Recurriendo al artículo 49.3 de la Constitución, el Ejecutivo cambió la naturaleza del movimiento actual, no sólo radicalizándolo en los métodos sino ampliando los motivos de la protesta pasando de un movimiento social a un desafío democrático mucho más amplio. Y, una vez más, como con la sublevación de los Gilets Jaunes, son el propio Emmanuel Macron y su respuesta represiva los que están en la línea de mira.
¿Por qué el Estado francés es particularmente violento?
La explosividad de la lucha de clases en Francia es resultado en gran parte del carácter duro del régimen bonapartista de la V República. Estos rasgos vienen de la historia de Francia como construcción estatal, así como de la construcción del régimen gaullista más de una década después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Esto no quita que, en Francia, al igual que el resto de las democracias imperialistas, haya tenido lugar desde el advenimiento del movimiento obrero moderno una integración creciente de los sindicatos y de los partidos reformistas en el sistema político. Así, desde el comienzo de la III República, Francia aprobó numerosas leyes de orientación social que cambiaron su fisonomía. En concreto, las leyes que instituyen la enseñanza gratuita, universal y obligatoria (1881-82); la ley Waldek-Rousseau autorizando la creación de sindicatos (1884); la creación de la inspección de trabajo, las primeras leyes sobre la higiene y la seguridad, la asistencia médica y los accidentes laborales, la célebre ley de laicidad que separa Iglesia y Estado (1905); y la adopción de la jornada de ocho horas (1919). Pero esta tendencia a la “democratización” del Estado de los países capitalistas avanzados fue acompañada, a su vez, por fuertes tendencias centralizadoras y autoritarias. La particularidad de Francia es que estos dos rasgos son particularmente presentes. El Estado es preeminente, en un país en el que la monarquía absoluta creó un aparato administrativo que precedió a la Nación, destruyendo la heterogeneidad local y asegurando la eficacia de la autoridad gubernamental, lo que reforzó luego el jacobinismo tercer republicano. En Francia, el Estado siempre ha estado en el centro de las relaciones sociales o, como dice Claude Serfati, “…las instituciones estatales saturan el espacio de las relaciones sociales”. En su último libro El Estado Radicalizado. La Francia en la era de la mundialización armada, afirma:
El ejército y la policía tienen por misión la mantención del orden social y a ese título forman la base irreductible del Estado. Sin embargo, en Francia sabemos que las instituciones estatales saturan el espacio de las relaciones sociales, lejos de la división Estado-Sociedad civil anunciada por Hegel. Las posiciones respectivas del ejército y de policía en el seno del aparato del Estado son, sin embargo, diferentes. En Francia más que en otros países occidentales, el ejército forma, después de siglos, la columna vertebral del Estado. Después de 1789, ella ha hecho irrupción en la escena política para imponer un nuevo régimen. Todas las repúblicas, del Directorio en 1799 a la IV República en 1958, fueron revertidas por un golpe de Estado respaldado por el ejército. La violenta hostilidad del ejército a la república fue atenuada después de la represión masiva que ella llevó adelante contra los Comuneros –represión que a los ojos de la clase dominante y del gobierno republicano, contaba mucho más que su derrota en la guerra contra Alemania algunos meses antes–.
Y, como dice el mismo Serfati, la V República llevó estas características al extremo:
Pero es solamente con la V República que el ejército ha estado ubicado al centro del Estado y la sociedad francesa. Este enraizamiento sociopolítico de la institución militar descansa sobre tres compromisos dados a la institución militar por De Gaulle y respetados por todos los presidentes: la detentación del arma nuclear asegura la mantención del rango de la Francia en el mundo, una política industrial que hace de la concepción y producción de armas un vector de la innovación tecnológica para toda la industria y, por último, la reestructuración del cuerpo expedicionario, a fin de mantener las antiguas colonias bajo el control militar-económico de Francia (pág. 17/18).
Ideada como reacción al declive estratégico del imperialismo francés, la V República sigue garantizando la solidez del Ejecutivo al tiempo que preserva la grandeza del Estado. Dicho de otra manera, el papel magnificado del Elíseo es decisivo para mantener una autonomía decente en el marco de la imposición de la hegemonía norteamericana después de la Segunda Guerra Mundial y cuya influencia afecta a Europa hasta el día de hoy, como puede verse en la guerra de Ucrania. Es que, según los partidarios del régimen bonapartista, adoptar la forma parlamentarista significaría abandonarse a la irrelevancia geopolítica, empantanarse en los grilletes de la política, lo que el orgullo patriótico galo no podría aceptar. Estas prerrogativas pueden verse en el artículo 16 de la constitución actual. “Es reconocida la influencia en la elaboración de aquel texto constitucional de las concepciones bonapartistas de Carl Schmitt sobre el presidente como ‘guardián de la constitución’. Schmitt, quien fuera asesor legal de figuras bonapartistas de la República de Weimar como Franz von Papen, Kurt von Schleicher y, durante el Tercer Reich, de Hermann Göring, también tuvo influencia sobre de Gaulle a través del jurista René Capitant. El propio Schmitt se vanagloriaba de ello, decía: ‘me hizo muy feliz que el profesor Capitant, cercano a De Gaulle, me haya visitado hasta en cuatro ocasiones por el tema de la reforma constitucional. Todo el artículo 16 de la Constitución francesa de 1958, sobre el estado de excepción, se relaciona, en modo muy cercano, a la interpretación que he proporcionado del artículo 48 de la Constitución de Weimar sobre el estado de excepción’” [1]. Esto para satisfacción de Gaulle, que había pedido expresamente a la comisión constituyente una disposición que impidiera a Francia encontrarse desprevenida ante los acontecimientos, como ocurrió en 1940 (invasión alemana) y 1954 (derrota en Indochina) o como iba a ser la retirada de Argelia, ineluctable para De Gaulle.
Posteriormente la constitución de la V República tuvo un nuevo impulso verticalista en 1962, cuando, en abierta violación del sentido constitucional, el presidente De Gaulle impuso la dimisión del primer ministro Debré, contrario a los acuerdos de Évian que pusieron fin a la guerra de Argelia, para sustituirle por uno de sus colaboradores no elegidos, Georges Pompidou. En octubre del mismo año, un referéndum sancionó el sufragio directo para la jefatura del Estado. Esta rectificación confirió una legitimidad popular al Elíseo, situándolo al mismo nivel que el Parlamento, pero con mayores poderes. La V República se transformó en una “monarquía” republicana, en una hipertrofia presidencial, en el sistema más caudillista de Occidente. Incluso bastante más que el estadounidense, porque carece de los contrapesos que existen al otro lado del Atlántico. Desde el Congreso al Tribunal Supremo, pasando por la autonomía de los estados federales, que simplemente no existe en Francia.
Desde sus inicios, este régimen violento tuvo su bautismo de sangre: el 17 de octubre de 1961, más de 20.000 argelinos salieron a la calle en Francia para oponerse a la guerra de Argelia y el toque de queda impuesto por el gobierno. Esta manifestación pacífica fue reprimida sangrientamente por la policía. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ninguna manifestación en Europa había sido tratada con tanta violencia por un Estado. El Estado francés no ha reconocido la autoría de esa masacre y al día de hoy obstaculiza el acceso a los archivos, al tiempo que se niega a asumir el número exacto de víctimas.
Reforzamiento de las tendencias bonapartistas y saltos en la lucha de clases y en la violencia
La crisis orgánica de larga data del capitalismo francés, que ya se puso de manifiesto a comienzos de la primera década de siglo (presencia de Le Pen en el segundo turno presidencial en 2002, derrota del Sí en el Tratado Constitucional Europeo en 2005 y la revuelta de las banlieues ese mismo año), se ha seguido profundizando en las presidencias de Sarkozy, Hollande, llegando a un sumun con Macron, como muestra la crisis en curso. En su segunda presidencia, la liquidación de las viejas coaliciones a izquierda y derecha –que le dieron estabilidad al régimen especialmente diseñado por y para De Gaulle– y la tripolarización de la vida política en el marco de la debilidad del campo presidencial, ha dado lugar a cortocircuitos cada vez más frecuentes de los mecanismos democráticos y un odio y aislamiento creciente de la figura presidencial, cada vez menos preservada por los mecanismos de la V República. Sin embargo, el “Estado profundo”, del que cada presidente (incluido Macron) es una expresión, no pretende desprenderse de la figura estratégica del país, ni de sus pretensiones de gran potencia.
Es que la presidencia de la República sirve como oculto punto de concentración para las fuerzas del militarismo y la reacción, fiel expresión de las tendencias al reforzamiento de la radicalización de la clase dirigente francesa en su conjunto no sólo en terreno económico y neoliberal, sino también en el terreno autoritario y racista. Citemos de nuevo a Serfati:
Esta centralidad del ejército está inscrita estructuralmente en las instituciones de la V República, pero se ve reforzada por el creciente descrédito presidencial, especialmente desde Sarkozy, Hollande y Macron. Este descrédito se debe a la mediocridad de los actores que encarnan el bonapartismo presidencial, al debilitamiento del estatus de Francia en el mundo y, más aún, a la crisis social del país, que provoca un rechazo de las políticas gubernamentales. En el marco de la colaboración en materia de defensa y seguridad, el ejército tiende a tomar una posición ascendente, al tiempo que discreta. Por ejemplo, las guerras que los medios de comunicación atribuyen al poder presidencial –la guerra de Sarkozy en Libia y la de Hollande en Mali, son en realidad guerras que se decidieron con el ejército–.
Estas operaciones militares decididas en la sombra, muestran que Francia explotará las prerrogativas del Estado gaullista para canalizar hacia el exterior la agitación considerable existente y el malestar de su sociedad, como muestra el descomunal aumento del presupuesto de defensa en el medio de la batalla de las jubilaciones.
Este reforzamiento de las tendencias bonapartistas se combina con una crisis de los cuerpos intermediarios provocada por la misma acción del Ejecutivo, en especial durante la presidencia de Macron, a la vez que un creciente desencanto con el régimen democrático de conjunto, dando lugar a “elementos orientales”, en el sentido gramsciano del término, en la formación social francesa, como pudimos constatar con los Gilets Jaunes; a la vez una tendencia a legitimar el recurso a mayores grados de violencia del lado de los manifestantes.
Lo primero puede verse con la crisis del “diálogo social”, instrumento central con el que se hicieron pasar las reformas neoliberales desde los años 1980, en especial las organizaciones llamadas reformistas como la CFDT. Esta crisis es lo que explica que Laurent Berger haya ido más allá que sus antecesores en la disputa con el gobierno. Como explican Sophie Béroud & Martin Thibault en Le Monde Diplomatique:
Desde la elección del Sr. Emmanuel Macron, sus gobiernos han intimidado sistemáticamente a los sindicatos. No queda mucho de diálogo social a nivel nacional cuando el Sr. Edouard Philippe, el Sr. Jean Castex y luego la Sra. Borne optan por desmantelar por ordenanza los órganos de representación del personal (IRP) o de protección social. La petición de la intersindical, el 9 de marzo, de reunirse con el Presidente de la República no era más que un deseo. A pesar de las movilizaciones récord en número de concentraciones (cerca de 300 el 7 de marzo) o de manifestantes (3,5 millones según los sindicatos y 1,28 millones según el Ministerio del Interior en la misma fecha), el Primer Ministro no se ha dignado a recibirlo desde el primer día de acción, el 19 de enero. La complacencia del gobierno le ha llevado a arriesgarse a presentar una reforma mal concebida. Su negativa a la consulta le ha llevado a descuidar el interés que habrían podido tener algunas concesiones para dividir a la intersindical. La desilusión es aún más fuerte -y preexistente a la reforma de las pensiones- a nivel de empresa. Los representantes elegidos tienden a convertirse en expertos, en detrimento de la acción militante sobre el terreno”. En el movimiento sindical de hoy, explica un antiguo responsable de SUD-Rail, “estamos apurados y en reuniones decididas por la dirección. Es un verdadero drama. Tienes compañeros que son muy buenos delegados pero que no son sindicalistas”. La situación se deterioró aún más con las ordenanzas de Macron de 2017. La creación de comités sociales y económicos (CSE) ha acentuado la distancia con los asalariados. Cuando, además, estos comités se convierten en cámaras de grabación de las decisiones patronales, el callejón sin salida se hace evidente, incluso para los sindicalistas más comprometidos con el diálogo. Su desmonetización, a nivel nacional y de empresa, explica la presencia de las organizaciones llamadas “reformistas” en la Intersindical. Combinada con la exasperación general y la brutalidad de las autoridades, les empuja a pensar de nuevo en términos de confrontación.
Pero ese salto en la institucionalización, a la vez que la crisis del diálogo social llevada al extremo por el macronismo, se combina en las últimas décadas con lo que hemos denominado elementos de “Oriente”, como señalamos en Gilets Jaunes: Le Soulèvement:
Un proceso de debilitamiento de la sociedad civil, en particular de las “fortalezas” y “casamatas” para utilizar las metáforas gramscianas del Estado burgués ampliado para controlar a la población. En otras palabras, la ofensiva neoliberal de las últimas décadas fue debilitando y deteriorando a niveles insospechados toda una serie de mecanismos como el sufragio universal, los partidos de masas, los sindicatos obreros, así como variadas instituciones intermedias, además de la escuela o el tejido asociativo, argamasa central por la cual se mantenía la influencia de la clase dominante más allá del aparato de coerción (el Estado en sentido estricto o el cuerpo de hombres armados); creando un sentimiento de relegación social y cultural.
Esta tendencia, aunque de otras formas, sigue presente. La crisis del diálogo social obligó a las direcciones sindicales a ubicarse en el centro del conflicto social, con el objetivo de encuadrarlo y canalizarlo a acciones de presión dentro del marco del régimen de la V República. Pero este regreso de los sindicatos a la escena política, celebrado por muchos periodistas y sociólogos de izquierda como una ruptura con respecto a la crisis de los cuerpos intermediarios, que desembocó en el movimiento de los Gilets Jaunes, no liquidó las trazas dejadas por los GJ, como aventurábamos en el libro antes citado cuando afirmábamos que iban a “… a modificar en profundidad las relaciones existentes en el seno del mundo del trabajo a pesar del peso y del conservadurismo de las burocracias del movimiento obrero oficial”. Como dicen los dos autores antes citados:
Estas marchas también evocan necesariamente las acciones de los “chalecos amarillos”... Su capacidad para hacer retroceder al gobierno, pero también para implosionar los códigos rutinarios de la manifestación, ha dejado huella en muchos equipos sindicales en los que el deseo de contraatacar es muy fuerte. Sin demasiada contención, se expresó después de que la señora Borne decidiera, el 16 de marzo, comprometer la responsabilidad de su gobierno para imponer la reforma tanto a los parlamentarios como a una población que se negaba obstinadamente a ello. Varias tardes seguidas, por iniciativa de los sindicatos locales, miles de personas se manifestaron en París, Lyon, Marsella, pero también en Brest (15.000 manifestantes según la CGT el 18 de marzo, 6.000 según la policía), Caen, Dijon, Roanne y Saint-Étienne. En las movilizaciones había pensionistas, estudiantes, el mundo del trabajo, chalecos fluorescentes. Y mucha determinación [2].
Y este nuevo carácter de la manifestación se acompaña con una mayor legitimación del uso de la violencia por parte de los manifestantes, fenómeno que ya habíamos visto con los chalecos amarillos. Lo nuevo es que el fenómeno que tocaba a las capas más bajas del movimiento obrero y sectores de las banlieues, se extiende crecientemente a la juventud, motorizado por el descredito del sistema político. Como explica el sociólogo Olivier Galland, especialista en la juventud:
Hay una mayor aceptación de la violencia política entre una proporción significativa de jóvenes, una mayor tolerancia de los enfrentamientos con los representantes electos o la policía. Están relacionados con el descrédito del sistema político, una cuestión crucial que debería preocuparnos a todos. Muchos jóvenes consideran que la democracia representativa ya no funciona, e incluso que los políticos son corruptos. La mayoría de los jóvenes de 18 a 24 años están muy alejados del sistema político, que ya no les interesa. Prueba de ello es que, con cada elección, el porcentaje de jóvenes que acuden a las urnas es cada vez menor. Sin embargo, si ya no se actúa votando, podemos considerar que es legítimo actuar, si no mediante la violencia, al menos mediante alguna forma de acción directa [3].
Todo este cocktail explosivo entre el reforzamiento de los golpes bonapartistas, las denuncias del ministro del Interior contra el “terrorismo intelectual de la extrema izquierda” frente a las acusaciones de violencia policial, el endurecimiento de la lucha de clases y una mayor aceptación de la violencia, hacen prever, independiente del resultado de la lucha actual, una continuidad de la inestabilidad y fiebres hexagonales [francesas] en los años por venir. Esto es aún más cierto si se tiene en cuenta la creciente bancarrota del capitalismo francés, acelerada por la pérdida de peso de la Francia en la escena internacional, como muestra la guerra de Ucrania o sus retrocesos en África, y la continuidad de su desindustrialización relativa. Nada augura una prosperidad generalizada que pueda suavizar las fuertes tensiones sociales y políticas en curso.
Contra Macron y la V República, instauremos una asamblea única
El movimiento actual, a pesar de la negativa consciente de la Intersindical a politizarlo, puso nuevamente a Macron en la mira. “Macron, dimisión” ya no solo se escucha en las marchas, sino también en los estadios, en los conciertos. El conjunto del movimiento obrero puede resolver la cuestión que los Gilets Jaunes pusieron en el tapete, pero no podían resolver: la preparación de la huelga general para tirar a Macron. Incluso una demanda mínima elemental, como el retiro de la reforma, está ligada a este objetivo político.
Sin embargo, muchos trabajadores que aspiran a esa perspectiva se preguntan con qué reemplazarlo. La Francia Insumisa y la izquierda institucional sólo plantean la dimisión del gobierno y, en el mejor de los casos, de ganar las elecciones, una cohabitación con el actual mandatario, que seguirá gozando de los enormes atributos que le da la V República. En el momento que las papas queman, los partidarios de la VI República nos proponen nuevas 65-salidas políticas institucionales que llevarán, como en el pasado, a nuevas decepciones, como fue después de la victoria de la huelga de 1995 el caso de la Izquierda Plural, cuyo desastroso gobierno finalizó hundiendo al PS y fortaleciendo a Le Pen en 2002.
Para nosotros, como hemos dicho en el programa de la campaña de Anasse Kazib 2022:
La única respuesta progresista y viable a la crisis, a Macron y al mundo que nos promete, será un gobierno del mundo del trabajo y de las clases populares, nacido de nuestra movilización revolucionaria para acabar con el capitalismo y crear otra forma de sociedad, dirigida desde abajo, basada en la socialización democrática y la planificación de la producción. Frente a la caricatura burocrática que encarna el “socialismo real” del Este y de la antigua URSS, una sociedad comunista será mil veces más democrática que todo lo que ha producido el capitalismo. Salvará al planeta y a la humanidad, a todos nosotros, de la catástrofe que ya está en marcha.
Pero la realidad, es que no estamos todavía en condiciones de reemplazar a Macron por “un gobierno de las trabajadoras y los trabajadores, de las clases populares y de todos los explotados y oprimidos, en ruptura con el capitalismo”. La mayoría de los trabajadores, incluso con un creciente disgusto con las instituciones existentes, se sitúa aun en el terreno de la democracia burguesa. La urgencia del momento pasa por combatir de forma decidida el plan burgués de un Estado cada vez más autoritario, dirigido contra todos los explotados y oprimidos. Pero para reconquistar todo el camino perdido por los avances de la radicalización autoritaria, no debemos plantear una vuelta a las combinaciones parlamentaristas de la III o IV Repúblicas como proponen los partidarios de la LFI en sus campañas electorales; en vez de recrear nuevas democracias imperialistas renovadas, debemos inspirarnos de la que hizo tan radical a la Revolución Francesa.
Frente al autoritarismo republicano actual debemos negarnos a que toda la organización del poder gire en torno a un monarca presidencial, refrendado por sufragio universal, que transforma el Parlamento en una cámara de registro. Debemos suprimir el Senado, una institución hecha a medida de los notables reaccionarios y que proporciona una representación distorsionada y conservadora del país, como pudo verse patéticamente con el excesivo peso de la derecha en esta cámara cuando el mismo es casi ausente en el país. Y también debemos rechazar que el Consejo Constitucional compuesto por personas no elegidas y que delibera en secreto tenga la última palabra.
Debemos abrogar la V República y eliminar la figura presidencial, e inspirándonos en la Convención de 1793, instaurar una asamblea única donde el rol no sea de hablar mientras el gobierno gobierna, sino de legislar y gobernar combinado los poderes legislativos y ejecutivo. Sus miembros serían elegidos por dos años, mediante sufragio universal de todos los mayores de dieciséis años, con representación proporcional, sin discriminaciones de sexo o de nacionalidad, ampliando la ciudadanía a todos aquellos y aquellas que viven y trabajan en el territorio nacional. Los diputados serían electos sobre la base de las asambleas locales, constantemente revocables por sus constituyentes si resulta que las decisiones adoptadas contradicen los programas por los que fueron elegidos y son contrarias a los deseos del pueblo, con la celebración de nuevas elecciones si así lo solicita un número determinado de votantes. Y fundamental para ir contra toda profesionalización de la política, con sus salarios abultados y jubilaciones de privilegio, los diputados recibirían el salario de un obrero especializado o un docente. Este programa no tiene nada de utópico y es una constante de la historia de Francia. Como dice Serfati: “La revocabilidad inscripta en la proposición de Constitución de 1793, fue discutida a todo lo largo del siglo XIX y fue puesta en ejecución por la Comuna de Paris cuando ella instauró una república social, feminista e internacionalista” [4].
Un régimen democrático más amplio y generoso, que rompa la creciente separación entre gobernantes y gobernados, en donde los primeros monopolizan el poder de decisión durante su mandato, excluyendo así a sus electores de los asuntos públicos, permitiría la educación política de los trabajadores y el pueblo y facilitaría la lucha por un gobierno de los trabajadores.
Pero esta lucha contra el carácter antidemocrático de las instituciones de la V República está indisolublemente ligada al rol exterior de Francia, es decir a la lucha contra el imperialismo francés. El rol central del Ejército en el régimen V republicano va de la mano de su rol activo en numerosos continentes, desde África pasando por el Medio Oriente al Indo Pacífico. El rol del ecosistema de producción de armas hexagonal, acompaña una política exterior agresiva que sostiene a los peores dictadores. El modelo energético con preponderancia en lo nuclear no es separable del estatus internacional de Francia y la posesión del arma nuclear como elemento central de la disuasión. Esta dialéctica interna y externa excluye la menor concesión en el terreno de la geopolítica y de la política exterior al patriotismo imperialista, a la defensa de la francofonía, a la reivindicación abierta de la Francia como potencia marítima sobre los mares ajenos o de la “memoria” colonial. Es inaceptable defender, como hace Jean-Luc Mélenchon, que puede haber la más mínima adecuación entre la política del imperialismo francés, presente o futura, y “el interés humano general”.
La crisis actual es, quizás, una de las más graves de la historia de la V República, junto con la que sacudió al régimen gaullista diez años después de su llegada al poder en 1968. La diferencia, desde un punto de vista superestructural, es sin duda que la crisis actual se produce en un contexto de profunda crisis de hegemonía de la burguesía francesa y de sus agentes de poder.
Más que nunca debemos utilizar el momento para una campaña amplia de este tipo. Con el golpe de fuerza del 49.3 y la represión extremadamente brutal del movimiento en los últimos días, el propio gobierno ha abierto una brecha a favor de una campaña democrática contra el autoritarismo, desenmascarando a escala masiva el problema planteado por las instituciones bonapartistas de la V República y la necesidad de una respuesta democrática radical de los de abajo frente al avance del Estado autoritario y policial.
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