Aumentos de tarifas, pujas por subsidios y millones de usuarios que cada día sufren más las consecuencias de un transporte de mala calidad y caro. ¿Qué hay detrás de este panorama? Aquí queremos esbozar algunas reflexiones generales para aportar a entender el problema del transporte público de pasajeros en la actualidad y posibles soluciones desde una perspectiva de izquierda.
La organización del transporte en el Área Metropolitana de Buenos Aires ha estado en el foco de la política del gobierno de Milei. Desde la votación de la Ley Bases, que contiene la privatización de los trenes, hasta las modificaciones de las tarifas, que han sufrido enormes aumentos, como el colectivo a comienzos de año y más recientemente el Subte, que pasó a valer un 505% más de lo que salía. Mientras tanto los servicios han empeorado, circulando con menor frecuencia, sufriendo cada vez más desperfectos e incluso, con accidentes producto de la desfinanciación, como el ocurrido en el Tren San Martín hace algunas semanas. Tomar dos o tres colectivos se vuelve una decisión más consciente, porque terminamos gastando más de lo que es admisible para el sueldo que cobramos. De esta manera se vuelve una gran contradicción del capitalismo: necesita que los laburantes vayamos todos los días al trabajo pero no puede garantizar los medios para hacerlo.
Para entender cómo llegamos hasta aquí haremos un repaso por el esquema empresarial y la política de los últimos gobiernos sobre este tema. Pero consideramos necesario una primera reflexión más teórica-general sobre la cuestión del transporte en el capitalismo. A grandes rasgos, hay dos tipos de pensamiento predominantes sobre el transporte en el capitalismo, particularmente vinculado a los procesos de urbanización: aquel que se centra en la idea de que su mejor funcionamiento dependería de la libre oferta y demanda (es decir, que el sector privado abastezca de servicios en la medida en que haya una necesidad que lo pueda sustentar); y otra perspectiva según la cual el Estado debe regular la actividad privada pensando en algún tipo de planificación racional del funcionamiento urbano, cuestión sobre la que existen a su vez matices.
Ambas perspectivas, aunque diferentes, tienen problemas en sus puntos de partida. La idea de la “libre oferta y demanda” (como toda la teoría económica neoliberal) no sólo no se comprueba en ningún lugar del mundo (los principales países capitalistas son los que más subsidios entregan al transporte público) sino que presupone que ambos polos de la ecuación pueden abstraerse de una realidad más compleja: la demanda de transportes varía en función del resto de la actividad económica y a un ritmo mucho mayor del que puede dar respuesta “el mercado”. Además, la “oferta” no se da en el aire, sino que depende de una infraestructura urbana, de una red de abastecimiento de combustibles, de tendido eléctrico, que requiere inevitablemente de un nivel de planificación.
Por otra parte, la idea del Estado como “regulador”, oculta el hecho de que aquella intervención es una vía de “reproducción de las condiciones generales, urbanas, de la producción capitalista”. [1] Es decir: el capitalismo para funcionar requiere, entre sus puntos fundamentales, que los trabajadores vayan todos los días a sus lugares de trabajo. Cada fábrica, estructura productiva o de servicios, no garantizan eso individualmente (excepto casos específicos en los que la empresa tiene su propio transporte), sino que “delegan” esa tarea en el funcionamiento del transporte público. Parte de sus ganancias, de su plusvalía, depende de que aquella rueda “siga girando”. Por ende, la intervención estatal en este plano no es sólo una “regulación” que afecta a las empresas específicas que brindan el servicio del transporte (y que hacen negocios multimillonarios con los subsidios que reciben), sino que está vinculada a los negocios del conjunto de los capitalistas. La forma en que se hace más evidente esto es cuando hay paros de transporte: se para toda la actividad económica, mostrando la posición estratégica en la que se ubican las y los trabajadores de colectivos, trenes y subtes. Dicho esto, se puede comprender que pensar en regulaciones o planificaciones parciales sin una mirada de conjunto sobre la producción, distribución y consumo (que escapa a aquellas visiones estatistas) es limitado.
Estos elementos tienen consecuencias importantes para pensar una salida de izquierda y anticapitalista al problema. Por un lado, porque sin una planificación centralizada del sistema urbano, vinculada al conjunto de la producción, no es posible pensar en un servicio eficiente, que además funcione de forma armoniosa con el ambiente. Por otro, porque si queremos pelear por un transporte público de calidad y accesible, tiene que ser en el marco de una pelea más amplia por el “derecho a la ciudad”, por un servicio que no sea un subsidio indirecto a los capitalistas, sino parte de una sociedad en la que al tiempo de trabajo no haya que sumarle dos o tres horas de viaje diario, sino que la política urbana permita una planificación racional para reducir esos tiempos al mínimo indispensable. Pero también, que la movilidad sea un derecho no sólo para ir al trabajo, sino para vincularnos con el ocio.
Habiendo señalado esto, profundizaremos en cómo funciona en concreto el transporte en el AMBA.
Un poco de historia: transformaciones neoliberales en el transporte
Desde la década de los ‘90 [2], el gobierno neoliberal menemista buscó privatizar los servicios públicos estatales bajo el discurso de que estos eran ineficientes. Con la desregulación económica y financiera, se abría el país a la rapiña del mercado mundial y se sometía a las actividades económicas a la competencia. El Estado debía “dejarle al mercado” la administración de los bienes públicos. A principios de la década, comenzaron los procesos de privatización de servicios públicos: la luz, el gas, la telefonía, YPF, etc. El transporte metropolitano se privatizó y desreguló manteniendo la definición de “servicio público”. De esta manera en las últimas décadas se constituyó un sistema donde la mayoría de los transportes públicos se gestionan bajo prestación privada, en la forma jurídica de concesión, con subvención pública.
En primer lugar, podemos mencionar el sistema ferroviario. Bajo el argumento de la ineficiencia del transporte, la necesidad de sanear el déficit fiscal y mejorar la eficiencia del servicio, durante los ‘90 se desarticuló Ferrocarriles Argentinos y se creó FEMESA (Ferrocarriles Metropolitanos Sociedad Anónima), una empresa estatal que se encargó de realizar las concesiones y el traspaso a manos privadas del transporte ferroviario de pasajeros. A pesar de la enorme resistencia de los trabajadores con paros de más de 40 días, se terminaron clausurando miles de km de la red, dejando más de 600 pueblos aislados, anulando varios servicios de pasajeros y reduciendo el personal de trabajo (de 85000 a 20000 empleados aproximadamente). [3] En el caso del Subte se conformó la concesión del mismo para que éste pase a ser administrado completamente por manos privadas en 1994.
En segundo lugar, el autotransporte de pasajeros (como los colectivos) ya había sido otorgado a manos privadas entre 1955 y 1963 y se mantuvo con esta modalidad. Se sostuvieron ciertas regulaciones, como la fijación de precios por el Estado, pero se permitió otorgar servicios diferenciales o expresos desregulados con precios fijados por la empresa. También se permitió desregular el servicio nocturno (sin obligación de circular) y con tarifas diferenciales de 0 a 4 hs (Decreto n°656 - 1994).
Durante este período hubo un aumento del costo del transporte público no solo en valores absolutos, sino sobre todo en valores relativos: pasó a valer más en relación al costo de vida general. Esto ocurrió con casi todos los servicios públicos. Por tanto hubo una disminución de la cantidad de viajes realizados en relación al aumento poblacional en el AMBA. Por un lado, “en 1970 para una población de 8,9 millones de habitantes, se registran 17,4 millones de viajes diarios, mientras que en 1996 para una población de 12,2 millones se registra un total de 18,05 millones de viajes” [4] Es decir, un aumento muy pequeño para un crecimiento poblacional mucho mayor. A su vez, aumenta el trabajo como principal motivo de movilidad por sobre otros.
Paralelamente a esto, el Estado desarrolló políticas para favorecer el transporte privado de vehículos, con la modernización y ampliación de las autopistas. Con la disminución de los aranceles de importación de vehículos, partes y piezas, se generó una disminución del precio del automóvil particular. El incremento notorio de la tasa de motorización puso al descubierto cuestiones estructurales sobre el rol asignado en esta época al transporte público [5]. El transporte privado terminó reemplazando al transporte público en aquellos sectores que podían costearse un vehículo. Pero esto generó un empeoramiento del transporte público, porque la utilización del espacio público era el mismo: por ejemplo hay mayor congestión en las calles, disminuyendo la velocidad en que pueden circular los colectivos. Lo mismo ocurre con los lugares para estacionar, ya que dificultan la circulación de vehículos públicos. Esto, sin contar las desventajas ambientales y la contaminación auditiva del vehículo particular.
Volviendo al sistema de transporte de pasajeros, ¿Quién fue el principal beneficiario de este proceso durante la década menemista? La relación entre el Estado y las empresas mostró que el negocio estaba puesto al servicio de estos últimos. Durante todo el gobierno de Menem se crearon organismos de control pero sin mucha autoridad, muchos de ellos ineficaces y corruptos. Si bien se crea la Comisión Nacional de Regulación de Transporte (CNRT) en 1996, esta no termina implicando ningún rol serio de fiscalización del Estado sobre las empresas.
¿Podemos encontrar rupturas importantes para el período posterior a la convertibilidad? En un principio, el sistema en su estructura general no se modificó. Es decir, no hubo un cambio sustantivo en el sistema de gestión de transporte público en cuanto a quién se apropia de las ganancias, ni quién lo gestiona. No hubo un proceso de reconstrucción y reinversión en abrir las líneas ferroviarias cerradas y, con la Masacre de Once, donde murieron 51 personas, quedó al descubierto que ni el Estado ni las empresas estaban haciendo grandes desembolsos de dinero en las renovaciones para mejorar la calidad del servicio del transporte público.
Por otro lado, se profundizaron los traspasos a los distritos, tal fue el caso del Subte, perdiendo peso de negociación el Estado Nacional. Los empresarios que se enriquecieron durante la década de los 90 siguieron haciéndolo posteriormente: por ejemplo, el grupo Roggio siguió siendo el ganador de la concesión de subterráneos porteños. Además, participó de la UGOFE, el ferrocarril Belgrano Cargas y el tranvía de Puerto Madero junto a Ferrovías a través de la empresa Celeris. Sus operaciones incluyen la gestión de 2.500 kilómetros de rutas aproximadamente. También fue parte de la construcción de los accesos a la Ciudad de Buenos Aires, y de la autopista Santa Fe-Rosario. El 11 de julio de 2013, en virtud de la resolución Nro 278 del Ministerio de Infraestructura de la Provincia de Buenos Aires, AUBASA, asumió efectivamente la operación, mejora y mantenimiento de la autopista Buenos Aires-La Plata, y también la de Buenos Aires-Mar del Plata.
Si bien hubo un congelamiento de tarifas de los transportes, esto fue a costa de sostener las ganancias empresarias. Si miramos más de cerca quienes terminan adueñándose de gran parte de los servicios públicos del país son sectores burgueses que se apropian de estos negocios, adquiriendo porciones extraordinarias de renta estatal ya que no hacen reinversiones y se sostienen sobre el régimen de subsidio estatal.
¿Qué ocurre en la actualidad con el transporte público?
Hoy en Argentina la principal vía para movilizarse es el transporte automotor (colectivos). Solo tomando los datos del transporte automotor de pasajeros en el sector urbano [6], en enero de 2023 se movilizaron unos 93 millones de pasajeros en un recorrido que de conjunto abarcó 47 millones de kilómetros. Por su parte, el sector ferroviario, para octubre del mismo año, transportó unos 32 millones de pasajeros, concentrados centralmente en el AMBA. En esta región, la más poblada del país, diariamente se realizan cerca de 1.7 millones de viajes cortos, especialmente por motivos de trabajo. Además, cerca del 60% de los viajes interjurisdiccionales requieren al menos un transbordo, o sea, un cambio a otro medio de transporte tras un primer viaje.
Como hemos señalado, gran parte del sistema funciona mediante la concesión a empresas privadas que el Estado regula y a las cuales otorga subsidios. Este régimen, llamado “de compensaciones tarifarias al sistema de servicio público de transporte automotor de pasajeros” consiste en que el Estado les otorga a las empresas una suma de dinero de forma mensual como supuesta “compensación” por la diferencia entre el costo real del servicio y el precio de los boletos. Para calcular estos subsidios se hace una cuenta que incluye cuántos pasajeros transportan las empresas, cuántos kilómetros recorren las unidades y un estimado de los costos del funcionamiento (mantenimiento, combustible, renovación de las flotas, etc.). Una vez que se estiman los costos y los ingresos, se establece qué tipo de subsidio le corresponde a cada región, y de ahí a cada empresa según la cantidad de empleados.
Sin embargo, la contraprestación por parte de las empresas es un servicio deficiente, signado por la desinversión y la acumulación de “cajas oscuras” provenientes de los subsidios que muchas veces se otorgan de manera discrecional, sin datos transparentes y con maniobras financieras. De ahí que se haya sostenido que los subsidios son un “premio a la ineficiencia”. La definición es válida si consideramos que la calidad de los viajes es cada vez peor: en el AMBA los pasajeros gastan un promedio de 1,5 horas diarias para ir y volver del trabajo, en formaciones atestadas (y contabilizando decenas de accidentes fatales) mientras que en los últimos cuatro años el promedio de antigüedad de las flotas de colectivos subió de 4,9 a 5,7 años. Es decir: las empresas reciben subsidios que no invierten en la calidad del transporte. ¿A dónde y a quiénes va esa plata entonces?
Según datos del CNRT [7] entre 2019 y fines de 2023 el valor de los pasajes subió aproximadamente un 85%, bastante por debajo de la inflación. Sin embargo, la recaudación de las empresas de colectivos subió de $1.984 millones a $5.843,4 millones en el mismo periodo, lo que supone un aumento de 194,5% en términos nominales. Esto se explica porque de acuerdo con los cálculos oficiales, los subsidios del Gobierno cubren el 85,4% del total de gastos de las empresas, mientras que el restante 14,6% surge de la recaudación por la venta de boletos. Es decir, las ganancias de las empresas provinieron centralmente de los subsidios estatales.
Este escenario se completa con el hecho de que las empresas beneficiarias de ese sistema son un pequeño puñado que concentra gran parte del negocio. Las desregulaciones que mencionamos anteriormente, conllevaron a que todo intento por invertir en nuevas líneas o trayectos solo fuese posible para grupos concentrados con capacidad para fuertes inversiones iniciales, producto de su relación encadenada con otras empresas productoras de vehículos, aseguradoras y concesionarias. Las empresas pequeñas no pudieron seguir renovando sus flotas y fueron reabsorbidas, deviniendo en una concentración del mercado. Como se puede observar en el siguiente gráfico [8], mientras las empresas monolínea y multilínea (solo dedicadas al servicio de transporte) fueron disminuyendo en los últimos 20 años, los grupos empresarios (dedicados a varias actividades complementarias dentro del rubro del transporte) se mantuvieron estables.
A su vez, eso fue acompañado por una disminución general de la cantidad de empresas, pasando de 158 en 2000 en todo el AMBA, a solo 88 en 2019. Por otra parte, si consideramos a las 20 principales empresas en esa región durante aquel año, se observa que la empresa DOTA, perteneciente a los hermanos José y Ángel Faijá, conocidos como “emperadores” de los colectivos, concentra 56 de las 242 líneas de colectivo que gestionan esas empresas, seguida por La Nueva Metropol, con 26 líneas y MOQSA con 19. Solo entre estas tres empresas, obtuvieron unos 17 mil millones de pesos en subsidios en aquel año, de un total de 56 mil millones destinados a las principales 20 empresas del sector, es decir, un 30%. Esto implicó que en el año 2019 recibieran más de 3 millones de pesos en subsidios por coche, mientras que la recaudación fue de 2 millones de pesos cada uno.
A esto se suma que el grupo DOTA es de los que tienen mayor “integración vertical”, es decir que además del servicio directo, está vinculada a otras empresas que se “encadenan” con ese negocio: la aseguradora Argos (perteneciente al grupo Valore de origen mexicano) de la concesionaria MegaCar (que vende colectivos) y a la carrocería Todo Bus (que vende unidades completas y repuestos). Si tenemos en cuenta que para mediados de 2023 cada colectivo de la empresa recibía $ 2,8 millones por mes de subsidio, y que de esa unos $ 100.000 iban a seguros y otros $300 mil “para el resto de la gestión”, que incluía gastos de mantenimiento provistos por empresas de autopartes y carrocería (como Todo Bus), entendemos que parte del subsidio recibido va a parar a las otras empresas del mismo grupo. Estos “favores” del Estado a las ganancias del grupo empresario se completan con un modus operandi que los coloca a ambos lados del mostrador: por ejemplo, el abogado de la empresa es Marcelo Testoni, quien fue subsecretario de Transporte de la gestión de Carlos Ruckauf-Felipe Solá en la provincia de Buenos Aires, asegurando negociados que perduraron en el tiempo.
El derecho a la ciudad
Hoy en día, cuando el gobierno de Milei anunció el quite de los subsidios estatales y las empresas pretenden subir los precios como nunca, se vuelve indispensable defender el derecho a la movilidad peleando por un transporte público de calidad y barato. Peleas inmediatas como el boleto educativo, el freno del tarifazo y el sostenimiento de tarifas especiales para jubilados, tienen que ser la punta de lanza para un cuestionamiento al sistema de transportes de conjunto. No podemos dejar que avancen las privatizaciones del ferrocarril para profundizar el empeoramiento del transporte y que se encarezca. Es necesario unirnos los usuarios con los trabajadores para frenar la privatización de los trenes. Y para ello, tenemos que dar una pelea exigiendo a la burocracia sindical un plan de lucha escalonado para derrotar el plan de Milei.
Pero mientras peleamos por eso, tenemos que continuar discutiendo la perspectiva de conjunto. La movilidad es un derecho de las personas: poder trasladarse sin inconvenientes hacia los lugares que deseen por las razones que deseen. Si lo podemos comprender como una parte constitutiva de derechos, la lógica que debería regir para pensar el transporte público no puede ser la de la ganancia capitalista de unos pocos y un sistema deficiente y parasitario.
Esto implica, por ejemplo, no basar la oferta del transporte solamente en la demanda de la gente y las motivaciones laborales: hoy en día el transporte es radial, con rutas transversales hacia la CABA, en vez de unir, por ejemplo, distintos puntos del Conurbano. Debe tener un sistema de decisión centralizado y multimodal, es decir, que la gente tenga alternativas para desplazarse, para que los espacios de planeamiento del sistema urbano estén pensados conjuntamente para las necesidades de las mayorías.
A su vez, el servicio debe tener unidades que funcionen con buena frecuencia, que permita transportarse rápida y cómodamente. Para ello, es necesario repensar si las ganancias en calidad de subsidios que reciben las empresas del transporte no serían mejor invertidas en mayor infraestructura y nuevas líneas. Es necesario abrir los libros de contabilidad de estas empresas para que dejen de hacer negociados donde se enriquecen a causa de un servicio deficiente. Como el Estado no investiga esta situación, deberán hacerlo los propios trabajadores y usuarios. Si fueran los trabajadores del transporte, en confluencia con los usuarios, los que organizaran y administraran el sistema, este podría estar puesto al servicio de las grandes mayorías para que estas puedan ahorrar tiempo en su jornada laboral, pero a la vez, trasladarse no sólo por trabajo sino también por ocio o para visitar familiares, pasear, etc. Para ello, sería necesario centralizar y unificar el transporte público y expropiar a las principales empresas, que ya tuvieron más que cuantiosas ganancias desde los ‘90. La única salida real a esta situación es una empresa estatal única bajo gestión obrera y con participación y control de los de usuarios que establezca una verdadera planificación del sistema de transporte. Desde ya, esto implica atacar los negocios de los capitalistas y emprender una lucha más general por discutir cómo, quién y para qué se produce en nuestras sociedades.
Partir de ese cuestionamiento a la sacrosanta propiedad privada (que defienden desde los distintos partidos capitalistas), permite despertar la imaginación sobre las posibilidades y necesidades que tenemos para habitar en la ciudad de otra manera. Para evitar la amplia congestión en las calles del transporte público, es necesario abordar la cuestión del uso del automóvil particular, que ha sido una tendencia que se profundizó en los ’90 y que termina siendo una alternativa al transporte público deficiente y con poca inversión. Esto profundiza la desigualdad social: no todos pueden acceder a comprar un vehículo (y cada vez menos). Es cierto que mucha gente utiliza el vehículo porque debe trasladarse a zonas más periféricas por los disparatados precios de los alquileres céntricos. Por eso una planificación racional del transporte no puede escindirse de una planificación urbana de conjunto. Pero tampoco podemos dejar de mencionar que los vehículos privados implican externalidades negativas, para la sociedad en su conjunto. No solo por la contaminación ambiental y auditiva del vehículo, sino también porque congestiona mucho más las calles y la capacidad de transporte es alrededor de una persona y media por vehículo.
Es necesario desalentar el uso de vehículo privado y fortalecer el transporte público, el uso de bicicletas (con una red de bicisenda coherente), la construcción de mayores carriles exclusivos y la prohibición de zonas de estacionamiento donde haya amplia circulación de colectivos. Por supuesto, estas medidas deben ser graduales y para que ocurran, deberá mejorar cualitativamente el transporte público y ser la mejor y más apta alternativa para que la sociedad pueda movilizarse bien, sin problemas y con comodidad. Bien lejos debe quedar el intento de subirse al subte a las 8:30 de la mañana y terminar más alienado en el viaje que en una jornada de trabajo.
Pero como mencionamos anteriormente, el transporte público está intrínsecamente conectado con otras importantes variables. El derecho a la movilidad se interrelaciona con el derecho a una vivienda y al ocio y se vincula con el derecho al trabajo y a la ciudad. Es difícil pensar en un sistema de transporte público para las mayorías sin tener en cuenta estas otras problemáticas sociales. Argentina podría dispersar mucho más la población si ésta tuviera buenos mecanismos de transporte, disminuyendo los tiempos de viaje. Si las actividades productivas estuvieran organizadas para el beneficio de la población y no sólo de unos pocos, podría haber una mayor dispersión de actividades con fortalecimiento de las economías regionales. Hoy la economía está organizada en base al extractivismo y a un modelo exportador que concentra gran parte de la población y circulación de mercancías en algunas ciudades y en los puertos, lo que se llamó el “país abanico”, expresión del atraso y la dependencia de nuestra economía. La subordinación al imperialismo y a los planes del FMI son una barrera a superar para cualquier replanteo de este problema. A su vez, no puede pensarse un sistema de transporte sustentable y racional en el marco de una economía signada por la anarquía capitalista, que incluye jornadas de trabajo cada vez más extensas (y por ende mayor circulación urbana) mientras hay gente sin empleo.
La pelea por esta perspectiva puede tener la potencialidad estratégica de unir distintas luchas. Medidas como repartir las horas de trabajo entre ocupados y desocupados, con un salario igual a la canasta familiar y sin reducción del sueldo, podría entrelazar las luchas por el empleo y el transporte de calidad. Las peleas ambientales por una relación armónica con la naturaleza se podrían entrelazar con las luchas por el boleto educativo. A su vez, la lucha de los trabajadores del subte, de los colectivos y trenes contra las privatizaciones y ataques al sector, pueden ser claves por su posición estratégica en la economía para darle fuerza a otros sectores de trabajadores que hoy pelean por mejores condiciones salariales, de vivienda, y por tener tiempo libre. Claro está, por lo que hemos explicado, que para encarar en unidad estas luchas hay que invertir las prioridades: dejar de “preocuparse” por las ganancias empresariales para pensar como ganar nuestro verdadero derecho a la ciudad. Un derecho que no se conseguirá mientras exista este sistema irracional, sino cuando seamos las y los trabajadores, desde una perspectiva socialista y anticapitalista, los que demos vuelta todo para organizar la sociedad sobre otras bases.
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