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Historia. El juicio a las Juntas en la transición

Este 9 de diciembre se cumplen 36 años de la sentencia final del juicio a las Juntas Militares que gobernaron el país, a partir del golpe cívico-militar de 1976.

Liliana O. Calo

Liliana O. Calo @LilianaOgCa

Jueves 9 de diciembre de 2021 00:00

Momento del Juicio a las Juntas. Toma la palabra del fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, a su lado el fiscal Julio César Strassera.

Momento del Juicio a las Juntas. Toma la palabra del fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo, a su lado el fiscal Julio César Strassera.

A modo de repaso, algunos apuntes de un juicio con escasos antecedentes no solo en el país sino a nivel mundial.

¿Cómo se llega al Juicio a las Juntas? No fue una decisión aislada. Se inicia apenas dos años de asumido Alfonsín, el 10 de diciembre de 1983 un momento atravesado de enormes tensiones políticas. La consolidación de la transición democrática en el país, a diferencia de otras experiencias latinoamericanas, implicó que las FFAA se vieran obligadas a dar cuenta del genocidio enfrentadas abiertamente al rechazo y la movilización popular que combinó formas de resistencia obrera (sobre todo desde finales de 1979 y alcanzó mayor expresión con el paro general en marzo de 1982) y la pelea de los organismos de DDHH. Por tanto, si para la crisis del régimen militar la derrota de Malvinas fue el hecho irreversible hacia la transición, la consolidación del nuevo régimen exigió responder a las demandas del movimiento democrático activado a poco del golpe, con las primeras cartas enviadas a Videla en 1976 por familiares y amigos de secuestrados y detenidos, que no dejaron de reclamar en la búsqueda por la verdad.

Ronda de las Madres de Plaza de Mayo, que comenzaron en 1977.

En ese camino de preparar un cambio del régimen político, los partidos patronales reunidos en la Multipartidaria (PJ, la UCR, el PI, el PDC y el MID) habían comenzado las negociaciones con el gobierno militar de Reynaldo Bignone (julio de 1982) adoptando una serie de medidas para salvar y dar credibilidad a una posible depuración de sus FFAA. Se acuerda el llamado a las elecciones para octubre de 1983. Para entonces las utopías hablaban el lenguaje de la democracia, en un clima de plena ebullición electoral, mítines y actos proselitistas movilizaban a miles en las calles. En ese contexto, en su intento de cerrar el tema de las “secuelas de la lucha antisubversiva”, el gobierno militar procuró imponer las condiciones de impunidad de su incorporación al nuevo régimen. En abril de 1983 presentó el “Documento final sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo” y la llamada ley de autoaministía (septiembre de 1983), con los que justificaba su accionar, reconociendo “errores y excesos” como “actos de servicio”, amparándose en que había sido pedido por el último gobierno constitucional de Isabel Perón (1975). Las voces de repudio a las FFAA no se hicieron esperar.

Jura de los integrantes de la primera Junta: el general Jorge Rafael Videla acompañado por el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti.

Ante estas medidas, el candidato presidencial peronista Italo Luder señalaba que sería tarea del Congreso tomar posición frente a la ley de autoamnistía militar, seguramente derogada, sembrando dudas sobre la posibilidad de hacerla reversible en sus efectos jurídicos. Alfonsín, por el contrario, adelantaba su futura derogación y nulidad. Es que el radicalismo leyó mejor las relaciones de fuerza. Ante el peso de la movilización social y la lucha democrática se vio forzado a optar por otro camino para la reconciliación. Uno que conjugó la condena ejemplificadora limitada a la cúpula de las FFAA, para salvar al conjunto de la institución, y la reparación simbólica a las víctimas sin apartarse nunca de la llamada “teoría de los dos demonios” que aceptaba que la “subversión” había puesto en peligro la seguridad del país, equiparando la acción de los grupos armados con el terrorismo de Estado en el uso de la violencia, para negar el objetivo real del golpe: aplastar el ascenso de la clase trabajadora y las tendencias hacia la insurgencia que desde el Cordobazo se vivían en el país, facilitando las condiciones para un nuevo modelo de acumulación. Recordemos que la gran mayoría de los 30 mil desaparecidos eran trabajadores asalariados y casi un tercio fabriles.

Aquella doctrina fue clave en la campaña electoral del alfonsinismo. Consagrado presidente, en su mensaje a la Asamblea legislativa de diciembre de 1983, Alfonsín declaraba: “El gobierno democrático se empeñará en esclarecer la situación de las personas desaparecidas. Esto no exime de tremendas responsabilidades al terrorismo subversivo, que debió haber sido combatido con los medios que la civilización actual pone en manos del Estado”. A los pocos días derogó la ley de autoamnistía y dio curso al procesamiento de los responsables por violaciones a los derechos humanos, incluyendo por decreto a los dirigentes sobrevivientes de las organizaciones armadas y a las tres primeras Juntas Militares sometidas a juicio por parte del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CONSUFA), dejando en manos de los militares la solución de las denuncias. Ante su absolución, el régimen se vio obligado, habilitando la apelación de la Cámara Federal, a iniciar el camino hacia el Juicio a las Juntas, un proceso de características históricas.

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Memorias del Juicio. Se inició el 22 de abril de 1985 y finalizó el 9 de diciembre de ese mismo año con la lectura del fallo transmitido por radio y televisión. A través de los cientos de testimonios y en la voz de los sobrevivientes, se expusieron ante millones las atrocidades de la dictadura. Tuvo lugar a través de audiencias orales y públicas contra los nueve miembros de las tres primeras Juntas, desde 1976 hasta 1982, excluyendo a la última presidida por Bignone. La Cámara Federal estuvo compuesta por los jueces Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Aráoz, Guillermo Ledesma y Andrés D’ Alessio, y los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo.

Los jueces del Tribunal -Jorge Edwin Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, Guillermo Ledesma, León Arslanián, Andrés D’Alessio y Jorge Valerga Aráoz- y los fiscales, Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo.

Los militares reivindicaron de punta a punta lo actuado apelando a la estrategia bélica. El almirante Rubén Oscar Franco, explicaba que debieron encarar “una guerra distinta a las guerras convencionales (...) en la cual el enemigo no tenía uniforme, no llevaba bandera, estaba mimetizado en la población” [Diario del Juicio, Año I, N° 1, Perfil] y por tanto había sido necesario desplegar una guerra acorde a esta modalidad, apelando al registro de lo logrado al evitar que la “subversión” se hiciera del poder. En el mismo sentido declaraba Massera, “No he venido a defenderme. Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa (...) ganamos la guerra de las armas y perdimos la guerra psicológica”, [Diario del Juicio, Año I, N° 20, Perfil] Dejaron en claro lo que era innegociable para las FFAA: la reivindicación de los objetivos del golpe y la exigencia de reconocimiento, más allá del fin del régimen militar, del rol jugado en la preservación del orden burgués.

El Juicio resultó aleccionador, por sí hacía falta, del rol de las dirigencias sindicales, las mismas que habían “entregado” a la clase obrera organizando las bandas de la Triple A. Los testimonios de Alberto Jorge Triaca o Ramón Baldassini (co-secretarios de la CGT) dijeron desconocer el tema de los secuestros o detenciones de dirigentes sindicales a excepción de los “mártires” Vandor, Rucci o Alonso “una serie de dirigentes sindicales que fueron asesinados y que aún está en nebulosa la necesaria investigación”, que según Triaca eran atribuibles a organizaciones de carácter subversivo. [Diario del Juicio, Año I, N° 1].

En cuanto al momento y las condiciones del Juicio, el relato de Mario César Villani (sobreviviente, ex trabajador del INTI) fue una muestra del temor con el que declararon muchos testigos, siendo que el personal militar y civil que había llevado adelante los procedimientos, torturas e interrogatorios estaba en libertad: “recibí una llamada telefónica en mi oficina”, declaraba Villani, “aproximadamente en el mes de julio de 1984, de una persona a quien le decían Luis, que había sido el encargado de mantener el control sobre los liberados. (...) Esta persona no me explicitó ninguna amenaza; la llamada ya implicaba una amenaza; yo había hecho declaraciones en la CONADEP y en distintos juzgados”. [Diario del Juicio, Año I, N° 5]. Sin embargo, fueron los organismos y familiares quienes con su lucha alentaron a dar voz a quienes ya no estaban, a dar fuerza y veracidad, contra todo negacionismo, a las miles de denuncias, habeas corpus y acciones realizadas ante el gobierno militar y organismos internacionales.

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El Juicio no se apartó de la doctrina del nuevo régimen, a partir de legitimar el enfrentamiento a la “subversión” dejando como “tributo” a la democracia la condena a la violencia política de los explotados. El fallo final y unánime fue su máxima expresión. Diego Galante en El juicio a las Juntas señala que “dedicó su primera parte a tematizar el ‘terrorismo’ y a contextualizar el clima político previo al golpe de Estado bajo los términos de una ‘guerra revolucionaria’, haciéndose eco de los argumentos de los militares, subrayando sin embargo, la manifiesta ‘antijuricidad’ de la respuesta escogida.” Como analiza Rosa D’Alesio acá, dejaba en claro que los acusados eran condenados por los “procedimientos clandestinos e ilegales”, entre ellos la detención ilegal (el delito con mayor número de penas), el homicidio y la tortura.

La reconstrucción histórica en términos políticos del enfrentamiento de clase fue reemplazada por la crítica a la metodología utilizada, cuando no fueron “errores ni excesos” sino los medios para derrotar a la vanguardia obrera y juvenil y lograr la instauración de un terror ejemplificador, una forma aleccionadora de disciplinamiento social, con miras a cualquier resistencia futura que cuestionara el orden capitalista.

El Juicio excluyó el tratamiento de la complicidad civil y eclesiástica. Y no fue azar. Las clases dominantes terminaron de aceptar “entregar” a las Juntas del “Proceso” si de ese modo cubrían sus espaldas, haciendo desaparecer a sus máximos beneficiarios. Así lo señala Alejandro Horowicz (Las dictaduras argentinas) “esa fue la función de esta justicia: probar que los masacradores y la política de la masacre eran antagónicos”. E incluso fue más allá, a pesar de toda la evidencia desconoció la existencia de algún tipo de coordinación, lo que facilitó la aplicación de penas individuales y por fuerza. Videla y Massera fueron condenados a prisión perpetua y Agosti, aunque integrante de la misma Junta, condenado a 4 años y 6 meses; Viola a 17 años de prisión, Lambruschini a 8; Omar Rubens Graffigna, Arturo Lami Dozo, Leopoldo Galtieri y Jorge Anaya resultaron absueltos. Cuando se conoció el fallo y las sentencias, la estrategia de salvataje de las FFAA encontró resistencia no solo de partidos de izquierda sino del movimiento de derechos humanos que mayormente no aceptó este paradigma de impunidad y reconciliación, que aún permanece viva en la lucha de estos sectores por el juicio y castigo a los genocidas.

Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, una de las marchas.

La promesa democrática. La democracia alfonsinista no solo no aseguró el bienestar prometido, “con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se cura y se educa“, sino que tampoco alteró alguno de los cambios estructurales que instauró la dictadura (tampoco los gobiernos que le sucedieron), e incluso ante la crisis hiperinflacionaria y social de final de su mandato, Alfonsín no dudó en reprimir los saqueos de 1989, sucesos que adelantarán el recambio menemista. El Juicio a las Juntas bajo su gobierno fue un paso fundamental, que debe ser reconstruido a la luz del conjunto de políticas del alfonsinismo. Fue una respuesta a la lucha democrática y social contra la dictadura, de carácter estratégico adoptado por los grupos dominantes para trasmitir confianza en que la institucionalidad de la democracia era capaz de asegurar el castigo a los responsables del genocidio, sin necesidad de participación o movilización popular. Esta ilusión terminaría de hacerse trizas en Semana Santa, cuando Alfonsín cedía abiertamente a las demandas militares por mayores cuotas de impunidad, otorgando las leyes de Punto Final (diciembre de 1986) y Obediencia Debida (1987).


Liliana O. Calo

Nació en la ciudad de Bs. As. Historiadora.

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