El ataque contra Aramco, el corazón petrolero de Arabia Saudita y por extensión uno de los centros de gravitación de la economía mundial, marca un punto de inflexión para la situación en el Medio Oriente con consecuencias globales.
Jueves 19 de septiembre de 2019 11:30
Durante décadas, el posible ataque contra instalaciones sauditas fue una de las principales hipótesis de alto riesgo geopolítico –notablemente durante las guerras del Golfo-. Hay antecedentes fallidos, como el atentado suicida que intentó Al Qaeda en 2006. Pero esta vez, la hipótesis tan temida se hizo realidad. Todavía no hay un relato consensuado entre Arabia Saudita y Estados Unidos sobre las explosiones aunque tiene todos los ingredientes de las guerras asimétricas: obtener el mayor impacto posible empleando medios poco sofisticados y baratos. Por eso, muchos analistas consideran que estos atentados tiene el potencial de devenir en un “11S del mercado petrolero”.
Aún es muy pronto para mensurar los efectos en la economía, sin dudas se suma a lista de eventos –como las guerras comerciales- que potencian las probabilidades de escenarios recesivos. El alcance dependerá de si el impacto económico y geopolítico podrá ser contenido por medios más o menos rutinarios o si, por el contrario, el incidente conducirá a una escalada que podría derivar en una nueva guerra en el Golfo Pérsico.
La monarquía saudita transmitió un mensaje tranquilizador, prometiendo restaurar los niveles de producción para fin de septiembre, pero el daño ya está hecho y tiene un aspecto irreversible: haber dejado expuesta la insospechada vulnerabilidad de una infraestructura de valor estratégico.
Más grave aún. La vulnerabilidad de Arabia Saudita cuestiona objetivamente la capacidad policíaca de Estados Unidos, que es el principal proveedor de armamento y sistemas anti misiles del reino saudí. Por eso va adquiriendo la dimensión de un problema de seguridad nacional para el imperialismo norteamericano, más allá incluso del Medio Oriente.
La acción fue reivindicada por los hutíes, la fracción pro iraní, que disputa con las milicias apoyadas por Arabia Saudita y Estados Unidos una guerra civil sangrienta en Yemen. Pero nadie les cree.
Como suele suceder con estas acciones, abundan las teorías conspirativas. Están desde los que dicen que detrás del bombazo se encuentra el “ala dura” de la teocracia iraní, hasta los que especulan con una conjura de halcones norteamericanos e israelíes, militantes activos del cambio de régimen, para tener un casus belli que justifique una ofensiva militar contra Irán.
Los grandes medios corporativos –a través de los cuales hablan las distintas alas del establishment norteamericano- han ido imponiendo el sentido común que de una u otra forma el régimen iraní estaría detrás de los atentados, aunque no logren presentar ninguna evidencia ni explicar con claridad qué rédito sacaría.
El gobierno de Estados Unidos se está tomando un tiempo para dar su versión de los hechos y pensar estratégicamente cómo responder. La represión del impulso tuitero de Trump es quizás un indicador de la magnitud de la crisis.
Tanto la Casa Blanca como Ryad están buscando “evidencias” que permitan responsabilizar directamente a Irán y sirvan para legitimar una eventual respuesta. El viaje del secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, a Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos está en función de ese objetivo. No casualmente ya definió que se trató de un “acto de guerra” por parte de Irán.
Sin embargo, Washington no habló con una sola voz. Pompeo, salió rápido a acusar a Irán, algo que hasta el momento no hizo Trump. Las diferencias en torno a la política hacia Irán se ventilan públicamente. Sin ir más lejos Irán fue una de las razones que esgrimió el Presidente para deshacerse de su asesor de Seguridad Nacional, John Bolton.
Estas diferencias son de estrategia. Trump usa la retórica belicosa y las sanciones con el objetivo de lograr un nuevo acuerdo con mayores concesiones del régimen iraní. Por eso llegó a coquetear con la idea de reunirse con el presidente Hasan Rohani. Los halcones como Bolton no se contentan con amenazar, sino que empujan la línea guerrerista. Y en esto sintonizan muy bien con aliados como el, hasta ahora, primer ministro israelí Benjamin Netanyahu.
Dentro de su estrategia de apretar para negociar, Trump ha mantenido una relativa ambigüedad, lo que se presta a peligrosos errores de cálculo. El presidente oscila entre amenazar con ordenar “la última opción” para castigar a Irán y lamentarse de lo que significaría para Estados Unidos verse involucrado en una nueva guerra en el Medio Oriente. El nombramiento de Robert C. O’Brien como su cuarto asesor de Seguridad Nacional mantiene el equilibrio con los halcones, pero no necesariamente implica que se ha decidido por una acción militar en el territorio iraní, que sigue siendo la opción menos probable.
Por su parte Irán sigue negando enfáticamente que haya sido artífice de estos atentados. Su posición, como expresó con claridad el ayatola Ali Khamenei, líder supremo de la República Islámica, sigue siendo resistir la presión norteamericana desde una posición que sintetiza en la siguiente fórmula: “sin guerra y sin negociación”.
Lo cierto es que más allá de quién haya sido el que apretó el detonador, el incidente dejó al gobierno de Estados Unidos en una posición dilemática difícil de resolver. Si Trump no responde estaría dejando pasar sin consecuencias un ataque contra uno de los centros de gravedad de la economía internacional. Un mal precedente que podría invitar a adoptar como método este tipo de ataques asimétricos. Pero si lo hace con una respuesta por fuera de la relación de fuerzas corre el riesgo de desatar un conflicto bélico regional que puede arrastrar a Estados Unidos a una nueva pesadilla militar cuando aún no puede concluir las intervenciones en Irak y Afganistán. Otra guerra impopular en el Medio Oriente es lo que menos necesita Trump cuando ya se ha lanzado la campaña por su reelección.
El escenario que parece más probable es que Estados Unidos opte por políticas más duras pero alternativas a un ataque militar. Por ejemplo, reforzar el ahogo económico y el aislamiento diplomático de Irán. O incrementar la presencia militar en las proximidades del Estrecho de Ormuz. De hecho Trump ya anunció que va a profundizar las sanciones económicas de manera unilateral.
Como parte de esta política, Washington podría usar el ataque contra la petrolera saudita para presionar a las potencias europeas para que abandonen definitivamente el acuerdo nuclear con Irán. Pero es dudoso que lo consiga porque Europa está en otra sintonía y busca ser artífice de una estrategia de salida aunque no le dé el plafón para confrontar abiertamente con Trump. En ese sentido iba el plan del presidente francés, Emmanuel Macron, que ofreció una línea de crédito de 15.000 millones de dólares al régimen iraní para mitigar el efecto de las sanciones y así desescalar el conflicto.
Para cualquier opción Trump tiene un serio problema de credibilidad internacional, profundizado por su predilección por el unilateralismo y la hostilidad manifiesta que ha desplegado hacia aliados históricos como Alemania. Ni hablar la monarquía saudita encabezada por el príncipe Salman que mandó a un grupo de tareas a ejecutar y descuartizar al periodista Jamal Khashoggi, un opositor surgido del riñón de la corona que se había exiliado nada menos que en Estados Unidos y escribía para el Washington Post.
Más allá de la coyuntura, el atentado puso de manifiesto que se está agotando el tenso statu quo que rigió el último año y medio, desde que Estados Unidos se retiró del acuerdo nuclear con Irán.
Lo que parece estar fracasando es la semiestrategia con la que Trump reemplazó el modelo de apriete imperial “multilateral” de Obama Esta estrategia a medias consistió en recomponer un eje regional con Arabia Saudita e Israel, y ejercer “máxima presión” sobre Irán con un sistema de sanciones económicas. El objetivo era doble. En el plano doméstico apuntaba a apaciguar a los halcones proisraelíes. En el plano de la política exterior era una apuesta para que el ahogo económico obligue a la teocracia a renunciar a sus aspiraciones hegemónicas y a limitar el alcance de su esfera de influencia que hoy se extiende al Líbano, Siria, Irak y Yemen. Es decir, resolver el desafío regional que plantea Irán a Estados Unidos y sus aliados sin pagar el costo de hacer concesiones generosas, ni ir a la guerra.
La “presión extrema” por ahora no llevó a la capitulación del régimen iraní, que al contrario, parece haber redoblado la apuesta, comenzó a romper los límites impuestos por el acuerdo nuclear, y a responder defensivamente reteniendo barcos petroleros en el Estrecho de Ormuz, considerándose liberado del compromiso, dado el incumplimiento del principal promotor del acuerdo. Irán especula con la falta de voluntad de Trump para embarcarse en una nueva guerra. Por ahora la realidad le ha dado la razón, aunque esto puede cambiar.
Es en este marco de crecientes tensiones que deben leerse los resultados de las recientes elecciones en el estado de Israel. Se mantuvo el escenario de empate catastrófico entre el actual primer ministro, el ultraderechista Benjamin Natanyahu, y el militar que ahora lidera el partido de derecha Azul y Blanco, Benni Gantz, sin que ninguno tenga los votos suficientes en el parlamento como para formar un nuevo gobierno. El cuadro se completa con el avance del ultraderechista, pero laico, Avigdor Lieberman y el fortalecimiento del bloque árabe que esta vez se presentó unificado y consiguió el tercer puesto. La división es profunda y ya no es económica, ni siquiera entre “palomas” y “halcones” ya que ambos son profundamente colonialistas y antipalestinos. Netanyahu ha dado un giro al fusionar religión y política para consolidar su alianza con los partidos de la derecha religiosa. Y según las matemáticas de las mayorías parlamentarias, lo que le quedaría a Gantz como opción para formar gobierno es tentar al bloque árabe. Lieberman se opone a ambas alianzas y brega por un gobierno de unidad nacional entre el Likud, el Azul y Blanco y su propio partido pero sin Netanyahu.
El problema que tiene “Bibi” es que no solo se juega su carrera política sino también su libertad personal. Fuera del gobierno podría terminar en prisión por las múltiples causas por corrupción que enfrenta.
Netanyahu se presentó como el único amigo de Trump y el único capaz de negociar con Estados Unidos una solución favorable a los intereses del estado de Israel.
Pero el presidente norteamericano ya olía la debilidad y le soltó la mano en plena campaña. No avaló la anexión de los territorios de Cisjordania, que Netanyahu sugirió sería parte del plan de Trump para el conflicto, y una vez conocidos los resultados abrió el paraguas diciendo que el aliado es Israel y no un eventual gobierno.
Quedan por delante semanas interminables de rosca, en las que no se puede descartar que Netanyahu radicalice sus posiciones guerreristas contra Irán, echando más leña al fuego.
En este contexto fluido, las tensiones acumuladas pueden alcanzar un punto de ebullición y cualquier accidente o error de cálculo desencadenar un conflicto que excederá con mucho las fronteras del Medio Oriente.
Claudia Cinatti
Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.