A seis meses del inicio de la brutal guerra de Israel en Gaza el primer ministro Benjamin Netanyahu, al frente de un gobierno de coalición con partidos de la extrema derecha religiosa y de los colonos, no tiene grandes logros que mostrar. La masacre y la destrucción del pueblo palestino están teniendo un alto costo para el Estado de Israel. El ataque exprofeso contra una caravana de la ONG World Central Kitchen, una organización privada ligada a Estados Unidos que relevó a la agencia humanitaria de las Naciones Unidas, aumentó el desprestigio del Estado de Israel y tensó aún más la ya tensa relación con Estados Unidos, que empieza a sentir la incomodidad de ser cómplice de un genocidio. Hasta Trump consideró que Bibi estaba yendo demasiado lejos. Quien quedó en soledad reivindicando sin matices la matanza de Netanyahu fue Javier Milei, el presidente argentino de extrema derecha, que dijo en una entrevista con la CNN que Israel no estaba cometiendo ningún "exceso", usando el término maldito de los defensores de la dictadura genocida argentina.
A pesar de haber transformado a Gaza en una montaña de escombros y muertos, Netanyahu no ha conseguido rescatar a los más de 100 rehenes que aún permanecen retenidos en Gaza. Menos aún acercarse al objetivo declarado de “erradicar a Hamas”, un objetivo que la mayoría de los analistas y una parte significativa del propio establishment político-militar israelí considera no realista. Aunque haya debilitado la estructura militar de Hamas, el problema de Israel no es militar –o no solo militar–. El genocidio del pueblo palestino en Gaza, que se extiende en los ataques de colonos y fuerzas de seguridad en Cisjordania, está alimentando la radicalización de las generaciones actuales y venideras contra la opresión israelí, en los territorios palestinos y en los países árabes.
Netanyahu enfrenta una doble presión, externa e interna, a la que por ahora responde escalando y, de paso, empujando hasta el extremo los límites de su principal aliado, el gobierno de Estados Unidos.
Está claro que la supervivencia política de Netanyahu (y también su libertad personal) está atada a continuar –y quizás extender– la guerra y mantener contentos a sus socios de extrema derecha que rechazan cualquier salida que implique reconocer algún estatus aunque sea un régimen de apartheid para la población palestina. Más allá de esta certeza, Netanyahu no parece tener una estrategia política clara, y oscila entre la reocupación militar de la Franja de Gaza y la “solución final”, esto es, la expulsión del pueblo palestino de Gaza y Cisjordania. De hecho, dentro de las fronteras de Gaza el ejército israelí ha establecido una zona de seguridad que ocupa el 16% del territorio, y está construyendo una nueva base militar sobre la costa.
En esa lógica se inscribe la orden de invadir Rafah, la última gran ciudad de la Franja de Gaza donde se hacinan en condiciones infrahumanas un millón y medio de palestinos desplazados. Por ahora Netanyahu ha postergado la invasión (iba a ser nada menos que en pleno mes del Ramadán) pero si finalmente se llevara adelante, implicaría una masacre de proporciones bíblicas y la concreción del “éxodo” del pueblo palestino hacia Egipto.
Netanyahu está ante una aparente paradoja: en un marco de derechización general de la población, la guerra aún es popular en Israel (aunque se cuestiona el “cómo”) pero su gobierno no. Es aparente porque, como bien explica Ilan Pappé, a pesar de sus diferencias con Netanyahu, esas movilizaciones, a las que solo se puede llevar la bandera israelí, no cuestionan el proyecto de colonialismo de poblamiento sobre el que se construyó el Estado sionista.
El primer ministro enfrenta una nueva oleada de movilizaciones masivas que piden su renuncia y elecciones anticipadas. En este movimiento confluyen las decenas de miles que se venían movilizando, antes del ataque de Hamas del 7 de octubre y de la guerra, contra el intento de Netanyahu de darle más poder al ejecutivo y subordinar a la justicia, los que protestan contra los privilegios de la ultraderecha religiosa (entre otros, no cumplir el servicio militar ni ir a la guerra) y una parte considerable de los familiares de los rehenes que piden un cese del fuego y abrir una negociación con Hamas, el único método por el que hasta el momento se logró la liberación de una cantidad considerable de rehenes.
La crisis de Netanyahu cruzó de la calle al palacio. Benny Gantz, del opositor partido Unidad Nacional y actual miembro del gabinete de guerra, llamó a realizar elecciones anticipadas en septiembre, citando como fundamento las movilizaciones y la falta de confianza en el gobierno actual, además de “recomponer la imagen internacional” del Estado sionista.
El llamado a elecciones coincide con el viaje de Gantz a Estados Unidos y con las declaraciones de Chuck Schumer, el líder de la mayoría demócrata en el Senado de origen judío, que dijo que Netanyahu era un impedimento para la paz en Medio Oriente y que había que convocar a elecciones para reemplazarlo. Esta feliz coincidencia alimenta la especulación de que Gantz discutió la política en Washington, teniendo en cuenta que Netanyahu y su gobierno de extrema derecha se han vuelto un obstáculo absoluto para “normalizar” las relaciones entre Israel y los gobiernos árabes, una estrategia bipartidista, formulada por Trump y continuada por Biden.
El bombardeo por parte de Israel a la embajada de Irán en Siria a principios de abril, en el que murió el general Mohammad Reza Zahedi, comandante de la Guardia Revolucionaria encargado de operaciones en Siria y Líbano y muy cercano al líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, fue un salto con respecto a los asesinatos selectivos y ataques puntuales que Israel venía realizando contra objetivos iraníes, entre ellos, científicos ligados al programa nuclear. No solo porque Zahedi es el militar de más alto rango después del general Qasem Soleimani, asesinado por un dron de Estados Unidos en 2020 bajo la presidencia de Donad Trump. Sino también porque, según los cánones internacionales, atacar una embajada equivale a atacar el territorio del país agredido, es decir, haber atacado Teherán.
Aún no está claro cómo responderá Irán, aunque se da por descontado que no puede dejar pasar esta afrenta por lo que Israel está en estado de alerta. El abanico de posibilidades va desde una respuesta directa de Irán contra Israel (improbable pero no imposible) hasta la acción a través de algunos de los aliados del régimen iraní, como Hezbollah en el Líbano.
Hay dos hipótesis alternativas sobre la estrategia de Benjamin Netanyahu detrás del ataque a la embajada iraní. La primera plantea que el objetivo es desencadenar una guerra con Irán y obligar, de esa manera, a Estados Unidos y a las potencias occidentales a alinearse detrás de Israel. La otra es que Israel atacó precisamente porque ve que Irán está débil, que no está en condiciones de ir a una guerra contra Israel y que, por lo tanto, tenía que aprovechar esa ventana de oportunidad para golpear al régimen de los ayatolas y disuadir a sus aliados del “eje de la resistencia”. Una apuesta al límite.
Más allá de las especulaciones, la dinámica que tomó la guerra-genocidio de Israel en Gaza está profundizando la tendencia a una guerra regional, esbozada por el involucramiento del Líbano, Yemen, Siria e Irak, a la que se vería arrastrado Estados Unidos, cuyo principal interés es, justamente, evitar una nueva guerra en el Medio Oriente.
El presidente norteamericano sostiene a rajatabla la alianza estratégica de Estados Unidos con el Estado de Israel, eso implica que incluso ha mantenido el apoyo incondicional al gobierno de extrema derecha de Netanyahu. Pero sus intereses político-electorales han entrado en un curso divergente. Mientras que Biden necesita que disminuya en algo el sufrimiento de la población civil palestina –de mínima, que permita ceses del fuego humanitarios– a Bibi por ahora le funciona la escalada. En última instancia, ambos actúan como si el otro tuviera fecha de vencimiento, dos patos rengos que esperan negociar con un nuevo gobierno.
El gobierno de Biden se encuentra en una situación cada vez más complicada, cuestionado por su base electoral por el apoyo al genocidio en Gaza y debilitado en el plano externo, en el que quedó casi en soledad sosteniendo a Israel, dejando expuesta la decadencia del liderazgo de Estados Unidos.
Después de seis meses de masacre, Biden empezó a presionar tarde y poco a Netanyahu, en particular, por la crisis que se abrió con el ataque a WCK. Le advirtió que podía cambiar de política si Israel no alivia en la situación humanitaria crítica del pueblo palestino. Antes Biden había dado otra señal: por primera vez se abstuvo de vetar una resolución en las Naciones Unidas favorable a un cese del fuego.
Sin embargo, el presidente norteamericano sigue mandando religiosamente la cuota de asistencia militar pactada cuando Biden era el vicepresidente de Obama. Este acuerdo escandaloso, vigente hasta 2026, le garantiza a Israel 3.300 millones de dólares por año para la compra de los aviones de combate, helicópteros, misiles, bombas guiadas y no guiadas y otros pertrechos con los que Israel ataca diariamente a los civiles en Gaza (y también usó para atacar la embajada iraní en Siria). Además, Biden pretende aprobar otros 14.000 millones en ayuda militar, que está frenado en el Congreso junto con la ayuda a Ucrania y Taiwán.
Hasta el momento, los intentos diplomáticos que incluyen reponer en el horizonte la falsa “solución de dos Estados” han sido completamente infructuosos. Blinken ni siquiera logró arrancarle a Israel un cese del fuego temporario. Y solo después de la presión de Biden, Netanyahu reabrió el paso fronterizo de Erez entre Israel y el norte de Gaza y habilitó el puerto de Ashdod para el ingreso de ayuda humanitaria. Demasiado poco y demasiado tarde.
En 180 días el ejército israelí asesinó a 33.100 palestinos, aunque según estimaciones de agencias humanitarias, esa cifra podría ser mucho mayor, y alcanzaría al 2 % de la población. Un tercio de los asesinados son niños. La gestión de esta masacre está automatizada. Una investigación escalofriante realizada por la revista +972, sobre la base de entrevistas con miembros de la inteligencia militar israelí, reveló que el ejército sionista desarrolló un programa de inteligencia artificial para seleccionar los blancos humanos de sus bombardeos y ejecutarlos preferentemente en sus hogares. Este programa, conocido como Lavender, confeccionó una “kill list” de al menos 37.000 supuestos miembros de Hamas o de Jihad Islámica, incluidos miembros de bajo rango. Por cada uno, el nivel de tolerancia para “daños colaterales” era bastante elevado, entre 15 y 20 civiles.
La situación en la Franja está al límite de la supervivencia. Hay casi dos millones de desplazados internos. Prácticamente no quedan en pie hospitales, viviendas, escuelas ni refugios. Según un informe elaborado por Integrated Food Security Phase Classification (IPC) y respaldado por Naciones Unidas, la amenaza de la mayor hambruna de fabricación humana en décadas es inminente: la mitad de la población de Gaza (1,1 millones) padece “inseguridad alimentaria catastrófica”. La situación es más crítica para unos 300.000 palestinos que aún permanecen en la ciudad de Gaza. Los números de terror siguen: la estimación es que en febrero el 29 % de los niños menores de dos años sufría malnutrición aguda y el 66 % de las familias pasaban 24 horas sin ingerir ningún alimento al menos 10 veces al mes. Y apenas hay un litro de agua segura por día por persona. Por lo que a las bombas y al hambre se suma el riesgo de enfermedades por la paupérrima situación sanitaria. Obviamente, Israel niega su responsabilidad en esta catástrofe y pretende cargarla a la cuenta de Hamas. Sin embargo, la utilización del hambre contra la población civil como táctica de guerra es un crimen confesado abiertamente por Y. Gallant, el ministro de Defensa israelí que prometió un “asedio total” a la Franja de Gaza.
Estos elementos son los que tuvo en cuenta la Corte Internacional de Justicia en su fallo de enero, en el que considera plausible que Israel esté cometiendo el delito de genocidio. Este fallo provisorio tiene un alcance limitado. La CIJ no exigió el cese del fuego e Israel no cumplió con ninguna de las medidas que le ordenaba el fallo, pero como explica el historiador especialista en el Holocausto, Raz Segal, es una medida del enorme desprestigio y creciente aislamiento internacional del Estado de Israel, una derrota simbólica que muestra el agotamiento de la impunidad para los crímenes coloniales del sionismo, incluida la Nakba de 1948.
La masacre del Estado de Israel en Gaza y la complicidad de los gobiernos occidentales llevaron al surgimiento de un poderoso movimiento de solidaridad internacional con el pueblo palestino y contra la guerra que, pese a la represión y las acusaciones de antisemitismo por exponer los crímenes del Estado sionista, se viene movilizando masivamente en Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, sin contar las protestas imponentes en los países árabes y musulmanes. Este movimiento viene desarrollando elementos antiimperialistas, en analogía con el movimiento contra la guerra de Vietnam.
El movimiento es particularmente avanzado en Estados Unidos donde no se trata solo de acciones, sino de un proceso profundo que tiene múltiples expresiones. Entre ellas la ruptura de un sector importante de la juventud de origen judío en Estados Unidos con el “sionismo”. Pronunciamientos de sindicatos como el sindicato automotriz norteamericano. El surgimiento del movimiento electoral por el “voto no comprometido” en la primaria demócrata (es decir, no votar a Biden) como protesta por su apoyo a la guerra de Israel, que en distritos donde tienen peso los electores de origen árabe y los jóvenes universitarios alcanza altos porcentajes y quizás anticipe la derrota electoral de “Genocide Joe” como le dicen ahora al presidente norteamericano.
El desarrollo de este movimiento y su radicalización política frente a la guerra y la opresión imperialista, la incorporación de la clase trabajadora con sus propios métodos de lucha para frenar el envío de armas a Israel es el camino para poner fin al genocidio en Gaza.
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