El mes pasado fue lanzado a la venta y presentado en la Feria del Libro de Buenos Aires el nuevo libro de Rita Segato, “Escenas de un pensamiento incómodo: Género, Violencia y Cultura en una óptica decolonial”. Se trata de un compilado de ensayos de una de las principales referentes del feminismo decolonialista en Argentina. En el presente artículo, aprovechamos la ocasión para rescatar algunos de los aportes teóricos de su obra general y cuestionar otros desde la perspectiva del feminismo socialista. La lectura crítica se centra en torno a la concepción del Estado, su relación con el patriarcado y las estrategias para encarar la lucha contra la desigualdad de género y contra toda opresión.
La crisis sistémica abierta en 2008 y agudizada con la pandemia, la guerra en Ucrania y más actualmente con el desplome de grandes bancos en EE.UU y Europa, impacta de forma desigual en las distintas partes del mundo. La clase obrera y los sectores populares de los países con una historia de colonización y saqueo son los que más están pagando los costos de la crisis, con aumento en sus índices de pobreza, desigualdad y violencia. Al mismo tiempo, si ponemos la lupa en estos sectores, constatamos que las mujeres y las personas racializadas están aún más expuestas a la degradación de las condiciones de vida. En este marco, los abordajes desde la teoría decolonial a los problemas de desigualdad de género en la región cobran mayor visibilidad y se hacen cada vez más presentes en los debates académicos. Es por eso que consideramos pertinente analizar críticamente algunos de sus principales postulados teóricos y políticos.
Relación entre patriarcado y nuevo orden colonial, moderno y capitalista
Un debate pertinente y largamente extendido dentro del movimiento feminista, es la relación entre patriarcado y sociedades de clase. Al respecto, Rita Segato presenta una postura divergente con otras teóricas decoloniales como María Lugones y señala que las desigualdades y jerarquías de género son precedentes a la intrusión colonial. [1] Sin embargo, para Segato la penetración del Estado moderno fue sin dudas un punto de torsión para las comunidades establecidas, ya que no hizo más que magnificar y tornar más brutales sus desigualdades internas, generando caos y trastocando profundamente la estructura de relaciones. Por esto, en cuanto a las relaciones de género, sostiene que se transitó de un patriarcado de baja intensidad a uno de alta intensidad.
Segato explica que fue así porque la subordinación de las mujeres y su confinamiento a la esfera doméstica fue funcional a la empresa colonial desde un inicio: los interlocutores que elegían los colonizadores eran otros hombres, con ellos guerreaban y/o negociaban y eran ellos quienes comenzaron a participar de la esfera de lo público. Mientras tanto, se desarrollaba un proceso simultáneo de privatización de lo doméstico, que antes formaba parte de la vida comunitaria. Es decir, mientras por un lado se conformaba un espacio público que era susceptible de la política, por otro lado se daba una privatización y despolitización del espacio doméstico, donde se desenvolvían las mujeres. Arlette Gautier, citada por Rita Segato para clarificar más esta posición, opina que “la colonización trae consigo una pérdida radical del poder político de las mujeres” y su domesticación. [2]
Luego, la propia dinámica de la opresión racial y explotación hacia los hombres hizo lo suyo. En palabras de Rita Segato:
junto a esta hiperinflación de la posición masculina en la aldea, ocurre también la emasculación de esos mismos hombres en el frente blanco, que los somete a estrés y les muestra la relatividad de su posición masculina al sujetarlos al dominio soberano del colonizador. [...] Este proceso es violentogénico, pues oprime aquí y empodera en la aldea, obligando a reproducir y a exhibir la capacidad de control inherente a la posición de sujeto masculina en el único mundo ahora posible, para restaurar la virilidad perjudicada en el frente externo. [3]
Es decir, ese espacio doméstico que desde la colonización tendió a encapsular y nuclearizar a la familia, haciendo de sus asuntos algo ajeno a la política, se comenzó a conformar como el ámbito de descarga por parte de los hombres de las opresiones vividas afuera, en el nuevo mundo colonial. De acuerdo con Segato, esto implicó un quiebre en el entramado de relaciones existente, que junto con los valores del mercado e individualismo impuestos a fuerza por la colonialidad, contrapuestos a los valores vinculares de la comunidad, terminaron por desgarrar el tejido comunitario. Señala que esto fue especialmente nocivo y fatal para las mujeres, pues ya no estaban únicamente subordinadas en un orden jerárquico respecto a los varones, sino que además sufrían niveles de crueldad y brutalidad que bajo el "ojo vigilante de la comunidad" no eran corrientes, como los femicidios o los ataques feroces contra sus cuerpos.
En efecto, este análisis arroja luz para comprender algunas de las bases estructurales de la violencia contra las mujeres, que tiene lugar en el cuadro de un sistema de desigualdad más amplio que afecta también a las masculinidades. Tener presente esto es esencial a la hora de establecer quiénes son los enemigos y quiénes los aliados en la lucha contra el patriarcado, y de trazar una línea de acción para derribarlo. Para la autora, el enemigo no es el género masculino sino el patriarcado. Lamentablemente, no es entendido así por una gran parte del movimiento feminista y por eso vale el reconocimiento. Ahora bien, profundizando en este planteo, cabe preguntarse qué define Rita Segato como patriarcado y, volviendo a la pregunta inicial, qué relación le adjudica con respecto al capitalismo y las sociedades de clase.
Para Segato, el patriarcado “no es una cultura, sino un sistema político primigenio que posiblemente es la primera forma de desigualdad y de usurpación de poder, de prestigio, de autoridad y de soberanía”. Es, asimismo, “un orden de adueñamiento, y por lo tanto tiene una afinidad muy estrecha con todos los órdenes de adueñamiento, o sea, con todos los órdenes desiguales”. [4] Es decir que, de acuerdo con Segato, el patriarcado y el capitalismo constituyen dos órdenes políticos separados que, no obstante, están entrelazados por la funcionalidad que existe de uno hacia otro: opina que las élites temen que el derrocamiento del patriarcado sea pedagógico y muestre que es posible hacer una revolución, y en ese sentido procuran mantener las desigualdades de género. Segato también encuentra esa funcionalidad en la brecha salarial entre hombres y mujeres.
Desde nuestro punto de vista, efectivamente, los capitalistas se valen de las desigualdades de género para extraer una mayor tasa de ganancias. La incorporación de las mujeres al mercado laboral fue a condición de que percibieran salarios más bajos, situación que persiste hasta el día de hoy. Por ejemplo, en Argentina, actualmente las mujeres perciben salarios un 27,7% inferiores que los hombres, y esta diferenciación en los ingresos es algo que se replica en todo el mundo. [5]
Además, es un mecanismo que utilizan los empresarios para bajar el costo de la fuerza de trabajo en su conjunto.
Sin embargo, el enlazamiento del patriarcado con el capitalismo va más allá. El capitalismo surgió apoyándose en las desigualdades de género y la institución familiar para mantener en la esfera privada el trabajo de reproducción social, pues así los capitalistas se ahorran parte del costo de su fuerza laboral. Es decir, en los salarios que pagan a sus trabajadores, no contemplan el costo de todas aquellas tareas domésticas necesarias para la reproducción de la vida. Estas tareas no pagas son ejercidas de forma contundentemente mayoritaria por mujeres, en detrimento de la ocupación de puestos remunerados. Por ejemplo, en nuestro país, el 92% de las mujeres realiza trabajo doméstico, mientras que los hombres lo hacen en un 73,9%. La otra cara de este fenómeno es que un 55,5% de los varones ocupan puestos remunerados y el porcentaje de mujeres en este sentido es del 36,9%. [6] Además, los puestos ocupados por mujeres suelen ser en las ramas más precarizadas y ligadas a las tareas de reproducción. Por ejemplo, según una investigación de la DNEIyG, “en el segundo trimestre de 2022, casi 4 de cada 10 mujeres se encontraba empleada en sectores relacionados con el cuidado y la reproducción de la vida”. Esta realidad las expone mucho más al desempleo, la precarización y la pobreza. Según la ONU, un 70% de las personas pobres en el mundo son mujeres. [7]
El capitalismo, como sistema basado en la ganancia empresarial, precisa contar con un margen de maniobra en la puja salarial para aumentar los rendimientos del capital. Ello supone, por un lado, la existencia de fuerza de trabajo disponible, o sea, una masa de obreros/as desempleados/as; por otro lado, la imposición de mayores niveles de explotación y precarización en un sector de la clase trabajadora. En este sentido, podría decirse que el capitalismo resignificó las desigualdades de género, así como otras formas de desigualdad preexistentes, para fortalecer el mecanismo de extracción de plusvalía mediante la sobreexplotación de las mujeres. Como parte del mismo proceso, adaptó la institución familiar a su propia lógica, convirtiéndola en garante de la subsistencia y la reproducción de aquellos sectores de la clase obrera que, por estar desocupados, cobrar salarios más bajos, o no estar en condiciones de trabajar por edad o límites físicos, no pueden tener independencia económica. Allí entran las mujeres, que por sus responsabilidades en las tareas de cuidado y sus menores salarios, tienen un obstáculo material para su independencia.
Desde esta visión, dadas las transformaciones que introdujo el capitalismo en la reproducción social y en todos los prejuicios y jerarquías previas, y que usó como base para su conformación y sostenimiento, una lucha real por la liberación de las mujeres no puede pensarse por fuera de una lucha anticapitalista. Siendo así, el problema con la concepción que expresa Rita Segato es que no parece dimensionar este grado de estrechez en la relación entre patriarcado y capitalismo, lo que la lleva pensarlos por separado y a dividir lo que fue un mismo proceso integrado de la producción de mercancías y reproducción de la vida. Este problema teórico-conceptual decanta en un problema estratégico que radica en la disociación de las luchas: contra el patriarcado por un lado y contra el sistema capitalista por el otro. Tal es así que, para R. Segato, “no es posible hacer una revolución sin abolir el patriarcado”, [8] en lugar de pensar cómo ambas luchas pueden fortalecerse la una a la otra golpeando juntas, con la fuerza de las mujeres pero también de todos los sectores oprimidos y explotados por el capitalismo. En este sentido dice:
La historia enseña que no ha sido posible hacer una revolución exitosa con el patriarcado adentro. Por eso, hoy la historia cae en nuestras manos y nos hace responsables de pensar qué características tiene la revolución feminista; en qué consiste el camino feminista hacia un cambio de la historia; cómo procede el movimiento de las mujeres para reorientar la historia hacia un futuro en el que más gente pueda vivir con más bienestar. [9]
Entonces, dirá, la salida es restaurar el tejido comunitario y encaminarlo en un “proyecto histórico alternativo y disfuncional al capitalismo”, pero en los márgenes de él, sin proponerse derrocarlo. Este proyecto estaría cristalizado en una “revolución feminista”, en tanto que:
La experiencia histórica masculina se caracteriza por los trayectos a distancia exigidos por las excursiones de caza, de parlamentación y de guerra entre aldeas, y más tarde con el frente colonial. La historia de las mujeres pone su acento en el arraigo y en relaciones de cercanía. Lo que debemos recuperar es su estilo de hacer política en ese espacio vincular, de contacto corporal estrecho y menos protocolar, arrinconado y abandonado cuando se impone el imperio de la esfera pública. Se trata definitivamente de otra manera de hacer política, una política de los vínculos, una gestión vincular, de cercanías, y no de distancias protocolares y de abstracción burocrática. [10]
¿Qué debemos esperar del Estado capitalista y patriarcal?
Desde la óptica del decolonialismo, los Estados conformados en América a partir de la conquista hallan su razón de ser en la administración de los negocios coloniales de los criollos y ese orden colonial persiste hasta al día de hoy. En esta línea, analizando la realidad actual y reciente, Segato ha referido que “los mejores gobiernos que hemos tenido” según ella, los gobiernos posneoliberales de los 2000 en la región, al momento de promover y sancionar leyes tendientes a retribuir autonomía y bienestar a grupos originarios, LGTBIQ+, a las mujeres, etc, se toparon con los límites del Estado, que “por su pacto con el capital no puede realmente hacer cumplir esas leyes”. [11]
Por tanto, la autora advierte sobre una “fe estatal” que consiste en la creencia generalizada de que el Estado tiene las herramientas para reducir las desigualdades y mejorar las condiciones de vida de cada vez más personas, e indica que se trata de una idea errónea. En ese sentido, discute con la estrategia de luchar contra las desigualdades mediante la toma del poder del Estado, tanto pacífica e institucionalmente, como a través de una revolución. Señala que los intentos pasados en este sentido han fracasado porque se trata de un Estado que constitutivamente es colonial y patriarcal.
Un elemento no menor que debe ser aclarado, es que Segato ejemplifica esta idea con sucesos de muy distinta naturaleza, como la Revolución Rusa, la Revolución Cubana y el chavismo. En la Revolución Rusa se expropió a la burguesía y se pusieron en pie organismos de autoorganización de masas como los soviets/consejos, que crearon una situación de “doble poder” frente al Estado zarista para luego ser la base de un nuevo Estado; en la Revolución Cubana también se expropió a la burguesía, pero la estrategia era tomar el poder mediante un ejército popular y no a través de la autoorganización de masas; el chavismo, por su parte, jamás tuvo algo que ver con el socialismo, dado que se mantuvo en los marcos del capitalismo, más allá de los roces que tuvo con el imperialismo estadounidense.
Como mencionamos anteriormente, en el pensamiento de Segato, el Estado es responsable de haber hecho estragos en el tejido social, afectando sobremanera a las mujeres. No obstante, al mismo tiempo apunta que una vez consumado el daño, el Estado no puede sencillamente retirarse porque implicaría una agudización de la barbarie, de modo que, para Segato, debe estar presente con un papel muy claro:
Ciertamente, a pesar del carácter permanentemente colonial de sus relaciones con el territorio que administra, un buen estado, lejos de ser un estado que impone su propia ley, será un estado restituidor de la jurisdicción propia y del fuero comunitario, garante de la deliberación interna, coartada por razones que se vinculan a la propia intervención y administración estatal. La brecha decolonial que es posible pleitear dentro de la matriz estatal será abierta, precisamente, por la devolución de la jurisdicción y la garantía para deliberar, lo que no es otra cosa que la devolución de la historia, de la capacidad de cada pueblo de desplegar su propio proyecto histórico. [12]
Y aquí el razonamiento se torna confuso, ¿acaso el Estado reproduce y recrudece las desigualdades de género o el Estado debería contribuir a restablecer la autonomía de los grupos oprimidos? Esta contradicción, que entre otras cosas la lleva a discutir con la perspectiva marxista de la toma del poder por parte del proletariado y la experiencia de la Revolución Rusa, es producto de igualar un Estado burgués con un Estado obrero. Es decir, pasa por alto el carácter de clase del Estado. En una entrevista con Julia López, afirma:
vemos una convergencia inmensa entre el mundo soviético, socialista y comunista y el mundo capitalista. Los dos son eurocéntricos, los dos tienden al productivismo, a la competitividad. No tienen grandes diferencias en sus metas. [...] ¿cómo sería una episteme otra? Ahí las personas que adherimos a la perspectiva de la colonialidad del poder pensamos que la comunidad nos enseña otras metas históricas, de bienestar, de felicidad, diferentes a estas dos grandes metas que basan su definición en una idea de Estado. O sea, la marcha es a través del Estado: las corporaciones se valen del Estado, y la marcha a la utopía comunista se vale también del Estado. [13]
En concreto, la contradicción que se filtra a partir de estas afirmaciones es que, al evaluar gobiernos posneoliberales, Segato se permite flexibilizar su definición de que el Estado destruye la autonomía de los grupos oprimidos para sostener que “un papel para el Estado sería el de restituir a los pueblos su fuero interno y la trama de su historia, expropiada por el proceso colonial [...], promoviendo al mismo tiempo la circulación del discurso igualitario de la modernidad en la vida comunitaria”. Sin embargo, al apreciar un gobierno obrero como el soviético, según Segato resulta ser casi idéntico a cualquier gobierno del Estado burgués. Para hacer esta aserción se basa en un argumento de carácter “epistemológico”, es decir, invalida la experiencia soviética por su lugar de orígen, Europa, y parte del supuesto de que no puede servir para pensar los problemas de la opresión en los países con una historia de colonización. La feministas socialistas, que vemos a la sociedad desde el prisma de clase, consideramos que las experiencias de lucha del pueblo explotado y oprimido, donde quiera que se hayan librado, son lecciones valiosas para pensar las peleas presentes. Por otra parte, debemos clarificar que a principios del siglo XX Rusia era un Estado atrasado económica y políticamente y no una potencia europea.
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Por supuesto que la toma del poder del Estado por parte de la clase trabajadora no garantiza el fin del patriarcado de forma automática, ya que el mismo es una construcción cultural asentada durante siglos, pero sí ofrece mejores condiciones para avanzar en tal dirección. Volviendo al ejemplo del gobierno obrero que se conformó a partir de la Revolución Rusa, cabe registrar que fue el primero en la historia en legalizar la “terminación artificial del embarazo” en 1920. Además, durante los primeros años de la revolución se conquistó el derecho al voto femenino, la igualdad salarial entre hombres y mujeres, se legalizó el divorcio, se descriminalizó la homosexualidad, y en general las políticas a implementar para liberar a las mujeres de la dependencia económica eran materia de debate permanente. Debate del cual las mujeres eran protagonistas. Recomendamos a quien quiera profundizar en esta discusión la lectura de este artículo de Brenda Hamilton.
En esa misma orientación, el Estado soviético avanzó en socializar las tareas de reproducción, entendiéndolas como la raíz de la opresión de las mujeres. Así, creó una gran cantidad de escuelas, guarderías, lavanderías, comedores y otras instituciones públicas para que las mujeres trabajadoras se fueran liberando progresivamente de las tareas domésticas. Esto representó un claro avance, en tanto que contribuyó a colocar nuevamente en la arena y el debate público aquello que había quedado en la esfera privada y que, como subrayaba Segato, se había privatizado y despolitizado.
Pero Segato, al equiparar un Estado burgués con uno obrero, rechaza ambos para luego terminar cayendo en la fe estatal que ella misma critica. Creemos que esto se debe a que la autora, cuando alude a la experiencia soviética, tiene presente la deriva stalinista de la misma, donde efectivamente hubo retrocesos en los derechos que la revolución había conquistado inicialmente. El problema de no diferenciar esto es que conduce a desdeñar un proceso histórico donde indudablemente hubo avances para las mujeres y el pueblo oprimido, que es una fuente de lecciones para pensar cómo seguir. Es una cuestión de orden estratégico no partir desde cero en nuestra lucha contra todas las opresiones.
De esta manera, al camino de la toma del Estado por parte de la clase obrera y los grupos oprimidos, Segato le contrapone la necesidad de pensar la revolución feminista. Sin embargo, como explicamos anteriormente, si se quiere luchar consecuentemente contra el patriarcado, no se puede hacer por fuera de una pelea contra el capitalismo, y eso implica ir contra su Estado. Para que las mujeres puedan verdaderamente emanciparse, es necesario avanzar en medidas concretas que suponen atacar los intereses capitalistas, de los cuales el Estado es guardián.
Por ejemplo, un paso mínimo para que las mujeres tengan mayor autonomía, es que tengan la posibilidad de acceder a un trabajo con derechos. La realidad en el país hoy es que el 51% de las mujeres trabajadoras son precarizadas y un 16,6% de las mujeres de hasta 29 años están desempleadas. Para generar puestos de trabajo de calidad se podría reducir la jornada laboral a 6 horas, 5 días a la semana, repartiendo las horas laborales entre ocupados y desocupados, como propone el Frente de Izquierda - Unidad. Empezando solo por las 12.000 grandes empresas, podrían generarse casi 1 millón de puestos laborales. No obstante, una medida de este tipo implicaría poner en discusión las enormes ganancias capitalistas, por eso todas las fuerzas políticas pro patronales, que son parte del régimen político que controla el Estado, en el Congreso Nacional se niegan sistemáticamente siquiera a discutir este proyecto.
Algo similar sucede con el problema habitacional. Las mujeres que sufren violencia de género necesitan tener un lugar donde vivir para huir de esa situación. Hoy en el país hay 3,8 millones de familias en crisis habitacional. La cara más cruda de esto es que recientemente murió una niña de 12 años y un joven de 19 por el derrumbe de una vivienda donde vivían hacinadas 135 personas. Es que la especulación de los grandes negocios inmobiliarios torna cada vez más ilusoria la simple posibilidad de alquilar.
Frente a esta problemática, el Estado no interviene en el sentido de resolverla, por ejemplo, cobrando un impuesto a la vivienda ociosa para evitar la especulación con los precios de los alquileres, porque eso supone, de nuevo, cuestionar la gran propiedad privada, el “derecho” supremo para el Estado capitalista. Interviene, en cambio, con sus fuerzas represivas para atacar a quienes se organizan por el derecho constitucional a la vivienda, como sucedió en 2020 con las 2.500 familias que intentaron tomar terrenos en Guernica para no dormir en la calle (en su mayoría mujeres y niñes), y que fueron desalojadas violentamente por el gobierno de la Provincia de Axel Kicillof.
Es importante hacer una digresión en este punto para explicar que, hace ya más de un siglo, en la medida en que los países coloniales se independizaron, los países capitalistas avanzados adoptaron nuevos mecanismos para continuar sometiéndolos. El colonialismo devino imperialismo, y lo que se sostuvo en esa transición fue la dominación económica de las potencias por sobre las naciones dependientes. La forma privilegiada en que esto cobra forma en nuestro país es la deuda externa contraída con organismos de crédito internacional como el FMI y con “fondos buitre”. El Estado argentino, un estado semicolonial, además de no cuestionar la propiedad privada de los capitalistas que operan en el país, se subordina completamente a los lineamientos de la política yanqui por su atadura al capital financiero internacional. En ese sentido, permite el saqueo de los recursos nacionales a costa de un ajuste cada día más brutal del pueblo trabajador.
Por ejemplo, la partida asignada para 2023 para el Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad es de $54.683 millones, siendo el segundo presupuesto más bajo de todo el gasto público (0,19%), mientras que lo destinado al pago de los servicios de deuda representa 53 veces más (el 10 % del gasto total). Para llevar adelante políticas en favor de la emancipación de las mujeres, como las ya mencionadas, o un plan de viviendas, creación de refugios contra la violencia de género, un programa de ayuda económica para mujeres que sufren violencia, etc, deberían invertirse recursos que hoy están destinados a pagar la deuda externa y a otorgar una serie de beneficios a los sectores más concentrados de la economía.
Medidas de estas características sólo se pueden imponer con un gran movimiento de lucha en las calles, como lo fue la marea verde que conquistó el aborto legal y la ESI. Aunque incluso estos derechos ganados también requieren su debido financiamiento, y el ajuste que exige el FMI en áreas tales como salud y educación van a contramano de su efectiva implementación, por lo que la pelea continúa.
En conclusión, ciertamente hay una tarea por delante que consiste en reconciliar clase, género, raza, en fin, todo lo que las élites dividieron para sostener su sistema de dominación; sin embargo, tiene que ser con el objetivo de atacar de lleno al Estado capitalista y con la convicción de construir una nueva sociedad sobre otras bases, no viviendo al margen del sistema e intentando conservar ciertos nichos de autonomía en un “mundo de dueños”, como lo califica Segato. Tal política es inviable con la existencia de un Estado burgués que todo lo busca absorber para mantenerlo bajo su control.
Unir a los sectores oprimidos, pero ¿cómo?
Este interrogante clave queda abierto en el esquema que propone Segato como perspectiva para el cambio social. En principio, cuando Segato apunta a la necesidad de “retejer comunidad”, amerita aclarar una diferencia: desde nuestro punto de vista, hablar de “comunidad” diluye las diferencias de clase que hay dentro de la sociedad. Ahora, concediendo que se refiere a los sectores oprimidos, sin dudas es una tarea de primer orden impulsar una unidad desde abajo, pero para que esto no quede en una proposición abstracta o en un proyecto utópico, es necesario tener una estrategia clara para lograrlo. La unidad se debe construir de forma activa, combatiendo los mecanismos de exclusión y discriminación de los capitalistas para dividir a les trabajadores. Por la relación que existe entre capitalismo y patriarcado, quienes nos propongamos luchar contra la opresión de género, debemos reconocer que es imperioso derribar al sistema capitalista. Para ello, debemos aliarnos con la clase obrera, que detenta las posiciones estratégicas en la producción de bienes y servicios, y por lo tanto tiene un enorme poder de fuego para atacar al capital donde le duele: en las ganancias.
Las mujeres, que somos casi la mitad de la clase trabajadora a nivel global, con el impulso del movimiento feminista, que en Argentina viene de dar grandes batallas que contagiaron al resto del mundo y que ganaron importantísimos derechos, podemos pelear por esta alianza estratégica en los lugares de trabajo: concientizando al conjunto de nuestra clase acerca de las relaciones de discriminación que imperan internamente, advirtiendo sobre la funcionalidad que tienen esas divisiones al proyecto de los capitalistas de explotarnos más eficazmente; instando a nuestros compañeros a que tomemos en nuestras manos las demandas de las capas más oprimidas de nuestra clase; poniendo de manifiesto la vinculación entre la lucha por estas demandas y la lucha revolucionaria contra la explotación y el régimen capitalista.
Ahora bien, ciertamente es un desafío difícil. La realidad actual está signada por un grado de fragmentación de la clase obrera que supera con creces el que había otrora. La contraofensiva del capital luego del fin de la guerra fría no pasó en vano. Lejos de resistir a esta avanzada, las direcciones políticas y sindicales del movimiento de masas tuvieron una indiscutible vocación para contribuir a esa división. Parafraseando a Andrea D’Atri en su exposición en el seminario sobre feminismos y marxismo realizado por el CIDE de México, [14] las cúpulas de las organizaciones obreras al día de hoy continúan oponiéndose a organizar a los sectores más oprimidos, sosteniendo prejuicios, fomentando el machismo, etc. Esto responde a una institucionalización y cooptación de los sindicatos por parte del Estado, que también se evidencia en los distintos movimientos sociales, como el de mujeres y diversidades.
Por eso, desde Pan y Rosas damos una pelea por la independencia política en todas las organizaciones obreras, de masas, los movimientos sociales. Porque consideramos que, en efecto, es la comunidad de los explotados y oprimidos la que tiene que retejer sus lazos contra el capital en pos de construir otro tipo de sociedad, organizada en base a las necesidades de las mayorías. Mientras llevamos adelante esta batalla, urge desarrollar instituciones de autoorganización independientes del Estado y de las burocracias, que vayan en el sentido de promover la tan necesaria unidad, dado que nada se puede esperar de las direcciones sindicales que vienen demostrando durante décadas no tener ninguna voluntad para fortalecer la lucha contra todas las miserias que genera el capitalismo.
Las ataduras del país al capital financiero internacional se ajustan con gran celeridad y se tornan cada vez más insoportables para las grandes mayorías. La deuda externa y el virreinato del FMI en la economía y la política del país (que por cierto, promete extenderse por generaciones), se choca de frente con la aspiración a la liberación de las mujeres y las diversidades, pues son les más expuestes a la pobreza, el desempleo y la precarización laboral y de la vida. Ante la aceleración de la crisis a la que asistimos por estos días, inscripta en la política de Estado de sumisión al FMI, la imaginación de un futuro libres nos llama hoy a construir un movimiento feminista unido a la clase trabajadora que sea profundamente antiimperialista y anticapitalista.
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