Celeste Murillo @rompe_teclas
Sábado 10 de diciembre de 2016 19:05
El resultado de las elecciones en Estados Unidos estuvo signado por la crisis del bipartidismo y la bronca con el establishment. La derrota de Hillary Clinton estuvo además marcada por el poco entusiasmo que generó entre la juventud y las mujeres. ¿Por qué no la acompañaron en su epopeya de romper el “techo de cristal”?
Hillary Clinton esperaba ser nombrada como la primera presidenta de Estados Unidos. Para la gran noche, su campaña había reservado el centro de convenciones Jacob K. Javits, un imponente edificio con techo de cristal. No conocemos los detalles del festejo planeado porque nunca sucedió. Pero sabemos que, como un mal chiste del destino, el centro lleva el nombre de un diputado republicano, que decidió unirse a ese partido en rechazo a las maniobras y la corrupción dentro del Partido Demócrata.
En el contexto de la crisis del bipartidismo y la bronca con los políticos del establishment, que analizamos en este número, una de las primeras preguntas que se desprende de la derrota de Clinton es: ¿era la candidata de las mujeres? Y en ese caso, ¿de qué mujeres? Los datos preliminares [1] muestran que, ante todo, polarizó el voto femenino: el 52 % votó por ella pero un nada despreciable 48 % eligió a Trump, un misógino confeso. Aunque ganó entre aquellas de las minorías étnicas, que en total rondaban el 19 % del electorado, no pudo imponerse en el bloque mayoritario que son las mujeres blancas –37 % del electorado–, donde perdió frente a Trump 43 % a 53 %.
La hipótesis de que las mujeres blancas se plegarían a la epopeya de romper el “techo de cristal más importante del mundo” simplemente no se dio y, al mismo tiempo, se subestimó la imagen negativa de Clinton como representante del establishment y la lejanía que sienten con el “feminismo” que representa Clinton muchas mujeres. Así como no pudo conquistar a las feministas jóvenes durante las elecciones primarias, que apoyaron mayoritariamente (70/30) a Bernie Sanders [2], tampoco pudo convencer a muchas mujeres de que era su candidata. Ese rechazo, expresado a derecha y a izquierda, nos lleva a otra pregunta: ¿qué feminismo defiende Hillary Clinton?
Los techos y los sótanos del feminismo
Una joven feminista se refirió a Clinton de la siguiente forma: “Puede que sea una mujer, pero también es blanca, rica, privilegiada y heterosexual”. Para las millennials (menores de 35 años) Clinton es ante todo representante de la élite que gobierna el país hace décadas, y aunque se consideran feministas no se sienten parte del feminismo que ella defiende, que podría definirse como neoliberal, usando las palabras de Nancy Fraser, o imperial, si leemos a Zillah Eisenstein. Ambas definiciones apuntan a las causas características de las mujeres blancas, heterosexuales de clase media y alta. En ese discurso, se transforman en “universales” los valores y problemas de profesionales y universitarias de los países imperialistas, dejando en un plano secundario (o inexistente) los problemas de la mayoría de las mujeres.
"Clinton representa un tipo de feminismo neoliberal centrado en romper el techo de cristal. Eso significa eliminar los obstáculos que impiden a mujeres más bien privilegiadas, con buena formación, y que ya poseen grandes cantidades de capital cultural y de otro tipo, subir en los escalafones de gobiernos y empresas. Las principales beneficiarias de este feminismo son mayoritariamente mujeres privilegiadas, cuya posibilidad de ascender depende en buena medida del enorme grupo que se encarga del servicio doméstico y el cuidado familiar, también muy feminizado, además de muy mal pagado, muy precario y racializado [3]".
La precisa definición de Nancy Fraser ubica la demanda del “techo de cristal” justamente en el contexto de este feminismo, que ha renunciado a la crítica de la relación entre patriarcado y capitalismo y reducido su plataforma a una serie de demandas de las mujeres de clase media profesional. Ese feminismo que alienta “la idea de la posibilidad de una batalla puramente individual, donde las mujeres eligen cómo vivir su vida (las que pueden hacerlo, por supuesto)” [4], hace que un gran sector de mujeres sienta como ajena esa lucha por la igualdad y contra la discriminación porque tiene poco que ver con sus problemas.
"Desde que Hillary Clinton pensó en postularse a presidente, se preguntó repetidas veces si elegirla representaría alguna diferencia para las mujeres. ¿A qué mujeres hubiera ayudado su victoria? ¿De qué forma abordaría los problemas que el patriarcado y la misoginia plantean para las mujeres de todas las clases y razas, en casa [EE. UU., N. de R.] y en el mundo? En sus políticas y retórica, habla de romper y abrir techos mientras la mayoría de las mujeres en Estados Unidos y el mundo siguen estando en los sótanos [5]".
Zillah Eisenstein, activista feminista y profesora emérita del Departamento de Política del Ithaca College, expande su definición: no solo representa Clinton un feminismo de clase alta y profesional sino que además convive con los intereses imperialistas (al omitir las críticas a la dominación imperialista, la política exterior y los valores occidentales, utilizados incluso como justificación para la injerencia directa en regiones como Medio Oriente). Algo que suena tan contradictorio está, sin embargo, ampliamente instalado mediante la “universalización” de los valores feministas, que reduce los “derechos de las mujeres” a los derechos de algunas mujeres (de Occidente).
"Cuando una mujer es presidenta, nos dicen –a las mujeres– que se ha roto el techo de cristal. Escucharemos que ahora estamos en una era posfeminista. Pero este “nosotras” sigue siendo demasiado rico, demasiado blanco, demasiado imperial, demasiado capitalista, demasiado todo lo que la mayoría de las mujeres (y varones) no son [6]".
Esa serie de “demasiado todo lo que la mayoría no es” se aplica a las mujeres en EE. UU., a la mayoría blanca y con mayor dureza a las afroamericanas y las latinas. Existen dos factores sensibles como el acceso a la salud (que incluye los derechos reproductivos) y el salario, que incluye a la vez dos problemas: la brecha salarial, por un lado, y la sobrerrepresentación femenina en el salario mínimo, por otro. EE. UU. posee la tasa de mortalidad materna más alta del mundo desarrollado. Entre las mujeres blancas es de 12,5 (cada 100.000 nacidos vivos), entre las afroamericanos casi llega a 43. Esta tasa es de 9,6 en Francia y 4 en Suecia [7]. Con respecto al salario, las mujeres son mayoría entre quienes perciben el salario mínimo (son dos tercios, cuando representan la mitad de la clase trabajadora). En cuanto a la brecha salarial, EE. UU. compite con países como Argentina y Ecuador, y está muy lejos de Alemania o Noruega, según el índice del Foro Económico Mundial.
La desigualdad no es solo económica; para las estadounidenses no existe (salvo excepciones como la ciudad de San Francisco) la licencia por maternidad paga. Esto, junto con los costos siderales del cuidado infantil, ha resultado en una cantidad nunca vista de mujeres que se retiran del mundo laboral, menos por deseo que por la imposibilidad de afrontar los gastos (según el Pew Research, la tendencia de mujeres que no trabajan fuera del hogar dejó de descender desde 1999). No por nada, en pleno movimiento feminista en los años 1970, la consigna de guarderías públicas movilizó a amplias franjas de las mujeres, presionando incluso su votación en el Congreso, aunque Richard Nixon terminó vetándola porque iba contra los valores de la crianza familiar (según sus palabras).
Estas mujeres componen un sector importante de las mujeres blancas que no se sintieron beneficiarias de la ruptura del “techo de cristal”, porque están muy lejos de él (con excepción de las universitarias y posgraduadas, secciones donde Clinton ganó). La distorsión de las causas feministas hecha por las demócratas liberales, como Hillary y otras mujeres asociadas más al establishment que a las masas de jóvenes y trabajadoras, abre el camino a un feminismo conservador que, aunque parezca un oxímoron, empieza a expresarse en figuras como la de Ivanka Trump–enarbolada como mujer empoderada dentro de la administración de su padre– o como lo fue Carly Fiorina [8] –ex CEO y candidata en la primaria republicana. En el marco de ese feminismo neoliberal o imperialista, la derecha también busca ganarse un lugar.
Las mujeres en el poder, ¿nosotras o ellas?
El “nosotras” que menciona Einsentsein plantea la pregunta acerca de quiénes son las mujeres que llegan al poder. Su inclusión en puestos de alto rango y de algunos aspectos de la “agenda” feminista en discursos y campañas, al tiempo que el feminismo se deshacía de cualquier crítica radical, trocó el objetivo de la transformación social [9] por el de la integración a las democracias capitalistas por arriba y la “liberación” individual por abajo. Lo que significó un “reconocimiento” del impacto del feminismo de la segunda ola se vio acompañado por un abandono de la crítica radical de la sociedad. Una operación que Fraser definió de la siguiente forma:
"Esto podría explicar por qué las ideas feministas, que una vez formaron parte de una visión radical del mundo, se expresen, cada vez más, en términos de individualismo. Si antaño las feministas criticaron una sociedad que promueve el arribismo laboral, ahora se aconseja a las mujeres que lo asuman y lo practiquen. Un movimiento que si antes priorizaba la solidaridad social, ahora aplaude a las mujeres empresarias. La perspectiva que antes daba valor a los “cuidados” y a la interdependencia, ahora alienta la promoción individual y la meritocracia [10]".
La idea de que la llegada de las mujeres al poder representa un avance para las mujeres de conjunto no nació con la campaña de Clinton ni se clausura con su derrota. Hace algunas décadas, la británica Margaret Thatcher dejó de ser la única “dama de hierro”. La presencia de mujeres al frente de los Estados como presidentas, cancilleres, primeras ministras o encabezando la diplomacia y los ejércitos imperialistas, ya permiten responder la pregunta de si han representado beneficios para las mujeres o si, en cambio, se han transformado en personal político de un orden social que sostienen y reproducen.
Condoleezza Rice comandaba la diplomacia de EE. UU. mientras su Ejército ocupaba Afganistán e Irak, durante el gobierno de George W. Bush. La llegada de una afroamericana a ese cargo despertó ilusiones; un “triunfo de la igualdad”, pero a la vez abría un sinfín de interrogantes. ¿Igualdad para liderar un Ejército que además de bombardear e invadir países, viola a mujeres y niñas iraquíes (además de violar a sus propias soldados)? ¿Fue un “logro” feminista? La propia Hillary Clinton, como secretaria de Estado de Obama en 2011, fue una de las tres mujeres que lo aconsejaron a bombardear Libia en el contexto de la “Primavera árabe”.
Junto con Samantha Power (Consejo de Seguridad Nacional) y Susan Rice (embajadora de EE. UU. en la ONU) estuvieron al frente de las operaciones militares. La búsqueda de la igualdad de género sin cuestionar el orden social basado en la desigualdad, la explotación y la opresión, derivó en la integración que solo fue resistida por una minoría de feministas y marxistas que señalaron y señalan ese problema correctamente [11].
Angela Merkel, canciller de Alemania, Theresa May, primera ministra del Reino Unido, Christine Lagarde, al frente del Fondo Monetario Internacional, son solo algunas de las representantes de una suerte de “femocracia” que ofrece una imagen muy definida de las mujeres en el poder. Merkel obtuvo el reconocimiento de la plana mayor de la Unión Europea por su dura negociación con Grecia, que no significó otra cosa que asfixia fiscal y el hundimiento en la pobreza de la población griega. Otro “logro” de esta “dama de hierro” es el acuerdo con Turquía para blindar las fronteras de la Unión Europea e impedir la entrada de refugiados, cuya mayoría son mujeres, niñas y niños [12]. Si la presencia de las mujeres puede tener algún peso simbólico, por haber estado vedadas en la vida política durante años y ser una minoría, no existen muestras de que sus gestiones beneficien a las mujeres. No es posible citar políticas de Estado a favor de la mayoría de las mujeres o que solucionen los problemas estructurales en los que se basa la discriminación y la desigualdad (ni hablar de la opresión) para las que haya sido decisiva la presencia de una mujer.
Las latinoamericanas conocemos la experiencia de primera mano. Las presidencias de Dilma Rousseff en Brasil y Cristina Kirchner en Argentina no significaron avances o mejoras. Es innegable que su presencia tuvo impacto en el imaginario de muchas mujeres que tenían expectativas en la llegada de “una de las nuestras”, pero esas expectativas se chocaron demasiado pronto con la realidad de que son “una de ellas”. Ni Dilma ni Cristina abogaron por los derechos de las mujeres, ambas se comprometieron en campaña a no legalizar el derecho al aborto y cumplieron, mientras el aborto clandestino es, junto a la violencia machista, un verdadero femicidio contra las mujeres pobres. La segunda presidencia de Michelle Bachelet en Chile habilitó el debate de la despenalización del aborto en casos especiales, aunque se mantiene casi intacta la Constitución heredada de la dictadura pinochetista.
Donde existen derechos, donde se han impedido ataques mayores, han sido las mujeres movilizadas las protagonistas. Sin ir más lejos, en las marchas españolas de 2014 contra el proyecto del gobierno del Partido Popular para restringirla despenalización del aborto, o las más recientes de Polonia, donde la movilización masiva de mujeres fue el freno para el intento de prohibir el derecho al aborto. La protesta sigue siendo para las mujeres la vía más efectiva para hacer escuchar sus demandas mucho más efectiva que el lobby parlamentario o la “paciencia infinita” [13] como la que se espera de las islandesas que, a más de 40 años del “viernes largo” de 1975, siguen marchando por la igualdad salarial.
No es el género, es la política
El “choque de civilizaciones” entre las jóvenes pro Sanders y el tándem de la exsecretaria de Estado Madeleine Albright y la periodista feminista Gloria Steinem en las primarias demócratas expresó un desencuentro político y generacional en el feminismo. De un lado, jóvenes sobreeducadas y subempleadas, con salarios bajos y sus derechos bajo ataque, y del otro, políticas de carrera, celebrities y profesionales instándolas a que se alineen detrás de Clinton para romper el “techo de cristal”. Las jóvenes que apoyaron una plataforma contra el establishment y la desigualdad, por el acceso gratuito a la salud y la educación, están muy lejos de ese techo. Al contrario, se encuentran más cerca del sótano, donde vive la mayoría de las mujeres. Incluso para muchas mujeres adultas, Clinton no hablaba de sus problemas e intereses, como lo resumió la actriz Susan Sarandon, cuando un presentador de noticias intentó obligarla a elegir entre Clinton y Trump: “Hay grandes mujeres a las que admiro que han presidido países […] pero yo no voto con mi vagina, esto es más importante que eso” [14]. Entre otras subestimaciones de parte del Partido Demócrata, estuvo aquella que esperaba que las mujeres votaran a Clinton por su género, dejando de lado sus políticas, y que la acompañaran en su lucha por su feminismo.
¿Más mujeres en puestos de poder significan un avance en la lucha contra la discriminación y machismo? Sí y no. Sí, porque muestra que las mujeres a lo largo de la historia conquistaron, con la movilización, lugares que antes les eran vedados. Y no, porque su integración a esos puestos en los Estados capitalistas colabora con el sostenimiento y la reproducción del orden social actual, que sigue apoyándose en la explotación y la desigualdad, que afecta de forma desproporcionada a las mujeres que registran los porcentajes más grandes de desempleo, precarización y violencia. Nuestra lucha por la emancipación femenina late al ritmo impaciente de esa mayoría de mujeres que aspira no solo a liberarse del sometimiento y la opresión por su género sino a liberar a la humanidad de toda explotación y opresión.
Notas
1. Los únicos datos de boca de urna disponibles corresponden a CNN (disponibles en cnn.com).
2. C. Murillo y J.A. Gallardo, “La insatisfacción juvenil y el fenómeno Bernie Sanders”, IdZ 27, marzo 2016.
3. “Clinton defiende un tipo de feminismo neoliberal, solo para mujeres privilegiadas”, entrevista de Álvaro Guzmán Bastida a Nancy Fraser, Contexto, 20/04/2016.
4. C. Murillo, “Feminismo cool, victorias que son de otras”, IdZ 26, diciembre 2015.
5. Zillah Eisenstein, “Hillary Clinton’s Imperial Feminism”, The Cairo Review of Global Affairs, otoño 2016.
6. Ídem.
7. Ver F. Beaugé, “No todas son Hillary Clinton”, Le Monde Diplomatique, octubre 2016.
8. Ver C. Hoff Sommers y C. Rosen, “How Carly Fiorina Is Redefining Feminism”, Político, 28/10/2015.
9. Esta integración no es una consecuencia lógica sino que representa una desviación de las principales demandas del movimiento de mujeres, especialmente en la segunda ola del feminismo de los años ‘60 y ‘70 que representó el divorcio entre la crítica a la sociedad capitalista y la lucha contra el patriarcado. Ver sobre esta discusión, A. D’Atri y L. Lif, “La emancipación de las mujeres en tiempos de crisis mundial”, IdZ 1 y 2, agosto/septiembre 2013.
10. N. Fraser, “De cómo cierto feminismo se convirtió en criada del capitalismo. Y la manera de rectificarlo”, sinpermiso.info, 20/10/2013.
11. Ver A. D’Atri, “Fracaso de la igualdad, fracaso de la diferencia”, Estrategia Internacional 21, 2004.
12. Unicef estimó que por primera vez estos sectores conforman la mayoría (60 %) de los refugiados.
13. Se estima que, en base a la tendencia actual, recién en 2068 se eliminaría la brecha salarial de género. “Women in Iceland to Leave Work at 2:38 PM”, Iceland Review, 24/10/2016.
14. “Susan Sarandon en contra de Trump y Clinton”, La Izquierda Diario, 7/11/2016.
Celeste Murillo
Columnista de cultura y géneros en el programa de radio El Círculo Rojo.