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François Dubet: desigualdades sociales y estrategia

Andrea D’Atri

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François Dubet: desigualdades sociales y estrategia

Andrea D’Atri

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A propósito de El nuevo régimen de las desigualdades solitarias, de François Dubet.

Con ese título un poco oscuro, François Dubet retorna a sus obsesiones sociológicas, sobre las que ya se explayó en anteriores trabajos.

En este nuevo libro retorna sobre los temas que ya abordó en La época de las pasiones tristes: de cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento y desalienta la lucha por una sociedad mejor (2019); como también lo hizo anteriormente en Lo que nos une: cómo vivir juntos a partir de un reconocimiento positivo de la diferencia (2016), ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario) (2014) o Repensar la justicia social: contra el mito de la igualdad de oportunidades (2010) [1].

Y aunque el subtítulo esta vez propone Qué hacer cuando la injusticia social se sufre como un problema individual, Dubet acierta en una descripción diagnóstica de las sociedades en las que vivimos, aunque resulta endeble en el plano propositivo.

Regímenes de desigualdades: una vez más sobre redistribución vs reconocimiento

Desde su introducción, Dubet arremete –sin mencionarlos explícitamente– contra los llamados "populismos de izquierda" [2] que, compitiendo electoralmente con los de derecha, intentan contraponer el pueblo al 1 % más rico que se separa –por su concentración de riqueza y sus rentas exorbitantes– del resto de la sociedad. Para el autor, está bien denunciar esta desigualdad, pero señala que eso mismo no alcanza a explicar ni responder "las desigualdades que surcan la vida social común". Esas "pequeñas" desigualdades que son las que fragmentan a ese pueblo "que muchos querrían que fuera suficientemente unido y solidario para formar un bloque frente a las élites que se atiborran" [3].

A partir de esta definición, se propone desentrañar de qué manera se estableció un régimen de desigualdades múltiples que debilita los lazos de solidaridad, que considera vitales para cualquier proyecto político que procure la justicia social. El autor reflexiona que con el proceso de mutaciones que vive el capitalismo (con la fragmentación, la deslocalización y globalización), de crisis en crisis desde los años ’70, el mundo del trabajo ya no es el que estructura el régimen de desigualdades sociales.

Si la clase es un antagonismo, es lucha de clases, entonces –razona Dubet– es también un movimiento social y como tal ha permitido construir una identidad, la pertenencia a un colectivo y sobre todo, la seguridad de tener un lugar previsible en la reproducción social de la propia clase, un destino. Pero con las transformaciones del capitalismo en el último medio siglo y la pérdida del trabajo tal como lo supimos conocer, mutó el parámetro para la autopercepción del lugar social de los individuos: "las desigualdades ya no se identifican con destinos programados desde el inicio, lo que acentúa los sentimientos de fragilidad y de injusticia" [4]. Con estas mutaciones del capitalismo, también ha mutado la percepción de las desigualdades sociales, que ahora estallan singularmente y son vividas por los individuos como una responsabilidad personal, en un horizonte de incertidumbre generalizada.

Y Dubet sostiene que, si al régimen de desigualdades de clase le correspondía una búsqueda de justicia social redistributiva, en el régimen de desigualdades múltiples predomina una aspiración a la igualdad de oportunidades, con su lógica meritocrática. El foco se traslada de lo colectivo a lo individual. Entonces, este debilitamiento de la solidaridad se basa en que, si cada uno debe alcanzar la posición social que "merece" en función de sus desempeños, todos compiten contra todos y las desigualdades que derivan de esto terminan atribuyéndose al individuo que, partiendo de precondiciones supuestamente equitativas, no se esforzó lo suficiente. Es decir, se fortalece la suposición de que, si no existieran discriminaciones en el acceso a las oportunidades, se impondría la capacidad de cada cual –libre de obstáculos– para alcanzar las posiciones sociales exclusivamente en base a su mérito. "La igualdad de oportunidades meritocrática debilita la solidaridad, al abrir una competencia entre discriminaciones", dice [5].

Desde otro punto de vista, Dubet también aborda, en cierta medida, el dilema discutido en el feminismo hacia finales de los ’90 –pero que aún conserva vigencia–, sobre las luchas por la redistribución (clásicamente, la lucha de clases) y las luchas por el reconocimiento (de las identidades). Más conocido como el "Debate Fraser - Butler", por las autoras que pusieron en discusión sus ideas, el intercambio abordó las complejas relaciones entre explotación y opresión, clase y género, economía y cultura en la sociedad capitalista [6].

Viva, pero diferente

Aunque el fenómeno descripto por Dubet es rápidamente reconocible en las sociedades donde ha calado fuertemente la contraofensiva neoliberal –en la economía, la política, las relaciones sociales y hasta la cultura de masas y los sentidos comunes–, la exhaustiva descripción no llega a penetrar aguzadamente en las causas de tal acontecimiento. Por eso cabe preguntarse cuáles son los límites de esta contraposición que hace Dubet, entre un ya pasado capitalismo de pleno empleo y este presente en el que la clase obrera parece disolverse en la atomización infinita, intentando establecer cuál es la relación entre lo objetivo y las configuraciones subjetivas presentadas por el autor.

En primer lugar, se podría responder que contrariamente a lo que muchos auguraron como el "fin del trabajo", en los últimos treinta años se sumaron más de 1.500 millones de personas a la fuerza de trabajo mundial, es decir, poco menos del 50 % de la fuerza existente en los ’70, lo que en gran medida se explica por la incorporación de los países de la ex Unión Soviética y China al mercado mundial. El propio triunfo de la reacción aportó, paradójicamente, esos millones de nuevos trabajadores y trabajadoras. Es decir, el neoliberalismo multiplicó cuantitativamente la fuerza de trabajo y, mientras se producía una relativa disminución del peso social del proletariado industrial de las metrópolis europeas, el sudeste asiático –que, hasta poco antes del neoliberalismo, había sido mayoritariamente campesino– se transformaba en la Manchester de finales del siglo XX. No se puede obviar aquí que, millones de mujeres asiáticas, la mayoría recientemente urbanizadas, se incorporaron recién a fines del siglo XX a la fuerza trabajadora asalariada mundial y se encuentran en el centro de un proceso de mano de obra intensiva por salarios mínimos que ha trastocado toda la economía global [7].

Incluso en los países imperialistas, tampoco hubo retroceso o desaparición de la clase trabajadora –como señalaron diversos autores oportunamente– sino una reconversión: la relativa desindustrialización se vio compensada con el crecimiento de la fuerza laboral en áreas como la logística, el transporte y otros rubros adyacentes a la producción, además de los servicios en general [8].

Claro que François Dubet acierta en señalar que este proletariado difiere mucho del "modelo clásico" en el que basa su concepto de régimen de desigualdades de clase. La precarización, el empobrecimiento de los asalariados, la feminización de los sectores peor remunerados, el crecimiento de distintas modalidades de trabajo autónomo y contrataciones, las nuevas formas de organización laboral regidas por los desarrollos tecnológicos, la coexistencia de subempleo y pluriempleo le dan características distintivas al mundo laboral prefigurado por la ofensiva neoliberal.

¿Qué derrota de la subjetividad? ¿Qué subjetividad para tal derrota?

Sin embargo, lo que no parece advertir Dubet es que la clase obrera de "los treinta gloriosos" –sobre la que fundamenta la existencia de un determinado régimen de desigualdades– fue una excepción más que una norma, en la larga historia del capitalismo.

Una anomalía parida por, nada menos, que una contienda bélica mundial que permitió un gran aumento de la tasa media de ganancia. Es decir, el sistema capitalista no conquistó esa robustez mediante una evolución armónica de su propia lógica interna, sino mediante crisis desgarradoras que provocaron nada menos que entre cincuenta y setenta millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial, además de la destrucción de puertos, ferrocarriles y áreas industriales provocados por los llamados "bombardeos estratégicos". El boom en el que prosperó el régimen de desigualdades de clase (con su aspiración a la justicia social y la fraternidad proletaria concebida como un "nosotros" contra la clase dominante) fue creado sobre las ruinas de la guerra más mortífera de la Historia, que incluyó el holocausto nazi y la destrucción de Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas. Pero además, la guerra fue partera de revoluciones. Por lo tanto, también la derrota y el desvío de esos procesos de radicalización de la lucha de clases deben inscribirse en la génesis del boom.

La hegemonía imperialista conquistada por Estados Unidos en la guerra, le permitió convertirse en motor del desarrollo económico a costa de perder injerencia en un tercio del planeta. Mientras tanto, la burocracia estalinista jugaba su más pérfido papel de guardián del orden mundial, garantizando que no se entrometería en lo que ocurriera más allá de las fronteras de la Unión Soviética, además de que actuaría desarticulando los levantamientos revolucionarios que ocurrieron hacia finales de la guerra misma. El plan Marshall permite reconstruir Europa y también conjurar el espectro de la revolución.

Lejos de un proceso objetivo, de automatismo económico, la pujanza capitalista que ponía en el centro a una clase obrera homogénea capaz de establecer un régimen de desigualdades claras y previsibles entre "nosotros y los otros" –divididos por la explotación–, era la consecuencia de sangrientas derrotas y algunos edulcorados engaños, con responsables políticos.

En el Estado de Bienestar, las viejas direcciones sindicales y políticas de la clase trabajadora se constituyeron en los negociadores que canjearon concesiones a cambio de mantener la "paz social" en los países centrales –como es el caso preponderantemente de los Partidos Socialistas– y que integraron los frentes populares con sectores de las burguesías nacionales en los países periféricos, obstaculizando el proceso de las luchas revolucionarias para devenir revoluciones socialistas –en el caso de los Partidos Comunistas–.

¿Es una muestra de la correspondencia clara y directa entre la clase obrera y su representación política, como señala Dubet, o es más bien todo lo contrario? La crisis de subjetividad es mayúscula porque las propias organizaciones creadas colectivamente por la clase trabajadora y sus instituciones conquistadas con sangre, sudor y lágrimas (¡hasta los Estados obreros convertidos en trincheras contra el orden capitalista mundial!) se volvieron en su contra [9]. Ni destrucción del capitalismo, ni toma del poder: las direcciones sindicales y políticas del movimiento obrero fortalecieron una conciencia reformista que dejó a la clase trabajadora sumida en la impotencia cuando la expansión capitalista comenzó a mostrar síntomas de agotamiento a mediados de los ’70.

En El nuevo régimen de las desigualdades solitarias, la subjetividad parece moldeada por condiciones objetivas del capitalismo, que se desenvuelven mecánicamente sin que la lucha de clases o la ausencia de ella, sin que la política reformista, de conciliación de clases y de abierta traición de las direcciones de de esa clase tuvieran ninguna incidencia. A condiciones de pleno empleo y Estado de Bienestar, le correspondería una subjetividad de clase robusta; al avance de la precarización y el desempleo, las transformaciones neoliberales de la clase trabajadora, una subjetividad frágil, individualista y autoinculpatoria.

Pero, como intentamos sintetizar muy esquemáticamente, la derrota asestada a la clase obrera mundial mediante la imposición del neoliberalismo no cayó del cielo ni fue el resultado de un desarrollo automático e inevitable de la transformación del trabajo. No hay una subjetividad más individualista apenas por la uberización de la economía. Hay uberización de la economía, entre otras razones –y quizás fundamentalmente–, porque las direcciones de las organizaciones en que cristalizaba el máximo desarrollo de la subjetividad de la clase obrera se adormecieron en el cómodo letargo del reformismo durante el boom, para luego –cuando éste ya se agotaba–, rendirse con armas y bagajes, al capital.

La gramática de la estrategia

François Dubet señala que "el ideal de la sociedad ya no es el comunismo, ni siquiera el socialismo, sino una sociedad en la cual todos podrían tener las mismas oportunidades de salir adelante sin vez alguna verse impedidos por su nacimiento y los estereotipos ligados a su identidad. El foco se desplaza a los individuos y las discriminaciones, las mujeres, las minorías, las identidades, a todas y todos quienes compiten con una desventaja. El ideal de la sociedad justa ya no es el de la igualdad social, sino el de las desigualdades justas, porque no se deberían más que a los méritos y las competencias de los individuos" [10].

Dubet advierte que esos modelos explicativos no invalidan la aseveración de que la realidad es mucho más compleja e imbricada y que aunque asistimos a una "larga desintegración de la representación política del régimen de desigualdades de clase", el nuevo régimen aún no ha elaborado acabadamente "su propia gramática política" [11]. Si bien considera que las clases sociales siguen existiendo, insiste en que la experiencia de los sujetos sobre la desigualdad es lo que ha variado implacablemente. Si las clases sociales reunían las desigualdades, actualmente asistimos a un archipiélago de minorías que desarrollan sus propias reivindicaciones, sin reducir las desigualdades sociales. Y se pregunta "cuándo las desigualdades son vividas como pruebas individuales y cuando los movimientos sociales son conglomerados de cóleras más que de reivindicaciones organizadas, ¿cómo ’formar sociedad’" [12]?

Pero, en última instancia, la homogeneidad de la clase obrera no es (ni fue nunca) un dato objetivo de la realidad. Se trata de una construcción donde se ponen en juego historias, tradiciones, experiencias previas y, especialmente, mecanismos de exclusión y jerarquización dictados por el capital y reproducidos por la burocracia sindical que, hoy más que antes, se opone a organizar a los sectores más oprimidos de la clase trabajadora, uniendo las filas de los explotados contrarrestando el archipiélago de minorías. Desarrollando ésta, su tarea fundamental, la burocracia obrera constituye el mejor organizador de la hegemonía burguesa entre el proletariado. Quizás, allí también podemos encontrar las razones por las que las mujeres (trabajadoras), las y los inmigrantes (trabajadores), las personas racializadas (trabajadoras) encuentran en los movimientos sociales identitarios y policlasistas un canal para sus demandas contra la discriminación de la que son víctimas incluso en su propia clase. Una separación entre demandas democráticas y derechos civiles, luchas por el reconocimiento por un lado, y demandas económicas, por otro, que es algo que no había ocurrido de manera tan drástica en toda la historia del socialismo y del movimiento obrero, hasta las últimas décadas del siglo XX [13].

Esta creciente diversidad de la clase trabajadora bajo el neoliberalismo, que llevó a la presunción de su desaparición, puede ser rechazada en nombre de una clase obrera homogénea que probablemente nunca existió, algo que Dubet se resiste a hacer a riesgo de quedar atrapado en la falacia de que "todo tiempo pasado fue mejor". E incluso, desde un punto de vista opuesto, puede conducirnos a suponer que como "todos" (o el 99%) somos víctimas –de alguna u otra manera– del capital, la unidad está constituida exteriormente, por la oposición de ese 1% a un "nosotros" insuficientemente definido, algo que el autor también rechaza categóricamente.

Lejos de una "melancolía de izquierda", el sociólogo francés sabe que es imposible volver atrás la rueda de la Historia, pero intenta comprender el futuro aún incierto que empieza a manifestarse en las sociedades actuales.

"Las desigualdades estallan y se difractan, la representación se debilita, y tenemos el extraño sentimiento de vivir en una sociedad en cólera en la cual estamos muy lejos de lograr la ’convergencia de las luchas’. No todas las indignaciones se transforman en programas políticos y en movimientos sociales, las luchas se multiplican pero no se federan (…). ¿Qué gramática común podría articularlas? En la medida en que la lucha contra las desigualdades supone lazos de solidaridad, ¿cómo redefinir la solidaridad en un régimen de desigualdades en el cual las divisiones sociales y las identidades ya no parecen superponerse [14]?"

Sus preguntas no contemplan ningún punto de apoyo para las respuestas. Pero lo cierto es que la globalización neoliberal no solo multiplicó las formas de precarización, fragmentando a la clase trabajadora y perfilando un nuevo régimen de desigualdades solitarias. El capitalismo también creó sus propias y nuevas contradicciones: la separación de las líneas productivas en partes que se realizan en diferentes países y se ensamblan en otros, que desindustrializó relativamente los países centrales en su búsqueda de fuerza de trabajo más barata, al mismo tiempo generó nuevas posiciones estratégicas para la clase trabajadora, por la importancia crucial que adquirieron el transporte y las comunicaciones. Jóvenes que arman sindicatos en EE. UU., en cadenas de tiendas internacionales o en almacenes gigantescos que se jactaban de no permitir la sindicalización de sus "asociados" [15].

Pero además, la emergencia de movimientos sociales construidos alrededor de las identidades que son víctimas de la desigualdad, como los feminismos que irrumpieron en la escena política internacional en los últimos años, ¿no pueden, acaso, convertirse en un punto de apoyo para el desarrollo de una política de clase y no solo fomentar su debilitamiento?

Podría ser, siempre y cuando, como señala la feminista marxista Martha Giménez, se intente "trascender la reificación de los conceptos de clase y clase trabajadora como algo separado de las relaciones de opresión, en general, y de las luchas de las mujeres y otras luchas basadas en la identidad, en particular" [16]. Porque la opresión identitaria se experimenta política y socialmente en la pertenencia a una determinada clase. Como señala agudamente Giménez, "la realidad material de la clase siempre presente es, sin embargo, rara vez reconocida por la persona promedio. Pero reconocida o no (es decir, independientemente del grado de conciencia de clase), el efecto de la situación de clase es real, incluso cuando sus ’heridas ocultas’ pueden sentirse y entenderse a través del prisma de la identidad" [17]. Entonces, "una solución posible podría consistir, en primer lugar, en ’privilegiar’ la clase, al explorar las implicancias teóricas y políticas del hecho de que todos los totales de población identificables sobre la base del estatus –es decir, categorías de opresión como el género, la raza, al etnicidad, el origen nacional, la ciudadanía, la edad y la sexualidad– están divididos por clase" [18].

No deja de ser abstracto. Pero convertirlo en valores concretos, peleando para que el trabajo vuelva a ocupar el centro de las relaciones de fraternidad en la lucha contra las desigualdades, es una tarea estratégica. Es decir, no dependerá tanto de la evolución automática de las formas que adquiera la organización del trabajo, como de la disposición subjetiva a dar ese combate. Necesita de la mediación de la lucha política de los sectores más oprimidos entre los explotados contra las aristrocracias obreras o las burocracias sindicales que fortalecen la fragmentación, por un programa que permita asumir sus propias demandas al conjunto de la clase. Cuestión primordial para la clase trabajadora si espera conquistar hegemonía y que los sectores oprimidos no migren de la política de clase a los movimientos sociales policlasistas que canalizan el rechazo de la opresión a través de políticas reformistas del Estado capitalista, fortaleciendo también la división entre los explotados hasta niveles de individualización insoportables, como bien señala Dubet. Coincidimos con Matías Maiello, cuando señala que

"el carácter necesario –desde el punto de vista de una estrategia anticapitalista, socialista y revolucionaria– de la articulación hegemónica en torno a un núcleo de clase no presupone (…) una clase trabajadora que emerge idealmente como sujeto de la propia estructura, sino una que se encuentra ella misma fragmentada y separada por diversos obstáculos de sus potenciales aliados. Tampoco presupone una ’identidad de clase’ ya dada, sino subjetividades que se constituyen en determinado momento histórico a través de la disputa entre diferentes tendencias políticas y la lucha contra burocracias ligadas al Estado capitalista que actúan al interior de la clase trabajadora." [19].

Es decir, sostener una política que, como planteaba Lenin contra los economicistas rusos, denuncie todas las discriminaciones sufridas por los grupos, clases y capas sociales oprimidas por el capital, para ligar sus demandas a la perspectiva de una lucha política revolucionaria contra el Estado y el régimen, para derrocar el capitalismo, basamento de las más profundas desigualdades. Todo lo contrario a añorar una política "democrática radical" que ningún partido de las izquierdas del régimen está dispuesto asumir, ni puede hacerlo, sin transformarse en otra cosa completamente distinta a lo que es.

El libro de François Dubet logra captar un espíritu de la época. Allí es donde sus categorías adquieren relevancia: los diferentes regímenes de desigualdades o, mejor dicho, las distintas maneras de experimentarlas, conllevan a diferentes –e incluso, antagónicos– modos de concebir la justicia social. Pero esto plantea interrogantes muy interesantes sobre fenómenos políticos, ideológicos y culturales que no se explican, linealmente, por los datos duros de los procesos objetivos, como parecería deslizar Dubet. Paradójicamente, el libro que describe la subjetividad de la época, no elucida que evitar una "guerra de todos contra todos" en busca del reconocimiento al propio mérito, es una tarea eminentemente subjetiva. De tal índole, que debe asumirse colectiva y conscientemente, contra cualquier fatalismo pesimista que solo avizore un destino apocalíptico para la Humanidad, como también contra todo optimismo gradualista que añore la autorreforma pacífica de este régimen social putrefacto.


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NOTAS AL PIE

[1Mencionamos los títulos con los cuales han sido publicados en castellano, por Siglo XXI Editores, aunque con las fechas de sus ediciones originales en francés.

[2Denominación que es más común en los países centrales y que refiere a formaciones como Podemos (Estado español), Syriza (Grecia), La France Insoumise (Francia), Democratic Socialists of America (EE.UU.), etc.

[3François Dubet (2023), El nuevo régimen de las desigualdades solitarias. Qué hacer cuando la injusticia social se sufre como un problema individual, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, p. 10.

[4Ídem, p. 86.

[5Ibídem, p. 196.

[6Este debate, que entablaron Nancy Fraser y Judith Butler en artículos publicados en New Left Review, puede leerse íntegramente en castellano aquí, publicado por editorial Traficantes de Sueños, Madrid, 2017.

[7Ver Peter Custers (2012), Capital Accumulation and Women’s Labor in Asian Economies, Nueva York, Monthly Review Press.

[8Ver Kim Moody (2017), On New Terrain. How Capital is Reshaping the Battleground of Class War, Chicago, Haymarket Books. Ideas de Izquierda publicó una reseña de Paula Varela, "El terreno de la guerra de clases", 21/07/19.

[9Solo por mencionar un ejemplo bien conocido por Dubet, los partidos cuya base era mayoritariamente obrera, fueron los responsables de permitir el desarrollo del neoliberalismo en Europa, cuando alcanzaron el gobierno, como el PS francés con François Miterrand y "le tournant de la rigueur", que incluyó el recorte del gasto público y una altísima tasa de desocupación, o el PSOE español con Felipe González que consultó a la población sobre el ingreso de España a la OTAN y luego desconoció el rechazo mayoritario, aumentó la desocupación, hizo una reforma laboral que precarizó el empleo, atacó la progresividad fiscal, etc.

[10F. Dubet, op. cit., p. 111.

[11Ídem, p. 16.

[12Ibídem, p. 19.

[13No solo la cuestión de la opresión femenina ocupa un gran espacio en las elaboraciones de socialistas utópicos y marxistas del siglo XIX y XX, sino también es conocido el liderazgo de los partidos socialistas desde finales del siglo XIX en las luchas por el voto femenino, contra la criminalización de los homosexuales, etc., donde eran la única voz política que se levantaba en defensa de las demandas de estos movimientos. Razón por la cual, tanto feministas sufragistas como asociaciones que pugnaban contra la criminalización de la homosexualidad, simpatizaron con el socialismo o bien saludaron efusivamente al Partido Bolchevique y al gobierno obrero de la Rusia revolucionaria de 1917.

[14F. Dubet, op. cit., p. 190.

[15Ver Esteban Mercatante, "Cadenas de producción, cuellos de botella y posiciones estratégicas", Ideas de Izquierda, 24/10/21

[16Martha E. Giménez, "Mujeres, clase y política identitaria. Reflexiones sobre el feminismo y su futuro", Ideas de Izquierda, 12/03/23, traducción de Celeste Murillo.

[17Ídem.

[18Ibídem.

[19Matías Maiello (2022), De la movilización a la revolución. Debates sobre la perspectiva socialista en el siglo XXI, Buenos Aires, Ediciones del IPS, p. 51-52
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Andrea D’Atri

@andreadatri
Nació en Buenos Aires. Se especializó en Estudios de la Mujer, dedicándose a la docencia, la investigación y la comunicación. Es dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Con una reconocida militancia en el movimiento de mujeres, en 2003 fundó la agrupación Pan y Rosas de Argentina, que también tiene presencia en Chile, Brasil, México, Bolivia, Uruguay, Perú, Costa Rica, Venezuela, EE.UU., Estado Español, Francia, Alemania e Italia. Ha dictado conferencias y seminarios en América Latina y Europa. Es autora de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el capitalismo (2004), que ya lleva catorce ediciones en siete idiomas y es compiladora de Luchadoras. Historias de mujeres que hicieron historia(2006).