez, la ceñía dentro de límites muy claros. Los tres partidos acordaban en no dar lugar a la radicalización de la lucha de clases para no asustar a la supuesta burguesía democrática, bajo el argumento de la defensa de la democracia contra el fascismo.
El VII Congreso de la Comintern: loas al Frente Único obrero, votos al Frente Popular
En agosto de 1935, la Comintern realizó su VII Congreso que instauró esta política de Frentes Populares como línea internacional de los partidos estalinistas. Se reformulaba significativamente la estrategia de la Internacional Comunista, que había nacido contraponiendo a la democracia burguesa la dictadura del proletariado. El VII Congreso se ubicaba en los marcos del campo “democrático” contra el fascismo, promoviendo la subordinación de los partidos comunistas a la burguesía “democrática” en una versión estalinista de la vieja política menchevique de alianza con la burguesía liberal o “progresista”.
Los argumentos de Dimitrov (comunista búlgaro que era por entonces el dirigente de la Comintern) en su discurso al VII Congreso partían de la necesidad del frente único de la clase trabajadora, proponiendo concretamente la unidad sindical y el frente único entre comunistas y socialdemócratas y denunciando a quienes argumentaban que los partidos democrático-burgueses eran mejores aliados que los comunistas en la lucha contra el fascismo.
Luego de toda esta explicación, Dimitrov señalaba que el frente único proletario no era suficiente y que era necesario un frente popular antifascista que permitiera realizar una lucha de masas contra el fascismo:
En la movilización de las masas trabajadoras para la lucha contra el fascismo, tenemos como tarea especialmente importante la creación de un extenso frente popular antifascista sobre la base del frente único proletario. El éxito de toda la lucha del proletariado va íntimamente unido a la creación de la alianza de lucha del proletariado con el campesinado trabajador y con las masas más importantes de la pequeña burguesía urbana, que forman la mayoría de la población incluso en los países industrialmente desarrollados. […] Para la creación del frente popular antifascista tiene una gran importancia el saber abordar de una manera acertada a todos aquellos partidos y organizaciones que enrolan a una parte considerable del campesinado trabajador y a las masas principales de la pequeña burguesía urbana. En los países capitalistas, la mayoría de estos partidos y organizaciones –tanto políticas, como económicas– se encuentran todavía bajo la influencia de la burguesía y siguen a ésta. La composición social de estos partidos y organizaciones no es homogénea. En ella aparecen, al lado de los campesinos sin tierra, campesinos muy ricos, al lado de los pequeños tenderos, grandes hombres de negocios, pero la dirección la llevan estos últimos, los agentes del gran capital. Esto nos obliga a dar a estas organizaciones un trato diferenciado, teniendo en cuenta que, a menudo, la masa de sus afiliados no conoce la verdadera faz política de su propia dirección. En determinadas circunstancias, podemos y debemos encaminar nuestros esfuerzos a ganar a estos partidos y organizaciones o a sectores sueltos de ellos para el frente popular antifascista, pese a su dirección burguesa.
Entonces, al frente único de la clase obrera, que los estalinistas sabotearon hasta el ascenso de Hitler, el VII Congreso proponía “agregarle” un frente popular antifascista con las organizaciones de la pequeño burguesía, lo cual era un eufemismo para designar partidos burgueses con apoyo de las capas medias. El programa de lucha antifascista debía definirse según la realidad de cada país. Por ejemplo, en Francia las tareas del “frente popular antifascista” se reducían a la defensa de la democracia burguesa y del en ese entonces acuerdo vigente entre Francia y la URSS contra Alemania, concluyendo:
Y si el movimiento antifascista de Francia condujese a la formación de un gobierno que luchase contra el fascismo francés de un modo efectivo, no sólo con palabras sino con hechos, que pusiese en práctica el programa de reivindicaciones del frente popular antifascista, los comunistas, sin dejar de ser enemigos irreconciliables de todo gobierno burgués y partidarios del Poder Soviético, estarían dispuestos, a pesar de todo, ante el creciente peligro fascista, a apoyar a un tal gobierno.
En un pasaje algo desafortunado de un trabajo fundamental [3] para conocer la problemática del Frente Único en la historia de la Tercera Internacional, Milos Hajek reprocha a Trotsky oponerse a la política de frentes populares, aunque esta coincidía con lo que él mismo había propugnado en Alemania para impedir el ascenso de Hitler. Pero es Hajek el que confunde el Frente Único proletario con el Frente Popular, confusión muy común, por otra parte, en la intelectualidad de izquierda.
Trotsky había sostenido que era necesario instrumentar el Frente Único obrero, es decir de los partidos comunista y socialdemócrata, para la lucha contra Hitler. Desde su óptica cualquier acuerdo puntual con una fuerza burguesa “democrática” estaba subordinado a una orientación de lucha independiente de la clase obrera. Trotsky había sostenido que, con una lucha decidida, la clase obrera alemana podía establecer su hegemonía revolucionaria sobre toda la nación. Por tanto, su política era proletaria pero no obrerista, suponía la articulación de la unidad de la clase obrera y de esta última con los demás sectores oprimidos.
Por el contrario, el Frente Popular implicaba la unidad de la clase obrera con un sector supuestamente “progresista” de la burguesía para enfrentar al fascismo con los métodos y en los marcos de la democracia burguesa y, por eso, era precisamente lo contrario al Frente Único obrero tanto como a una política hegemónica. En los países imperialistas, implicaba el abandono de la lucha de clases y en las colonias el abandono de la lucha anti-imperialista, en función de la defensa del imperialismo “democrático” francés o británico. El Frente Único proletario, por el contrario, implicaba la posibilidad de un desarrollo de la lucha de clases hasta la constitución de soviets y la lucha por el poder, uniéndose a su vez a la lucha anti-imperialista en las colonias.
La (no tan) curiosa coincidencia entre Laclau/Mouffe y Trotsky
En su clásico libro Hegemonía y estrategia socialista Ernesto Laclau y Chantal Mouffe toman las formulaciones de Dimitrov, así como otras de Mao y Togliatti sobre la democracia de nuevo tipo o la democracia progresiva, como un avance en la “lógica deconstructiva de la hegemonía” que se separa de una posición clasista, tanto en relación con la pertenencia de clase como con la definición de la democracia:
Este es el cambio que tiene lugar en la política comunista a partir del VII Congreso del Komintern y del informe Dimitrov, en el que se abandona formalmente la línea estratégica de “clase contra clase” del tercer período y se inicia la política de los frentes populares. Se deja aquí implícitamente atrás la concepción de la hegemonía como simple y externa alianza de clases, y se pasa a concebir a la democracia como terreno común que no se deja absorber por ningún sector social específico […] Una transformación del vocabulario político acompaña a este cambio estratégico: fórmulas que van desde la “nueva democracia” de Mao hasta la “democracia progresiva” o las “tareas nacionales de la clase obrera” de Togliatti intentan ubicarse en este terreno –difícil de definir en términos de los parámetros marxistas, en la medida en que lo “popular” y lo “democrático” son realidades tangibles al nivel de la lucha de masas, pero imposibles de adscribir en términos de una estricta pertenencia de clase [4].
Tenían razón Laclau y Mouffe. La política de Frentes Populares ubicaba al comunismo como ala izquierda del “campo democrático” y subordinaba la lucha de clases a la oposición entre democracia y fascismo, como en el caso de España o Francia (sobre los que diremos algo en breve). Cuestionar esta operación ideológica no quiere decir que para desarrollar la lucha de clases fuera (o sea en la actualidad) necesario equiparar la democracia burguesa y el fascismo, cuestión que Trotsky había explicado hasta el hartazgo en su momento. Pero una orientación de la lucha contra el fascismo desde el punto de vista de clase imponía el camino de la lucha revolucionaria contra aquel y no una “lucha” subordinada a los objetivos de los partidos “democráticos”, como era la política de los partidos comunistas a partir de esta nueva orientación estratégica. Quizás por eso, se da la curiosidad de que Trotsky hace un balance muy parecido al de Laclau y Mouffe sobre el VII Congreso de la Comintern, pero desde una concepción opuesta por el vértice a la de los referentes posmarxistas:
El eje de todas las discusiones en el congreso fue la última experiencia en Francia, bajo la forma del llamado “Frente Popular”, que era un bloque de tres partidos: Comunista, Socialista y Radical. […] El derrocamiento del gabinete de Daladier por una insurrección de las bandas armadas de la reacción (6 de febrero de 1934) provocó una serie de cambios radicales en la distribución de las fuerzas políticas [...] Los mismísimos dirigentes que hasta el 6 de febrero tachaban al radical de izquierda Daladier de fascista y al dirigente socialista León Blum de social-fascista, ante el asalto del fascismo auténtico perdieron toda confianza en sí mismos y en su bandera y –bajo las instrucciones directas de Moscú, claro está– resolvieron buscar la salvación en una alianza con los partidos democráticos, no sólo con los socialistas sino también con los radicales […] Hace veintiún años Lenin lanzó la consigna de ruptura con el reformismo y el patriotismo. A partir de entonces, todos los llamados dirigentes centristas, oportunistas e intermedios han lanzado contra Lenin la acusación de sectarismo, más que ninguna otra. Uno puede coincidir o discrepar con Lenin, pero no puede negar que la Internacional Comunista se fundó precisamente sobre la base de la imposibilidad de conciliar las dos tendencias fundamentales del movimiento obrero. El Séptimo Congreso ha llegado a la conclusión de que el sectarismo fue el origen de todas las derrotas posteriores del proletariado. Así vemos que Stalin corrige el gran “error” histórico de Lenin, y en forma radical: Lenin creó la Internacional Comunista; Stalin la está liquidando.
Veamos entonces, en que terminó esta deconstrucción/liquidación.
Las experiencias de Francia y España
En abril/mayo de 1936 el Frente Popular ganó las elecciones en Francia, designando la Asamblea Nacional al socialdemócrata León Blum como presidente. Las huelgas y ocupaciones de fábricas se extendieron por todo el país en junio de 1936, que pasó a la historia como uno de los períodos más importantes de la lucha de la clase obrera en Francia.
El gobierno Blum negoció con los sindicatos aumentos de salarios, 40 horas semanales de trabajo y vacaciones pagas. Su política apuntaba a terminar con las huelgas a través de concesiones, mientras no tomaba ninguna medida seria ante el crecimiento del fascismo. Blum salía a aclarar que su gobierno no pretendía expropiar a la burguesía, mientras Thorez sostenía que “hay que saber terminar una huelga”. El Frente Popular francés tampoco prestó ningún apoyo a la república española en la lucha contra Franco.
Mientras tanto, la burguesía fugaba gran parte de los depósitos en oro durante abril y junio. El gobierno del Frente Popular aplicó una devaluación del 37 % de la moneda en octubre del mismo año y posteriormente, en marzo de 1937, volvió a ceder ante la oposición de los bancos de pagar un impuesto que compensara sus ganancias por la devaluación, restableciendo el mercado libre del oro. Cuando los banqueros pusieron en marcha un “golpe financiero” en junio de 1937 retirando los depósitos de oro, Blum dimitió por primera vez y apoyó en diciembre del mismo año la reintroducción de las 40 horas de trabajo semanales, avanzando sobre las conquistas salariales y sindicales de la clase trabajadora, incluso reprimiendo huelgas y ocupaciones como la de la fábrica Goodrich en diciembre de 1937 [5]. En 1938, el Frente Popular se rompió por la doble presión de la burguesía y de la política de alianzas de la URSS (en ese momento girando hacia un acuerdo con el nazismo alemán) que incidía directamente en la política del PCF. La misma Asamblea Nacional que había votado la constitución del gobierno Blum en 1936, votó en 1940 los plenos poderes a Petain, que fue un títere de la ocupación nazi.
En España la experiencia fue aún más trágica. El Frente Popular constituido por el PCE, el PSOE, Izquierda Republicana, el POUM y grupos menores, ganó las elecciones en 1936, sumando más tarde al ala derecha de los anarquistas. El alzamiento de Franco el 18 de julio de ese año y un cruento proceso de guerra civil dieron forma a una revolución que se desarrollaba en los campos, las fábricas y las ciudades como una revolución obrera y campesina, mientras se combatía en el frente militar de la república contra los fascistas. La política del Frente Popular, sintetizada en el slogan “primero ganar la guerra, después la revolución” fue oponerse a las colectivizaciones de tierra, el control obrero y la administración obrera directa de las fábricas y la continuidad de las milicias (que fundieron con el viejo ejército y los guardias de asalto de la policía en el Ejército Popular). El aplastamiento del “mayo catalán” en 1937 fue uno de los hitos de la política represiva del gobierno frentepopulista. El gobierno de Negrín montó un circuito represivo por el que pasaron anarquistas, trotskistas y poumistas, incluyendo el asesinato de Andreu Nin, dirigente del POUM y ex Ministro de Justicia del gobierno catalán. Igual que su análogo francés, el Frente Popular español nunca se propuso la liberación de las colonias como Marruecos, a pesar de que una gran parte de la tropa franquista se componía de soldados oriundos de ese país.
La cuestión de los frentes y la voluntad colectiva
A fines de 1937, en “La lección de España: última advertencia”, Trotsky señalaba la diferencia entre el Frente Único obrero y el Frente Popular, las posibilidades del primero de hegemonizar al campesinado y la imposibilidad del segundo de establecer cualquier orientación que fuera en interés de la clase obrera:
Los teóricos del Frente Popular no van más allá de la primera regla de la aritmética: la suma. La suma de comunistas, de socialistas, de anarquistas y de liberales, es mayor que cada uno de sus términos. Sin embargo, la aritmética no basta, hace falta cuando menos conocimientos de mecánica. La ley del paralelogramo de fuerzas se verifica incluso en la política. La resultante es, como se sabe, tanto más pequeña cuanto más divergentes sean las fuerzas entre sí. Cuando los aliados políticos tiran en direcciones opuestas, la resultante es cero. El bloque de las diferentes agrupaciones políticas de la clase obrera es absolutamente necesario para resolver las tareas comunes. En ciertas circunstancias históricas, un bloque de este tipo es capaz de arrastrar a las masas pequeñoburguesas oprimidas, cuyos intereses están próximos a los del proletariado, ya que la fuerza común de este bloque resulta mucho mayor que las resultantes de las fuerzas que lo constituyen. Por el contrario, la alianza del proletariado con la burguesía, cuyos intereses, actualmente, en las cuestiones fundamentales, forman un ángulo de 180º, no puede, en términos generales, sino paralizar la fuerza reivindicativa del proletariado. La guerra civil, en la que tiene importancia la fuerza de la violencia, exige un supremo compromiso de los participantes. Los obreros y campesinos no son capaces de asegurar la victoria sino cuando luchan por su propia emancipación. En estas condiciones, someterlos a la dirección de la burguesía es asegurar de antemano su derrota en la guerra civil.
Veremos cuánto de esta paradoja entre la mera adición y la ley del paralelogramo de fuerzas opera en la dinámica del NFP en Francia. Lo que sí nos parece, tanto para el pasado como para el presente, es que las alianzas sobre la base de una “unidad antifascista” con fuerzas burguesas tienen la contradicción señalada por Trotsky en su trabajo de 1937 y que se podrían graficar con la diferencia entre las aspiraciones de trabajadores y habitantes de las barriadas populares que votaron al NFP y lo que están dispuestos a hacer personajes como Hollande, que aprovecharon el surgimiento de la nueva coalición para volver de la muerte política.
Pero, como ya dijimos también muchas veces, no se pueden resolver las paradojas de la realidad con citas de los clásicos. Tampoco es nuestro interés “pontificar” sobre la historia de los Frentes Populares, mientras el “pueblo de izquierda” se entusiasma con el NFP. Solamente queremos que esta información esté a disposición, al menos, de la militancia (no solamente la trotskista) y cada quien que haga la experiencia correspondiente.
El tema de fondo sigue siendo el de cómo se pone en pie una “voluntad colectiva”. La interpelación clasista está más o menos devaluada en términos generales por diversas razones: la declinación de la relación comunismo/clase obrera (muy mal representada por el estalinismo), el surgimiento de movimientos organizados en función de demandas identitarias separadas de la cuestión de clase, la preeminencia del posmodernismo, etc. Sin embargo, el caso de Francia es diferente al de otros países. Allí podemos ver una clase obrera que mantiene muchos elementos de continuidad con el movimiento obrero tradicional (posiciones fuertes en la economía del país, tanto en la industria como en los servicios, comunicaciones y logística, peso de los sindicatos en la vida política del país a pesar de no tener un nivel muy alto de sindicalización) combinados con características propias de la actualidad (alto nivel de “racialización” y “feminización”, relación estrecha entre la condición de clase y la pertenencia a las barriadas populares, niveles crecientes de precarización). Si atendemos a estas condiciones, las posibilidades de constituir un bloque popular con eje en la clase trabajadora son mucho más altas que en otros lugares de Europa. Hay una cuestión de estrategia política que remite a la contraposición de perspectivas que hacíamos antes entre Laclau/Mouffe y Trotsky: una “hegemonía” discursiva (que informa también la perspectiva melenchoniana del “populismo de izquierda”) que desdibuja la cuestión de clase o una hegemonía basada en la articulación política de fuerzas sociales, que se constituyen como fuerzas materiales con un proyecto revolucionario. El proceso en curso puede ser un punto de apoyo para la segunda perspectiva, siempre y cuando la clase trabajadora no se proponga ser una espectadora pasiva de las roscas parlamentarias sino una protagonista decidida de la lucha por sus propias reivindicaciones. Sigamos la oportuna recomendación de Jean Paul Marat: solamente las masas movilizadas de modo permanente pueden impedir que los parlamentos y los gobiernos distorsionen sus demandas.
Tras las huellas de la Convención y la Comuna
En los últimos años, se ha popularizado en la intelectualidad la idea de que, a escala internacional, estamos atravesando un interregno, de evolución incierta. Lo que está claro, como señala Nancy Fraser en Capitalismo caníbal, es que se vuelve a hablar de capitalismo y socialismo (con diversas expresiones y desigual peso según los países) como alternativas enfrentadas, contra la naturalización de este sistema que había impuesto la ofensiva neoliberal.
Agregaría también que las recientes revueltas mostraron la centralidad del espacio urbano y las potencialidades y límites de la “forma multitud” a la hora de enfrentar las derivas restauradoras del Estado.
Al mismo tiempo, el auge de las extremas derechas repone la dicotomía entre autoritarismo y democracia, que remite a la retórica de los Frentes Populares históricos de defensa de la democracia contra el fascismo pero también puede asumir la forma más de derecha del “frente republicano”.
De allí la retórica republicana del NFP, los renunciamientos en aquellos distritos donde Macron tenía más chances que los candidatos frentepopulistas en la segunda vuelta y la afirmación de Mélenchon de que la unidad de la izquierda salvó a la república. Sin entrar a especular sobre la cuestión de hasta dónde realmente un gobierno de RN sería incompatible con el régimen de la Vª República, que tiene sus buenas dosis de bonapartismo (más todavía gracias a la erosión operada por Macron de los llamados “cuerpos intermediarios”), cabe tomar nota de que en el “pueblo de izquierda” prima un imaginario compuesto de algún tipo de combinación entre democracia representativa y derechos sociales y la acción directa no necesariamente se corona en una tendencia a la auto-organización que implicaría una democracia distinta, más apropiada por sus formas a la posición social de la clase trabajadora.
A mediados de los años ’30, Trotsky había sugerido a quienes buscaban defender la democracia contra el avance del fascismo, pero sin tomar medidas contra la propiedad privada que “no se inspiren en las ideas y los métodos de la Tercera República sino en los de la Convención de 1793”.
Luego de proponer la abolición del Senado y la institución presidencial, señalaba la importancia de una Asamblea Única que concentrase los poderes ejecutivo y legislativo:
Una asamblea única debe combinar los poderes legislativos y ejecutivo. Sus miembros serían elegidos por dos años, mediante sufragio universal de todos los mayores de dieciocho años, sin discriminaciones de sexo o de nacionalidad. Los diputados serían electos sobre la base de las asambleas locales, constantemente revocables por sus constituyentes y recibirían el salario de un obrero especializado.
Esta es la famosa “democracia más generosa” que “facilitaría la lucha por el poder obrero”.
La expresión “democracia más generosa” tiene un carácter metafórico, pero si nos atenemos a las cuestiones señaladas afirmativamente por Trotsky, podemos deducir que su principal característica es un igualitarismo radical: abolición de los poderes especiales, condiciones iguales para elegir y ser elegidos, control permanente y revocabilidad de los representantes por sus electores e igualdad material entre ellos mediante la equiparación salarial.
Este ha sido un tema de debate con La Francia Insumisa, que puede hacerse extensivo con más razón todavía al NFP.
Pero es importante destacar que este programa fue puesto en práctica también por la Comuna de París en 1871. En El Estado y la Revolución Lenin había rescatado la implementación de estas medidas, junto con la sustitución de las tropas regulares por el pueblo en armas, como un paso de la democracia burguesa a la democracia proletaria:
A este respecto, es singularmente notable una de las medidas decretadas por la Comuna, que Marx subraya: la abolición de todos los gastos de representación, de todos los privilegios pecuniarios de los funcionarios, la reducción de los sueldos de todos los funcionarios del Estado hasta el nivel del “salario de un obrero”. Aquí es donde se expresa de un modo más evidente el viraje de la democracia burguesa hacia la democracia proletaria, de la democracia de los opresores hacia la democracia de las clases oprimidas, del Estado como “fuerza especial” de represión de una determinada clase hacia la represión de los opresores por la fuerza conjunta de la mayoría del pueblo, de los obreros y los campesinos. ¡Y es precisamente en este punto tan evidente —tal vez el más importante, en lo que se refiere a la cuestión del Estado— en el que las enseñanzas de Marx han sido más relegadas al olvido! En los comentarios de popularización —cuya cantidad es innumerable— no se habla de esto. […] La completa elegibilidad y la revocabilidad en cualquier momento de todos los funcionarios, la reducción de su sueldo hasta los límites del “salario corriente de un obrero”, estas medidas democráticas, sencillas y “comprensibles por sí mismas”, al mismo tiempo que unifican en absoluto los intereses de los obreros y de la mayoría de los campesinos, sirven de puente que conduce del capitalismo al socialismo.
Ese carácter de “puente” estaba dado por una relación de convergencia entre esta forma de democracia y las medidas socialistas en el plano económico:
Estas medidas atañen a la reorganización estatal, puramente política de la sociedad, pero es evidente que sólo adquieren su pleno sentido e importancia en conexión con la “expropiación de los expropiadores” ya en realización o en preparación, es decir, con la transformación de la propiedad privada capitalista sobre los medios de producción en propiedad social.
A mi modo de ver, la afirmación del carácter evidente de la relación entre estas medidas políticas y la “expropiación de los expropiadores” no lo es tanto. Sin embargo, al igual que respecto del planteo de Trotsky sobre la “democracia más generosa”, la explicación parecería estar en el igualitarismo. Una forma política verdaderamente igualitarista es incompatible con la división de clases. Asimismo, al establecer la revocabilidad de los representantes y su control permanente por las bases, esta democracia jacobina y de la Comuna implica un cambio en la concepción de la intervención de la clase trabajadora y el pueblo en la toma de decisiones más cercana a la unidad de ciudadano y productor propia de la democracia de los consejos que de la concepción delegativa del parlamentarismo burgués.
Por último, la reducción de cualquier tipo de poder especial para el régimen político aumenta la fuerza de la movilización de las masas por sus propias demandas.
Para terminar, intentaremos unir ambas cuestiones, la de los Frentes Populares y la del nexo democracia igualitarista/socialismo.
Comentarios finales
Volvimos a los orígenes, las experiencias históricas y los debates estratégicos sobre los Frentes Populares, para sugerir que hay que tomar con pinzas el entusiasmo actual con el NFP francés y ofrecer algunas herramientas para analizar las posibles derivas de esa coalición ante las roscas parlamentarias en curso. Al mismo tiempo, ese debate nos plantea el desafío de repensar el clasismo y su relación con la cuestión de las alianzas y la hegemonía así como el problema del vínculo entre democracia y socialismo, no a la manera de la intelectualidad socialdemócrata de la década de 1980 ni la “populista de izquierda” del siglo XXI, sino a partir del rescate de la cuestión por parte del pensamiento clásico revolucionario. Mi impresión, quizás equivocada pero en principio no totalmente descabellada, es que experiencias como la que está teniendo lugar ahora en Francia nos plantean la necesidad de revalorizar este nexo entre igualitarismo democrático-radical (en el que los frentepopulistas son totalmente inconsecuentes) y socialismo (ídem) como una forma de avanzar en un cuestionamiento inicial del capitalismo que, combinado con la interpelación en términos de clase, una política hegemónica y un programa que busque afectar a los grandes propietarios, permita reconstruir un imaginario socialista y comunista en el movimiento de masas.
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