Las elecciones de medio término arrojaron un resultado mixto. Republicanos y demócratas se consideran dueños de una parte de la victoria, y en cierto sentido, fue así. El partido demócrata se quedó con uno de los premios mayores, la Cámara de Representantes, además de varias legislaturas locales y gobernaciones, incluidas algunas emblemáticamente conservadoras, como Kansas.
Visto desde el otro lado de la grieta, los republicanos se quedaron con el Senado –en verdad nunca estuvo en juego en esta elección– ampliando la mayoría a 51 senadores contra 46 demócratas, y ganaron elecciones muy disputadas como la de Texas, Ohio y Florida.
Pero en tiempos de crisis política y polarización no hay división salomónica del poder, ni siquiera para un bipartidismo resiliente como el norteamericano. A la hora de definir ganadores y perdedores del 6 de noviembre, el presidente Trump está en el bando de los losers y aún nadie se anima a responder si habrá 2020 para el actual presidente.
El partido republicano resignó el monopolio del poder político y ahora vienen por delante dos años de “gobierno dividido”. Todavía no está claro qué significará concretamente, pero anticipa tormentas políticas. El gobierno de Trump tiene las características de un bonapartismo presidencialista, que ha tendido a abusar de las “órdenes ejecutivas” y quizás siga haciéndolo, pero difícilmente pueda ignorar el Congreso. Por su parte, los demócratas tuvieron un discurso conciliador para garantizar la gobernabilidad pero es altamente probable que recurran a su nuevo poder parlamentario para perseguir una guerra de desgaste contra Trump. Lo más novedoso es que en este contexto de divisiones en la clase dominante y en el aparato estatal, es que está despertando a la vida política una nueva generación que gira a izquierda.
A continuación siguen algunas de las claves para analizar la elección y el panorama que viene.
Un sistema antidemocrático que distorsiona
El presidente Trump transformó las elecciones legislativas en un referéndum sobre su gobierno –“hagan de cuenta que estoy en la boleta” dijo en un acto de campaña–, y a juzgar por las cifras, recibió un repudio monumental en las urnas, aunque este rechazo no se tradujo en la superestructura.
Si en 2016 Trump había perdido el voto popular con Hillary Clinton por 2 millones de votos, y menos de 80.000 votos lo transformaron en presidente en el colegio electoral, en las elecciones para senadores de 2018 esta diferencia se amplió a 12 millones a favor de los demócratas (44,7 millones para los candidatos a senadores demócratas contra 32,9 millones para republicanos según el sitio FiveThirtyEight).
Hay varias explicaciones “técnicas” para este resultado paradójico de que los que pierden en las urnas ganan en bancas. Una es que este año la renovación favoreció exageradamente a los republicanos, que defendían solo 9 bancas comparadas con 26 demócratas. Otra es que los candidatos del partido demócrata, que tiene más peso en las grandes ciudades, recibieron obviamente más votos por banca.
Pero la explicación de fondo es el carácter aristocrático y antidemocrático del sistema de “check and balances” ideado por los Padres Fundadores, que entre otras cosas, establece al Senado como un poder “contra mayoritario” [1], que al darle a cada uno de los 50 estados dos senadores, neutraliza el carácter más representativo de la cámara baja a favor del territorio. Esto significa que California con 40 millones de habitantes (casi una Argentina) tiene la misma representación en el Senado que Wyoming que tiene una población de 580.000.
La distorsión es evidente, y se agudiza porque va a contramano de las tendencias demográficas que indican que la población es cada vez más urbana y menos blanca.
La foto habla por sí misma. Mientras que el Congreso es el más “diverso” de la historia –femenino, no blanco y joven–, donde se destaca la llegada de varios “primeras” (primera mujer musulmana, la primera mujer negra de Massachusetts, la primera mujer nativa y sigue la lista), el Senado sigue siendo excesivamente masculino y blanco.
Si a esto se suma que la participación electoral está lejos del 50 %, y que muchos de los registrados, en particular de minorías no blancas, no consiguen votar por manipulaciones varias, la conclusión es que se trata de un sistema con una base social estrecha, y por lo tanto, con una creciente deslegitimación, lo que en gran medida explica también las tendencias al cesarismo.
Esta vez, no fue la economía
Más allá de los discursos y los gestos triunfalistas de Trump, la gran preocupación para los conservadores es que los resultados de la elección son aún más mediocres cuando se leen a la luz de los índices favorables de la economía. Se mantiene un crecimiento no descollante pero aceptable del PBI y la tasa de desocupación está a niveles históricamente bajos. Sin embargo, el presidente no logró que los electores unan estos índices con sus políticas económicas: la baja de impuestos, la desregulación, la reformulación de tratados comerciales como el NAFTA y las guerras comerciales con China y en menor medida la UE. Esto en parte porque en verdad la recuperación después de la Gran Recesión de 2008 ya lleva muchos años y es anterior a Trump, pero sobre todo porque no ha mejorado sustancialmente el nivel de vida de la gran mayoría de los trabajadores. El recorte de impuestos es un blanco fácil para los que denuncian que es un regalo para los ricos y las corporaciones. Las cifras del empleo ocultan que hay al menos 5 o 7 millones de trabajadores que han salido de la fuerza laboral durante la última década y que no buscan trabajo, por lo que no figuran en las estadísticas del desempleo. A eso se suma unos 22 millones de subempleados, que involuntariamente tienen empleo part time; el salario creció pero también creció la inflación, por lo que no ha salido del estancamiento de las últimas cuatro décadas.
Esta percepción de que la economía mejora pero la situación de los trabajadores no, llevó a una oleada de luchas en diversos gremios, en particular, le dio impulso a la campaña por el salario mínimo de 15 dólares la hora, que ya se ha votado en varios estados.
Ni Trump (ni tampoco los demócratas) hicieron eje en la situación económica en la campaña. El presidente prefirió agitar discurso de odio contra los inmigrantes y las minorías, y los demócratas hicieron eje en el voto útil anti Trump, como si ejercer control sobre su poder fuera suficiente. Pero esto podría cambiar ante la posibilidad de que la tendencia se revierta o incluso ocurriera una recesión en el próximo período, como vienen pronosticando la mayoría de los economistas.
Polarización y tendencias a la crisis orgánica
Las elecciones expresaron, quizás con menos distorsión, que se ha profundizado la polarización política y social que se ha venido incubando en las últimas décadas y que ha irrumpido como consecuencia de la Gran Recesión. La crisis de los partidos tradicionales, o en el caso de Estados Unidos, del consenso bipartidista neoliberal, y la tendencia a los extremos, es el fenómeno político internacional más dinámico de los últimos años con consecuencias en los sistemas políticos y en las relaciones interestatales, cuyo alcance aún no se puede determinar con exactitud pero que indican que el consenso globalizador es cosa del pasado. En síntesis, que la crisis de 2008 ha abierto tendencias a la crisis orgánica –o crisis orgánicas plenas– en varios países, incluyendo los países centrales. Esto da como resultado gobiernos bonapartistas débiles que surgen de las divisiones en la sociedad, en la clase dominante y en el aparato estatal.
El gobierno de Trump es un intento de solución cesarista a esta crisis, un gobierno bonapartista débil, no hegemónico e inestable, como muestran las infinitas conspiraciones e intrigas que caracterizan la Casa Blanca [2], el enfrentamiento entre las agencias de inteligencia y seguridad como el FBI y la CIA con el Ejecutivo, del que el “Rusiagate” es el ejemplo más saliente.
El futuro de la izquierda
Por último, el fenómeno más novedoso que pusieron de relieve las elecciones es el despertar a la vida política de una nueva generación que fue la que hizo la campaña de Bernie Sanders, y que nutre las marchas del movimiento de mujeres, de los jóvenes contra la libre portación de armas, en apoyo a los inmigrantes, por la suba del salario mínimo y otras luchas progresivas. Y que en gran medida actúan como un caja de resonancia que amplifica el estado de ánimo de amplios sectores de trabajadores, jóvenes precarizados, estudiantes endeudados, mujeres, afroamericanos, latinos, LGTB y en general, los sectores estigmatizados por la virulencia de Trump y la alt right. Esta tendencia tiene efectos benéficos internacionales, y constituye de hecho una especie de “anti Bolsonaro”.
Según varias encuestas [3], los millennials tienen mayoritariamente una visión positiva del socialismo y negativa del capitalismo, que se hace más pronunciada en el segmento de 18 a 29 años.
El emergente de este proceso de incipiente radicalización política, o quizás más precisamente de giro a la izquierda, es el crecimiento geométrico del Democratic Socialist of America (DSA), un partido que se dice socialista pero que sostiene en los hechos una estrategia reformista, que pasó de 5.000 a 50.000 militantes en los dos años de la presidencia de Trump y que contará con dos congresistas en la Cámara Baja, una de ellas es Alexandria Ocasio Cortez, la joven de origen latino que hasta hace apenas un año trabajaba de camarera. La estrategia de esta organización es formar un “caucus socialista” usando “tácticamente” al partido demócrata [4].
No será la primera vez en la historia que a una izquierda que surge de los movimientos sociales se propone utilizar para sus propios fines al partido demócrata y termina siendo cooptada por este partido que barniza con progresismo su rol de garante de los intereses de Wall Street y la burguesía imperialista. En un ensayo titulado Why America Needs the Left [5], el autor hace el balance de tres momentos históricos del surgimiento de una izquierda radicalizada: la izquierda abolicionista, el movimiento obrero de la década de 1930 con el surgimiento de la CIO, y la izquierda del movimiento de los derechos civiles y la lucha contra la guerra de Vietnam. Pero su conclusión es que hace falta un gran movimiento en las calles, las fábricas y las universidades que amenace el orden constituido para presionar al partido demócrata y obligarlo a adoptar políticas más de izquierda, aunque estas conquistas se puedan perder en momentos de retroceso como el neoliberalismo. Lo más interesante de la situación actual para los revolucionarios es que se ha reabierto el debate estratégico para superar esta experiencia histórica.
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