En el presente artículo Juan Chingo, desde París, analiza el levantamiento desencadenado en Francia por el asesinato de Nahel y las encrucijadas estratégicas que plantea la situación actual para el movimiento de masas. Esta nota fue publicada originalmente en el diario Révolution Permanente, parte de la Red Internacional de La Izquierda Diario. Luego de su publicación, este sábado 8 de julio, miles se movilizaron en París, al cumplirse 7 años del asesinato de Adama Traoré por la policía, continuó la represión y fueron detenidos brutamente familiares de las víctimas.
El asesinato policial de Nahel, un estudiante de secundaria de Nanterre de 17 años, de origen argelino, el 27 de junio de 2023, desencadenó un levantamiento generalizado en los barrios obreros, cuyo epicentro fueron los suburbios de la región de Île-de-France, que se extendió rápidamente al resto de Francia y movilizó también a la juventud obrera. El fenómeno tuvo alcance nacional y se extendió mucho más allá de Île-de-France y de la periferia de las grandes ciudades. El asesinato, filmado por un testigo, se convirtió en una especie de caso George Floyd a la francesa, convirtiéndose en la chispa que encendió una situación ya de por sí explosiva.
Esta sublevación generalizada en los barrios, cuando aún ardían los rescoldos de la batalla de las pensiones, abrió una nueva crisis en las altas esferas del Estado, tanto en términos de gobernabilidad como del mantenimiento del orden, tras el trauma de los Gilets jaunes (Chalecos amarillos). Suficiente para debilitar un poco más a Macron, que aún no había recuperado fuerzas tras la costosa victoria en la batalla por las pensiones. Estos elementos confirman el potencial prerrevolucionario de la etapa abierta en 2016, cuyas sacudidas son cada vez más frecuentes. Subrayan, una vez más, la crisis terminal de la V° República, un régimen agotado y cada vez más incapaz de resolver “pacíficamente” las tensiones que estructuran la situación en Francia.
Frente a la amenaza de nuevos giros bonapartistas y reaccionarios, cada vez más abiertos y brutales, para restaurar la autoridad del Estado imperialista, la perspectiva institucional y de conciliación de clases de la Intersindical, al igual que la planteada por la izquierda reformista, nos conduce a un callejón sin salida y a nuevas derrotas. Más que nunca, es necesario unificar las luchas de nuestra clase, impedir que sus fuerzas y su espíritu de lucha se dispersen en enfrentamientos sectoriales o aislados, por importantes que sean. Esta cuestión estratégica determinará las principales coordenadas de la situación del país en los próximos meses y años.
Las razones de la revuelta
En términos de escala e intensidad, la revuelta que arrasó los barrios entre finales de junio y principios de julio superó con creces lo que vimos durante el levantamiento de 2005. Aquel levantamiento duró casi cuatro semanas, tras el asesinato de Zyed y Bouna, entre el 27 de octubre y el 17 de noviembre. Según la Asociación de alcaldes de Francia, 150 ayuntamientos y edificios municipales fueron atacados entre el 27 de junio y el 5 de julio. Se trata del mayor número de “disturbios urbanos” registrado en Francia desde la década de 1980. Los enfrentamientos y lo que los medios de comunicación describieron como “saqueos” afectaron tanto a barrios obreros como al centro de grandes ciudades como Marsella y Lyon. Con la movilización de 45.000 policías y gendarmes, así como de unidades especiales como la Brigada de Investigación e Intervención (BRI) y el GIGN (Grupo de Intervención de la Gendarmería Nacional), el ejecutivo ha optado por un despliegue policial como no se veía desde hace casi dos décadas.
La cólera que ha sacudido a Francia tiene dos motores centrales. Por un lado, se trata de disturbios políticos dirigidos contra los símbolos del poder del Estado. Quien mejor ha descrito hasta ahora esta revuelta es el alcalde de izquierda independiente de Corbeil-Essonnes, Bruno Piriou, que, como explica Le Monde:
Pasó noches enteras siguiendo los movimientos de los grupos a través de las numerosas cámaras de videovigilancia. Unos 300 individuos en total sobre una población de 52.000 habitantes. (...) “Vi a jóvenes muy organizados [dice], preparándose, todos vestidos igual. Incluso había un grupo de siete vestidos con overoles blancos y grandes gafas utilizando una sierra de disco para cortar los postes donde están instaladas las cámaras”. En las paredes, los graffittis hablan del deseo de tomar el poder. Nosotros somos la ley, Muerte a los cerdos, Un policía bueno es un policía muerto. “Hay un sector de la juventud que actúa para atacar lo que considera el orden establecido”.
De hecho, esta voluntad de “atacar lo que a los jóvenes movilizados consideran el orden establecido” fue la tónica central de la revuelta, yendo en contra de cualquier visión que pretendiera criminalizar y despolitizar los enfrentamientos, como si no tuvieran nada que ver con la lucha de clases. Esta desconfianza hacia el poder tiene raíces profundas, como explica muy bien el sociólogo Fabien Truong, profesor de la Universidad París-VIII:
Se trata de chicos de la misma edad que Nahel, que reaccionan de forma visceral y violenta por una simple razón: esa muerte podría haber sido la suya. Cada uno de ellos se dice a sí mismo: “Podría haber sido yo”. Todos los adolescentes de estos barrios tienen recuerdos de altercados negativos y chocantes con la policía. Los controles de identidad cuando están en la calle, tan repulsivos y reiterados, son humillantes, estresantes y, a la larga, generan un profundo resentimiento. Implican que su sola presencia en la puerta de su casa no es legítima, que debe justificarse. Esta lógica de la sospecha es casi metafísica y existencial. Estos jóvenes se dicen a sí mismos que se los controla por lo que son y no por lo que hacen. Estas experiencias dejan huellas duraderas en sus vidas. En el curso de mis investigaciones, compruebo hasta qué punto estas heridas dejan huella: ya pasando los treinta años de edad, el miedo a la policía continúa vigente. La relación con el Estado ha sido dolorosa, la promesa republicana no se ha cumplido. Sin duda, esto explica en parte la desafección política de los habitantes de las urbanizaciones y su desconfianza hacia quienes encarnan el poder.
Esta desconfianza es lo que explica que las instituciones públicas sean el blanco de quienes se levantaron, ya se trate de las alcaldías, de los coches de la policía, las comisarías, la cárcel de Fresnes o incluso, de forma más contradictoria, edificios escolares o de instituciones socioeducativos como mediatecas o centros de barrio, asimilados por los jóvenes a un Estado con el que su relación es, como mínimo, conflictiva y marcada por profundas desigualdades estructurales.
Por otra parte, el aumento de los “saqueos” dio a la revuelta un aspecto de “revuelta del hambre” que suele verse en otro tipo de movilizaciones, como los levantamientos o las manifestaciones en países o regiones semicoloniales. Este “saqueo” es la consecuencia de las graves privaciones que se han impuesto en los últimos años, desde el primer confinamiento por la pandemia de covid-19, acompañado de su cuota de medidas arbitrarias y represivas, hasta la inflación y el aumento del costo de vida. Aunque cualquier disturbio puede ir acompañado de escenas de “pillaje”, la magnitud del fenómeno marca un salto cualitativo, ligado al deterioro de las condiciones de vida y a la frustración existente en los barrios populares en cuanto al acceso al consumo, promovido por todos los medios de comunicación pero negado en la práctica a sectores cada vez más amplios de la población. Como señaló una periodista de Mediapart al entrevistar a Safia, vecina de Montreuil:
También mencionó la inflación, que golpea duramente a las familias pobres y de clase media: los huevos y la leche han duplicado su precio. “Anoche vi a algunos muy jóvenes saliendo con bolsas de comida llenas hasta el tope, se te partía el corazón”. En el barrio, varios vecinos relatan las mismas escenas vistas desde sus balcones, con jóvenes empujando carritos de compra a la salida del supermercado Auchan –que fue saqueado a una escala mucho mayor que las tiendas del centro de la ciudad, al igual que la tienda de descuento Aldi, cerca de Romainville–. “Era como si estuvieran comprando para sus madres”, dijo una vecina. El vigilante de seguridad del supermercado confirmó: “Se han llevado todo, la tienda está vacía”.
Tales acciones también fueron posibles gracias a un envalentonamiento gradual de los rebeldes. A medida que avanzaban las noches de enfrentamiento, la ira y el levantamiento se extendían a nuevas ciudades y los jóvenes se iban dando cuenta de que también podían atacar grandes centros comerciales. En otros casos, el saqueo de comercios puede expresar el resentimiento por la gentrificación. Como explica Julien Talpin, sociólogo e investigador del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS) especializado en barrios populares:
En algunos de estos barrios, los comercios y establecimientos especialmente atacados son símbolos de una cierta gentrificación: panaderías de alta gama, tiendas de productos ecológicos, boutiques de lujo, etc. Estos establecimientos representan una transformación sociológica de estos barrios, con la llegada de nuevos residentes con mejor posición económica, y el consiguiente sentimiento entre los residentes más antiguos de verse aún más degradados y excluidos.
La conclusión es que no faltaron motivos para que estallara la bronca en los barrios populares. Incluso podría sorprendernos que la configuración que creó las condiciones para una revuelta generalizada no estallara antes, dada la acumulación de movimientos sociales desde la llegada de Macron al poder y tras el estado de emergencia sanitaria y su cuota de violencia policial. El testimonio de un referente del centro social del barrio de Phalempins, en Tourcoing (Norte), que aparece en Le Monde, ilustra el carácter explosivo de la generación de jóvenes que protagonizó los acontecimientos: “No los tenemos en nuestro radar. Es una generación Covid con la que tenemos muy poco contacto y, en consecuencia, los intentos de mediación, cuando las cosas se descontrolan, son inútiles”.
Una crisis orgánica que llegó a un punto exacerbado
Si hay un lugar donde la fractura entre representantes y representados es más aguda, es en las banlieues. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2022, para frenar a Marine Le Pen, el voto a Jean-Luc Mélenchon fue en general más importante que en cualquier otro lugar, pero son las altas tasas de abstención las que caracterizan a estos sectores. Los movimientos sindicales, políticos y comunitarios siguen siendo menos representativos de la población, como ya ocurría en 2005. Como explica el sociólogo François Dubet:
El contraste con las antiguas banlieues rojas es chocante: esas ciudades comunistas de posguerra no eran ricas, pero contaban con el apoyo de partidos, sindicatos y movimientos de educación popular. Profesores y trabajadores sociales vivían en los barrios donde trabajaban. Desde ese punto de vista, estas banlieues formaban parte de la sociedad. Todo, o casi todo, este personal ha desaparecido. Los mediadores sociales vienen de fuera y los servicios municipales han sustituido a los movimientos de educación popular. No se escucha a los funcionarios y los residentes, especialmente los jóvenes, piensan que no son escuchados. Esta experiencia es tan violenta que lleva a los jóvenes a destruir todo lo que pueda conectarlos con la sociedad: bibliotecas, escuelas, centros sociales…
A lo largo de estos días y noches de enfrentamiento, ni siquiera los mediadores más o menos informales o institucionales parecen haber podido desempeñar un papel de contención, ya se trate de clérigos musulmanes o de dealers. Los primeros se han visto desbordados y su influencia ha sido mucho menor de lo que algunos nos quieren hacer creer. Como admitió en su página de Facebook el imán Azzedine Gaci, de la mezquita Othman de Villeurbanne (Ródano): “Tengo que admitir que, tal y como están las cosas, la mezquita no puede hacer mucho por estos jóvenes. La mezquita no dispone ni de recursos humanos ni, sobre todo, de recursos financieros para ocuparse de estos jóvenes en aprietos”. En cuanto a los narcotraficantes, según los medios de comunicación, hasta el jueves 29 de junio los barrios de Marsella no se habían sumado a la movilización gracias a ellos, como pasó en 2005. Un artículo de Le Figaro señalaba: “De manera que, mientras el país se subleva, los narcotraficantes de Marsella se aseguran de que los habitantes de los barrios se callen y ellos mismos ejercieron un papel de policía para evitar estallidos mayores. Esta explicación es compartida por la inmensa mayoría de las autoridades policiales y judiciales de Marsella”. Pero los acontecimientos del viernes, con el epicentro de la movilización desplazándose a Marsella y desbordando a la policía, demuestran que los narcotraficantes también se vieron desbordados. Una vez más, esto no tiene precedentes.
Esta crisis de los cuerpos intermediarios, ya constatada en la época del movimiento de los Gilets jaunes, socava todos los mecanismos desarrollados a lo largo del siglo XX para pacificar los conflictos sociales. La falta de herramientas de contención explica las vulnerabilidades a las que se ve sometido regularmente el poder. Como explica un periodista de Les Échos sobre Macron: “Hablaba de apaciguamiento mientras se encuentra ante una situación de seguridad inédita desde los chalecos amarillos. ‘Ya no hay cuerpos intermediarios, por lo que ya no hay válvula de escape. Cuando hay una chispa, explota’, señala un asesor”.
Una situación agravada, en el caso de los barrios populares, por la política represiva del macronismo que, en el marco de su campaña racista contra el “separatismo”, ha utilizado todos los medios legales a su alcance para reprimir, discriminar e incluso disolver organizaciones antirracistas o musulmanas y, más ampliamente, por la persecución del régimen contra colectivos autónomos como el Comité Adama y la familia de Assa Traoré, a los que tiene en el punto de mira desde las históricas movilizaciones en París tras la muerte de George Floyd. No es de extrañar, en estas condiciones, que la bronca termine expresándose por medio de una revuelta abierta para tratar de hacerse oír.
Tendencias a la guerra civil
El asesinato de Nahel ha vuelto a sacar a la luz de forma dramática las condiciones de segregación y lo postergadas que se encuentran, en Francia, las capas sociales racializadas que componen una gran parte del mundo obrero, en particular sus segmentos más precarios y explotados. Las poblaciones racializadas y los jóvenes de los barrios se enfrentan a un Estado cuyas prácticas de sometimiento de los nativos en las antiguas colonias continúan bajo otras formas, con una tradición de mantenimiento del orden, de control y, en caso necesario, de represión, que hunde sus raíces en la época colonial. Es ilustrativo el hecho de que el epicentro de la revuelta sea el suburbio parisino de Nanterre, que en los años sesenta era un bidonville, un barrio bajo, subproducto de la guerra de Argelia (1954-62), que provocó un fuerte aumento de las oleadas migratorias hacia la metrópoli desde el país que luchaba por la independencia. Así pues, la revuelta actual debe considerarse en el contexto de la gestión imperialista que el Estado francés hace de sus periferias, en términos geográficos, sociales y raciales.
Esta gestión se ve acentuada por la profundización de las características centralizadoras y autoritarias del Estado francés, a las que ya hemos aludido en otros artículos. Como decíamos antes, estas tendencias bonapartistas agravan la crisis estructural de los cuerpos intermediarios, ya de por sí maltrechos como consecuencia de la contrarreforma neoliberal. Así, a nivel de las organizaciones políticas, el partido presidencial nunca ha tenido tan pocas raíces en la Francia obrera y popular, en particular en las banlieues. Aunque el discurso de Macron sobre el “auto-emprendedor meritorio” puede haber tocado una fibra sensible durante un tiempo en los barrios, en particular durante la primera campaña electoral en 2017, ya no tiene ninguna resonancia. Como señala L’Opinion:
El Renaissance [el nombre actual del partido de Macron, ex La República en Marcha, N. del T.] sigue siendo percibido únicamente como el partido de las metrópolis. Esto es injusto, porque la formación de Emmanuel Macron ha conquistado otros territorios, como el campo y las ciudades medianas de derecha, aunque no los barrios periféricos. Al contrario, en 2017, con su promesa de acabar con el “arresto domiciliario” de los jóvenes de las banlieues, Emmanuel Macron se había ganado a una parte de este electorado. El partido de gobierno obtuvo tres escaños en Seine-Saint-Denis. Los perdió todos en 2022 [1].
A esta fractura entre el Estado y la población, a este vacío de cuerpos intermediarios en un espacio geográfico y social habitado por lo que el Estado percibe como el “enemigo interior”, los está llenando cada vez más la policía como sujeto institucional, con toda la impronta y persistencia de su herencia colonial, como lo demuestra el aumento de la violencia policial. Como explica el investigador e historiador de las banlieues, Hacène Belmessous, en su Petite histoire politique des banlieues populaires:
La policía de las banlieues populares se ha entronizado como el agente de cohesión social de la vida de estas zonas. Contiene las influencias de todas las instituciones públicas (escuelas, servicios sociales, proveedores de viviendas sociales, etc.) dentro de los límites del poder que se ha arrogado, multiplicando la presión externa sobre el gobierno y la presión interna sobre los funcionarios y administraciones locales, imponiendo sus formas de regulación en determinados arbitrajes políticos y el control de la vida social de los habitantes. Los diferentes gobiernos han cedido a sus exigencias hasta tal punto que la policía tiene ahora en sus manos todos los poderes: de seguridad, sociales, políticos, jurídicos, morales y normativos. No cabe duda de que esta deriva evidencia una terrible regresión democrática en los barrios populares.
Esta intensificación del control de los barrios populares por la policía, notoriamente alineada en lo político con la extrema derecha, es la razón principal de la revuelta de los suburbios.
Frente a la sublevación de los jóvenes de los barrios populares, la radicalización de la policía revela los primeros signos de una tendencia a la guerra civil.
La declaración marcial y ultraviolenta de los sindicatos Alliance y UNSA Policía, que encabezaron las últimas elecciones profesionales dentro de la policía, no deja lugar a dudas. Basta con citar algunas de sus palabras: “frente a estas hordas salvajes, ya no basta con exigir calma, hay que imponerla”, “ahora no es el momento de la acción sindical, sino de la lucha contra estas ‘plagas’”, “estamos en guerra”, “ya sabemos que volveremos a vivir esta situación de puro desorden”. El sentido político de este tipo de declaraciones es presionar al ejecutivo y a toda la clase política, e incluso amenazar con imponer por la fuerza un régimen en el que la libertad de matar esté todavía menos cuestionada que en la actualidad. El objetivo es la impunidad policial absoluta, un régimen de terror exacerbado contra las poblaciones racializadas. Se trata de una amenaza de las fuerzas de represión que debe tomarse tanto más en serio en tanto que el régimen actual es el resultado de un golpe de Estado militar frente a una IV° República que estaba sumida en la guerra de Argelia.
Sin embargo, una transición hacia un mayor grado de bonapartismo podría resultar arriesgada para el gobierno. Siempre existe el riesgo de que un golpe de fuerza bonapartista, que no tenga suficientemente en cuenta la relación de fuerzas, provoque una reacción del movimiento de masas. De hecho, a pesar de la derrota del movimiento por las pensiones, las fuerzas del movimiento obrero están esencialmente intactas, aunque estén encorsetadas por la Intersindical. Ni hablar de los jóvenes, sobre los que los sindicatos tienen poco control. Esto explica probablemente la prudencia mostrada por el campo presidencial frente a los sindicatos policiales y la presión de la derecha y la extrema derecha, en particular frente a su negativa a declarar el estado de emergencia, muchas de cuyas medidas se incorporaron al derecho común en 2017. Una escalada en el frente securitario podría ser contraproducente y extender la crisis a todo el país, no solo a los barrios populares. Como señaló un asesor del Elíseo, “Emmanuel Macron mantiene un dispositivo policial de 45.000 efectivos como medida disuasoria, pero ‘sin el escalamiento de medidas simbólicas, ineficaces y extremistas. Si hubiera cedido, los franceses habrían pasado el [primer] fin de semana [de julio] bajo estado de emergencia y toque de queda’”. En un momento en que la población es muy sensible a los elementos más bonapartistas de la V° República, como demostraron las reacciones al uso del artículo constitucional 49.3 durante la reforma de las pensiones, declarar el estado de emergencia representaba un riesgo que Macron no quería correr.
Sin embargo, los riesgos de una deriva aún más bonapartista están siempre presentes. Como señaló Le Figaro en relación con los sucesos de finales de junio y principios de julio:
Al lanzamiento de proyectiles y artefactos incendiarios, la policía y los gendarmes han respondido hasta ahora lanzando gases lacrimógenos y granadas propulsadas por cohetes. “Pero si alguien dispara un tiro y alguien muere, sea del bando que sea, nos sumergiremos en otra dimensión, que ya no sería controlable”, suspira un prefecto, sin dejar que se le escape el término “guerra civil”.
La idea de un desenlace semejante también se ve reforzada por las iniciativas tomadas por pequeños grupos vinculados a la extrema derecha en varias ciudades como Chambéry, Lyon y Angers. En Lorient, la noche del 30 de junio al 1 de julio, una treintena de personas participaron en la represión junto a la policía, entregando a jóvenes tras atarles las muñecas con bandas de plástico. Desde entonces, el ejército ha abierto una investigación sobre la probable presencia de miembros de la Armada nacional entre el grupo que se autodenominaba “antivandalismo”.
Una cosa es segura: la persistencia de esta segregación racial, ligada a la continuidad de la gestión colonial de las poblaciones racializadas, acelera la tendencia a la confrontación entre las fuerzas reaccionarias, por un lado, y las tendencias liberadoras del movimiento de masas, por el otro, dando un ritmo y un carácter diferentes a la lucha de clases e imponiendo responsabilidades al movimiento obrero y a los revolucionarios en su seno.
Los barrios están menos aislados que en 2005
El intento del gobierno de desacreditar el movimiento negándole todo contenido político y destacando su “ultraviolencia” pretende crear un cordón sanitario reaccionario entre los jóvenes de los barrios populares y el resto de la población. Es lo que subrayó sin rodeos el vocero del gobierno, Olivier Véran, en France Info el 2 de julio: “Ya ha habido movimientos reivindicativos, a veces marchas con tintes de violencia, pero una violencia contenida. Aquí no hay ningún mensaje político. Cuando se saquea una tienda Foot Locker, Lacoste o Sephora, no hay ningún mensaje político. Es pillaje”. Al mismo tiempo, la crisis de seguridad está siendo utilizada por la extrema derecha para exigir una vuelta de tuerca autoritaria. En este contexto, y por el momento, una mayoría de la opinión pública condena la “violencia” contra los edificios públicos y la policía.
Esto diferencia la revuelta actual del levantamiento de los Gilets Jaunes, que ha conservado un alto nivel de apoyo entre la opinión pública a pesar de una serie de episodios de “violencia” como, por ejemplo, el ataque a la prefectura en Le Puy-en-Velay, la vandalización parcial del Arco del Triunfo el 1° de diciembre de 2018 y la entrada a la fuerza por la puerta de un ministerio utilizando una máquina de construcción el 5 de enero de 2019. El hecho de que los objetivos elegidos por los jóvenes durante el movimiento no siempre estuvieran tan explícitamente asociados con el poder y el Estado y, sobre todo, la existencia de un racismo sistémico, explican en parte este diferencial en el apoyo público.
Sin embargo, los barrios populares estaban menos aislados en 2023 que en 2005. Como señala Alain Bertho, especialista en el fenómeno de los disturbios, “en 2005, los informativos de France 2 hablaban primero del escándalo de los coches quemados, luego de la muerte de los niños, y las reacciones políticas se ajustaban a esta jerarquía de la información. Había consenso en el llamamiento a la calma, lo que dejó a estos niños absolutamente solos”. Así pues, es bastante sintomático que, a pesar de la histeria reaccionaria dirigida contra los jóvenes de los barrios presentados como delincuentes, el 20 % de los franceses y el 40 % de los menores de 25 años comprendan la violencia contra los policías, según una encuesta de Elabe. Además, la mayoría rechaza el asesinato de Nahel por la policía. El 53 % de los franceses está de acuerdo con las declaraciones de Emmanuel Macron al día siguiente de la muerte de Nahel, calificando su muerte de “inexplicable” e “inexcusable”. Esta opinión es más compartida por los menores de 25 años (71 %). Desde un punto de vista político, convence al 66% de los votantes de Jean-Luc Mélenchon y al 64 % de los de Macron.
Aunque las causas de este cambio entre 2005 y hoy son diversas, el hecho de que las nuevas generaciones de activistas se hayan visto afectadas por la represión es una de las más importantes. Como señala Bertho:
La movilización contra la reforma de las pensiones y, antes de eso, los “chalecos amarillos” hicieron que esta generación de activistas tomara conciencia de la violencia policial impune que sufren los barrios desde hace años. La considerable intensificación de la represión policial ha desmarginalizado a estos jóvenes y a estos barrios, y ha cambiado la mirada que hoy se tiene sobre ellos.
En el plano de la vanguardia, uno de los hitos de este lento proceso de toma de conciencia se encuentra también en el avance del movimiento antirracista, posibilitado en particular por la politización en torno a esta cuestión, que se expresó entre los jóvenes con una masividad sin precedentes en junio de 2020, pero también en los vínculos creados entre algunas de sus organizaciones y el resto del movimiento social.
En este sentido, podemos mencionar las convergencias que se han construido con el movimiento ecologista en los últimos años, pero también con estructuras de autoorganización del movimiento obrero como la Intergare, que surgió de la batalla de los ferroviarios y formó un “Polo Saint-Lazare” en 2018 junto al Comité Adama durante el movimiento de los Chalecos Amarillos. Alianzas fomentadas, además, por la profunda relación que toda una parte de la clase obrera de los barrios populares tiene con estos temas. Desde la huelga de transportes de 2019-2020, dirigida en la RATP [transporte metropolitano de París] y la SNCF [empresa estatal de ferrocarriles] por numerosos trabajadores que reivindican la experiencia de las revueltas de 2005, hasta la marcha blanca por Nahel del 29 de junio, en la que estuvieron presentes militantes de la SNCF y de los trabajadores de la energía, amplias franjas del mundo obrero comprenden íntimamente que la violencia policial y la lucha contra el racismo son también batallas de clase.
Estos factores explican la reacción de sectores de la izquierda, como La Francia Insumisa, que se negaron a llamar a la “calma” a pesar de las presiones del Estado para que lo hicieran, así como el amplio frente de organizaciones políticas y sindicales, incluida la CGT, y colectivos que expresaron su apoyo a los barrios obreros en un comunicado publicado el 5 de julio. Esta posición marca una ruptura y un avance con respecto a la situación de 2005. Por otra parte, lamentamos que haya llegado demasiado tarde y también su lógica de interpelar al gobierno, que no ha permitido constituir la base de un verdadero frente de acción al servicio de una movilización en defensa del levantamiento, contra la represión y la violencia policial, por la justicia y la verdad sobre el asesinato de Nahel y todos los demás asesinatos de jóvenes por la policía.
Frente al conservadurismo de la Intersindical, necesitamos urgentemente una política que libere la energía de los explotados
A juzgar por las reacciones del ejecutivo y del gobierno, parece que el levantamiento en los barrios a lo largo de una semana generó más crisis en la cúpula del Estado que catorce días nacionales de movilización de la Intersindical para presionar al gobierno. Los jóvenes movilizados en los enfrentamientos con la policía, así como los sectores más explotados del mundo obrero, no pudieron ser encauzados por la estrategia de la Intersindical, verdadera máquina de crear un sentimiento de impotencia. Sin embargo, su levantamiento se inscribe plenamente en la secuencia y la brecha abierta por el movimiento de las pensiones, y anticipa probablemente la radicalización de sectores más amplios de la clase obrera. Como informa Le Monde:
En Aubervilliers, la comisaría fue atacada con fuegos artificiales por jóvenes. “Algunos de ellos fueron alumnos míos”, confía un profesor de un instituto de la ciudad. Tienen entre 18 y 21 años, “no son básicamente jóvenes violentos”, sino más bien del tipo “al que le gusta pasar el rato en el centro de la ciudad escuchando música”, y han empezado a trabajar o están buscando un empleo. “Dicen que Nahel podría haber sido uno de sus compañeros. Le tienen bronca a una policía violenta. Para ellos, es la mejor manera de hacerse oír. Dicen que las manifestaciones no sirven para nada, que hay que destrozar todo”.
En este sentido, esta explosión arroja luz sobre la actitud de la Intersindical en los últimos meses. Si la Intersindical luchó contra cualquier movimiento que saliera del marco estrictamente sindical y defensivo, y contra la ampliación de las reivindicaciones durante el movimiento de las pensiones, fue también porque temía que si se pasaba a la ofensiva se llegara a una situación que no podría controlar. Las razones de la política conservadora de la Intersindical hay que buscarlas más en este miedo a un movimiento explosivo de las masas oprimidas que en una incapacidad objetiva de los sectores más precarios o empobrecidos de la clase para unirse a la movilización contra la reforma de las pensiones. Esta negativa de los dirigentes sindicales a unificar el potencial de lucha del conjunto de la clase obrera es la responsable de que la angustia y la rabia de los sectores más explotados del mundo del trabajo se expresaran de forma aislada y esencialmente “negativa” o “sin sentido”.
Por el contrario, si se hubiera combinado con la fuerza recobrada del movimiento obrero organizado en la lucha contra la reforma de las pensiones podría haber abierto una situación abiertamente prerrevolucionaria en el país. Frente al callejón sin salida de la política institucional de las direcciones políticas y sindicales del movimiento obrero, confirmado una vez más por la derrota en la batalla de las pensiones, la juventud de los barrios obreros demostró que no puede haber victoria sin hacer temblar y doblegar al Estado y al régimen político de la V° República.
Una vez más, frente a estas perspectivas reaccionarias, la cuestión central para el período que viene es cómo unir la fuerza de todos los explotados en una contraofensiva contra Macron y el Estado capitalista. El desafío consiste en fusionar el cuestionamiento objetivamente anticapitalista del mundo obrero que supo habitar el movimiento contra la reforma de las pensiones, la determinación de los trabajadores y de los jóvenes, con los métodos de los Gilets jaunes, tanto de la “Francia suburbana” como de las banlieues, y la eficacia de los métodos de lucha del proletariado, demostrada por ejemplo durante la huelga de las refinerías en otoño de 2022, que estuvo a punto de paralizar el país. Todas estas fuerzas ya existen en potencia, como han demostrado los episodios más recientes de la lucha de clases. Lo que hay que hacer es dotarlas de un proyecto emancipador, de una estrategia y de una dirección con voluntad de vencer. Esta es la tarea del momento.
Traducción: Guillermo Iturbide
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