En el número anterior de IdZ, las feministas Marina Mariasch, escritora, e Ileana Arduino, abogada, abrían el debate haciéndose las preguntas incómodas que suscita un movimiento de mujeres que ya no calla más ante los abusos y la violencia otrora naturalizados. El debate que incomoda sigue abierto.
La campaña #MeToo, que llevaron adelante las actrices de Hollywood, consiguió la visibilización masiva de la violencia sexual contra las mujeres, convirtiendo al año 2017 –según Marina Mariasch– en "el año del giro denunciante" [1]. Pero, además, lo que es menos conocido, abrió debates no solo con sus colegas francesas, sino en los feminismos: las preguntas incómodas mostraron la diversidad de enfoques que conllevan a otros tantos posicionamientos políticos y a tener en cuenta sus diferentes consecuencias.
Si bien por la ausencia de registros adecuados es casi imposible evaluar si la violencia contra las mujeres es mayor actualmente que en otras épocas o si la misma violencia tiene una visibilidad mayor que antes, lo que se puede afirmar categóricamente es que, en los últimos años, las mujeres están poniendo en cuestión la violencia de género y sus múltiples maneras de manifestarse. Existe un nuevo espíritu de época en el que el "umbral social de tolerancia" ha disminuido ("las pibas no nos callamos más") y, por lo tanto, la definición de violencia sexista y las conductas que engloba esta categoría han cambiado sustancialmente.
¿Cómo se traza la línea entre un comportamiento brutalmente violento y otro impertinente sin consecuencias gravosas? Parece difícil establecerlo de una vez y para siempre, porque precisamente esos límites –que se redefinen constantemente al tiempo en que son deconstruidos comportamientos y pareceres que permanecían naturalizados– son un terreno en disputa (social, política e ideológica).
Las denuncias de víctimas de distintas violencias –no solo patriarcal– consiguieron, en los últimos años, transformaciones en el Derecho Penal. Sin embargo, el Estado capitalista-patriarcal, a pesar de reconocer a las mujeres como víctimas y aumentar las normas punitivas –en un distorsionado reconocimiento a la existencia de una violencia diferenciada contra ellas–, no solo las revictimiza en comisarías, fiscalías y juzgados, sino que además es incapaz de prevenir o al menos disminuir la tasa de femicidios con medidas elementales como la construcción suficiente de refugios para víctimas, la implementación de licencias con goce de sueldo o de subsidios que cubran la canasta familiar para quienes atraviesan esa situación, el otorgamiento de créditos baratos para el acceso a la vivienda propia, etc.
La miserable respuesta del Estado frente a los brutales femicidios, la violencia sexual y otras formas de violencia patriarcal es el terreno en donde proliferan diferentes estrategias políticas que ponen en el centro la denuncia pública y la venganza individual.
Justicia patriarcal y estrategias del feminismo
A una víctima se la acompaña y contiene en su padecimiento y en sus decisiones acerca de cómo, cuándo y dónde expresar su sufrimiento o de qué modo reclamar reparación; aunque compartimos con Mariana Mariasch aquello de que “si alguien incurre en una práctica abusiva no necesariamente se convierte ontológicamente en abusadxr”, como un elemental derecho a la defensa, que permita trascender de la venganza a la construcción de lo que ella denomina una “justicia feminista”. Pero a una víctima no se le exige que sea ella quien trace, desde su dolor, las estrategias de un movimiento social y político. Esto último es asunto de los feminismos y es en este terreno donde nos permitimos las preguntas incómodas y el debate. Ileana Arduino reclamaba –en el número anterior de IdZ– que se discutan los métodos de las denuncias públicas y los escraches en el combate contra la violencia "para no ceder irreflexivamente al papel de víctimas que tarde o temprano nos exige ajustarnos a guiones muy conservadores, despolitizando nuestras acciones".
La despolitización de las acciones contra la violencia patriarcal es lo que impone la lógica punitivista. Como ya señalamos en “Patriarcado, crimen y castigo”, para el Derecho, el agente de un delito es singular: es imposible sentar al patriarcado en el banquillo de los acusados. El Estado capitalista-patriarcal reconoce a las mujeres el derecho a vivir una vida libre de violencia, castiga a quienes transgreden este derecho y, en esta misma operación, escinde a los individuos singulares que la ejercen concretamente del sistema social de relaciones entre los géneros que naturaliza la subordinación del femenino. Estos individuos serán considerados anómalos, patológicos, criminales, invisibilizando –en esa operación– que son los agentes/emergentes de una violencia constituida como el último (y en ocasiones, letal) eslabón de una cadena de violencias sociales, culturales, políticas, económicas "normalizadas". Desde este punto de vista, la lucha contra la violencia hacia las mujeres se vuelve impotente por tratarse de una (infinita) sumatoria de puniciones que, aunque se pretendan ejemplificadoras, está comprobado que no logran eliminar, ni siquiera reducir el número de víctimas ni los sufrimientos de la opresión.
En el otro extremo, como si se tratara de un espejo, un feminismo que descree del poder punitivo del Estado, se erige como ejecutor y garante, para las víctimas, de una novedosa modalidad simbólica de justicia "por mano propia" que, no por trascender virtualmente carece de efectos "reales". Al contrario que lo que dictamina el sistema penal, se establece que si la agresión no es una anomalía, entonces, el agresor no es un "caso aislado" (“los violadores y femicidas son hijos sanos del patriarcado”), sino que representa a un colectivo de potenciales victimarios.
Por esa vía, como señala Marina Mariasch, "los peligros que corremos son los de confundir la siembra de agencia y derechos con construcción de miedos" [2]. Arduino, por su parte, advierte en el número pasado de IdZ sobre otras consecuencias contra las mujeres:
… el escrache en sí mismo puede parecer irritante, pero no revisar esa táctica tampoco nos mantiene a resguardo de los costos: el backlash de las mitómanas, de la desacreditación, de la banalización de nuestros reclamos, la reedición de moralinas conservadoras sobre nuestras libertades, la devolución en forma de denuncias contra quienes denuncian o la captura instrumental punitiva y el fomento de la delación como modo de relación son ejemplos de ello.
No es un hombre (el agresor), sino todos los hombres los que se convierten en "enemigos" de todas las mujeres, que automáticamente, constituyen un conjunto de víctimas actuales o potenciales, hermanadas y homogeneizadas en esa victimización que es ciega a las diferencias (de ahí el imperativo de sororidad). Aunque en esta época en que se ha conquistado que el respeto a la diversidad sea un valor positivo, la identidad que permanece verdaderamente invisibilizada en la operación que homogeneiza a las mujeres como víctimas, sea la de clase social.
La lucha contra la opresión de las mujeres vuelve a caer, por otra vía, en la impotencia: si hay algo "natural", "estructural" o "esencial" en (todos) los hombres (o la masculinidad), que los predispone a la violencia contra (todas) las mujeres, entonces, se mina toda posibilidad de establecer alianzas entre las grandes mayorías oprimidas y explotadas de la sociedad capitalista-patriarcal, debilitando la lucha de las mujeres. No habrá escapatoria para ellas, destinadas a sucumbir ante la violencia de la que son víctimas o a ejercer una eterna resistencia, sin alcanzar nunca su eliminación. Esta concepción encierra un profundo escepticismo acerca de que, por más que nos vean juntas, el patriarcado no va a caer.
Y sin embargo, como señalaba Mariasch en el número anterior de IdZ, el deseo feminista debiera ser el del fin del feminismo "porque no haya machismo contra el que luchar", para rematar con que "en el pantano patriarcal estamos hundidxs todxs. Y más nos vale sacarnos de la mano”.
Mayor igualdad ante la ley ocultando la brutal desigualdad ante la vida
Que en el pantano patriarcal estamos hundidas y hundidos todas y todos, parece haber sido una de las conclusiones más estimulantes del feminismo radical de los años ‘70. Más allá de las diferencias que las marxistas sostengamos con las distintas corrientes feministas, uno de sus aportes esenciales fue que, partiendo de experiencias subjetivas del "malestar femenino", concluyó que este no se explicaba por la relación singular entre un hombre y una mujer, sino que encontraba su esclarecimiento en la existencia de un sistema social (patriarcal), que establecía la desigualdad de poder entre los géneros. De ahí que esas inequidades del ámbito de lo privado dejaran de ser consideradas apenas una experiencia personal y fueran denunciadas como un asunto político propio de la sociedad patriarcal, heteronormativa, capitalista. Ese es el contenido de "lo personal es político": "no era él, no era yo, era la sociedad" [3].
Actualmente, lo personal es público. Pero público no es, necesariamente, sinónimo de político. Los contextos históricos de estas oleadas feministas son marcadamente diferentes y hablan, por sí solos, de las características notoriamente distintas entre ambas: los movimientos sociales de los años ‘70 emergían contra el telón de fondo de una radicalización social y política de masas a nivel internacional; mientras que las décadas siguientes solo han visto a las masas retrocediendo frente a la contraofensiva neoliberal, que liquidó sus organizaciones, sus conquistas y su subjetividad.
Sin embargo, en las democracias capitalistas occidentales se establecieron límites parciales a la desigualdad (cuotas de representación en sindicatos, parlamentos y otras instituciones; leyes laborales que restringen la brecha salarial o garantizan la igualdad de oportunidades; etc.) y otros derechos democráticos elementales (derechos sexuales y reproductivos, derecho al aborto, matrimonio igualitario, etc.). Y lo más reciente, es que los Estados capitalistas occidentales están configurando nuevas figuras penales como el acoso callejero, el acoso laboral, la violación marital, la violencia de género, los crímenes de odio, los femicidios como homicidios agravados, etc., lo que demuestra –como señalamos anteriormente– un relativo reconocimiento de la existencia de la opresión de las mujeres [4].
La extraordinaria feminización de la fuerza de trabajo [5] y la conquista (siempre parcial, limitada e inestable) de derechos democráticos que, en cierto sentido, parece avanzar en la equiparación de "ciudadanos y ciudadanas de distintos géneros", elevó las aspiraciones de las mujeres que hoy denuncian el notable contraste entre esta "igualdad ante la ley" y la sin embargo persistente "desigualdad ante la vida". Sin embargo, sobre las nuevas generaciones de mujeres parece cernirse un horizonte de impotencia, donde la posible lectura de que “a pesar de todos los cambios, nada ha cambiado” engendra una necesidad de vindicación, unilateralmente concebida más como venganza que como reclamo de derechos. Pero como señala Ileana Arduino,
Hay que pensar si más allá del tiempo del hartazgo y el estallido no habría que pesar el riesgo de que nuestros gritos terminen funcionando para expandir persecuciones que no alteran el orden de las cosas. ¿Llegarán la distribución igualitaria de recursos, la desmercantilización de los afectos, la horizontalidad en las relaciones por esta vía?
Patriarcado y capital: alianza criminal
Cada vez más, el marco legal y el discurso político donde la equidad de género se ha establecido como un valor positivo, contrastan notablemente con esa desigualdad brutal de la vida cotidiana, que permanece y emerge descarnadamente con cada femicidio; pero que también se manifiesta en las dificultades adicionales que aún tienen las mujeres para abrirse paso en el ámbito público, en las copiosas estadísticas que demuestran las diferencias salariales y de condiciones laborales entre trabajadores y trabajadoras, en la persistente disparidad de las cargas del trabajo doméstico, el cuidado y la crianza y otras desigualdades que afectan a millones de mujeres y que son el sustrato invisibilizado de la violencia contra ellas. Aquello escindido –en el relato homogeneizador victimizante– y que sin embargo, demuestra el profundo anudamiento entre opresión patriarcal y explotación capitalista. Como señala Mariasch,
… existe una violencia machista estructural que no se acaba con la caída de un pope del imperio del pijazo (…). Pero además, es en el marco de una sociedad estructuralmente desigual, donde las condiciones para las mujeres y las sexualidades disidentes es peor –peores salarios, trabajo precarizado y no remunerado, mayor discriminación y violencias– que los acosos y los abusos sexuales, entendidos como abusos de poder, son posibles. Y es esa desigualdad estructural a la que hay que apuntar para exigir una reforma radical y derribarla [6].
Ese "matrimonio por conveniencia" entre patriarcado y capitalismo encuentra allí la razón de la supervivencia de ancestrales violencias contra las mujeres, actuando como disciplinamiento y garantía de la más moderna explotación de la feminizada fuerza de trabajo que, además de ser superexplotada en la producción, es sobre quien sigue recayendo de manera casi exclusiva la reproducción de la fuerza de trabajo global.
"El avance punitivo demora las transformaciones reales imprescindibles para desmontar la maraña de violencias producidas por muchas asimetrías" [7], advierte Arduino, y así las cosas, quienes deseamos y necesitamos transformaciones reales debemos reflexionar y poner a debate entonces, cuáles son los combates urgentes, quién es el enemigo y cuáles son las alianzas necesarias para librar esas batallas. Porque "en el pantano patriarcal estamos hundidxs todxs", pero mientras una mayoría de manos curtidas por el trabajo diario tira hacia un lado para salir del pantano, una pequeña minoría de parasitarias manos, suaves y refinadas, empuja en sentido contrario.
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