André Barbieri continúa reflexionando sobre el pensamiento de Nietzsche. Lo discutido previamente sobre el problema del individuo en su escisión físico-psíquica con la colectividad y sobre el tema de la razón en la filosofía moderna, da pistas para adentrarse en el perspectivismo de Nietzsche. Sobre este tema, es posible rastrear la divergencia de Nietzsche, o más bien el rechazo, de la dialéctica como método de percepción de la totalidad.
El perspectivismo nietzscheano
Nietzsche problematizó de forma penetrante de manera más talentosa los conceptos y las percepciones cuanto más conectaban con la vida cotidiana. No hay abordajes únicos en su pensamiento, que delibera, toma decisiones y, a menudo, antagoniza conclusiones previas. Nietzsche, por ejemplo, es conocido por exhortar a la crueldad en el trato con los demás –fruto del núcleo individualista de su filosofía–, lo que no le impide aconsejar el comportamiento cordial como un deber. Dentro de una misma reflexión, puede indicar caminos opuestos: el sentido histórico es necesario y, al mismo tiempo, un peligroso heraldo de degeneración, como en Consideraciones extemporáneas (1873) sobre el uso y abuso de la historia. A pesar de su crítica flagrante a Hegel, Nietzsche lo considera un acontecimiento europeo (junto con Goethe y Schopenhauer), y su actividad de revalorización de los valores puede construirse positivamente en términos hegelianos: la negación de la negación –Nietzsche rechaza el cristianismo, que a su vez es un rechazo de los valores de la Antigüedad clásica–.
Esta visión polifacética –a veces animada por el capricho, a veces por la meditación– confiere a su método de pensamiento un carácter perspectivista. Los fragmentos y retazos de pensamiento, las concepciones y puntos de vista, no son universalizables en Nietzsche: ni para la permanencia en el sujeto, ni para el intercambio con los demás. La revalorización de los valores lucha contra sí misma y contra todo. Como señala en Ecce Homo (1888), “después de haber resuelto la parte de mi tarea de decir sí, ha llegado la parte que consiste en no decir y no hacer: la revalidación de nuestros valores hasta ahora, la gran guerra convocando un día decisivo”. La estabilidad no es siempre la virtud de lo concreto, o eso esperaba Nietzsche.
El perspectivismo nietzscheano goza de un punto a favor entre los críticos: no pretende proteger las convicciones, sino atacarlas, incluidas las que le conciernen a él mismo. Al parecer, Nietzsche se esforzó por no ser visto como incuestionable –confiesa ser demasiado sarcástico para creer lo que dice, y repudia cualquier idea de auto santificación en sus obras posteriores. En términos del biógrafo germano-americano Walter Kaufmann, incluso en Zaratustra, donde Nietzsche elige como protagonista al fundador de una gran religión, e incluso en Ecce Homo, donde sus afirmaciones sobre su propia grandeza alcanzan un punto culminante, “Nietzsche-Sócrates supera a Nietzsche-Wagner”. El espíritu inquisitivo supera al profeta. El discernimiento para comprender la necesidad de superar las propias convicciones está presente en la crítica de Nietzsche a la ciencia, cuando la acusa de glorificar la verdad como más importante que cualquier otra cosa:
¿La disciplina del espíritu científico no empieza por no permitirse más convicciones? Probablemente sea así: sólo queda preguntarse si, para que esta disciplina comience, no tiene que haber ya una convicción, y una convicción tan imperativa e incondicional que sacrifique a sí misma todas las demás convicciones (La Gaya Ciencia, Libro V, § 344).
La perspicacia para cuestionar todas las convicciones es un factor de autodefensa contra todo lo que pretenda vincular la conciencia del individuo con lógicas universales de comprensión de la sociedad, para hacerla funcionar bajo normas comunitarias de comprensión y acción en el mundo. La ciencia es uno de estos vehículos para alejar la independencia cognitiva individual de la colectiva –aunque Nietzsche no descarta completamente sus usos, advierte contra sus efectos de degeneración del rebaño. Pero por encima de la ciencia, el conocimiento y la moral colectivos son vistos por Nietzsche como síntomas de decadencia, es decir, de subordinación de la individualidad a las prescripciones cognitivas del rebaño.
El aspecto central del perspectivismo nietzscheano es la confianza ilimitada en el discernimiento atávico de los instintos individuales, únicos e inconfundibles, frente a la moral, las ideas y a los ídolos colectivos. Para Nietzsche, esto implica atacar el poder de todas las instituciones tradicionales del pensamiento colectivo(ciencia, razón, moral), como consolidadoras de una comprensión universal accesible a todos, que nivela para abajo la acción de la colectividad en su tensión creativa. Por eso su perspectivismo está por encima de la lógica, la razón y la moral. En el primer aforismo de La Gaya Ciencia, Nietzsche prescribe esta visión perspectivista:
A fin de cuentas, el hombre más dañino puede seguir siendo el más útil para la conservación de la especie, porque mantiene en sí mismo o en otros, a través de su influencia, instintos, sin los cuales, la humanidad habría languidecido y se habría corrompido durante mucho tiempo. El odio, el placer que produce el mal ajeno, la sed de tomar y dominar y, en general, todo lo que se llama mal, no son más que uno de los elementos de la asombrosa economía de la conservación de la especie; una economía costosa, ciertamente pródiga y, en general, sumamente imprudente, pero que ha preservado de manera demostrable nuestra raza hasta ahora [...]. Sigue tus mejores o peores inclinaciones y, sobre todo, dirígete a tu perdición; en cualquiera de los dos casos, probablemente favorecerás el progreso de la humanidad, de un modo u otro, siempre serás tu propio benefactor y tendrás derecho a sus apologistas... ¡así como a sus detractores! (La Gaya Ciencia, Libro I, § 1).
El individuo como benefactor condiciona y subordina a los demás a sus propios impulsos, y así hace avanzar a la especie, aunque pague su libertad con la extinción –porque choca con la moral de rebaño, lo colectivo, que es poderoso, y siempre aspira a absorberlo en su nada–. “¿Qué ocurrirá cuando la máxima: ‘la especie lo es todo, el individuo no es nada’ se haya incorporado a la humanidad y todos tengan acceso a esta suprema liberación, a esta suprema irresponsabilidad?”(La Gaya Ciencia, Libro I, § 1). Lo peor contra la especie es situarla por encima del discernimiento individual, con toda su asfixiante combinación de valores socialmente compartidos.
El perspectivismo nietzscheano tiene, por tanto, la dimensión del conflicto permanente: cada individuo recibe sus propios impulsos, y estos impulsos, inequívocos y contradictorios entre sí, sustentarán inevitablemente valoraciones diferentes y contrapuestas. Además, para Nietzsche, el discernimiento del individuo nunca podría conducir a lo universal: no es posible universalizar la experiencia personal y convertirla en absoluta; tal actitud es la que falsea el discernimiento individual. De ahí su crítica mordaz a los intentos de Kant de construir los “majestuosos edificios éticos” del imperativo categórico. Es imposible llegar a la concepción de lo absoluto o lo universal a través del intelecto y, por tanto, a través del motor de la acción. En oposición al idealismo moralista de Kant, escribe:
¿Admira el imperativo categórico en usted mismo? ¿Esa “firmeza” de su supuesto juicio moral? [...] Pues es egoísmo sentir que su juicio es una ley universal: y un egoísmo ciego, mezquino y sin pretensiones, además, porque denuncia que aún no se has descubierto a si mismo, que aún no se ha creado ningún ideal propio, su propio bien: –¡pues éste nunca podría ser el de otro, y mucho menos el de todos, el de todos! –. Quien todavía piense: “Así es como todos tendrían que actuar en este caso”, no ha avanzado todavía cinco pasos en el autoconocimiento: de lo contrario sabría que no hay ni puede haber acciones iguales –que cada acción que se ha hecho, se ha hecho de una manera totalmente única e irrepetible, y que así será con todas las acciones futuras (La Gaya Ciencia, Libro V, § 335).
El perspectivismo de Nietzsche es, pues, un instrumento para la defensa de los impulsos particulares del individuo frente a todos los demás. Sería un crimen atribuir al juicio personal el poder de la ley universal, de guía de los demás. Es posible decir que, para Nietzsche, es inadmisible diluir lo que somos en lo universal. La creencia en principios compartidos es peligrosa porque converge en la dilución impersonal del individuo en el todo que lo asfixia. La propia forma de entender el mundo y a uno mismo es un atributo particular que no puede compartirse: es imposible que un ser vivo adquiera la misma pulsión vital, la misma respuesta instintiva, que otro. La confianza en lo que dan los sentidos es una de las bases axiomáticas del perspectivismo de Nietzsche.
El filósofo alemán llega a fomentar la desconfianza y el rechazo de lo que profesa, en nombre de la liberación del individuo para crear sus propios ideales, para encontrarse a sí mismo y a los impulsos atávicos de su instinto. Esta forma de edulcorar el instinto prerracional (o sinrazón) es llevada hasta sus últimas consecuencias tras la ruptura de Nietzsche con el romanticismo de Richard Wagner y Arthur Schopenhauer a principios de la década de 1880, y encuentra una forma “clásica” en la advertencia de Zaratustra a sus seguidores:
Que vuestro espíritu y vuestra virtud sirvan al sentido de la tierra, hermanos: ¡y que el valor de todas las cosas vuelva a ser puesto por vosotros! ¡Para ello debéis ser luchadores! ¡Para esto debéis ser creadores! Al conocer, el cuerpo se purifica; al intentar conocer, se eleva; para el hombre de conocimiento, todos los instintos se vuelven sagrados; para el elevado, el alma se vuelve alegre [...] ¿Decís que creéis en Zaratustra? Pero ¿qué importa Zaratustra? Sois mis creyentes: pero ¿qué importan todos los creyentes? Aún no os habíais buscado a vosotros mismos: entonces me encontrasteis. Eso es lo que hacen todos los creyentes; por eso todas las creencias valen tan poco. Ahora os digo que me perdáis y os encontréis; y sólo cuando todos me hayáis negado volveré a vosotros (Así habló Zaratustra, Sobre la virtud divina, §3).
Así, en el perspectivismo de Nietzsche, la repulsión a acercarse al otro es eterna y está asociada al conflicto. La tensión y el conflicto serían expresión del poder que quiere vivir: del individuo frente al espíritu gregario de la manada. En este planteamiento teórico nietzscheano es incorrecto buscar la visión ascética de la totalidad, que debilita la lucha por la liberación del yo. Estamos en una batalla permanente para negar las ideas morales de la sociedad en nombre de los impulsos prerracionales conferidos inequívocamente por los sentidos del individuo que actúa. Ello requiere el valor de dejarse llevar por el cuerpo y sus impulsos, un motivo muy particular que no puede ser compartido por ningún otro ser vivo, ya que todas las acciones son únicas e irrecuperables. A través de esta forma de actuar y de vivir, podríamos encontrar la base para crear nuestros propios valores inimitables.
Limitémonos, pues, a la purificación de nuestras opiniones y estimaciones, y a la creación de nuevas y propias tablas de valores: –¡Pero no queremos seguir dándole vueltas al valor moral de nuestras acciones! [...] Queremos convertirnos en lo que somos: lo nuevo, lo único, lo incomparable, ¡los legisladores de sí mismos, los creadores de sí mismos!” (La Gaya Ciencia, Libro V, § 335).
“La conciencia no forma parte realmente de la existencia individual”
Así, “mi valor nunca puede ser el de otro, mi acción nunca puede ser igual a la de otro”, Wiraberwollen die werden, die wirsind, “Queremos llegar a ser lo que somos”: la protección de los valores individuales que no se pueden compartir es la preocupación central del método perspectivista nietzscheano.
Los estudiosos de la obra de Nietzsche han señalado aspectos de este deseo de proteger las fuentes individuales de valores monadológicos de la influencia de lo que viene de fuera. Henri Lefebvre, en Hegel, Marx, Nietzsche, señala lo que sería la incoherencia nietzscheana en la atribución de capacidades creativas, hasta el punto de encontrar similitudes con el propio marxismo.
A veces [Nietzsche] dice que los pueblos inventan significados, crean valores. El filósofo y el poeta permanecen alejados de las multitudes, pero surgen de los pueblos, incluso y sobre todo cuando se oponen a su pueblo. Es el pueblo el que inventa, no los Estados, las naciones o las clases, que no dan más sentido y valor a nada más que el conocimiento o la política. Esta tesis postula, en principio, un relativismo total, un “perspectivismo” que, sin embargo, es convergente con las posiciones marxistas, ya que atribuye a los pueblos y, en consecuencia, a las “masas”, la capacidad creadora de generar una perspectiva a partir de una valoración. A veces, por el contrario, Nietzsche replica que sólo el individuo (de genio) tiene esta capacidad, una posición “elitista”: “Nosotros, que percibimos y pensamos inseparablemente, hacemos nacer incesantemente lo que aún no existe”, declara con orgullo en Die fröhliche Wissenschaft [La Gaya Ciencia]. En otras palabras, el pensamiento de Nietzsche, en la medida en que es pensamiento, no rehúye las contradicciones y las incoherencias (Lefebvre, Hegel, Marx, Nietzsche).
A pesar de una cierta exageración –evidente en el acercamiento entre Nietzsche y la concepción materialista histórica de Marx, de la que nos ocuparemos en su momento–, LeFebvre tiene razón al señalar que el perspectivismo nietzscheano abarca la dimensión no sólo de la creación de valores, sino del autocuestionamiento. Este no rehuir el cuestionamiento de las convicciones y ceder a los impulsos cambiantes de la creación pertenece, de manera similar, al análisis de Walter Kaufmann. El filósofo germano-americano afirma que la lucha contra sus propias opiniones cristalizadas (“las convicciones son prisiones”, dice Zaratustra) es su forma de construir una filosofía antidogmática. Esta cualidad filosófica de Nietzsche proviene de su desconfianza hacia todos los pensamientos encerrados en sistemas, que se prohíben a sí mismos cuestionar sus presupuestos. Como hemos visto, para Nietzsche todo debe ser cuestionado, y especialmente aquellos problemas concretos, experimentados y vividos profundamente, que amenazan el actual modo de existencia. Kaufmann encuentra en esto el método experimentalista de Nietzsche, que está relacionado con su perspectivismo:
El “estilo de la decadencia” se emplea metódicamente al servicio del “experimentalismo” de Nietzsche. Los términos clave que Nietzsche utiliza repetidamente son: a veces experimento, a veces “Versuch”; pero conviene tener en cuenta que Versuch tampoco tiene por qué significar simplemente “intento”, sino que puede tener el significado científico característico de “experimento”. Podemos recordar aquí el comentario de Kierkegaard sobre Hegel: “Si Hegel hubiera escrito toda su Lógica y luego hubiera dicho (...) que no era más que un experimento mental (...) entonces seguramente habría sido el pensador más grande que jamás haya existido. Tal como está, es simplemente cómico”. Nietzsche insiste en que el filósofo debe estar dispuesto a hacer siempre nuevos experimentos; debe mantener la mente abierta y estar preparado, si es necesario, “valientemente, en cualquier momento, para declararse en contra de su opinión anterior” (Kaufmann, Nietzsche: filósofo, psicólogo, anticristo).
Según esta apreciación, el experimentalismo nietzscheano está impregnado de existencialismo, de un constante cuestionamiento conceptual de los problemas vitales de la vida cotidiana. “De hecho, la vida reside en todo el pensamiento y la escritura de Nietzsche, y hay una unidad que queda oscurecida, pero no borrada, por la aparente discontinuidad de su experimentalismo” (ídem). Para Kaufmann, todo ello culmina en un “perspectivismo necesario, en virtud del cual todo centro de fuerza –y no sólo el hombre–construye todo el resto del mundo desde su propio punto de vista” (Kaufmann, Nietzsche: filósofo, psicólogo, anticristo).
Tales interpretaciones hacen hincapié en la voluntad de cuestionar todos los sistemas filosóficos y las propias convicciones, una actitud antidogmática, que establece un paralelismo directo con la crítica del pensamiento metafísico. Ciertamente, no hay ningún problema en hacer que la propia opinión sobre las experiencias vividas acompañe a la realidad cambiante. Pero el planteamiento de Nietzsche no es simplemente el del “antidogma”: es el del individuo que desconfía del otro como obstáculo para la realización de sus impulsos. De hecho, hemos visto que, para Nietzsche, el pensamiento consciente es la parte más pequeña del pensamiento en general, y la más superficial de ellas, porque se refiere a lo que nos conecta con la comunidad. La capacidad de comunicación consciente es el signo de la tragedia, porque simboliza la necesidad del otro:
Que nuestras acciones, pensamientos, sentimientos e incluso movimientos lleguen a nuestra conciencia –al menos una parte de ellos– es la consecuencia de un terrible y largo “deber” que reina sobre el hombre: necesitaba, como el animal más amenazado, ayuda, protección, necesitaba a sus semejantes, tenía que expresar su indigencia, saber hacerse inteligible –y para todo ello, necesitaba, ante todo, “conciencia”, por tanto, “saber” él mismo de qué carece, “saber” cómo siente, “saber” qué piensa (La Gaya Ciencia, Libro V, § 354).
Nietzsche critica el pensamiento consciente como la peor parte de nuestro aparato cognitivo, pues se produce en las palabras, en los signos de comunicación, que nos acercan a la comprensión de los demás y nos alejan del impulso instintivo. El hombre que toma conciencia de sí mismo lo hace a través de la conciencia comunitaria, y éste es el problema último. Es en este punto donde Nietzsche explica su propia visión, a saber, el perspectivismo.
Mi pensamiento es, como como podéis ver: que la conciencia no es propiamente parte de la existencia individual del hombre, sino lo que hay en él de la naturaleza de la comunidad y del rebaño; que también, como se sigue de esto, sólo en referencia a la utilidad de la comunidad y de rebaño se ha desarrollado y refinado y que, en consecuencia, cada uno de nosotros, con la mejor voluntad de comprenderse a sí mismo lo más individualmente posible, de “conocerse a sí mismo”, traerá siempre la conciencia, sólo lo no-individual en sí, su sección transversal [...] Nuestras acciones son, en el fondo, todas ellas, personales de un modo incomparable, únicas, ilimitadamente individuales, sin duda; pero en cuanto las traducimos a la conciencia, dejan de parecerlo... Esto es fenomenalismo y perspectivismo, tal como yo lo entiendo: la naturaleza de la conciencia animal implica que el mundo del que podemos llegar a ser conscientes es sólo un mundo de superficies y signos, un mundo generalizado, vulgarizado –que todo lo que llega a ser consciente precisamente con esto se convierte en superficial, escaso, relativamente estúpido, general, signo, marca de rebaño, que, con todo llegar a ser consciente, se asocia con una gran y radical corrupción, falsificación, superficialización y generalización (La Gaya Ciencia, Libro V, § 354).
Difícilmente podemos compartir la opinión, por muy antidogmática que sea, de que la conciencia, al ser un universal, distorsiona el discernimiento individual. El ser humano es un ser social y desarrolla su personalidad en el marco de un determinado estadio de transformación de la socialización general. No es así para el filósofo alemán. La irrevocable unicidad de las acciones sólo se salvaría en la medida en que no la interpretemos racionalmente en el ámbito de lo común, en esa esfera en la que “la especie está por encima del discernimiento individual”. Con esto podemos llegar a una visión más clara del perspectivismo nietzscheano. La acción consciente niega lo más valioso del individuo, que es el carácter no escindible de los impulsos. En cuanto intentamos comprenderlos, encajarlos en una totalidad, en cuanto los medimos con la regla del cuerpo social, nos perdemos a nosotros mismos. La acción colectiva se convierte, en el perspectivismo nietzscheano, en la corrupción de uno mismo y su dilución en el todo, en el rebaño, en lo gregario. Esta falsificación del individuo, al ser moralmente negativa para Nietzsche, trae a colación una conclusión adicional: la totalidad es enemiga del perspectivismo.
Una vez más, Nietzsche levanta la bandera filosófica contra toda posibilidad de intervención colectiva en la realidad, o de cooperación positiva entre los seres humanos. En El crepúsculo de los ídolos (1887), Nietzsche sostiene que:
Nuestra moral de la compasión, contra la que fui el primero en advertir, lo que podría llamarse l’impressionisme morale, es una expresión más de la hiperexcitabilidad fisiológica característica de todo lo decadente. Ese movimiento que Schopenhauer, con la moral de la compasión, intentó hacer avanzar científicamente –¡un intento muy desafortunado!– es precisamente el movimiento de decadencia de la moral, y como tal está profundamente relacionado con la moral cristiana. Los tiempos fuertes, las civilizaciones nobles, ven la compasión, el “amor al prójimo”, la ausencia de un yo y de un sentido del yo, como algo despreciable. Las épocas se miden por las fuerzas positivas –y esto demuestra que la época del Renacimiento, tan derrochadora y rica en fatalidades, es la última gran época, y nosotros, los modernos, con nuestro angustiado cuidado de nosotros mismos y nuestro amor al prójimo, con nuestras virtudes del trabajo, la falta de pretensiones, la legitimidad y la cientificidad, somos una época débil... La “igualdad”, cierta asimilación de hecho, que en la teoría de la “igualdad de derechos” sólo alcanza expresión, pertenece esencialmente a la decadencia: el abismo entre hombre y hombre, entre clase y clase, la pluralidad de tipos, el deseo de ser uno mismo, de destacar, –lo que yo llamo el pathos de la distancia es propio de todo tiempo fuerte (El crepúsculo de los ídolos, Incursiones de un extemporáneo, § 37).
La trampa de este pensamiento es que hace de la crítica agónica de los valores de cooperación y acción común una condición para el protagonismo de personalidades (aristocráticas, para Nietzsche). Naturalmente, en la actividad creadora de las masas en los procesos de lucha de clases, en las huelgas, en las batallas de autodefensa, en las insurrecciones y revoluciones –en la actividad más consciente de los seres humanos en un régimen de opresión social– encontramos oprobio. No es de extrañar que esta visión perspectivista haya inspirado diferentes corrientes filosóficas críticas con los grandes proyectos emancipadores, como el foucaultianismo (véase el análisis de IuriTonelo). Estas corrientes de pensamiento fueron más allá y asociaron el perspectivismo a una especie de relativismo de la realidad objetiva, algo que no era la intención de Nietzsche. Con el relativismo, la negación de la realidad objetiva, del orden social dividido en clases, de las transiciones en la historia, de la propia historia como ciencia, surgen como reglas epistemológicas.
La dialéctica como antagonista del perspectivismo
Así se comprende la animadversión de Nietzsche hacia la dialéctica. Es el instrumento más peligroso para la estabilidad de un orden dado, ya que invierte, según Nietzsche, las jerarquías sociales. Es el método lógico de la subversión, ya en la Antigüedad griega clásica, cristalizado en la figura de Sócrates, el legítimo oponente de la filosofía nietzscheana –y el blanco de su inquieta admiración. En el siglo XIX se había convertido, a través del sistema idealista de Hegel, en la filosofía de la totalidad del desarrollo histórico a través del choque de contrarios contenido en todos y cada uno de los elementos del mundo. En Hegel, el método dialéctico presentaba la lógica del movimiento progresivo de la Idea a la libertad, etapas sucesivas de acumulación de conciencia dirigidas por el progreso del Espíritu Absoluto en el reencuentro consigo mismo. Nietzsche criticó la metafísica hegeliana tanto por su concepción del progreso como por perfeccionar la vida consciente, una conciencia que, para Nietzsche, era un anatema para el individuo. En su inversión materialista por Marx y Engels, la dialéctica emergió de las brumas de la abstracción y se enraizó en la transformación y el movimiento de la materia, en la totalidad de la relación entre el objeto y el sujeto, el método de la revolución social.
Nietzsche ataca la dialéctica desde sus primeras obras, como El nacimiento de la tragedia (1872), hasta sus últimos escritos, como El crepúsculo de los ídolos (1887-88). Resulta útil volver conceptualmente a la percepción de Nietzsche en estas obras, en las que Sócrates encarna la antinomia nietzscheana contra el método dialéctico. Aunque Sócrates no representa toutcourt la noción de la totalidad de la relación sujeto-objeto, prefigura esta noción con su antipatía a los límites de la subjetividad mítica, al elemento instintivo pre-racional como término suficiente para la acción. En El nacimiento de la tragedia, el filósofo alemán arremete violentamente contra Sócrates, acusándole de haber desvirtuado el espíritu griego en el conocimiento conceptual, que había sido capaz antes que él de elaborar una forma de vida fantásticamente basada en el instinto.
Nietzsche analiza cómo los antiguos griegos conocían y sentían los miedos y espantos de la existencia como fuerzas trágicas, incontrolables e inmutables: simplemente para poder vivir, tenían que extender ante sí el resplandeciente espejismo de los dioses del Olimpo como autoridades últimas del Destino, la fortuna o la desgracia en toda su inmutable y predeterminada fatalidad. En ese pensamiento, era el elemento dionisíaco el que marcaba la pauta: la dilución de la individuación, los impulsos báquicos que presidían el arte –en comunión con el elemento apolíneo de la individuación consciente, desde las fronteras de la razón, pero que la supera en esencia–, cuya verdad toma para sí todo el reino del mito como simbolismo de su conocimiento [1]. Sócrates presenta la inversión del predominio de lo dionisíaco en el arte y en la vida. Sócrates es la depreciación del instinto: el mito ya no podía explicar (ni alimentar) nada ni a nadie. La razón era un requisito previo para la acción, una transformación de proporciones homéricas, dada la tradicional antipatía de la élite patricia ateniense a justificar su modo de vida. Allá donde dirigía su mirada inquisitiva, Sócrates condenaba la falta de comprensión y el poder de la ilusión como principios activos de la vida en sociedad. De esta falta de comprensión concluyó que todo lo que se basaba en el ejercicio instintivo era intrínsecamente pervertido y repudiable. A pesar de no haber abjurado del Olimpo, Sócrates fue condenado por impiedad, o descreimiento en los dioses griegos.
Para Nietzsche, el impulso socrático destruía tanto el arte como la ética griegas, porque atacaba el instinto, el elemento dionisíaco que sostenía el moldeado trágico del mundo:
Desde este único punto, Sócrates creía tener que corregir la existencia [...] Ésta es la monstruosa perplejidad que nos asalta cada vez, frente a Sócrates, y que una y otra vez nos urge a conocer el sentido y la finalidad de este fenómeno, el más problemático de la Antigüedad (El nacimiento de la tragedia, § 13).
Mientras que en la cosmovisión dionisíaca que presidía la existencia trágica de los griegos era el instinto el que actuaba como fuerza creadora, en Sócrates la creación pasa al mando de la conciencia, anatema para Nietzsche. Lo dionisíaco disolvía al individuo en los impulsos primordiales de la sinrazón; Sócrates era la disolución de los instintos en nombre de la razón. En este no misticismo específico, vemos los ataques de Nietzsche a la dialéctica:
Sócrates, el héroe dialéctico del drama platónico, nos recuerda, por afinidad de naturaleza, al héroe euripídeo, que tiene que defender sus acciones con argumentos y contraargumentos y, por ello, corre tantas veces el peligro de perder nuestra compasión trágica: pues quién podría ignorar el elemento optimista en la esencia de la dialéctica, que a cada conclusión celebra su jubileo y sólo puede respirar en fría claridad y conciencia: el elemento optimista que, una vez inoculado en la tragedia, infectará gradualmente sus regiones dionisíacas y la conducirá necesariamente a la autodestrucción –hasta el salto mortal al espectáculo burgués (El nacimiento de la tragedia, § 14).
Este elemento optimista de la dialéctica es el punto de quiebre de Nietzsche con el socratismo. En el modo de vida trágico, no hay posibilidad de que la acción provoque una transformación del orden o del Destino. Como vimos en el mito de Edipo, la acción “consciente” sólo acelera el desenlace trágico predeterminado. La dialéctica socrática, en su “fría claridad y conciencia”, determina la posibilidad de transformar las circunstancias mediante la acción racional. La comprensión consciente tiene prioridad, y para Nietzsche la conciencia es desindividuación. Hay que decir que, aunque el impulso socrático condujo a una desintegración de la tragedia dionisíaca, Nietzsche aún no la negaba del todo, o al menos parecía tener dudas sobre si socratismo y arte eran necesariamente sólo antípodas (o si un “Sócrates artista” era necesariamente una contradicción). Esta es la primera de muchas ambivalencias en la apreciación nietzscheana de Sócrates [2] –hasta el punto de que Walter Kaufmann lo consideraba una especie de ídolo para Nietzsche, e incluso la inspiración para el método de indagación experimentalista de los problemas candentes de la realidad vivida [3]. Pero la perplejidad frente a la dialéctica socrática se mantuvo, y seguiría desarrollándose a lo largo de su obra, cada vez más en contraste con los efectos de la dialéctica sobre la universalización de las percepciones y una comprensión del movimiento de la totalidad que implicaba cambios sociales de calibre histórico.
En El crepúsculo de los ídolos, su advertencia contra la dialéctica es directa, dedicando a esta reflexión el Problema de Sócrates. Nietzsche reconoce, haciéndose eco de la valoración de El nacimiento de la tragedia, que Sócrates y Platón son síntomas de una decadencia antigriega, instrumentos de la desintegración del fenómeno helénico. Centrando su artillería en el “maestro de esgrimistas”, Nietzsche establece una interesante asociación entre la dialéctica y la condición de Sócrates: un plebeyo que pertenecía a “los escalones más bajos de la villanía social!”. El acontecimiento antitrágico del “demonio socrático” fue al mismo tiempo un fenómeno antiaristocrático, una amenaza para el orden patricio que se veía ridiculizado –y condenado– en su propia ignorancia de los oficios del arte, la economía, la política y la guerra. Se produce un cambio en las preferencias intelectuales:
Con Sócrates, el gusto griego gira hacia la dialéctica: ¿qué ocurre en realidad? En primer lugar, se aniquila un gusto noble: con la dialéctica, la plebe asciende a la cima. Antes de Sócrates, los caminos de la dialéctica eran rechazados en la alta sociedad: eran vistos como malos modales, eran comprometedores. Los jóvenes debían desconfiar de ellas. Cualquier explicación de las razones de alguien era vista con sospecha. Las cosas y los hombres honestos no llevan sus razones en la manga de esa manera. No es buena idea hacer de todo un espectáculo. Por lo tanto, lo que hay que demostrar no debe tener mucho valor. Allí donde la autoridad goza todavía de buena salud, allí donde los hombres mandan y no pierden el tiempo en demostrar las cosas, el dialéctico es visto como una especie de payaso (El crepúsculo de los ídolos, El problema de Sócrates, § 5).
En otras palabras, allí donde reina el orden y donde no hay una “casta bárbara de esclavos que han aprendido a considerar su existencia como una injusticia y que preparan la venganza” (El nacimiento de la tragedia, §18), la dialéctica está mal vista. Continúa diciendo que “Un hombre recurre a la dialéctica sólo cuando no encuentra otro medio a mano [...] Sólo puede ser la última defensa de aquellos que no tienen otra arma [...] ¿Es la ironía de Sócrates una expresión de revuelta? ¿De resentimiento plebeyo” (El crepúsculo de los ídolos. El problema de Sócrates, § 6 y 7). ¿La venganza contra la nobleza por medio de la dialéctica sería uno de sus detestables elementos optimistas? El vínculo entre la lógica dialéctica y el peligro de la subversión, aunque oscurecido por la fascinación de Nietzsche por Sócrates, es pertinentemente detectable. La dialéctica es el “instrumento despiadado” con el que la plebe asciende a la cima, derribando la autoridad. Si el elemento antigriego del socratismo está ahí, la dialéctica sirve de elemento subversivo. La forma de venganza dialéctica de Sócrates contra el noble al que ´lo fascina prefigura, a juicio de Nietzsche, esa decadencia griega operada endógenamente, provocada por él mismo en medio de su apogeo.
El terremoto de la dialéctica instituido por Sócrates –la conquista de la verdad universal mediante el pensamiento racional, la posibilidad de transformar la realidad mediante la acción– es el gran peligro para el perspectivismo. El perspectivismo nietzscheano es antisocrático porque es aristocrático. La razón no debe ser el árbitro: debe ocupar un lugar subordinado a los impulsos del instinto, no como su amo. No debe explicar la acción, porque la acción no tiene nada que ver con la conciencia, un refinamiento del rebaño que extirpa la originalidad del individuo que tiene poder, que disfruta de su autoridad para conservar lo que hay (y producir cultura). La dialéctica –como en los diálogos de Sócrates con sus discípulos y adversarios, revelados por Platón–no podría acercarnos a la verdad que reside en nuestra propia acción experiencial, sensible, primordial, indiscutiblemente única e indeterminable por el otro.
La dialéctica animada por la era de las revoluciones
La distinción entre la naturaleza del método dialéctico de Hegel y Marx no es nueva. El propio Marx da la definición más clara de cómo incorpora la dialéctica hegeliana, transformándola por completo. Hay, sin embargo, bases sociales comunes que dan la característica de movimiento al método dialéctico tal como lo concibió idealistamente Hegel y lo sustenta en la materialidad del mundo Marx. Las revoluciones modernas entre 1789 y 1871 tuvieron un gran impacto en la lógica dialéctica y la alejaron decisivamente de su manifestación socrática. La Revolución Francesa dejó una huella indeleble en el pensamiento hegeliano, debido a la gravitación de la transformación histórica que supuso. Representó la abolición del feudalismo en Francia y un movimiento expansivo de conmoción en toda Europa durante las campañas napoleónicas. A mediados del siglo XIX, las circunstancias objetivas de la economía situaron a la burguesía en una relación de oposición a las nuevas transformaciones, de modo que ya en la Primavera Popular de 1848 representaba una clase socialmente reaccionaria. Este ciclo desde 1848 hasta la Comuna de París, que puso fin a las revoluciones burguesas y allanó el camino para el surgimiento de la clase obrera como sujeto históricamente revolucionario, constituye el núcleo del carácter materialista de la dialéctica en Marx.
El método dialéctico hegeliano es muy diferente del método socrático, porque no trabaja esencialmente para negar o destruir un pensamiento, reduciéndolo a puras contradicciones. Para Hegel, la dialéctica no es mera retórica, es un dispositivo de la filosofía como expresión de la realidad, de las contradicciones de la realidad.
En su estudio, Henri Lefebvre admite que el ataque de Nietzsche a Sócrates es también un ataque a Hegel, en la medida en que éste representa también a ese “hombre teórico” socrático, dotado de las herramientas de la razón y de la ciencia para comprender las transformaciones de la historia. Y ahora, con la plena conciencia de la totalidad. “Si Sócrates contiene ya a Hegel y a la modernidad, es porque el tiempo no debe concebirse a la manera de Hegel y de los historiadores. Para Nietzsche hay filiaciones, genealogías, no génesis; no hay historia en el sentido de un desarrollo cuantitativo y cualitativo” (Hegel, Marx, Nietzsche). En cuanto al motor de la historia, Hegel presupone el conocimiento y la razón, abriéndose paso a través de la naturaleza, la vida, el cuerpo y los pueblos. Si el trabajo contradictorio o negativo del concepto continuara indefinidamente, podríamos llegar finalmente a la verdad absoluta en la conciencia humana. “No, respondería Nietzsche cada vez con más fuerza. El motor, en la medida en que podemos hablar de uno, no es ni la razón ni el conocimiento, ni siquiera los intereses prácticos y los objetivos políticos bien definidos (aunque estos intereses y objetivos siempre desempeñen un papel). La fuerza motriz es la voluntad de poder: la búsqueda del poder autoritario por sí mismo” (Ídem).
Hegel fue condenado por Nietzsche como el dilapidador por excelencia de la victoria del ateísmo filosófico en Europa; su filosofía del progreso del concepto no encaja con la abolición por parte de Nietzsche de la noción de progreso histórico (la cultura griega de la Antigüedad era superior a la cultura alemana de su tiempo), y sus concepciones mutuas del Estado no podían ser más diferentes: Hegel lo veía como una condición para los esfuerzos supra-sociales superiores de la cultura y el arte; para Nietzsche, el Estado era el archienemigo de estas conquistas. Sin embargo, incluso en sus numerosos desacuerdos con Hegel, Nietzsche no dejó de reconocer el poder de un adversario, aunque fuera irónicamente. Reflexionando sobre lo que explicaría “lo que es el alemán”, señala la asombrosa destreza de Hegel, la habilidad con la que reordenó todos los hábitos y comodidades lógicas al atreverse a enseñar que los conceptos se desarrollan unos a partir de otros. La dialéctica hegeliana es la del movimiento de los conceptos, la de la búsqueda de la identidad entre la Idea y el objeto. Se trata de un idealismo metafísico que Nietzsche detestaba, pero que personificaba el espíritu europeo de la época: “Los alemanes somos hegelianos, aunque nunca hubiera existido Hegel, en la medida en que atribuimos instintivamente un sentido más profundo y un valor más rico al devenir, al desarrollo, que a lo que ´es´ –apenas creemos en la legitimidad del concepto ´ser´” (La Gaya Ciencia, Libro V, § 357). De te fabula narratur: ¡Nietzsche no puede ocultar su afecto por la misma concepción del devenir que Heráclito tanto aclamó en El nacimiento de la tragedia! Pero la divergencia con la dialéctica es dura, en la medida en que Hegel conecta, todavía de manera idealista, el movimiento de los conceptos con el movimiento de la totalidad de las relaciones del mundo, con el movimiento de la historia que se desentiende de la noción de inmovilidad de las formas sociales arcaicas.
Para Hegel, el conocimiento de lo real puede alcanzarse buscando la unidad del sujeto que piensa y lo que existe objetivamente, o la adecuación creciente del concepto con el objeto sensible. Y esta unidad del pensar y del ser sería posible para todos los seres humanos, no sólo para una clase aristocrática de pensadores. A Hegel le preocupa encontrar la identidad entre el sujeto que piensa y el objeto que existe, entre el pensamiento y el ser. Una vez encontrada esta identidad o unidad, tendremos la verdad del conocimiento absoluto. En la relación concepto-objeto, existe la expectativa de una simple adecuación entre los términos de la ecuación, pero algo en el objeto se resiste a su aprehensión conceptual, y precisamente porque se resiste a la aprehensión conceptual, el objeto modifica el concepto, que intenta en su movimiento adaptarse gradualmente al objeto. Este movimiento de las categorías conceptuales para acercarse a la verdad de algo, para llegar al conocimiento real de un objeto, es para Hegel el movimiento dialéctico. En otras palabras, este movimiento de negar constantemente las insuficiencias de nuestros conceptos, mejorando nuestra percepción en la medida en que ella nos niega, será la base del método dialéctico hegeliano. En la Fenomenología del Espíritu, Hegel llama concepto a este movimiento de acercamiento a la verdad del objeto, de determinación del objeto en sus particularidades para llegar al conocimiento de lo verdadero, negando las generalidades que asocian este objeto con otros y, a través de ello, encontrando en sus determinaciones particulares la relación que establece con la totalidad.
Naturalmente, la teoría nietzscheana del eterno retorno se opone a la dialéctica hegeliana del progreso del concepto. Pero las contradicciones, en el contexto hegeliano, no son una mera idolatría de lo fáctico para justificar lo existente: son el movimiento mismo del devenir, de la transición de la historia en su camino hacia la libertad. En su Lógica, Hegel dice que
Es uno de los prejuicios fundamentales de la lógica hasta ahora y de la representación habitual hacer creer que la contradicción no es una determinación tan esencial como la identidad; sí, incluso si se tratara aquí de jerarquizar y de fijar las dos determinaciones como separadas, sería necesario tomar la contradicción como la más profunda y esencial. Pues, en su faz, la identidad es sólo la determinación de la simple inmediatez, del ser muerto; la contradicción, en cambio, es la raíz de todo movimiento y de toda vitalidad; sólo en la medida en que algo tiene contradicción en sí mismo se mueve, tiene impulso y actividad.
En el mismo pasaje, Hegel continúa diciendo que “la identidad abstracta de algo consigo mismo no es vitalidad alguna; de este modo, algo sólo está vivo en la medida en que contiene contradicción en sí mismo”.
Pero es en Marx donde la dialéctica se convierte en un método de análisis materialista de la historia que sustenta la acción transformadora, en una dimensión que antagoniza categóricamente con el perspectivismo nietzscheano. La dialéctica como método lógico dio un giro más que copernicano en manos de Marx, que dio la vuelta a la perla del método hegeliano y lo enraizó en la materia mutable. Ya no hablamos de un movimiento dialéctico como movimiento de los conceptos de nuestra conciencia, que por su propia autorreflexión se movería y crearía la realidad. Para Marx, esto significaba enmarcar el método dialéctico vivo entre las brumas de la abstracción, apartándolo de la realidad histórica. “La dialéctica de Hegel es la forma fundamental de toda dialéctica, pero sólo después de despojarla de su forma mística, y esto es precisamente lo que distingue a mi método”. En el epílogo a la segunda edición de El capital en 1872, Marx habla abiertamente de este desacuerdo con Hegel. En sus propias palabras, dice:
Mi método dialéctico, en sus fundamentos, no sólo es diferente del método hegeliano, sino su opuesto exacto. Para Hegel, el proceso de pensamiento, que él transforma en un sujeto autónomo bajo el nombre de Idea, es el demiurgo del mundo real, y el mundo real es sólo la manifestación externa de la Idea. Para mí, en cambio, lo ideal no es más que lo material, traducido y transpuesto a la cabeza del hombre.
En los Grundrisse, los manuscritos económicos de 1857-58, Marx se tomó el tiempo de escribir literalmente, más extensa y libremente de lo que lo haría en El capital, el planteamiento concreto del método en economía política. En el tercer punto de la Introducción, llamado con razón El método de la economía política, Marx trata la comunidad política no como una “interacción entre los conceptos de necesidad y libertad”, como hacía Hegel, sino con datos materiales y reales de la división entre clases en la sociedad. Dice:
Parece correcto empezar por lo real y concreto, por el presupuesto efectivo y, por tanto, en el caso de la economía, por ejemplo, empezar por la población, que es el fundamento y el sujeto del acto social de producción en su conjunto. Tomado con más rigor, sin embargo, esto resulta ser falso. La población es una abstracción cuando prescindo, por ejemplo, de las clases que la componen. Estas clases, a su vez, son una palabra vacía si no conozco los elementos en los que se basan. Por ejemplo, el trabajo asalariado, el capital, etc. Éstos presuponen el intercambio, la división del trabajo, el precio, etc. El capital, por ejemplo, no es nada sin trabajo asalariado, valor, dinero, precio, etc. Así pues, si empezara por la población, sería una representación caótica del conjunto y, a través de una determinación más precisa, llegaría analíticamente a conceptos cada vez más simples; a partir de lo concreto representado llegaría a conceptos abstractos cada vez más finos, hasta llegar a las determinaciones más simples. A partir de ahí tendría que iniciar el viaje de vuelta hasta llegar finalmente de nuevo a la población, pero esta vez no como representación caótica de un todo, sino como una rica totalidad de múltiples determinaciones.
Es la concreción material de la totalidad, ajena a cualquier fragmentación del pensamiento. Esto tiene consecuencias para la acción. Al acumular gradualmente su conocimiento de la materia, el hombre adquiere poder sobre ella, y puede aventurar, también según el grado en que lo haga, predicciones más o menos precisas, verificables por los hechos, y de ahí que no haya límite a su conocimiento y dominio sobre la materia. Marx aplica este principio de la materia al campo de la sociedad humana y de la historia: el conocimiento de la materia y de sus transformaciones nos dota de la capacidad de predecir posibles cambios en la realidad, y nos da así el poder necesario para interferir conscientemente en estos cambios y dirigirlos al servicio de la humanidad.
Es un enfoque antitrágico, en el sentido de que niega la noción de que los seres humanos sean incapaces de transformar activamente su realidad. Al contrario, fomenta esta concepción de la acción revolucionaria para superar las propias condiciones de explotación del capital.
En este universo, no podemos dar crédito al empeño de Lefebvre por encontrar una armonía en la concepción cognitiva entre Marx y Nietzsche. La crítica de Marx a la filosofía, la intelectualidad y el yugo de la producción artística a las superestructuras modernas está ligada a la lucha de clases y a la capacidad de la acción colectiva para transformar la realidad de la materia, aglutinando fuerzas subalternas para acabar con la división del trabajo manual e intelectual. En Nietzsche, la crítica a los sistemas filosóficos, a la intelectualidad y al Estado se produce en términos de mantenimiento de la división del trabajo, de preservación de una sociedad fundada en el trabajo como imposición, en una sociedad aristocrática que permite elevar al ser humano mediante gradaciones jerárquicas y la necesaria esclavitud del trabajo (Más allá del bien y del mal, capítulo IX, § 257). El concepto mismo de individuo es muy diferente desde la perspectiva del materialismo dialéctico marxista y del perspectivismo nietzscheano. Para Marx, el individuo es un ser eminentemente social, constructor de relaciones materiales para la producción y reproducción de la vida misma, desagregado como especie por la división social en clases antagónicas. La explotación del hombre por el hombre es un signo de la prehistoria humana, que puede ser superado por la acción organizada de la clase subalterna que, emancipándose a sí misma, elimina el estatuto de división entre las clases y, por eso, emancipa a la humanidad. Si en opinión de Marx una civilización superior sería capaz de abolir el sacrificio de otros seres humanos para redescubrirse como especie colaboradora, para Nietzsche el sacrificio de otros seres humanos forma parte del concepto mismo de libertad:
Pues ¿qué es la libertad? Tener la voluntad de la propia responsabilidad, mantener firme la distancia que nos separa. Volverse indiferente a la fatiga, a las penurias, a las privaciones e incluso a la vida. Estar dispuesto a sacrificar seres humanos por tu causa, sin excluirte a ti mismo. La libertad significa que los instintos viriles, que se regocijan en la guerra y la victoria, tienen dominio sobre otros instintos, por ejemplo, el de la “felicidad” (El crepúsculo de los ídolos. Incursiones de un extemporáneo, § 38).
Para Marx, el individuo debe refundarse en el marco de lo colectivo. Para Nietzsche, sólo hay sociedad en la medida en que está subordinada a los designios y caprichos del individuo que desarrolla su voluntad de poder.
Historia y método
La dialéctica es la ciencia del límite, según Lenin, el método que acompaña la transformación de la materia en su contrario. Comprende la lógica de la lucha de clases y de las revoluciones. Esto explica la superioridad de la visión polifacética del mundo que ofrece la dialéctica, en su núcleo material: el materialismo dialéctico. Sin relativizar la realidad ni subordinarla a los caprichos de la subjetividad, descubre en todos los fenómenos las raíces de su origen, su desarrollo, su maduración y decadencia, y su extinción. Objeto y sujeto se interpenetran, modificándose mutuamente. La historia humana no se rige por las leyes del naturalismo biológico, ni en su versión evolucionista vulgar ni en su versión experimentalista pragmática. Puesto que la materia es mutable y no inerte, hay espacio para que los seres humanos actúen conscientemente. En la sociedad moderna, esta acción consciente tiene su nivel más alto en las acciones de las clases sociales, a través de cuyos enfrentamientos vislumbramos los movimientos contradictorios entre las relaciones de producción existentes y las fuerzas productivas.
La intervención en la realidad para cambiar radicalmente las circunstancias –más allá de la contemplación meditativa o de la fatalidad mecanicista– contiene la divergencia decisiva del perspectivismo nietzscheano. En nombre de la lucha contra el idealismo del Espíritu Absoluto y el idealismo de las leyes morales en el imperativo categórico –en ambos reside la figura despótica de la divinidad extramundana– Nietzsche elaboró un idealismo propio, que pretende aniquilar las relaciones de desarrollo de la totalidad y suprime el movimiento del universo histórico social. La filosofía del “yo” absoluto, extirpado de la materialidad social y de las formas antagónicas de conciencia que de ella se derivan, representa una forma de poner fin a la historia y de elevar a la categoría de realidades múltiples los impulsos de los múltiples individuos que “crean valores”. Como dijo el filólogo italiano Sebastiano Timpanaro [4], las clases explotadoras siempre han necesitado hablar de los “valores del Espíritu”, y la filosofía de Nietzsche no ha dejado de reservarse este papel.
No se puede culpar a Nietzsche de lo que se convertiría en el postmodernismo. Pero el individualismo exacerbado que anima su particular idealismo antimetafísico de los valores deja más de una puerta abierta al relativismo subjetivo y a la mera contingencia de la realidad. Un ejemplo es Michel Foucault. En él influyó “el desafío de Nietzsche” de mantener un “escepticismo sistemático sobre todos los universales antropológicos” (Foucault, Dichos y Escritos). Foucault desarrolló su concepción de la genealogía y la arquitectura del conocimiento, que en la práctica estimula su propia variante perspectivista. La demolición de las certezas (autoinquisición) se convierte en una relativización de la realidad y de la historia, en una lucha franca contra la dialéctica. Aunque alberga fragmentos de acción colectiva (en la que la única salida es “resistir” de forma segmentada), se trata de una versión particularmente dogmática del perspectivismo conservador de Nietzsche.
La Historia como proceso abierto preconiza una cierta totalidad, los “universales” que provocan un cierto escalofrío en los instintos de conservación. La combinación de la especificidad de lo particular y la totalidad de lo universal es uno de los principales logros del pensamiento humano, y en la era de las revoluciones goza de buena salud.
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