Para buena parte del establishment político bipartidista y de la clase capitalista estadounidense hay mucho en juego en las elecciones del próximo martes 3 de noviembre, que son planteadas quizás como más decisivas que las de 2016. Por solo mencionar algún ejemplo, Eliot Cohen, ex asesor de Condolezza Rice durante el gobierno de George W. Bush, planteó en la última semana en Foreign Affairs que un triunfo de Donald Trump que le otorgue la reelección marcaría ni más ni menos que “el final del poder norteamericano” [1]. Similar dramatismo vemos replicado en algunos analistas locales inclinados por el triunfo del demócrata Joe Biden [2].
En la mirada de estos sectores, entre los que se ubican las firmas capitalistas más globalizadas de Estados Unidos y que durante las últimas décadas estuvieron entre las más dinámicas en materia de rentabilidad y acumulación de capital, cuatro años más de Trump podrían traer mayor ruptura de alianzas históricas y un daño a los lineamientos en los cuales se apoyó el dominio norteamericano desde la II Guerra Mundial. Una potencia todavía poderosa, pero más aislada, es el temor que quieren conjurar con un triunfo de Biden.
Los “cisnes negros” de 2020
Trump llegó al gobierno como resultado de los efectos devastadores que la Gran Recesión de 2008-2010 tuvo sobre amplios sectores de la sociedad norteamericana, y aunque para 2016 la economía nacional exhibía 6 años de una recuperación que para buena parte de la clase trabajadora había llegado apenas a cuentagotas, termina sin embargo sus primeros cuatro años en medio de una crisis aun peor y que tiene múltiples dimensiones.
A comienzos de 2020, todo indicaba que el magnate caminaba tranquilo hacia la reelección, ayudado por la continuidad del crecimiento económico durante los primeros tres años de su mandato. Esto ocurrió porque continuó beneficiándose durante sus cuatro años de gobierno de las mismas políticas de laxitud monetaria que la Reserva Federal (Fed), el banco central de EE. UU., ha sostenido de forma casi continua desde 2008. Cuando la Fed empezó a desarmar esa laxitud en 2018 subiendo las tasas de interés, Trump presionó de manera desembozada a Jerome Powell, titular de la institución, para revertir ese cambio de curso, cosa que logró finalmente a finales de ese año, volviendo durante 2019 la baja de tasas. A este estímulo Trump le agregó un tentador recorte de impuestos para las firmas multinacionales que repatriaran capitales, lo cual atrajo cientos de miles de millones de dólares que, lejos de invertirse en “fierros” (es decir, emprendimientos productivos), fueron a apostar en la bolsa o a repartirse entre los accionistas.
La perspectiva de reelección muy probable se daba a pesar del descontrolado sistema de gobierno que caracterizó a su administración, que queda reflejado ya desde los títulos de algunos de los libros que más repercusión tuvieron entre los que se publicaron sobre la vida interna en la Casa Blanca durante estos años [3]. Tampoco parecía hacer mella en la base de Trump la falta de resultados palpables significativos que mostró el intento de hacer concreto su proclamado “América Primero”. La “guerra comercial” con China no arrojó resultados perceptibles; su promesa de abandonar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA en inglés), el más importante que tiene EE. UU. con Canadá y México, terminó reemplazada por una renegociación del mismo en la cual Canadá y México le hicieron varias concesiones, pero que mantiene los lineamientos de apertura comercial que Trump había prometido abandonar. La noción con la que Trump había hecho campaña, de que una política que defendiera más agresivamente los “intereses” de EE. UU. haría que regresen los trabajos que las empresas habían “exportado” a otros países, quedó en casi nada. Apenas si hubo en estos años un par anuncios rimbombantes de empresas que prometieron crear nuevos empleos. Así y todo, la reelección parecía posible.
El Covid cambió todo el escenario. El (des)manejo de la crisis sanitaria, que incluyó “reacción tardía, la falta de coordinación entre el gobierno federal y las autoridades de los estados y municipios, el hostigamiento a los gobernadores demócratas que dispusieron aislamientos sociales y el aliento a la militancia anticuarentena” [4], lo que se suma a un sistema de salud que excluye a decenas de millones de personas, llevó a EE. UU. a tener 200.000 muertes por coronavirus, que superan las ocasionadas por la suma de las últimas cinco guerras que libró la potencia imperialista.
La debacle económica, que mostró durante la primera mitad de este año números escalofriantes no vistos desde la Gran Depresión que siguió al crack de 1929, tuvo devastadoras consecuencias que barrieron con la narrativa de “éxito económico” que había construido Trump.
A pesar del paquete económico de emergencia sin precedentes implementado por la administración, que alcanzó el 13,2 % del PBI, y del cual la abrumadora mayoría fue a los bolsillos de las grandes empresas cuyas acciones se recuperaron como nunca, decenas de millones se vieron empujados a la desocupación. La tasa de desempleo llegó al 14,7 % en abril, aunque posteriormente esta disminuyó hasta 7,9 % en septiembre; esta “recuperación” se debe en parte a que, desde abril, 4,4 millones de personas de las 164,5 millones que integraban la fuerza de trabajo activa dejaron directamente de buscar empleo. Hoy son 160,1 millones quienes tienen empleo o lo buscan. Por eso, en la opinión de Joe Brusuelas, de la consultora RSM, “la ‘tasa real de desempleo’ se encuentra más bien alrededor de 11 o 12 %”. Si bien los últimos números hablan de una economía creciendo 7,4 % en el tercer trimestre, dejando atrás parte del desplome previo, al mismo tiempo se evidencian nuevas señales de freno como resultado de los cierres a los que obligan los rebrotes del Covid.
En este contexto, el asesinato de George Floyd el 25 de mayo a manos de la policía desató masivas movilizaciones en todo el país contra la violencia racial y policial que alcanzaron una escala no vista en décadas, abriendo una situación convulsionada. Mientras tanto Trump como Biden realizaron cada uno su utilización electoral de estas movilizaciones, la situación nunca terminó de cerrarse, como volvió a mostrarse en la última semana con un nuevo asesinato de las fuerzas policiales de un joven afroamericano, William Wallace, lo que llevó a un nuevo estallido de movilizaciones y enfrentamientos con la policía.
Esta “tormenta perfecta” hace que Trump llegue al 3 de noviembre con casi todas las encuestas en su contra. Aunque la elección podría no definirse este martes si se abre toda una serie de batallas judiciales en estados clave, como ya anticipan la mayor parte de los analistas que ocurrirá salvo que la ventaja en favor de Biden sea abrumadora.
La “ilusión” de recuperar la hegemonía estadounidense
En 2016, Trump ganó las elecciones planteando, bajo el lema “América primero”, una drástica reorientación en la política norteamericana. El núcleo central de su planteo, que ya estaba presente en sectores políticos –sobre todo republicanos– pero que él extremó, es que la “gobernanza global” a través de organizaciones como el G7 o el G20, que se apoya en alianzas con otras potencias y la integración de algunos países dependientes con el objetivo de impulsar políticas que resguardan los intereses capitalistas, y que se forjó básicamente por impulso de EE. UU. y por imposición a los países dependientes y semicoloniales, no actúa en beneficio de EE. UU. En el centro de su rechazo se ubicaron la Organización Mundial del Comercio –que se volvió irrelevante– y los tratados de libre comercio multilaterales, y repudió el Acuerdo Climático de París. También apuntó desde el minuto uno de su gobierno contra la OTAN, alianza militar con otras potencias, a las cuales exigió que aportaran más fondos para sostenerla bajo amenaza de abandonarla.
Algunos autores, como Gabriel Merino, señalan la existencia de un quiebre en la clase dominante norteamericana –y centralmente en el personal político y militar– entre sectores “globalistas” y “americanistas”, cuyos orígenes se remontan a 1999-2001 –una reacción contra el avance “globalista” durante los años de Bill Clinton marcados por el triunfalismo pos Guerra Fría–, pero que se profundizó durante la segunda década del milenio aupada por el “creciente malestar popular anti-establishment” [5]. La base de esta ruptura remite a la evidencia de que EE. UU. se encuentra en una “pérdida de poder relativo en el escenario mundial”, agravada después de la crisis de 2008-2010, ante la cual las respuestas de ambas alas no fueron capaces de dar ninguna respuesta que evitara el continuo agravamiento, manteniendo así un “empate hegemónico entre fuerzas dominantes de los Estados Unidos que se expresa en profundas polarizaciones en torno a todos los temas que hacen a las construcción de un proyecto político estratégico” [6]. En el gobierno de Trump, este enfrentamiento se hizo manifiesto en las dificultades que enfrentó al momento de traducir su “América primero” en un programa consistente. Esto no solo responde a las dificultades intrínsecas para hacer coherente un proyecto que se reivindica aislacionista en la principal potencia mundial, sino al hecho de que se enfrentó desde el primer momento con la hostilidad de los sectores más gravitantes de la clase capitalista norteamericana a cualquier intento de atacar la integración económica internacional que les permitió valorizar su capital a ritmos elevados durante las últimas décadas.
Así y todo, si lo juzgamos por lo que dicen algunos expertos de política exterior, los daños que causó Trump y los que podría ocasionar en cuatro años más de gobierno podrían ser irreparables. Para el ya citado Cohen, si Trump volviera a imponerse el 3 de noviembre (o por decisión judicial en las semanas siguientes), EE. UU. le estaría mostrando al mundo “que se rindió en sus aspiraciones por el liderazgo global y abandonó cualquier noción de propósito moral en la escena internacional” [7]. Es llamativo que el autor no objeta centralmente los lineamientos de política de la administración de Trump, sintetizados en el “América primero”, más allá de que no los comparte. Su blanco principal, y lo que señala como mayor amenaza, está en el “estilo” de Trump, manifestado en “su enfoque errático del liderazgo, su desdén por los aliados, su estimación por los dictadores”; en este estilo encuentra Cohen la razón mayor del creciente aislamiento de EE. UU. en la arena internacional.
En una vena similar, en la misma publicación, Kori Schake considera que si Trump es reelecto, la revalidación de su “América Primero” tendrá severas consecuencias. “El enfoque egoísta de la política exterior de la administración Trump, si se mantiene, empujará a otras potencias a forjar nuevas alianzas”. El presidente “y los líderes republicanos que lo apoyen deberán hacerse responsables de lo que han forjado: un nuevo orden que excluye a los EE. UU” [8]. Este nuevo orden “posamericano” no es algo hipotético, sostiene Schake, sino que numerosos indicadores ponen de manifiesto que ya está forjándose: “los adversarios de EE. UU. y los aliados más cercados están actuando para disminuir su hegemonía y crear un orden a sus expensas” [9]. Menciona la creación de un “petro-yuan”, que apunta a la realización de transacciones de crudo esquivando al dólar; también, al desarrollo por parte de India y Rusia de sistemas de pago que evitan la zona del dólar; lo mismo que están haciendo los aliados europeos de EE. UU. “Cuando EE. UU. se retiró del Acuerdo Trans-Pacífico, Australia, Canadá y Japón pusieron en vigor el tratado sin él” [10]. Concluye que, si los republicanos no repudian a Trump y su “América primero” en estas elecciones, este país “se encontrará no simplemente solo, sino que se enfrentará a un orden internacional que se protege de la influencia de Estados Unidos y que es indiferente a los intereses de Estados Unidos” [11].
Hay otras miradas que son algo más pesimistas sobre la posibilidad de cambiar el curso. Es el caso de Andrew Bacevich, otro influyente pensador de la política exterior norteamericana. El autor, que acaba de publicar el libro La era de las ilusiones. Cómo EE. UU. malgastó su victoria en la Guerra Fría, participó de una conversación organizada por la Universidad Torcuato Di Tella donde dio su visión del panorama norteamericano. En su opinión, el período 1989-2016 fue la época en la que “la hegemonía de EE. UU. parecía posible”, es decir esa “época de ilusiones” a la que se refiere su título. La administración Trump simplemente terminó de destrozar este espejismo, pero ya hacía tiempo que EE. UU. había malgastado las ventajas que le otorgó el triunfo sobre la URSS. El “mal uso” del poder militar fue la principal razón para este deterioro, es decir, sostiene Bacevich, la utilización del mismo para fines que fueran más allá de la defensa.
Bacevich comparte en buena parte la evaluación sobre el período de Trump. En su opinión en 2016, cuando Trump ganó las elecciones, “llegó el momento de explicar en qué consiste el ‘América primero’ en términos prácticos. Y resultó ser que no significa casi nada. Es posible, creo, construir una política exterior de principios que provenga del América Primero. Pero Trump no es un hombre de principios”. Lo que tuvimos, “no fue una política orientada en el ‘América primero’, sino una política que no es política”. Tuvimos “impulsos, acciones contradictorias, tormenta de tweets, pero no hay un patrón consistente que explique lo que EE. UU. está tratando de hacer en el mundo con él como presidente”.
Pero la idea de que la política exterior pueda enderezarse si Biden ganara no parece muy fundada, en opinión de Bacevich: “No hay nada en Biden que sugiera que es particularmente audaz o creativo”. Nada indica que vaya a recoger el guante de “repensar el rol de EE. UU. en el mundo de una forma fundamental”. La “ilusión” de reconstruir la hegemonía cambiando el curso de tensión con algunos aliados que tuvo Trump, se probará como nada más que eso.
Como sosteníamos en un artículo reciente no puede afirmarse, cuando está a punto de finalizar el mandato del magnate neoyorquino, que su administración haya significado, en el terreno de las relaciones económicas y políticas con el resto del mundo, la ruptura abrupta que los pronósticos más agoreros de sectores del establishment norteamericano anunciaban. Así y todo, sí puede afirmarse que Trump aceleró numerosas tendencias que ya podíamos observar previamente, y profundizó la situación de desorden mundial, y en ese sentido su administración marcó un punto de inflexión. Pero las dificultades en la capacidad de EE. UU. para asegurar su dominio sin desafíos severos, que preocupan a buena parte de los ideólogos de la política exterior de EE. UU., es algo que precede a la presidencia de Trump. Sin duda, la estrategia que su administración se dio para encararlos –de forma no del todo coherente– resultó en muchos terrenos contraproducente para sus objetivos enunciados en el “América Primero”, e incluso benefició en ocasiones a los adversarios –como ocurrió con el abandono del Tratado Transpacífico que buscaba organizar un gran acuerdo de integración económica que excluía a China para marcarle la cancha–.
Pero la idea de que, en caso de que Trump resulte derrotado –y que efectivamente acepte la derrota–, tendremos un regreso a la “normalidad”, carece de sustento. El desafío de China seguirá marcando la agenda cualquiera sea el color de la administración, y para numerosos analistas incluye hipótesis de guerra como un escenario próximo que no resulta para nada descabellado [12]. Tampoco hay ningún camino fácil para regenerar las alianzas –que no solo se deterioraron por el unilateralismo de Trump sino por el debilitamiento del poder de EE. UU., aunque siga siendo la principal potencia– ni para poner en caja a países que desafían el dispositivo de poder de EE. UU. y gararon terreno en zonas sensibles, como Rusia o Turquía. El panorama de “competencia entre grandes potencias” que identifican los documentos de defensa de EE. UU., difícilmente se modifique con una nueva administración demócrata [13]. También, evalúa Merino, “la fractura y el empantanamiento continuarán, a la vez que seguirá creciendo el malestar de las clases populares estadounidenses y el sentimiento anti-establishment” [14].
No hay “mal menor” para América Latina
Desde el punto de vista de América Latina, Trump dio hace unos meses la última muestra de que, para esta administración, la Doctrina Monroe –América para los (norte)americanos– no ha perdido vigencia. La designación de un estadounidense, Mauricio Claver Carone, al frente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que desde su fundación –a instancias del propio EE. UU.– había estado presidido por latinoamericanos –sin dejar de seguir por ello los lineamientos imperialistas–, mostró hasta qué niveles el magnate está dispuesto a saltearse incluso las formalidades que adornen la primacía yanqui en la región. Claver Carone fue el mismo que se retiró de Argentina sin saludar a Alberto Fernández el día que asumió como presidente, por el hecho de que el país había invitado a una delegación venezolana a la ceremonia de asunción. También es el que reconoció abiertamente, meses atrás, que Trump presionó para que el FMI se salteara todas las formalidades y otorgara a Mauricio Macri un generoso préstamo, en 2018, para ganar las elecciones. Durante el mandato de Trump se endureció la relación con Cuba, después de la distención impulsada durante el mandato de Obama –con miras a favorecer la restauración capitalista en la isla–. Trump también apoyó a la oposición golpista de Venezuela nucleada en el apoyo a Guaidó –aunque según manifestó John Bolton en su libro, el magnate no tenía demasiado entusiasmo en las perspectivas del “presidente encargado”–.
Pero tampoco hay que olvidar que el golpe institucional en Brasil tuvo lugar durante la administración de Obama. En la política hacia Venezuela –incluyendo sanciones económicas– no puede esperarse menor dureza por parte de un gobierno demócrata, ya que, como observa Martín Schapiro, “el principio para Venezuela seguiría siendo el cambio de régimen” [15]. El autor recuerda que instituciones regionales como “CELAC o Unasur” ya eran un terreno de disputa regional “mucho antes de la llegada de Trump”. Ni siquiera el terreno de la política hacia los inmigrantes en EE. UU., más allá de la retórica, es previsible que ocurran cambios sustanciales en los lineamientos imperantes.
Aunque Morgenfeld opina que no es indiferente quién se imponga en noviembre para la región [16], señala claramente que las diferencias entre las políticas que uno u otro pueden tener para la región solo “son en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Biden), en apelar más al multilateralismo (Biden) o al bilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba” [17].
Trump o Biden pueden marcar distintos lineamientos, pero la misma rapacidad imperialista, que para la región significa saqueo financiero, extractivismo, presión para los alineamientos políticos contra la “amenaza” China y para mantener todas las políticas de apertura económica, liberalización y beneficios al capital trasnacional. Cualquiera sea el que se imponga, en un contexto de crisis mundial y de disputa agravada con China, podemos esperar una mayor ofensiva. Se vuelve urgente desarrollar una política antiimperialista para enfrentarla, que solo puede ser articulada por las clases trabajadoras de la región hegemonizando una alianza con el pueblo oprimido para pelear por una salida que ponga fin a la dependencia y el atraso.
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