Entrando en el día once de la huelga, la determinación de los huelguistas es ejemplar. Ya en su activo tienen un gran mérito histórico de rehabilitar, en las condiciones de fragmentación de la clase obrera del siglo XXI y después de años de ofensiva neoliberal, el método de la huelga. Y aunque con más dificultades, y acompañando a lo anterior, distintos tipos de piquete de huelga, algunos más duros, otros de convencimiento, en muchos casos con ayuda externa, como la de estudiantes y profesores.
Por su parte, el apoyo de la población, a pesar de las enormes dificultades de desplazamiento, es también sorprendente. Es que la gran mayoría de la gente comparte el mismo rechazo o preocupación que los huelguistas sobre la regresión jubilatoria, y a la vez están cansados de Macron y su insoportable arrogancia de clase. Ya la sublevación de los Gilets Jaunes [Chalecos Amarillos] había mostrado el mismo fenómeno desmintiendo a periodistas del régimen quienes, como opinólogos en los paneles de los programas de televisión, afirmaban con seguridad que el aumento de la violencia del movimiento iría disminuir el apoyo y la simpatía. Sábado a sábado se fueron rompiendo la cabeza contra la pared, como ahora frente a las grandes molestias ocasionadas por la huelga y su nueva campaña sobre la necesidad de una tregua en Navidad, haciéndose eco de las presiones del gobierno. Este último ha recibido la ayuda de su principal oponente de extrema derecha, Marine Le Pen, que hasta ahora apoyaba de palabra la huelga, a diferencia de otros conflictos del movimiento obrero donde se oponía frontalmente con el objetivo de aprovechar su capitalización a río revuelto. Pero el falso apoyo de Le Pen para Navidad ya era demasiado [1].
El punto más débil de los sectores en huelga, por el momento, es la debilidad de la autoorganización. Aunque hay distintas asambleas interprofesionales por ciudades que generalmente realizan actividades de apoyo a la huelga, así como también asambleas de los huelguistas en los lugares de trabajo, los intentos de coordinación son débiles. Hay de hecho una insubordinación de la base que hace a su fuerza, en especial en la RATP [empresa de transporte urbano de París], que es la vanguardia indiscutida de la huelga por su combatividad, que tiene confianza en sus fuerzas y en la potencia de la huelga pero, salvo excepciones, esto no los empuja a dar un salto en la organización incluso de asambleas soberanas en muchos lugares, y menos a dar pasos en la organización.
Las direcciones sindicales: entre negociar a espaldas de los trabajadores y poner obstáculos a la concretización de la huelga general
Por su parte las direcciones sindicales que, por el momento, mantienen el control del movimiento, están muy por detrás de la radicalidad y determinación que manifiestan los huelguistas. La provocación gubernamental del pasado miércoles le ha costado a Macron perder el apoyo de la CFDT, la central abiertamente colaboracionista que sostenía abiertamente la jubilación por puntos. Esta provocación consistió en el aumento de la edad mínima a 64 años para cobrar una jubilación plena, que se aplicará progresivamente a todos los trabajadores desde 2022 y que implica de hecho un alargamiento de los años de trabajo necesarios para jubilarse. Ya difícil frente al movimiento de protesta en curso, desde el miércoles la situación de su dirección es muy complicada, lo que explica el llamado de Laurent Berger, su secretario general, a marchar el próximo martes junto a los que se oponen al conjunto de la reforma. Como resume Raymond Soubie, presidente del grupo asesor en estrategia social Alixio y ex consejero social durante la presidencia de Sarkozy: “La CFDT no quiere aparecer como aliada del gobierno”. Para Soubie, la posición de la central "no es fácil de mantener, en particular porque, en 2015, había firmado un acuerdo que establecía un mecanismo comparable al de la edad de equilibrio en el régimen de pensiones complementarias del régimen privado Agirc-Arrco”. El Sr. Berger camina sobre una cresta muy estrecha, y además está expuesto –como otros dirigentes sindicales– a la presión de parte de su base.
Pero detrás de bambalinas, este fin de semana los intercambios telefónicos y los arbitrajes entre Bercy [el Ministerio de Economía y Finanzas], Matignon [la residencia del Primer Ministro] y el Elíseo [la presidencia] por un lado, y los líderes de las confederaciones reformistas por otro, se han multiplicado. El Ejecutivo busca febrilmente vías para tener la oportunidad de desbloquear la situación, al menos parcialmente. En la SNCF [empresa nacional de ferrocarriles] y la RATP, Matignon invitó a los gerentes de las empresas a explorar el camino de medidas para las distintas categorías de trabajadores que “suavizaran” un poco más la transición al nuevo régimen jubilatorio . Finalmente, el gobierno siempre tiene la esperanza de “desenganchar” a los maestros de las filas de la oposición a la reforma –a las cuales proporcionan grandes batallones– tratando de limitar la huelga solamente a los empleados del transporte.
Por su parte, las direcciones que se dicen combativas, como hemos explicado la semana pasada en “La perspectiva concreta de la huelga general en Francia y sus adversarios”, continúan en su línea de canalizar la bronca. En vez de declarar y establecer un plan efectivo para concretizar la huelga general, estas se contentan con los llamados a realizar “momentos fuertes” como la próxima jornada nacional de huelga y movilización del 17 de diciembre. No obstante, sin negarnos a aprovechar estas jornadas de acción, lo que verdaderamente necesitamos es un plan para ganar.
El mensaje del primer ministro Édouard Philippe fue totalmente claro: el gobierno está decidido a no ceder nada esencial. Con una política demagógica hacia los sectores más precarizados de la clase a la vez que una serie de falsas concesiones para confundir a los opositores a la reforma, busca desmoralizar a los huelguistas detrás de una muestra de firmeza que busca convencerlos de que sus esfuerzos y sacrificios son en vano. Es cierto que con esta actitud de terquedad oculta su preocupación y debilidad frente al creciente aislamiento en la población, donde el mensaje de Édouard Philippe no pasó, y que su apariencia de valentía puede ser el preludio a ceder, como vimos con Juppé en 1995.
Pero desde esa época la burguesía francesa sacó lecciones de ese retroceso parcial en la lucha de clases, a la vez que se radicalizó en su determinación contrarrevolucionaria después de la crisis de 2008, a pesar de sus debilidades estructurales y hegemónicas tanto en sus bases de apoyo social como en la efectividad de su discurso neoliberal. Su credibilidad política está en juego, en especial frente al electorado más reaccionario que Macron prefiere conservar para las presidenciales de 2022. Como dice Cécile Cornudet en "Cuando Macron juega su mano derecha hasta el límite":
Emmanuel Macron, debilitado por la crisis de los Chalecos Amarillos, no quiere correr el riesgo de perder su última base, la de los votantes de derecha. Si renuncia a su ambición, lo dejarán. Si daña lo que queda de su imagen positiva, puede renacer una alternativa entre él y Le Pen. Esta apuesta es muy arriesgada socialmente. Basta con ver las reacciones de los sindicatos el miércoles: está a punto de tener lugar en la calle una larga pelea. Puede sacudir a la mayoría parlamentaria, que durante mucho tiempo creyó que el segundo acto rimaría con la "pata izquierda" del macronismo [2]. Pero el macronismo ha seguido precisamente el camino de la reforma de las pensiones.
A su vez, mostrando su satisfacción frente a los arbitrajes gubernamentales, la patronal de la MEDEF pone de manifiesto cómo esta reforma es central para la gran burguesía francesa: además de la reducción presupuestaria que debe hacerse a costa de los trabajadores, busca desarrollar a mediano plazo el jugoso mercado de la jubilación por capitalización. Visto lo mucho que está en juego para el gobierno y la patronal, este no cederá si la perspectiva de la generalización de la huelga a otros sectores no se concreta, es decir, sin que la huelga se transforme en una verdadera huelga general política, en una HUELGA GENERAL que abra una crisis de régimen, es decir, una crisis revolucionaria.
Por un pliego de reclamos del movimiento obrero para extender la huelga
El Ejecutivo es bien consciente de la potencialidad revolucionaria –aunque no lo diga con esas palabras– de la lucha de las jubilaciones. Así como cuenta la editorialista de Les Echos antes citada, el gobierno está en estado de alerta:
El problema de la reforma de las pensiones no debería provocar una crisis del sector público, porque ya que el impuesto a las emisiones de carbono en su momento prendió fuego a los Chalecos Amarillos en lo que podría llamarse una crisis del sector privado", dijo otra fuente cercana. En los tres sectores identificados, la cuestión no es tanto la jubilación como las condiciones de trabajo, que se han deteriorado considerablemente en los últimos años. Aunque rápidamente dejó de lado sus ambiciones de una reforma de gran alcance del sector público, el equipo de Macron sabe que, a medio plazo, le llevó demasiado tiempo darse cuenta de la magnitud del malestar. Como no había visto la pérdida de poder adquisitivo y el sentimiento de abandono de las clases medias en las rotondas.
Pero mientras el gobierno hace todo lo que está a su alcance para “descoagular” las diferentes cóleras, las direcciones sindicales miran una vez más para otro lado. Limitarse a plantear la suspensión de la reforma y proponer la discusión de otra nueva, como plantea la dirección de la CGT, no puede ser un programa que entusiasme al conjunto de los sectores del movimiento obrero. Los trabajadores más precarizados no se van a lanzar a huelgas prolongadas que implican enormes sacrificios y riesgos importantes si no ven la perspectiva de ganar. Por su parte los trabajadores más jóvenes dudan en movilizarse por un problema que algunos ven lejano, sobre todo cuando su realidad cotidiana está llena de carencias y condiciones de superexplotación, que es lo que esconde el trabajo precario.
La realidad es que en un contexto de ofensiva capitalista y regresión social generalizada, como es la realidad del capitalismo contemporáneo, agravado después de 2008, la lucha contra tal o cual reforma es insuficiente para mejorar su realidad, que ya es dura. Solo un programa que partiendo de lo defensivo abra la perspectiva de pasar a la ofensiva podría ganar la simpatía de las capas más amplias de la clase obrera. Un programa que incluya la demanda de aumento de salarios y del poder adquisitivo que levantó el movimiento de los Chalecos Amarillos. Un programa de desarrollo de los servicios públicos y de un plan de obras públicas para las zonas periurbanas aumentando la cantidad y la calidad de los servicios, a la vez que la construcción masiva de viviendas sociales en las banlieues que pueda sacar a la mismas de la situación de “ghetto social” a la que están condenadas. Al mismo tiempo, para crear empleos para miles de trabajadores desocupados, a quienes la reforma del seguro de desempleo 2019 (reforma Macron), a la que las direcciones sindicales dejaron pasar sin lucha, impuso mayores condiciones para merecer el seguro de desempleo. Otra parte del programa debe ser la creación masiva de empleo público, el aumento de los salarios congelados durante años y el fin de todos los contratados, así como la derogación de las leyes laborales de Hollande y Macron que han precarizado el empleo y aumentado su dureza en la gran mayoría de las fábricas o servicios del sector privado ya sean grandes, medianas o pequeñas empresas. Por supuesto, este programa también debería requerir la anulación de la reforma actual, el aumento de las pensiones, las jubilaciones y de la “ancianidad mínima”, que no deberían ser inferiores a 1.800 euros, así como el retorno a las anualidades de 37,5 cotizados y el derecho a jubilarse a los 60 años, tanto en el sector público como en el privado.
La nivelación de las conquistas sociales hacia arriba debe ser la demanda de todo el movimiento obrero, algo opuesto por el vértice a la lógica de precarización, baja del nivel de vida de los activos y los pasivos, así como el deterioro de las condiciones de trabajo, es decir, de un avance de la superexplotación que busca la ofensiva neoliberal, que quiere volver lo más posible a las condiciones de trabajo del siglo XIX obligada por la desenfrenada competencia internacional. Solo un programa de este tipo podría hacer efectiva la demanda de “Macron dimisión”, que desde los últimos días se empieza a retomar de a poco, a pesar del control de las direcciones sindicales y su marchas folklóricas y poco combativas.
En la década de 1930, cuando los efectos de la Gran Depresión se hicieron sentir en Francia y antes de la oleada de huelgas que condujo a las ocupaciones de fábricas y al comienzo de un proceso revolucionario, León Trotsky criticó la lógica sindicalista y corporativista de la dirigencia del entonces Partido Comunista Francés (PCF), una lógica muy similar a la de las direcciones sindicales contestatarias de hoy en día. Al señalar los límites de esta orientación, Trotsky enfatizaba cómo
La enunciación de las reivindicaciones inmediatas está hecha en forma muy general: defensa de los salarios, mejoramiento de los servicios sociales, convenios colectivos, “contra la carestía”, etc. No se dice una palabra sobre el carácter que puede y debe tomar la lucha por estas reivindicaciones en las condiciones de la crisis social actual. Sin embargo, todo obrero comprende que, con dos millones de desocupados y semiocupados, la lucha sindical por los convenios colectivos es una utopía. En las condiciones actuales, para obligar a los capitalistas a hacer concesiones serias es necesario quebrar su voluntad; y no se puede llegar a esto más que mediante una ofensiva revolucionaria. Pero una ofensiva revolucionaria que opone una clase contra otra no puede desarrollarse cínicamente bajo consignas económicas parciales. Se cae en un círculo vicioso. Aquí está la principal causa del estancamiento del frente único. La tesis marxista general de que las reformas no son más que los subproductos de la lucha revolucionaria en la época de la declinación capitalista tiene la importancia más candente e inmediata. Los capitalistas no pueden ceder algo a los obreros más que cuando están amenazados por el peligro de perder todo. Pero incluso las mayores “concesiones” de las que es capaz el capitalismo contemporáneo (acorralado él mismo en un callejón sin salida) seguirán siendo absolutamente insignificantes en comparación con la miseria de las masas y la profundidad de la crisis social. He aquí por qué la más inmediata de todas las reivindicaciones debe ser la consigna de la expropiación de los capitalistas y la nacionalización (socialización) de los medios de producción. ¿Que esta reivindicación es irrealizable bajo la dominación de la burguesía? Evidentemente. Por eso es necesario conquistar el poder” (“Una vez más ¿adónde va Francia?”).
Pero, a pesar de la determinación de los sectores que ya están en huelga, las direcciones sindicales llamadas contestatarias no muestran una perspectiva, una determinación y una estrategia para ganar contra Macron y su plan neoliberal. La dirección de la CGT se opone radicalmente a darle una orientación ofensiva al movimiento; es que teme como la peste desencadenar una lucha de carácter revolucionario como en 1936 o 1968. No es otro el significado de que hayan abonando el terreno del “diálogo” con el gobierno, la comedia de la “democracia social” durante 18 meses. Por eso la tarea de que los huelguistas tomen el control de la huelga y se autoorganicen es vital, como hemos planteado en el anterior artículo.
Que planteemos una estrategia de autodeterminación de los huelguistas y un programa que unifique a las diferentes capas de los trabajadores y al conjunto de los explotados no significa que pensemos que marchando en esta dirección la victoria está asegurada. La combatividad de las masas solo puede verificarse en la lucha misma. Pero para lograr una victoria no es posible seguir otro camino. Lo que está claro es que la política de las direcciones sindicales constituye un serio obstáculo para un salto de la movilización en curso. Es necesario y urgente imponer un viraje: los trabajadores ferroviarios, los de la RATP, los maestros y los trabajadores de las refinerías no podrán resistir indefinidamente. O se unen rápida y masivamente otros sectores o el gobierno ganará esta batalla.
Por un “nuevo orden” frente a la crisis y el desorden capitalista
El movimiento actual constituye, sin lugar a dudas, el movimiento huelguístico más importante desde 1995. Sin embargo, a diferencia de aquel, las condiciones sociales y sobre todo políticas son cualitativamente diferentes: la Francia obrera y popular, la Francia de abajo, no cree más en la Francia de arriba. El viejo periodista alineado con el régimen Alain Duhamel la llama “Una huelga por sospecha”, para diferenciarla de la definición con que el politólogo Stéphane Rozès había bautizado “huelga por delegación” a lo que constituía el más grande movimiento social después de mayo de 1968 hasta ese entonces. Dice Duhamel: "La huelga de diciembre de 2019 subraya el repentino descenso de la palabra política, esta es la gran diferencia con el movimiento social de 1995".
En menos de un año, el cuerpo social francés se revuelca de nuevo: hace poco los Chalecos Amarillos, ahora el diciembre caliente francés de 2019. La crisis orgánica del capitalismo francés está dando sacudidas sociales recurrentes que empiezan a develar nuevas formas de pensar en las clases subalternas. Así, desde otro ángulo que el periodista antes citado, Marc Abélès, antropólogo político, director de estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS), afirma que: "El movimiento social de 2019 no es solo una extensión de 1995. Es más profundo, cuestiona un futuro angustiante, entre los Chalecos Amarillos y las amenazas ambientales”. Y agrega:
Sin embargo, si miramos más de cerca, hay que tener en cuenta que la referencia a 1995 no refleja las características específicas de la movilización de 2019. Más bien, debe leerse en el contexto del movimiento de los Chalecos Amarillos y el alcance de las angustias que se han expresado, lejos de reducirse a demandas categóricas. Los Chalecos Amarillos atacaban la injusticia fiscal; en este caso, lo que está en juego es el hecho de que el sistema de jubilación, lejos de beneficiar a la parte inferior de la escala, beneficiará una vez más a los más acomodados. Las referencias a la “supervivencia” entre los manifestantes deben tomarse en serio, ya que son el centro de todas las revueltas actuales. Angustia a fin de mes y fantasma del fin del mundo: no hace mucho tiempo, algunos decían que eran capaces de articular los dos frentes. Lo cierto es que la magnitud de las manifestaciones que movilizan a varias generaciones de trabajadores públicos y privados, precarios y en blanco, refleja una conciencia mucho más amplia que antes de los daños causados por la globalización neoliberal, tanto para el presente como para el futuro de las personas. “Queremos vivir, no solo sobrevivir”, dijeron los Chalecos Amarillos. Esta es la cuestión planteada por el cambio en el sistema de pensiones. ¿Qué ocurre en el futuro, cuando entremos en el último período de una vida laboral que para muchos puede verse perturbada por períodos de desempleo o de trabajo precario? Si la reforma de las pensiones está generando una movilización tan amplia es porque plantea frontalmente la cuestión del futuro.
A este carácter más amplio, político, de la lucha, totalmente opuesto a toda reivindicación corporativista, los trabajadores de base lo expresan con sus propias palabras; ¿quién no ha escuchado en el conflicto actual decir “yo lucho no solo por mí sino sobre todo por mis hijos” o “lo que está en juego es una cuestión de sociedad”? Es el rechazo visceral a que los jóvenes sean sacrificados, de allí la negativa obstinada a toda salida sectorial, como quiere hacer pasar el gobierno con sus “concesiones”, más allá de que los huelguistas aún no sean capaces de articular en una reivindicación de fondo estos anhelos profundos. Ya en el pasado, procesos huelguistas más avanzados que el actual tuvieron esa dificultad. Así, el dirigente trotskista belga Ernest Mandel dio un ejemplo paradigmático de lo que decimos:
La huelga general es objetivamente política, porque implica un enfrentamiento con la burguesía en su conjunto y con el Estado burgués, pero no es necesario que eso sea consciente desde el principio. Hay un gran ejemplo histórico en Europa, quizás el más grande hasta mayo del ‘68 que lo confirma, que es el ejemplo de junio del ‘36, cuando no se plantearon reivindicaciones políticas, donde los obreros ocuparon fábricas y aparentemente solo formularon reivindicaciones de tipo económico (reducción de horas de trabajo, licencias pagadas, etc., en el límite del "control obrero"), pero donde el propio Trotsky y todos aquellos que, con un poco de honestidad, examinaron este movimiento, eran muy conscientes del hecho de que lo que estos trabajadores pedían, en el fondo, era infinitamente más profundo de lo que eran capaces de articular. Y sería un error muy grave juzgar la naturaleza de una huelga en base a la capacidad de expresión consciente de quienes la llevan adelante en un momento dado" (subrayado nuestro).
Nuestra obligación como revolucionarios del siglo XXI es –sobre todo después del retroceso de la conciencia obrera por los daños generados por el estalinismo-, ayudar a articular de forma consciente estas primeras expresiones profundas de la nueva generación obrera que está naciendo. Y esta trasformación radical de las condiciones de vida debe ir ligada a las consecuencias de la crisis ecológica, pues como decía una pancarta el 5 de diciembre: "¿De qué sirve la jubilación si no quedará nada del planeta?".
Los Chalecos Amarillos pusieron en alto el grito de “Macron dimisión”. En la lucha actual se comienza a retomar ese grito. Pero, a falta de alternativa política, como era la izquierda en el pasado, los trabajadores quedan a la defensiva: es que después de Sarkozy, Hollande y ahora Macron, ya nadie quiere reemplazar a este presidente odiado por otro político burgués o, peor, por la extrema derecha de Marine Le Pen. Necesitamos otra cosa, necesitamos un “orden nuevo”: un orden socialista que no tenga nada que ver con la caricatura burocrática que hizo el estalinismo de las primeras revoluciones obreras triunfantes de la historia. Necesitamos un gobierno nuestro, de los trabajadores, los jóvenes, la mayoría de la población, para poner fin a todas las políticas al servicio de los capitalistas que solo nos asegura a lo sumo una sobrevivencia lamentable, y a veces ni siquiera eso, como muestran los suicidios en el mundo del trabajo, los agricultores o los intentos de inmolación de los estudiantes. Si, como dicen los huelguistas, es una cuestión de sociedad, debemos organizarnos para cambiar esta sociedad y poner fin a este sistema absurdo, este “gran cuerpo enfermo”, como lo define Pierre Ducrozet. En su última crónica en Libération este dice:
El gran cuerpo enfermo del capitalismo mundial está huyendo de todos lados. Está dolorido, magullado, sin aliento. Treinta años después de la caída del Muro y del comunismo, esta es la gran noticia: el sistema que estaba ganando terreno y que creíamos que era imposible de hundir se está hundiendo. Su corazón está hecho jirones, su hígado está afectado, sus piernas vacilan. Se mantiene en pie, ciertamente, deglutiendo como siempre lo que se le opone, pero repite las mismas frases, tartamudea, su voz ya no funciona. Treinta años después de su supuesto triunfo, el gran cuerpo que se decía imbatible ha llevado al planeta al borde del caos. Tal vez es hora de que se vaya, si hay que hacerle reverencia.
Si hay que terminar de hacerle reverencia, es tiempo de construir un verdadero partido revolucionario que defienda un verdadero derrocamiento del capitalismo y su reemplazo por el socialismo. Sus componentes se encuentran ya en los trabajadores en huelga, en lo más avanzado de los Chalecos Amarillos, en los jóvenes que luchan contra la violencia policial y el racismo de Estado en los barrios, y que es el mismo Estado policial y bonapartista que reprimió a los Chalecos Amarillos y ahora a los piquetes de huelguistas. Necesitamos nuestro Estado, un Estado de los trabajadores y las trabajadoras, que levante un “orden nuevo” [3] en Francia y en Europa. Un Estado basado en la más amplia democracia de la clase trabajadora y el pueblo trabajador, como un medio para nuestro objetivo estratégico, que es acabar con las clases sociales y el Estado, es decir, avanzar a una sociedad comunista.
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