Continuando con el análisis que hacíamos en notas anteriores sobre el imperialismo contemporáneo y la situación de EE. UU., discutimos acá cuál es el saldo que deja la primera (¿y única?) presidencia de Donald Trump, a punto de concluir.
Trump contra el orden mundial
Trump llegó a la presidencia montado en la ola de disconformidad que recorrió a todos los países ricos durante la última década y que se puso de manifiesto también en el Brexit, que para los medios y la clase dominante británica y de la Unión Europea (UE) apareció como un “cisne negro” que la tomó completamente por sorpresa. Los devastadores y duraderos efectos sociales que tuvo la crisis iniciada en 2008 golpearon las bases de consenso con las que gobernó durante décadas el “extremo centro”, como llamó Tariq Ali a la alternancia de partidos de derecha y socialdemócratas que mantuvieron en Europa (y en EE. UU. con el establishment bipartidista) y produjeron una polarización política que se manifestó por derecha pero también por izquierda (dando inicialmente aire a los partidos que hemos llamado “neorreformistas”, cuyos proyectos hoy se muestran en crisis o avanzando en ser integrados en el sistema de partidos que cuestionaban, como Podemos en el Estado español).
El programa de “América primero” de Trump pretendía ser una ruptura con varios de los principios que rigieron la política imperial norteamericana durante las últimas décadas. “El americanismo, no el globalismo, será nuestro credo”, proclamaba en su campaña electoral.
¿Qué significó esto durante lo que va de esta administración? Claramente no hubo, ni podía haber, ningún “aislacionismo” –renuncia a la intervención en los asuntos internacionales [1]– por parte de la principal potencia imperialista, , a pesar de que el discurso de Trump en la campaña se movía en ese sentido. Los intereses e intervenciones (económicas, diplomáticas y militares) de EE. UU., que se expanden por todo el planeta no permiten semejante orientación.
Pero el “América Primero” sí se tradujo en un abrupto cambio de enfoque para lidiar con las cuestiones internacionales en todos los terrenos. En primer lugar, el abandono del multilateralismo –mediante el cual EE. UU. buscó imponer sus intereses en asociación con otros países imperialistas teniendo como socios en primer lugar a la UE y Japón– en favor del bilateralismo –la negociación separada de EE. UU. con cada país, evitando comprometerse en puntos que el gobierno yanqui pudiera considerar desfavorables–. No es novedosa la desconfianza de presidentes republicanos hacia el entramado de instituciones multilaterales, a pesar de que todas fueron creadas a instancias de EE. UU. George W. Bush también lo puso de manifiesto y llevó a cabo una política que privilegió la alianza estrecha con algunos países para avanzar en sus aventuras bélicas en desmedro de la cobertura multilateral. Pero Trump llevó el desdén y la disposición a desentenderse de las mismas a extremos que no tienen precedentes. Esto se expresó en todos los terrenos: los foros de países e instancias de gobernanza colectiva creadas a instancias de EE. UU. (como el G7 o el G20) cuyo fin siempre fue coordinar internacionalmente, desde las secretarías de Estado y del Tesoro, las políticas que interesaban al imperialismo norteamericano y negociar con otras potencias para sostener alianzas, fueron tratados por el magnate presidente como espacios intrascendentes, donde su participación se enfocaba en escenificar conflictos (con Alemania y Francia por los gastos militares de la OTAN, en el G7; con China por lo comercial en el G20). También le permitieron montar “shows” que buscaban indicar el cierre exitoso de algunas disputas, como cuando en Buenos Aires firmó con Xi Jinping la tregua de la guerra comercial, que no duró ni una semana. Trump llegó al extremo de retirarse de la Organización Mundial de la Salud, de la cual EE. UU. era el principal aportante como ocurre con casi todas las instituciones multilaterales, en plena pandemia.
En materia comercial el bilateralismo se expresó en el rechazo a impulsar grandes tratados comerciales, abandonados en favor de la tratativa con cada país individualmente para arrancar mayores concesiones. Es decir, no se abandona el principio de buscar la mayor apertura comercial, pero la prioridad está menos en asegurar reglas generales que obliguen a todos los países y más desembozadamente en asegurar la tajada para EE. UU., medida como mejora de la balanza comercial (menos déficit).
La administración de Obama había concentrado sus energías en dos acuerdos estratégicos de gran escala que unirían a decenas de países –el Tras-Atlántico (TTIP) y el Trans-Pacífico (TPP)– entre los que se encontraba la mayor parte de la economía mundial, exceptuando a China. Estos acuerdos habían sido la respuesta a la parálisis de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Con la fundación de la OMC en 1995 (como continuidad e institucionalización del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio que desde los años 1950 negoció en sucesivas rondas la integración comercial), “el capital ganó una batalla decisiva”, al decir de Ernesto Screpanti [2]. Pero si bien esta coronó y reforzó los avances de décadas en materia de integración comercial bajo presión de las economías más ricas –cuyas empresas se beneficiaron ampliamente–, al comienzo del milenio había entrado en un impasse, mostrando incapacidad para profundizar la integración económica. Después del fracaso de la llamada ronda de Doha, abierta en 2001 y suspendida desde 2006 por falta de acuerdos, los tratados TPP y TTIP, que superarían en escala todos los existentes, fueron la nueva vía por la que los sectores más globalistas del imperialismo buscaron profundizar la integración en materia de comercio e inversiones en beneficio del capital multinacional. Un objetivo clave de estos acuerdos por parte de EE. UU. bajo Obama era condicionar a China. Como sostienen Amor, Leaño y Merino, estos apuntaban a “la instalación de una institucionalidad transnacional que fija normas y autoridades de aplicación exógenas a cada Estado y aseguran al capital global el poder de autorregulación en relación a la potencia emergente y sus empresas” [3]. Como expresó Obama, lo que se juega “es quién pone las reglas de juego del siglo XXI, y no puede ser China” [4].
Trump abandonó el TPP, cuyo acuerdo de creación estaba ya firmado y pendiente de implementación, y se desentendió de las negociaciones en curso para avanzar en el TTIP. Uno de los principales planteos de su campaña había sido que este tipo de acuerdos habían redundado en la pérdida de millones de puestos de trabajo en EE. UU. –que él se proponía recuperar– y en la decadencia de vastas regiones del país. Sin embargo, y a diferencia de lo que podía esperarse –ya que también había sido planteado en campaña–, no se retiró del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA en inglés), el más importante que tiene EE. UU. con Canadá y México. Fue renegociado y reemplazado por el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). EE. UU. impuso en el nuevo acuerdo sus criterios, que reemplazan el multilateralismo por el bilateralismo; fueron más bien acuerdos negociados separadamente entre países, sin que EE. UU. se privara durante las duras tratativas de amenazar con sanciones comerciales si Canadá y México no aceptaban sus exigencias. El tratado mantuvo la integración comercial, pero en EE. UU. se aseguró –al menos en los papeles– más composición local en la producción automotriz, una de las claves del acuerdo; se fijaron cuotas de la cantidad de autos que pueden vender Canadá y México en EE. UU., y para casi todos los sectores se eliminaron los mecanismos de solución de controversias (lo que deja las manos libres para el establecimiento unilateral de cuotas o aranceles). El T-MEC tendrá además una revisión periódica cada 6 años.
Un capítulo aparte que puso en evidencia este bilaterialismo es la “guerra comercial” con China. Si bien desde el comienzo el principal argumento de Trump para lanzarla fue el déficit comercial, el corazón de la disputa está en la intención de EE. UU. de frenar el avance de China en el desarrollo de alta tecnología. La guerra de aranceles y otras trabas comerciales entre los dos países, tuvo sus idas y venidas desde que fue lanzada en marzo de 2018, y mostró un salto en la irrelevancia de la OMC. Congelada la negociación de nuevas rondas de apertura comercial, la única razón de ser de este organismo era zanjar los conflictos abiertos entre países por incumplimiento de las normas que estos se comprometieron a aceptar, y por las que vela la OMC. Pero en esta guerra comercial el organismo se convirtió en un mero observador. Si bien EE. UU. ya se había mostrado reacio en tiempos de George W. Bush a acatar fallos de la OMC que le eran desfavorables (aunque finalmente los aceptó ante la amenaza de sanciones comerciales de otros países), Trump dio un nuevo salto. No solo ignoró a la OMC, sino que liquidó el Órgano de Apelación de la misma, principal instancia de resolución de disputas, al negarse a prestar acuerdo para el nombramiento de nuevos jueces que lo integren. Desde diciembre de 2019 no cuenta con el mínimo de tres jueces requerido para fallar, y por eso la UE, China y otros países impulsaron la creación de un tribunal paralelo, que no cuenta con la aceptación de EE. UU.
El enfoque de Trump, según se queja desde la revista Foreign Affairs Richard Haass, se ha centrado en “los intereses económicos definidos estrechamente”, y su corolario ha sido “el descuido casi total de otras metas de la política exterior de EE. UU.” [5].
Su administración impulsó la revisión de algunas de las alianzas históricas en que se apoyó el imperialismo de EE. UU. Amenazó con abandonar la OTAN, creada durante la Guerra Fría para integrar militarmente a Europa, si los demás países no se comprometían a aumentar significativamente su aporte al sostenimiento de la misma. Se retiró del acuerdo climático de París que limitaba para EE. UU. el desarrollo de la explotación de hidrocarburos y de otras industrias contaminantes. Unilateralmente repudió el tratado con Irán firmado por Obama para frenar el desarrollo nuclear de este país. Y así podríamos continuar. Sí mantuvo incambiados otros pilares históricos del imperialismo, como el apoyo a Israel o Arabia Saudita. Respecto de América Latina, la relación estuvo cruzada por las políticas antiinmigración aplicadas por el magnate desde que asumió, dirigidas especialmente contra la migración de la región, así como por la ubicación de los gobiernos respecto de Venezuela, donde Trump, en esto igual que sus antecesores, fue un puntal de apoyo para la oposición al chavismo y sus fracasadas intentonas golpistas.
El giro americanista de Trump se tradujo también en un significativo incremento del gasto militar, algo a lo que también fueron propensas las administraciones precedentes. Tuvo un aumento promedio de 6 % anual entre 2016 y 2020, alcanzando para este año los USD 720 mil millones (lo que representa el 38 % del gasto militar mundial). Pero al mismo tiempo, a pesar de la retórica agresiva, evitó embarcarse en nuevos conflictos de gran envergadura, al igual que lo había hecho Obama –excepto, claro está, por el uso masivo de drones realizado durante sus ocho años de gobierno para intervenir militarmente en Medio Oriente–. Las principales intervenciones militares de Trump fueron los bombardeos a Afganistán (con la llamada “superbomba”), a una base Siria donde supuestamente almacenaban armas químicas, y el asesinato del general Qasem Soleimani días después de que este fuera parte de la organización de un asalto a la embajada de EE. UU. en Bagdad a fines de 2019.
De conjunto, el americanismo no significó la ruptura abrupta que los pronósticos más agoreros de sectores del establishment norteamericano anunciaban. Esto fue así entre otros motivos porque su agenda debió lidiar con la fuerte resistencia de sectores de la burguesía norteamericana más trasnacionalizada, que son los que más prosperaron en las últimas décadas. La última muestra de este rechazo es la demanda interpuesta a finales de septiembre por 3.500 empresas, entre las que se cuentan Coca-Cola, Disney, Tesla, Ford o la farmacéutica Abbott, para resarcirse por los costos generados por los aranceles que impuso Trump contra China. Las mismas fricciones enfrentó Trump por el choque de su política con inclinaciones muy arraigadas en el consenso bipartidista y que pesan en todos los niveles del Estado norteamericano, que conspiraron por ejemplo contra sus intenciones de acercarse a Rusia para concentrarse en la pelea con China.
Dicho esto, sí podemos decir que Trump aceleró numerosas tendencias que ya podíamos observar previamente y profundizó la situación de desorden mundial, y en ese sentido su administración podría considerarse un punto de inflexión que configura una nueva situación con difícil vuelta atrás. No observamos un aislacionismo sino una intervención selectiva en el terreno internacional en función de los intereses estadounidenses, pero que al mismo tiempo se muestra descarnadamente más agresiva en defensa de los mismos, sin pretender compaginarla con la agenda de la “comunidad internacional”, ni nada por el estilo. De conjunto, observamos una renuncia a comprometer a la principal potencia a seguir actuando como sostén y garante de la arquitectura en la que se apoyó la internacionalización del capital durante las últimas cuatro décadas, y que benefició con creces a buena parte de la clase capitalista norteamericana.
Leo Panitch y Sam Gindin plantean correctamente que el capitalismo global de las últimas décadas fue una “construcción”, es decir, que la configuración que adquirió y la disposición de los Estados a involucrarse en asegurar todas las garantías al capital global e involucrarse en las instituciones multilaterales, dependió decisivamente de la intervención del imperialismo norteamericano. Pero, por eso mismo, hay que tomarse muy en serio las consecuencias que ya tuvo la renuncia de dicha administración a seguir cumpliendo este rol, incluso si en noviembre Trump fuera derrotado. La administración de Trump marca mucho más que una “crisis política” interna de EE. UU. sin consecuencias para el ordenamiento del “imperio informal”, como parecen inclinados a interpretar estos autores [6].
América, ¿primero?
El lema de Trump no parece haber avanzado mucho en concretarse. El mayor logro que podía mostrar el magnate hasta que llegó la pandemia, que fue el sostenido crecimiento económico, no estuvo asociado a ninguna de sus políticas rupturistas sino a la continuidad de la alquimia monetaria de la Reserva Federal. Esto estuvo ayudado por el recorte de impuestos que votó esta administración para los capitales que las empresas con inversiones en el exterior repatriaran. Aunque el diseño de este obsequio impositivo tiene las marcas del “América primero”, no es tan diferente de lo que han hecho todas las administraciones republicanas desde Ronald Reagan cuando asumieron. La baja de impuestos de Trump hizo que numerosas multinacionales repatriaran capitales a EE. UU. Pero lejos de volcarse a “crear trabajos para los estadounidenses” invirtiendo en nuevos emprendimientos, los fondos fueron a inversiones financieras o a pagos a los accionistas.
La administración había definido como uno de sus grandes objetivos poner en caja a China. Pero empezó dándole un gran alivio con el abandono del TPP, que representaba para el país una gran amenaza. Los dos años de “guerra comercial”, tampoco arrojaron resultados favorables. El déficit de EE. UU. con China continuó en aumento, mientras que el saldo de las sanciones cruzadas pareció golpear relativamente peor a los capitalistas de EE. UU. (tanto los que exportan a China como los que dependen de insumos críticos de ese país). La disputa, que desde 2019 se convirtió abiertamente en una competencia por el liderazgo del 5G y otras tecnologías, en este terreno no muestra un panorama mejor. Los mayores golpes recibidos hasta el momento por China han sido la restricción del acceso a los chips fabricados por Taiwan Semiconductor Manufacturing Co Ltd (TSMC), lo que significa la traba a un insumo clave para la construccion del 5G y la inteligencia artificial, y haber logrado que muchos países siguieran a EE. UU. en el rechazo al 5G de Huawei por cuestiones de seguridad. Pero esto representa en el peor de los casos un retraso, y no aborta el desarrollo tecnológico de China en estos terrenos. Otro duro golpe fue el bloqueo a TikTok y WeChat en territorio estadounidense. Al contrario de lo deseado por Trump, The Economist sugiere que puede haber sido EE. UU. el que ayudó a Pekín a encontrar los sectores estratégicos a priorizar dentro del plan “Made in China 2025”. El semanario cita al economista Yu Yongding, involucrado en el desarrollo de algunos de los planes, quien afirma que “todos los departamentos del ministerio de industria idearon proyectos favoritos. Pero no hubo una estrategia de acción real”. Pero la ambición de la propuesta “junto con la mística de la política industrial y el espionaje habitual de China, llevaron a Estados Unidos a reaccionar. Y eso le ha proporcionado a Xi los criterios para seleccionar sus verdaderas prioridades” [7]. Un saldo paradojal de la administración Trump, cuyo lema de campaña en 2016 era “hacer grande a América de nuevo”, puede terminar siendo que, a pesar de sus intenciones, termine ayudando a Xi a concretar más rápido su “hacer grande a China de nuevo”, como han sostenido irónicamente algunos analistas.
Más de conjunto, el objetivo de “vender más” y “comprar menos” del resto del mundo, que fue un componente importante de las relaciones exteriores durante estos años, tuvo magros resultados. Por eso, el déficit comercial no cayó sino que siguió en aumento, excepto por una ligera caída en 2019 que se revirtió en 2020, año que va encaminado a un rojo récord.
En los demás terrenos no le fue mucho mejor, mientras que el camino alienó aliados y continuó debilitando la posición de EE. UU. Esto es resultado de inconsistencias iniciales del giro unilaterialista. Como sintetiza Claudio Katz:
La estrategia de Trump dependía de la disciplina de sus aliados (Australia, Arabia Saudita, Israel), la subordinación de sus socios (Europa, Japón) y la complacencia de un adversario (Rusia) para forzar la capitulación de otro (China). Pero el magnate no consiguió esos alineamientos y el consiguiente relanzamiento de la supremacía norteamericana falló desde el principio [8].
Si Trump se va, ¿regresa EE. UU. a ser “el país indispensable”?
La noción de que, en caso de que Trump resulte derrotado –y que efectivamente acepte la derrota–, tendremos un regreso a la normalidad, carece de sustento. No es que simplemente EE. UU. volverá a ocupar su lugar a la cabeza del “orden trasnacional liberal”, incluso si esto fuera lo que efectivamente se propusiera una hipótetica administración de Biden (lo cual no está para nada claro).
Las desconfianzas con los viejos aliados no se revierten con un cambio de administración, entre otras cosas porque no hicieron más que acentuar las profundas divergencias de intereses que vienen de larga data. El manejo de una política monetaria de impacto mundial con la mirada puesta en el PBI de EE. UU., intervenciones unilaterales como la de Irak o las disputas por el manejo de los efectos de la crisis de 2008 –especialmente las estrategias para lidiar con las crisis de deuda en la UE– ya habían puesto en evidencia que lo que es bueno para EE. UU. no necesariamente lo es para sus viejos aliados. Trump solo acentuó la magnitud de las divergencias, y le agregó la incertidumbre sobre el rol de EE. UU. Las alianzas “se basan en la confianza y predictibilidad, y es probable que ningún aliado vea a EE. UU. como lo veía antes. Las semillas de la duda están planteadas, si pasó una vez, puede ocurrir de vuelta. Es difícil reclamar el trono después de abdicar” [9].
Tampoco será fácil retomar el espacio ocupado por adversarios, en terrenos como el de Siria, donde Rusia aprovechó para avanzar. La guerra entre Armenia y Azerbaiyán, en la que juegan Turquía y Rusia, es otra muestra de los vacíos dejados por EE. UU. en su autoasignado rol de árbitro internacional.
Y con China, tampoco hay a la vista ninguna reversión al curso de conflicto. En suma, cualquier intento de regreso a un curso más multilateralista del imperialismo estará plagado de escollos. No sorprenden entonces los lamentos, por parte de los apologistas de este dominio imperialista “basado en reglas”, que fue próspero para el capital al precio de someter todo el planeta a la explotación de las multinacionales potenciando la polarización social y los desastres ambientales, de que puede haberse tratado, simplemente, de un interregno excepcional [10] dentro del curso de competencia exacerbada entre potencias y guerras, que van de la mano de choques más agudos entre las clases en cada país –algo a lo que la política de Trump también contribuyó a acicatear dentro del país agravando las tensiones políticas y sociales, de lo cual tuvimos una muestra reciente con las masivas movilizaciones que recorrieron todo EE. UU. como rechazo a los crímenes racistas–.
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