A continuación reproducimos un artículo de Josefina Martínez, quien desde Madrid hace un repaso por algunos debates actuales en la izquierda española y que van mucho más allá de sus fronteras.
En estos días en la izquierda del Estado español arrecian los debates entre “posmos” y “rojipardos” [1], magnificados por la virulencia tuitera. Detrás de las provocaciones, en un estilo propio de este medio social, reaparecen polémicas sobre la relación entre clase y diversidad, sobre racismo, feminismo y capitalismo, acerca de los derechos de las personas trans o incluso sobre el sujeto revolucionario. Aquí encontrará el lector o la lectora un mapeo de algunos de estos debates, para abrirse paso entre tanta maleza.
Rojipardos y nostálgicos ¿antifeministas y anti-antirracistas?
No quiero centrarme en el estilo provocador de algunos personajes que encuentran su propio “nicho de mercado” en el mundo tuitero, sino en sus argumentos. Tomemos el caso de Jon Illescas, autor del libro Educación Tóxica, quien, siguiendo las tesis de Daniel Bernabé en La trampa de la diversidad, sostiene una posición que presenta como “obrerista” y opuesta al feminismo, al ecologismo y el antirracismo.
Su planteo, esquemáticamente, es el siguiente: 1) El feminismo, el antirracismo o los movimientos LGTBI son fácilmente asimilables por la industria cultural y promovidos por el neoliberalismo para dividir a la clase obrera. 2) La “izquierda posmo” ha reemplazado a la clase por múltiples “ismos” (feminismo, ecologismo, antirracismo) lo que resulta funcional al sistema. 3) Estos temas relacionados con la “identidad” son secundarios para la clase obrera, propios de “sectores aburguesados” y 4) Esto es aprovechado por la extrema derecha, que atiende a “preocupaciones reales y materiales que cualquier trabajador entiende perfectamente” [2].
Concedamos que los dos primeros argumentos se apoyan, en parte, en el devenir de las políticas de la identidad en el marco del neoliberalismo progresista, así como el abandono de la política de clase por parte de grandes sectores de la izquierda reformista. Pero la crítica unilateral que Illescas hace a los movimientos contra las opresiones, negando todo elemento progresivo a estas luchas, solo puede terminar en una política conservadora, tal como expresa en las dos últimas afirmaciones.
Este tipo de posiciones, sostenidas desde un supuesto “marxismo antiposmoderno” tuvieron en su momento al movimiento feminista como uno de sus principales blancos de ataque y ahora apuntan contra las manifestaciones antirracistas del #BlackLivesMatter o los derechos de las personas trans. En este último caso, mostrando una curiosa confluencia de argumentos con sectores del feminismo radical más esencialista y la extrema derecha. Así lo explicaba Illescas en un artículo que sintetiza sus ideas:
Otra cuestión a señalar es que estos problemas de sectores por definición minoritarios no son prioritarios ni nunca lo serán para el conjunto de la clase trabajadora que, recordémoslo, sigue siendo el mayor y mejor agente del que dispone la izquierda para la transformación social (por número y por posicionamiento en el sistema productivo). Es más, estas preocupaciones relativas a la identidad suelen ser problemas del sector de los trabajadores más aburguesado ideológicamente que, una vez alcanzado un mínimo material, puede preocuparse por cuestiones de representación simbólica. Un sector de profesionales liberales y/o funcionarios con estudios universitarios y a menudo con varios idiomas que suele ser visto como privilegiado por gran parte de la clase trabajadora (que a su vez es estigmatizada por estos aspirantes a la inexistente “clase media” bajo los nombres de “chonis”, “garrulos”, etc.) [3].
Resulta paradójico, sin embargo, que alguien que estudió en la Universidad Complutense y se presenta como nueva estrella youtuber del marxismo ignore u omita que la clase obrera está formada por millones de trabajadores y trabajadoras precarias, migrantes, latinas y negros, que se encuentran en la escala más baja de la fuerza laboral, enfrentando una mayor precariedad, el racismo y la persecución policial. ¿Acaso son sectores aburguesados las trabajadoras del hogar que trabajan como internas y no tienen ni derecho al descanso, que están expuestas al acoso sexual por sus patrones y que en muchos casos no pueden denunciar por miedo a ser deportadas? ¿Sectores aburguesados los manteros que pueden caer sin vida en las calles de Lavapiés después de correr para escapar de la policía? ¿Sectores aburguesados las jóvenes precarias de las cadenas de comida rápida que llegaron a España con “contratos en origen” [4] desde Centroamérica? ¿Sectores aburguesados las trabajadoras temporarias de lugares como Huelva o de Lleida que se exponen al contagio porque el virus sí entiende de racismo, precariedad y clases sociales?
Hay que estar bastante ciego, además, para asegurar que el racismo o la opresión de género son un problema de “representación simbólica” propio del debate de la academia y que no incumbe a la clase obrera. Podría pasarse nuestro youtuber un día a visitar el CIE de Aluche o los campos de Huelva para descubrir cuán poco “simbólico” es el racismo institucional.
Por cierto, Illescas aclaraba en su artículo que no es que “no queden cuestiones por cambiar para conseguir la igualdad de la mujer respecto al hombre”, pero solo para matizar a continuación que, en su opinión “el problema es que los métodos para conseguirla pueden producir nuevas injusticias”, y que “es honesto reconocer que ya la mujer se ha igualado en numerosos aspectos al hombre cuando no se ha puesto por encima suyo en algunas cuestiones en los países desarrollados.” El autor no solo impugna de conjunto al movimiento feminista desde planteos que parecen más propios de movimientos misóginos como los “incel” (involuntarily celibate), sino que también arremete contra el “feminismo marxista”. Para él, según una cita que leyó en el Manifiesto Comunista, Marx pronosticó que “el capitalismo era el máximo destructor de la sociedad patriarcal”, por lo que la lucha contra la opresión de las mujeres sería desde entonces “secundaria”, algo de lo que ya se ocupa el capitalismo al introducir en el mercado laboral a las mujeres.
Podríamos recomendarle a Illescas que lea también otros textos de Marx y Engels, antes de hacer afirmaciones tan obtusas; desde El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels, pasando por varios capítulos de El Capital, sin mencionar toda la obra posterior de autoras como Clara Zetkin, Rosa Luxemburg, Aleksandra Kollontai, Lenin o Trotsky, quienes consideraban que había que combatir sin miramientos contra el machismo de los “camaradas” dentro de las organizaciones revolucionarias y al interior de la clase obrera, al mismo tiempo que desarrollaron un programa específico para combatir la opresión de las mujeres como parte de la lucha por el socialismo.
La introducción de las mujeres al mercado laboral no solo que no termina con la opresión patriarcal, sino que el capitalismo la utiliza a su favor, en las nuevas condiciones creadas por el trabajo asalariado. Por un lado, porque las mujeres de la clase trabajadora se ocupan mayoritariamente del trabajo de reproducción doméstico en el hogar (un trabajo fundamental para la reproducción de la fuerza de trabajo) en una “segunda jornada laboral” no paga. Pero, además, porque las mujeres trabajadoras son las que, junto con sectores precarios y migrantes, ocupan mayoritariamente el “ejército industrial de reserva”, siendo en general las primeras en ser despedidas en períodos de crisis. Y finalmente, porque al interior de los lugares de trabajo o en sectores enteros de la producción, también se aplica la “división sexual del trabajo”, con la existencia de sectores más feminizados (trabajadoras del hogar, enfermeras, teleoperadoras, etc.) en condiciones más precarias y con salarios más bajos.
A diferencia de lo que piensa Illescas, lo que divide a la clase obrera no es la lucha contra las opresiones, sino la persistencia del machismo, el racismo y la homofobia en su interior, promovidos por el propio sistema para jerarquizar entre “trabajadores de primera” y “trabajadores de segunda”. La fragmentación de la clase trabajadora también se ha incrementado en las últimas décadas producto de las políticas de flexibilización laboral, externalizaciones o trabajo temporal, políticas que las burocracias sindicales han dejado pasar sin pelea alguna. Pero la lucha contra estas múltiples opresiones, así como para superar las fragmentaciones internas de la clase obrera es algo que históricamente han dejado de lado aquellos sectores que sostienen una visión economicista o sindicalista de la clase, aquellos sectores que Lenin consideraba, sí, como la expresión de “la política burguesa de la clase obrera”.
Finalmente, para Illescas, los “sentidos comunes” que VOX interpela y que la izquierda debe atender son nada menos que la unidad de España –contra el movimiento independentista al que considera de conjunto “regresivo y posfeudal”, sin cuestionar la política reaccionaria del nacionalismo español–, el antifeminismo y el anti-antirracismo. Esto es rojipardismo. Una política que detrás de la verborrea izquierdista supone que hay una base común para la acción entre la extrema derecha y el comunismo, solo que “cambiando el enfoque”, para que esos “sentidos comunes” no tomen un curso “regresivo”, sino uno “progresivo”. Así, mientras Illescas señala a la “izquierda posmoderna” como la principal responsable del crecimiento de la extrema derecha, reproduce como caricatura los vicios de la izquierda estalinista que en diferentes períodos asumió posiciones corporativas desde los sectores más privilegiados de la clase obrera.
La cuestión trans y el sujeto revolucionario
Entrando en el debate, Antonio Maestre plantea en un artículo reciente que “El mayor problema de la izquierda contemporánea en España es utilizar debates teóricos como excusa para dirimir disputas de poder”. Se refiere a la pelea furibunda acerca de los derechos de las personas trans, y los ataques combinados por parte de sectores del feminismo radical, sectores ligados al PSOE y algunos “machos alfas del marxismo tuitero”.
Es un hecho que la polémica con las teorías queer se ha transformado en una excusa para defender posiciones conservadoras desde ciertos feminismos y desde la izquierda estalinista, que niegan los derechos a las personas trans. En este sentido, Maestre apunta correctamente que detrás del debate sobre los derechos a las personas trans se encuentran también sectores ligados al PSOE que afirman sus cuotas de poder al interior del feminismo y desde el Estado.
Sin embargo, sus argumentos van más allá. Para Maestre, desde el marxismo se ha presentado históricamente a la clase obrera como un “ente idealizado”, algo que habría que cambiar porque, según él, la clase obrera ya no tiene capacidad transformadora. En sus términos:
No existe ninguna posibilidad radicalmente transformadora en el obrerismo actual, aquel sujeto político está mitificado y no se corresponde con su capacidad performativa en la actualidad. El ecosocialismo y el feminismo, y no el transexcluyente, sino el que se abraza junto a las trans en una pancarta, es el movimiento conjunto que tiene capacidad disruptora en 2020 para dar solución a los problemas de la clase trabajadora. Asúmanlo o échense a un lado, el sujeto político revolucionario de nuestros días es Greta Thunberg entrelazando los brazos con una adolescente feminista y una trans de 10 años. Un marxista se pondría detrás [5].
Aquí nos encontramos con la réplica invertida de la posición de Illescas. Mientras el primero se opone a reconocer toda capacidad potencialmente disruptiva a movimientos como el de la juventud contra el cambio climático, el feminismo o el antirracismo, Maestre niega la capacidad revolucionaria de la clase obrera y propone su reemplazo por la sumatoria de “nuevos” movimientos sociales. Su “revolución”, aparentemente, no pasa de ser algún tipo de resistencia cultural en los marcos del sistema capitalista, cosa que no es contradictoria con su apoyo al gobierno “progresista” social-liberal del PSOE-Podemos.
Además, cuando Maestre cuestiona al marxismo, está apuntando a esa versión economicista y vulgar que representa Illescas, dejando de lado la rica tradición teórica y estratégica del marxismo revolucionario para articular la lucha contra las opresiones y contra la explotación.
La historia del capitalismo está ligada desde sus orígenes al racismo y la opresión de las mujeres, al mismo tiempo que la normatividad heterosexual está en la base de la institución familiar, sostén de la reproducción de la fuerza laboral y del propio sistema. Por eso son reaccionarias aquellas posiciones que niegan las luchas contra estas opresiones, cuando deberían ser parte de una estrategia revolucionaria y hegemónica de la clase trabajadora. Una estrategia que se proponga no solo superar la fragmentación interna (entre ocupados y parados, nativos y extranjeros, varones y mujeres, trabajadores fijos de plantilla y externalizados, etc.), sino también soldar alianzas con otros sectores oprimidos para la lucha contra el capitalismo.
Por último, es cierto que dentro de los movimientos sociales existen sectores que buscan imponer políticas liberales, socialdemócratas o de conciliación de clases. En el último tiempo lo hemos visto muy claramente en el feminismo, con lo que representa ese feminismo conservador del PSOE o de Lidia Falcón, punitivista y transfóbico, así como también en diferentes expresiones de las políticas de la identidad en clave neoliberal, desde el gaycapitalismo al greenwashing.
Pero habría que agregar que también al interior del movimiento obrero existen importantes sectores que tratan de imponer políticas corporativas o “aburguesadas”, como la conciliación con los gobiernos o las patronales, algo que toma cuerpo en las burocracias sindicales. Es notorio que en los debates entre “posmos” y “rojipardos” nadie cuestiona a las burocracias sindicales, que son esos representantes de la política burguesa en el seno del movimiento obrero y un factor clave de sostenimiento del régimen. Parte del “Estado ampliado” en palabras de Antonio Gramsci, o una capa privilegiada al interior de la clase obrera que actúan como agente del orden capitalista.
Pero eso no quiere decir que haya que renunciar a la lucha contra las opresiones, ni tampoco a la organización dentro de los sindicatos, sino más bien todo lo contrario. En todo caso, lo que hay que intentar construir son corrientes revolucionarias al interior de los movimientos progresivos y en la clase trabajadora. Para esto será necesario superar los programas corporativos, así como las ilusiones de reformar o humanizar el capitalismo, combinando las batallas por las demandas más sentidas, como la lucha contra el racismo, la violencia policial, la precariedad, la violencia machista, contra la transfobia, por terminar con los despidos, la falta de vivienda, etc., con un conjunto de reivindicaciones que apunten a cuestionar la propiedad privada de los capitalistas.
La clase trabajadora sigue siendo la que, por las posiciones estratégicas que ocupa en la producción, circulación y reproducción en todo el mundo, puede articular la fuerza social para subvertir el orden existente y derrotar a aquella minoría social de capitalistas que mantiene la explotación y las opresiones. Millones de trabajadores y trabajadoras del campo, enfermeras, trabajadoras del hogar, camioneros, sectores de la logística, de la industria de la alimentación, de las telecomunicaciones, del transporte, limpiadoras, cajeras de supermercados, trabajadores de la banca y el comercio, de la producción de acero o la producción energética; nativos, inmigrantes, de todas las etnias y géneros, sin estos “esenciales” no se mueve el mundo, como quedó claro durante la crisis del Coronavirus.
En momentos de irrupción de la lucha de clases, las tendencias a la unidad en las calles entre todos los oprimidos son una realidad que supera las disquisiciones teóricas de muchos tuiteros. Lo vemos en Estados Unidos, donde los jóvenes negros confluyen con los trabajadores y trabajadoras precarias, con los activistas LGTB y sindicatos combativos en una lucha común contra el Estado racista, la violencia policial y las consecuencias de la crisis que ha generado ya millones de nuevos desempleados.
Más allá del debate entre “posmos” y “rojipardos” lo que nos tenemos que preguntar es qué sujeto es necesario para qué estrategia. Si el objetivo se limita a humanizar de algún modo al capitalismo, detrás de una perspectiva centrada en la vía parlamentaria, apoyando variantes del “mal menor” representadas por el Gobierno del PSOE-Podemos, entonces el debate del “sujeto revolucionario” no tiene ningún sentido. Pero tampoco representa ninguna alternativa la nostalgia de Illescas por la vieja Izquierda Unida y el PCE, que, no nos olvidemos, fue un actor clave de sostenimiento del régimen del 78 desde sus orígenes, con monarquía incluida.
Será momento de plantear la necesidad de una estrategia política revolucionaria para luchar contra todas las opresiones y la explotación, buscando las formas de construir una fuerza material para luchar por ella.
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