La interseccionalidad es una palabra frecuente en ámbitos académicos, entre el activismo feminista y los movimientos sociales. “Clase, raza y género” es la “santísima trinidad de nuestra época”, como señaló Terry Eagleton [1]. Se habla de interseccionalidad, pero muchas veces no está claro qué define. ¿Es una teoría o una descripción empírica? ¿Opera en el ámbito de la subjetividad individual o analiza sistemas de dominación? Y finalmente: ¿qué dice sobre las causas de las opresiones que se cruzan y, sobre todo, sobre las vías para la emancipación?
Aunque ya existían reflexiones sobre la relación entre género, raza y clase en los debates del marxismo y la izquierda desde mucho antes, el concepto de interseccionalidad apareció definido por primera vez como tal en un artículo publicado en 1989 por la abogada y feminista negra Kimberle Crenshaw [2], que buscaba dar una respuesta en el ámbito de la legislación antidiscriminatoria en Estados Unidos. Un origen que, sin dudas, marcó los contornos del concepto, como veremos más adelante. Sin embargo, su antecedente más importante se encuentra en las elaboraciones de las feministas negras de los años 70 como el colectivo Combahee River Colective, quienes plantearon una crítica “interseccional” a los movimientos de liberación, en el marco de la segunda ola feminista y la radicalización política del período.
En este artículo proponemos un breve recorrido por los antecedentes históricos, las primeras formulaciones del concepto, su deriva con el auge del postmodernismo y el debate que se plantea hoy desde los movimientos sociales. Al mismo tiempo, establecemos un contrapunto crítico desde el marxismo con las teorías de la interseccionalidad.
1. El Combahee River Colective y las feministas negras
En 1977 se publicó el Manifiesto del Combahee River Colective (Colectivo del Río Combahee). Su nombre era un homenaje a la valiente acción militar que había liderado la exesclava y abolicionista Harriet Tubman en 1863, logrando liberar a 750 esclavos entre los cañonazos enemigos. Fue la única mujer que encabezó una operación del ejército durante la Guerra Civil norteamericana.
Las feministas negras de los años 70 se reconocían como parte de una tradición histórica de lucha de las mujeres negras desde el siglo XIX. En su libro Mujeres, raza y clase [3], Angela Davis recupera su papel en el movimiento abolicionista en Estados Unidos. Sojourner Truth pasó a la historia por su discurso en la conferencia sufragista de Ohio en 1851. Un hombre había argumentado que las mujeres no podían votar porque eran el “sexo débil”, ante lo que Sojourner Truth respondió de forma potente:
¡Yo he arado, he sembrado y he cosechado en los graneros sin que ningún hombre pudiera ganarme! ¿Y acaso no soy una mujer? Podía trabajar como un hombre, y comer tanto como él cuando tenía la comida ¡y también soportar el látigo! ¿Y acaso no soy una mujer? He dado a luz a trece niños y he visto vender a la mayoría de ellos a la esclavitud … ¿Y acaso no soy una mujer?
Su respuesta era una impugnación al relato patriarcal que construía la “femineidad” considerando a las mujeres como seres débiles, “naturalmente” inferiores e incapaces de ejercer la ciudadanía política. Pero era también un cuestionamiento a las sufragistas blancas, ya que muchas de ellas dejaban de lado las reivindicaciones de las mujeres negras y de las trabajadoras.
A mediados de los años 70 del siglo XX, varias mujeres negras decidieron recuperar aquella tradición y constituirse en grupos militantes, después de haber tenido una mala experiencia en el movimiento feminista blanco y en organizaciones por la liberación del pueblo negro. Con la publicación del Manifiesto del Combahee River Colective, las feministas negras cuestionaron simultáneamente al feminismo blanco, al movimiento negro y al feminismo negro burgués de la NBFO (National Black Feminist Organization).
Establecían como punto de partida la experiencia compartida de una simultaneidad de opresiones, la trilogía de clase, raza y género, a la que se agregaba también la opresión sexual. Desde esa posición apuntaban una crítica contra el movimiento feminista hegemonizado por el feminismo radical. Esta corriente interpretaba las contradicciones sociales mediante la oposición entre “clases sexuales” [4] y otorgaba absoluta prioridad a un sistema de dominación –el patriarcado– sobre todos los demás [5]. Al cuestionar la preeminencia de la opresión sexual o de género por sobre las de raza y clase, las feministas negras polemizaban también con las tendencias abiertamente separatistas o de “guerra de sexos” que se fortalecieron en el feminismo de fines de los 70, al que definían como un movimiento orientado por los intereses de mujeres blancas de clase media. También sostenían que todo tipo de determinación biologicista de la identidad podía llevar a posiciones reaccionarias.
Aunque somos feministas y lesbianas, sentimos solidaridad con los hombres Negros progresistas y no defendemos el proceso de fraccionamiento que exigen las mujeres blancas separatistas.
En su libro El feminismo es para todo el mundo, la feminista negra bell hooks plantea que, en aquellos años, “las visiones utópicas de la sororidad” y la definición ahistórica del patriarcado se vieron cuestionadas por los debates de raza y clase. Haciendo un balance, asegura que “las mujeres blancas que trataron de organizar el movimiento en torno a la idea de la opresión compartida y que proponían que las mujeres formábamos una clase o casta sexual fueron las más reacias a admitir las diferencias entre mujeres”. También destaca la polémica con las corrientes separatistas dentro del movimiento:
Retrataban a todos los hombres como el enemigo para representar a todas las mujeres como víctimas. Poner el foco en los hombres desviaba la atención sobre los privilegios de clase de algunas activistas feministas, así como de su deseo de aumentar su poder de clase.
En el Manifiesto del CRC, la lucha por la emancipación de las mujeres negras y del pueblo negro era inseparable de la lucha contra el sistema capitalista. Por eso adherían explícitamente a la lucha por el socialismo:
Reconocemos que la liberación de toda la gente oprimida requiere la destrucción de los sistemas político y económicos del capitalismo y del imperialismo tanto como el del patriarcado, somos socialistas porque creemos que el trabajo se tiene que organizar para el beneficio colectivo de los que hacen el trabajo y crean los productos (…) No estamos convencidas, sin embargo, que una revolución socialista que no sea también una revolución feminista y antirracista nos garantizará nuestra liberación.
En relación con el marxismo, aseguraban que acordaban en lo fundamental con la teoría de Marx en cuanto “a las relaciones económicas específicas”, pero consideraban que el análisis tenía que “extenderse más para que nosotras comprendamos nuestra específica situación económica como Negras”. Cabe señalar que, aunque hacían una definición sobre la necesidad de una revolución socialista, las tareas prácticas que proponían como grupo se limitaban sobre todo a talleres de autoconciencia y la lucha por derechos concretos de las mujeres negras en los barrios.
En el Manifiesto aparece la noción de políticas de la identidad como respuesta a la forma específica en que experimentan la opresión las mujeres negras. El autorreconocimiento de la propia identidad se plantea como un momento necesario para establecer a posteriori una confluencia con otros movimientos de liberación. Hay una tensión presente entre la constitución de una identidad diferenciada y la confluencia con el resto de los oprimidos para la lucha contra un sistema que combina formas de dominación económica, sexual y racial.
Unos años después, sin embargo, al cambiar drásticamente el contexto social, político e ideológico con el auge del neoliberalismo y el posmodernismo, el concepto de interseccionalidad tomará un nuevo sentido. Mientras la transformación radical de la sociedad ya no estará en su horizonte, se tenderá a licuar el momento de la acción colectiva, cobrará más peso la multiplicación de “identidades” diferenciadas y la exigencia de políticas de reconocimiento en el seno de la sociedad capitalista.
2. La interseccionalidad como categoría de la discriminación
Kimberle Crenshaw definió por primera vez el concepto de interseccionalidad en 1989. Allí señalaba que el tratamiento por separado de las discriminaciones de raza y género, como “categorías mutuamente excluyentes de la experiencia y el análisis”, tenía consecuencias problemáticas para la jurisprudencia, para la teoría feminista y para las políticas antirracistas. Por ese motivo proponía “contrastar la multidimensionalidad de la experiencia de las mujeres negras, frente al análisis de un solo eje que distorsiona estas experiencias”.
Señala que toda conceptualización basada en un solo eje de la discriminación (sea la raza, el género, la sexualidad o la clase), borra a las mujeres negras de la identificación y la posibilidad de resolución de la discriminación, limitando el análisis a las experiencias de miembros privilegiados de cada grupo. En los casos de discriminación racial, esta tiende a ser vista desde el punto de vista de los negros con privilegios de género o clase; mientras que, en los casos de discriminación de género, el foco se pone en las mujeres blancas y con recursos económicos. Como “la experiencia interseccional es más que la suma de racismo y sexismo, cualquier análisis que no tome en cuenta la interseccionalidad, no puede abordar suficientemente la manera particular en que las mujeres negras son subordinadas”.
En su análisis, Crenshaw examina cómo han sido rechazadas desde el poder judicial varias querellas iniciadas por mujeres negras. Uno de los casos que analiza es DeGraffenreid vs. General Motors. Cinco mujeres demandaron a la multinacional alegando discriminación laboral, ya que como mujeres negras no conseguían ser promovidas a mejores categorías laborales. El juzgado denegó la demanda, alegando que no se podía establecer la existencia de una discriminación por ser “mujeres negras”, que no constituían un grupo objeto de una discriminación especial. Aceptaba, en cambio, investigar si se había producido segregación racial o de género, pero “no una combinación de ambas”. Finalmente, el juzgado determinó que como GM había contratado a mujeres –mujeres blancas– no había discriminación de género. Y como había contratado a personas negras –hombres negros– no existía discriminación de raza. La demanda de las mujeres negras no prosperó. La corte sostenía que aceptarla abriría una “caja de pandora”.
Crenshaw señala que el objetivo de la interseccionalidad es reconocer que las mujeres negras pueden experimentar una discriminación que tiene formas complejas y que el marco conceptual unidireccional no permite abordarlas. A fines de los años 80, por lo tanto, el concepto de interseccionalidad aparece como una categoría para complejizar las experiencias de la "discriminación", con el objetivo de establecer nueva jurisprudencia que permitiera regular "políticas de la diversidad" desde el Estado.
Posteriormente, la socióloga norteamericana y estudiosa del feminismo negro Patricia Hill Collins definió la interseccionalidad como un “conjunto distintivo de prácticas sociales que acompañan nuestra historia particular dentro de una matriz única de dominación caracterizada por opresiones interseccionales" [6]. En su caso, la interseccionalidad define un proyecto de "justicia social", que busca confluencia o coaliciones con otros "proyectos de justicia social".
El concepto de interseccionalidad fue desarrollado a partir de entonces por muchas otras intelectuales feministas negras, latinas y asiáticas, en el marco de la expansión de los “Women Studies” en la academia. La interseccionalidad se transformó en una palabra de moda en congresos y simposios, se crearon departamentos de investigación y ONGs para desarrollar estudios interseccionales en el ámbito de la economía, el derecho, la sociología, la cultura y las políticas públicas. A la trilogía de género, raza y clase se agregaron otros vectores de opresión como la sexualidad, la nacionalidad, la edad o la diversidad funcional. Y si bien permitió una gran visibilidad para la situación específica de opresión de múltiples grupos y comunidades, paradójicamente se desarrolló en el marco de un clima de resignación ante las estructuras sociales capitalistas, que ahora eran percibidas como algo imposible de cuestionar.
3. Interseccionalidad, políticas de la identidad y múltiples diferencias
El auge de los estudios de la interseccionalidad en la academia coincide con la apertura de una nueva etapa histórica que transformó completamente el clima intelectual y político bajo el neoliberalismo. El período de la "Restauración burguesa" [7] o auge neoliberal implicó un ataque generalizado a conquistas de la clase trabajadora a nivel mundial, políticas de privatización y desregulación, que avanzaron de forma arrolladora ante la defección de las direcciones sindicales y políticas de la clase trabajadora. Esto provocó un aumento de la fragmentación interna de la clase trabajadora y una enorme pérdida de subjetividad de clase.
En este nuevo contexto, pasamos de la radicalidad de las feministas negras y socialistas del Combahee River, a formular la interseccionalidad bajo la creciente fragmentación de los sujetos, desde el prisma de la postmodernidad. La idea de interseccionalidad se hace más afín a la de “diversidad” y a las “políticas de la identidad”.
En esta formulación hay un desplazamiento de lo colectivo a lo individual, de lo material a lo subjetivo, en un proceso “culturalización” de las relaciones de dominación. Por esta vía se instala la idea de que la lucha de los grupos oprimidos pasa en lo fundamental por constituir una autoconciencia de la propia identidad –un “saber situado”–, para lograr que los grupos privilegiados (hombres, mujeres blancas, mujeres heterosexuales, etc.) “deconstruyan” sus privilegios y reconozcan la diversidad. En el marco del “giro cultural” postmoderno, las identidades se presentan construidas exclusivamente desde el discurso, por lo que las posibilidades de resistir se restringen al ejercicio de un contrarrelato.
Esta perspectiva, sin embargo, no se puede aplicar a la explotación de clase: ¿o acaso se puede esperar que los dueños de los medios de producción, los banqueros y capitalistas “deconstruyan” su poder mediante un ejercicio de autorreflexión? En realidad, el planteo tampoco es viable como estrategia para terminar con el racismo, el heterosexismo y el machismo, a menos que se considere que esos “ejes de dominación” son entidades separadas, que operan exclusivamente en el ámbito cultural o ideológico, en vez de estar entrelazadas a las relaciones materiales y estructurales del capitalismo.
Por otro lado, la multiplicación de una serie cada vez más extensa de identidades oprimidas, sin considerar la posibilidad de transformar radicalmente las relaciones sociales capitalistas sobre las cuales esas opresiones se establecen, dio lugar a prácticas de “guetificación” y separación entre el activismo. Pratibha Parmar alertó del problema:
Ha tenido lugar un énfasis en la acumulación de una colección de identidades oprimidas que, por otro lado, han dado lugar a toda una jerarquía de la opresión. Dicha jerarquía no sólo ha sido destructiva, sino también divisoria e inmovilizadora. (…) muchas mujeres se han replegado hacia una ‘política del estilo de vida’, propia del gueto, y se ven a sí mismas incapaces de moverse más allá de la experiencia individual y personal [8].
Como contracara de esa impotencia, el sistema capitalista se apropió del estallido de la “diversidad” como mercado de identidades, podía asimilarlas siempre y cuando estas no apuntaran a la impugnación del sistema social de conjunto. Terry Eagleton señaló sobre el posmodernismo que tal vez
… su único y más duradero logro –el hecho de que ha ayudado a colocar las cuestiones de la sexualidad, del género y de lo étnico tan firmemente en la agenda política que resulta imposible imaginar que puedan ser eliminadas sin un esfuerzo poderoso– no fue más que un sustituto de formas clásicas de radicalismo político, que tratan de clases, Estado, ideología, revolución, modos materiales de producción [9].
En una nota al pie aclaraba, sin embargo, que no habían sido los intelectuales posmodernos quienes habían colocado aquellas cuestiones en la agenda política, sino la acción previa de los movimientos sociales mediante la lucha en los años 60 y 70. Lo cierto es que, una vez derrotada aquella oleada de radicalización política, la visibilidad que consiguieron las cuestiones de la raza, el género y la sexualidad, creció al mismo tiempo que se invisibilizaba cada vez más la condición de clase (al punto que algunos llegaron a hablar de la desaparición de la clase obrera como tal).
4. La retirada de la política de clase
En la trilogía de clase/raza/género, la clase tendió a quedar diluida, o convertida en una identidad más, como si se tratara de una categoría de la estratificación social (por ingresos), o un tipo de ocupación laboral. Marta E. Giménez [10] señala que uno de los elementos característicos de las teorías de la interseccionalidad es el supuesto de que “para teorizar estas conexiones es necesario defender la hipótesis de la equivalencia entre opresiones”, pero esto lleva a borrar lo específico de las relaciones de clase.
Contra esa visión, hace falta señalar que raza, género y clase no son categorías directamente comparables. Esto no implica hacer una jerarquía de agravios, ni determinar cuál es más importante que otra para la experiencia subjetiva de las personas; se trata de buscar una comprensión mayor de la relación entre opresiones y explotación en la sociedad capitalista.
Por ejemplo, clase, raza y género, operan de modo muy diferente en relación con la “igualdad” y la “diferencia”. Históricamente, la burguesía ha intentado camuflar lo más posible la “diferencia social” de clase detrás de una ideología “igualitaria” del “libre contrato”. Pero utiliza el racismo y el machismo para fijar “diferencias”, que se atribuyen a condicionantes biológicas o “naturales” para justificar la desigualdad en la distribución de recursos, en el acceso a derechos, para defender la persistencia de una determinada división del trabajo, o lisa y llanamente, la esclavización de millones de personas –deshumanizándolas–.
Desde una perspectiva emancipatoria se busca que ninguna diferencia en el color de la piel, en el lugar de nacimiento, el sexo biológico o la elección sexual puedan ser la base de una opresión, un agravio o una desigualdad, al mismo tiempo que se reconoce la diversidad y se promueve el desarrollo del potencial creativo de todos los individuos, en el marco de la cooperación social. Pero en el caso de la diferencia de clase, se trata de eliminarla como tal, que no exista más. La clase trabajadora, mediante la lucha contra las relaciones sociales capitalistas, busca la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción, lo que implica la eliminación de la burguesía como clase y la posibilidad de terminar con toda sociedad de clases.
La diferencia social entre los dueños de los medios de producción y aquellos que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario estructura la sociedad capitalista, más allá de todos los intentos por invisibilizar esta contradicción. Las relaciones patriarcales –que surgieron miles de años antes del capitalismo– y el racismo, no son entidades ahistóricas, sino que han adquirido nuevas formas y un contenido social específico en el marco de las relaciones sociales capitalistas.
El capitalismo utiliza prejuicios patriarcales para establecer una diferenciación como nunca entre lo “público” y lo “privado”, entre el ámbito de la producción y el ámbito del hogar, donde las mujeres sostienen –como trabajo invisibilizado– una gran parte de las tareas de reproducción social de la fuerza laboral, necesaria para la reproducción del capital. Instituciones como la familia, el matrimonio o la normatividad heterosexual, reformuladas bajo nuevas relaciones sociales, socializan y naturalizan ese papel para las mujeres. Las múltiples manifestaciones de la opresión de género y los dolorosos agravios que implican para millones de mujeres mediante la violencia o los femicidios no se “reducen” a las relaciones de clase, pero no pueden explicarse sin articular las categorías de opresión y explotación.
Mediante el racismo se pretendió justificar ideológicamente la esclavización de millones de seres humanos, en el mismo momento en que la Ilustración elevaba las ideas de la “libertad”, la “igualdad” y la “fraternidad” como base de los “derechos del hombre”. El racismo acompañó y reforzó la gran empresa colonialista de los Estados imperialistas, así como el genocidio interno -en el caso de EE. UU. contra las poblaciones indígenas–. En ese país, después de la Guerra civil y la abolición de la esclavitud, el racismo siguió siendo –hasta el día de hoy– la argamasa sobre la que se asienta la exclusión de gran parte de la población, tratados como “ciudadanos de segunda” y “trabajadores de segunda”, promoviendo la división interna al interior de la clase obrera norteamericana. A su vez, como denunciaron las feministas negras, la opresión racial y la opresión de género se combinan magistralmente para maximizar las ganancias capitalistas: es un hecho la existencia de una brecha salarial mayor para las trabajadoras negras y latinas en Estados Unidos, tanto como la violencia institucional y policial hacia los jóvenes negros. También resurge para apoyar políticas de racismo y xenofobia contra las personas migrantes en Europa, donde son tratados como mano de obra de segunda y carecen de derechos sociales y democráticos elementales.
5. Marxismo e interseccionalidad
En El Capital, Marx escribió que "la fuerza de trabajo en una piel blanca no puede emanciparse a sí misma mientras la fuerza de trabajo en una piel negra sea marcada con hierro candente". En una obra temprana, había señalado junto con Engels que “los progresos sociales, los cambios de períodos se operan en razón directa del progreso de las mujeres hacia la libertad; y las decadencias de orden social se operan en razón del decrecimiento de la libertad de las mujeres...”, parafraseando al socialista utópico Fourier. Por otra parte, en La situación de la clase obrera en Inglaterra Engels había analizado de forma concreta la realidad de las mujeres trabajadoras que ingresaban masivamente a la producción capitalista y experimentaban los dobles agravios, de la opresión y la explotación. En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels retomaba los estudios etnológicos incompletos de su amigo para desarrollar un análisis de la institución familiar en la historia y la opresión de las mujeres.
El marxismo revolucionario ha analizado la relación entre explotación y opresiones también en otros sentidos. Por ejemplo, cuando Marx y Engels señalaban que el proletariado inglés no podría ser libre si sus derechos se asentaban en la opresión de los trabajadores irlandeses. O, más tarde, cuando Lenin sostenía que un pueblo que oprime a otro pueblo no puede ser libre, y defendía el derecho a la autodeterminación nacional, así como la lucha contra la opresión colonial de los pueblos.
En un artículo crítico con las teorías de la interseccionalidad, Lise Vogel sostiene correctamente que las feministas socialistas de los años 60 y 70 ya habían planteado –antes que el término interseccionalidad se pusiera de moda– el cruce entre el patriarcado, racismo y capitalismo. Hay que agregar que mucho antes ya se había desarrollado una nutrida tradición del pensamiento feminista socialista: desde Flora Tristán, pasando por Engels y Clara Zetkin, las revolucionarias rusas y muchas otras; esta corriente se materializó en importantes conferencias internacionales de mujeres socialistas, en programas y organizaciones de mujeres trabajadoras y campesinas. El Programa de Transición escrito por León Trotsky y adoptado en por la Cuarta Internacional en 1938 inscribe entre sus banderas la necesidad de dar “¡Paso a la juventud! ¡Paso a las mujeres trabajadoras!” para buscar “apoyo en los sectores más oprimidos de la clase trabajadora”.
Desde las teorías de la interseccionalidad se suele criticar al marxismo por “reduccionismo de clase”. Pero defender la centralidad de un “análisis de clase” no significa limitar el mismo a la actividad de los sindicatos en luchas salariales. Esa es una visión corporativa y economicista de clase, o estrechamente sindicalista. Es cierto que la práctica de gran parte de los partidos comunistas estalinizados, así como de las burocracias sindicales en el siglo XX ha sido un despliegue de esa estrecha política corporativa, profundizando la escisión entre la “política de clase” y la lucha de los movimientos contra las opresiones. Pero solo bajo el falso presupuesto de equiparar estalinismo con marxismo se puede afirmar que este no ha considerado la “intersección” de la explotación de clase con la opresión de género, con el racismo, la opresión colonial o la sexualidad.
El análisis de clase apunta develar las relaciones que estructuran la sociedad capitalista, basada en la extracción generalizada de plusvalor para la acumulación de capital, pero también a la apropiación del trabajo reproductivo de las mujeres en el hogar, así como a la concentración de capitales en grandes monopolios, la expansión del capital financiero y la competencia entre Estados imperialistas, llevando a guerras y expoliaciones globales. También implica analizar cómo el capital utiliza y fija las “diferencias”, alimentando ideologías racistas, misóginas y xenófobas, para maximizar la explotación y provocar divisiones al interior de las filas de la clase trabajadora. Este análisis de clase, lejos de ser “reduccionista económico”, incluye la interacción de elementos políticos y sociales y permite comprender más profundamente la articulación de las relaciones de clase con el racismo, el patriarcado o el heterosexismo.
Al mismo tiempo, es el reconocimiento de que la clase trabajadora, que en el siglo XXI es más diversa, racializada y feminizada que nunca en la historia, si logra superar las divisiones y fragmentaciones internas, tiene la capacidad única de destruir al capital y poner bajo su control el conjunto de la economía, la industria, el transporte y las comunicaciones, como la base para organizar una nueva sociedad de productores libres. La retirada de la “política de clase” significa en realidad el abandono de la lucha contra el sistema capitalista, sin la cual no se podrá terminar con los terribles agravios que provocan la explotación y las opresiones de raza, género o sexualidad.
Después de la crisis capitalista de 2008, con la emergencia de nuevos movimientos de resistencia a las políticas neoliberales, sectores del activismo feminista, movimientos antirracistas o de la juventud defienden en un nuevo sentido la idea la “interseccionalidad” para formar coaliciones entre diversos grupos oprimidos. El movimiento de mujeres que organiza la huelga del 8M en el Estado español, por ejemplo, se ha definido como un movimiento “anticapitalista, antirracista, anticolonial y antifascista”. Este es sin dudas un paso adelante muy importante hacia la confluencia de las luchas y una contratendencia a la lógica de la fragmentación. Sin embargo, la suma o “intersección” de movimientos de resistencia no es suficiente si no se articulan con una estrategia común para derrotar al capitalismo, sin lo cual no será posible terminar con el racismo ni con la opresión patriarcal.
No se trata de contraponer “movimientos” o “identidades” a una clase obrera abstracta y sin género. Nunca en la historia la clase trabajadora ha estado tan atravesada por la diversidad de género y raza como ahora. Las mujeres son hoy ya el 50 % de la clase obrera, que tiene rostro de mujer negra, latina y asiática. La clave de una estrategia hegemónica, entonces, pasa por volver a poner en el centro una política de clase que incorpore de forma decidida la lucha contra todas las opresiones de género, de raza o sexualidad. Esto implica buscar unir lo que el capitalismo divide, fortaleciendo la unidad interna de la clase trabajadora, así como una política de alianzas con los movimientos que luchan contra las opresiones específicas. Esta perspectiva, junto al combate por expropiar a los expropiadores, es la única que puede permitir avanzar hacia una sociedad realmente libre.
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