El anuncio del ingreso de Argentina a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, como se conoce a la Nueva Ruta de la Seda impulsada por Xi Jinping, fue uno de los resultados más publicitados de la gira internacional de Alberto Fernández por Rusia y China. ¿Qué alcances y consecuencias puede tener esta asociación?
El domingo pasado, con Alberto Fernández todavía en China para participar de los Juegos Olímpicos de invierno, en lo que era el cierre de una gira internacional que lo llevó primero a Moscú y luego a Beijing, se difundió la novedad de que la Argentina ingresaría en la Nueva Ruta de la Seda, formalmente conocida como la Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR, de aquí en más). Este anuncio marca un nuevo hito en las relaciones de la Argentina con el gigante asiático, tan significativo como los que tuvieron lugar en 2004 cuando Hu Jintao visitó la Argentina y otros países de la región y suscribió la Asociación Estratégica entre ambos países, y el de 2014, ya con Xi como mandatario, cuando este vínculo se reforzó con el acuerdo de Asociación Estratégica Integral. Como ocurrió en estas ocasiones, ahora también las promesas de ingentes inversiones y la perspectiva de profundizar el comercio con China alimentan las expectativas en la dirigencia política y empresaria.
Pero, ¿qué es esto de la Nueva Ruta de la Seda y cómo puede transformar las relaciones que viene estableciendo la Argentina con China en las últimas décadas?
La Nueva Ruta de la Seda y las ambiciones de Xi Jinping
La IFR, lanzada por Xi Jinping en septiembre de 2013, a poco de haberse hecho con el sillón principal del poder en China, concentra las ambiciones de este nuevo gran timonel. El emprendimiento, que hoy suscriben más de 140 países, abarca una amplia gama de proyectos de infraestructura internacional, iniciados, patrocinados y construidos por China con el objetivo fortalecer su rol en la definición de los circuitos fundamentales del comercio y las inversiones a escala planetaria. Su nombre hace referencia a las antiguas rutas comerciales que conectaban a China con el Medio Este, Asia Menor y Europa, conectando gran cantidad de capitales a través de rutas terrestres y marítimas. Como observa Santiago Montag, “esta ruta cobró mucho valor en el siglo I a. C. y XII d. C., durante las dinastías Han y Song respectivamente, en principio por su importancia comercial por las finas telas orientales y el intercambio de diversas mercancías”, aunque “su relevancia histórica reside en haber favorecido la transferencia cultural, religiosa y tecnológica entre todas las sociedades conectadas por la ’red de la seda’”. Como ocurre con otras referencias al pasado glorioso de la China antigua que se han vuelto habituales en los años de Xi, está también es recuperada con miras a cimentar el consenso interno en apoyo de las ambiciones de apuntalar el lugar mundial de China.
En su reciente libro Hegemony with Chinese Characteristics, Asim Doğan caracteriza el lanzamiento de la IFR como “un movimiento que cambia el juego en el ámbito de las relaciones internacionales” [1]. El lanzamiento de la IFR, allá por 2013, respondió a una serie de motivaciones, tanto de índole doméstica como internacional. Como observa este autor, China tenía importantes motivos “económicos, financieros, políticos, estratégicos y militares para iniciar una estrategia internacional a gran escala” como ésta [2]. La más obvia, fue la necesidad de asegurar una nueva tracción para la economía China, ante la evidencia de que la exportación de manufacturas –centralmente a los países imperialistas– no iba a volver a ser el motor que había sido para la economía hasta la crisis de 2008, y que tampoco podía ser viable a largo plazo la tracción del crecimiento apoyada en inversión en infraestructura y desarrollo inmobiliario local gigantesco. La necesidad de un “rebalanceo” de la economía de China basado en mayor consumo fue un tema largamente comentado durante la década pero nunca concretado, más allá de que los salarios crecieron desde los bajísimos niveles en los que se encontraban 10 años atrás. La IFR orientó inversiones en infraestructura más allá de las fronteras de China. Además, abrió lugar para el acceso privilegiado de empresas chinas en los países asociados a la misma –reforzando lo que en muchos casos ya eran desde antes relaciones económicas privilegiadas–. Por estas rutas transitan, de forma cada vez más barata y veloz, las mercancías que salen de las fábricas chinas, asegurando así menores costos y tiempos de realización; esto significa más competitividad y rentabilidad para el capital chino. Por si esto fuera poco, la deuda soberana con China –el correlato de los grandes emprendimientos en puertos, trenes y otras obras que llevan Xi Jinping y sus funcionarios bajo el brazo para atraer a los países– establece compromisos duraderos entre esos países y Beijing, lo cual sirve a Beijing para seguir reclamando privilegios en materia de comercio e inversiones. Pero también, como hace tiempo aprendieron las potencias imperialistas, estas cargas pueden ser un fiel en la balanza muy poderoso a la hora de exigir a estos países alineamientos cuando estallan conflictos internacionales. Desde el lado de los países que ingresaron a la IFR, la posibilidad de encarar obras que sin los recursos de China en la actualidad no serían posibles, aunque sea al precio de gravosas deudas, y la expectativa de que sus empresas puedan vender más y a menor costo a China, uno de los mercados que es visto como los más dinámicos y promisorios, son razones más que suficientes para considerarla una asociación ventajosa.
En términos estratégicos, la IFR fue una respuesta a la presencia estadounidense en el sudeste asiático. Unos años antes de su lanzamiento, Barack Obama había anunciado que EE. UU. realizaría un “pivot a Asia”, es decir, una reversión de la desequilibrada concentración del imperialismo yanqui en Medio Oriente, donde venía además acumulando fuertes reveses. Mientras EE. UU. alineaba a numerosos países con su acuerdos Transpacífico y Transatlántico, de los que luego se desentendió Donald Trump, China respondía con el IFR, que a diferencia de las propuestas de libre comercio llevaba dinero contante y sonante a quienes se unieran a él. En los cálculos de China, la IFR “disminuirá la influencia de EE. UU. en el sudeste asiático y en Asia central, si no en todo el mundo” [3]. Doğan agrega que China “tiene otro motivo importante para la IFR que es la búsqueda del ‘poder blando’”, término este último que se refiere a la capacidad de un Estado para incidir en las acciones o intereses de otros valiéndose de medios que complementen a la diplomacia o la fuerza militar.
Las iniciativas que engloban la IFR han ampliado paulatinamente su escala geográfica, aunque todavía en 2020 más de la mitad de sus inversiones seguían yendo a Asia, seguida por África –uno de los lugares donde el peso de las inversiones de China ya supera el de otras potencias imperialistas y en donde desplegó más claramente una rapacidad que recuerda al accionar histórico de las potencias imperialistas europeas en la región– y Medio Oriente. América Latina representa todavía menos del 10 % de la inversión total. Pero crecer en el patio trasero de EE. UU. tiene un valor añadido en tiempos de rivalidad geopolítica cada vez más exacerbada. De ahí el interés para China del anuncio del domingo pasado: la Argentina será ahora la economía latinoamericana más grande dentro de la IFR. Si bien hay 19 países de la región que ya se integraron, no lo han hecho todavía Colombia, México ni Brasil.
Promesas del Este
El del último domingo es un nuevo jalón en la relación con el gigante asiático, como lo fueron la rúbrica de la llamada Asociación Estratégica en 2004, y la Asociación Estratégica Integral, 10 años después. En ambas ocasiones, China comprometió inversiones milmillonarias en terrenos como la infraestructura energética y el transporte. En esta oportunidad no fue diferente. Los documentos firmados apuntan a una cifra de USD 23.700 millones distribuida en distintas obras de infraestructura. Se trata, en realidad, de USD 9.700 millones de nuevas inversiones, que se suman a los USD 14.000 millones de proyectos ya existentes para renovar la red ferroviaria o centrales hidroeléctricas, que ya cuentan con financiamiento aprobado través del mecanismo del Diálogo Estratégico para la Cooperación y Coordinación Económica. Otra novedad muy celebrada, especialmente en Río Negro, fue el acuerdo de Invap con la empresa Jiangxi Nuclear Power para construir un reactor de radioisótopos medicinales en la ciudad de Jiujiang. También se firmaron acuerdos de cooperación para el sector agrícola (con prioridad en el desarrollo biotecnológico y la regulación de los organismos genéticamente modificados), la economía digital, en la aplicación de datos por satélite, medios de comunicación, entre otros.
Basta una mirada rápida a los proyectos anunciados para comprobar que algunos repiten lo que ya fue parte de compromisos previos, como la construcción de las represas Néstor Kirchner y Jorge Cepernic. Esto revela la jerarquía que otorgan los líderes del PCCh a la concreción de proyectos que se han visto entorpecidos por varios motivos, desde la crisis y los acuerdos con el FMI que frenaron la obra pública, hasta el rechazo que generaron por su impacto ambiental [4].
Desde 2004 hasta hoy cambió cualitativamente la relación con China, y las ganancias principales han sido para el gigante asiático. China aumentó su rol como comprador de los commodities argentinos, y se propone hacerlo todavía más con proyectos como las megagranjas porcinas impulsadas con entusiasmo por los funcionarios de Alberto Fernández y que generan amplio rechazo social por sus impactos ambientales –además de que son caldo de cultivo de enfermedades zoonóticas como el covid–. Pero creció mucho más la masa de valor de los productos que China vende a la Argentina, trasformando lo que hasta 2009 era un comercio bilateral superávitario para el país, en uno estructuralmente deficitario desde entonces. El rojo comercial con China viene siendo de USD 6.500 millones al año, explicado mayormente por el ingreso de manufacturas que en muchos casos compiten con –y desplazan a– la producción local. Cada año se pierden en el balance comercial bilateral casi tantos dólares como los que pagó Alberto Fernández al FMI desde que asumió.
La Asociación Estratégica actuó como marco no solo para el desarrollo de proyectos de infraestructura, entre los cuáles se incluyó la construcción de una base espacial en la provincia de Neuquén cuyas actividades se mantienen en el máximo hermetismo, sino también para el crecimiento de la inversión de China en sectores estratégicos. Tal como hicieron en otras latitudes, los gigantes corporativos de China compraron llave en mano firmas clave. Esto fue lo que hizo Cofco –firma estatal de China– con la semillera Nidera y el trader de granos Noble Group. Estas adquisiciones le permitieron ganar un lugar en lo más competitivo del desarrollo genético de las variedades de soja, trigo y maíz en el país, y también pelear posiciones en el codiciado negocio de la exportación de granos, cuyo liderazgo empezó a conquistar desde 2015. Por tratarse de una transacciones entre firmas extranjeras, ni siquiera puede decirse que arrojaran un ingreso de dólares por inversión extranjera directa. Más recientemente adquirió empresas radicadas en la producción de litio, el “oro blanco” cuya explotación amenaza las comunidades del noroeste argentino.
A la intensificación del comercio cada vez más desequilibrado en favor de China y el desarrollo de proyectos de infraestructura e inversiones, se suma el rol financiero que viene jugando China desde que en 2011 el Banco del Pueblo de China suscribió con el Banco Central de la República Argentina un canje de divisas (swap) que sirvió para engrosar la contabilidad de reservas de este último. El canje fue renovado regularmente y ampliado desde entonces, tanto por Cristina Fernández como por Mauricio Macri y Alberto Fernández. Para China esta iniciativa le permite mostrarse como un actor capaz de contribuir parcialmente al alivio de las estrecheces de los países que tienen desequilibrios en su balanza de pagos (aunque las divisas del swap no pueden utilizarse para intervenir en el mercado o acarrean en caso de hacerlo costos financieros bastante altos), sino que contribuye a la internacionalización de su moneda, el renminbi, cuyo alcance limitado es hasta ahora uno de los principales talones de Aquiles en su competencia con EE. UU., cuya moneda mantiene una abrumadora preponderancia en los mercados financieros globales.
Las múltiples caras de la dependencia
La celebración del anuncio del IFR en algunos medios oficialistas adquirió por estos días ribetes muy desproporcionados. Por momentos la noticia fue tratada como si fuera a tener impactos positivos tan fuertes como para contrarrestar todas las consecuencias gravosas que tendrá en los próximos años el acuerdo con el FMI. Pero se trata una lectura distorsionada por varios motivos. En primer lugar, se trata de cuestiones de órdenes de magnitud cualitativamente diferentes, siendo la hipoteca con el FMI y las consecuencias de tenerlo auditando la economía algo incomparable con los efectos que al día de hoy pueda tener este nuevo capítulo del acercamiento con China. En segundo lugar, y esto es lo más importante, China como ha mostrado la relación con dicho país a lo largo de los últimos 20 años, se cobra con creces todo. Además, es una lectura completamente distorsionada atribuirle solo efectos benévolos.
Estos 20 años de vínculos cada vez más estrechos con China vienen configurando una relación que repite los patrones de la dependencia, que se hace cada vez más pronunciada, y lo seguirá haciendo en la medida en que se consolide este “imperialismo en construcción”. Los sucesivos gobiernos se lanzaron a profundizar esta relación asimétrica que repite los patrones que estableció el país a lo largo de su historia con otras potencias como Inglaterra, a cambio de ayudas financieras de corto plazo o alcance limitado, o de ventajas para algunos sectores económicos muy puntuales que terminaron siendo más que compensadas en favor de China agravando el rojo comercial, además haber exacerbado el perfil económico extractivista y la huella ambiental que conlleva. En un hilo de tweets, Alberto Fernández sostenía este sábado que el “acuerdo es muy importante porque debemos corregir el déficit que tenemos en el comercio con China”. No hay nada que haga suponer que este rojo no pueda más que profundizarse, sumado a los efectos que tendrá sobre los recursos nacionales el repago de los créditos y la repatriación de ganancias que las firmas chinas llevan a cabo al igual que las empresas multinacionales de todos los países imperialistas.
Esta nueva dependencia se superpone con el vínculo subordinado que tiene el país con los imperialismos yanqui y europeos, sin revertirlo en lo más mínimo, más allá de que el estrechamiento de relaciones con China pueda ser mirado con inquietud desde EE. UU. Lo cierto es que el anuncio del ingreso en la IFR ocurre días después de que el país dio a conocer el principio de acuerdo con el FMI que convalida la hipoteca macrista, tratativa que solo se destrabó luego de numerosas gestiones oficiosas del Canciller, el embajador en EE. UU. y otros miembros de la coalición del Frente de Todos como Sergio Massa ante funcionarios estadounidenses, para que el Tesoro –que corta el bacalao en el organismo multilalteral de crédito– flexibilizara un poco sus exigencias, lo que solo ocurrió en mínima parte y despejó el panorama para un programa que sigue siendo insostenible. La profundización de los vínculos económicos con China, que no conoce grietas y despierta el entusiasmo en todo el arco político, no es vista como una contradicción con la subordinación al imperialismo yanqui que defiende la oposición de derecha y algunos exponentes de peso del oficialismo como Juan Manzur, Massa, o Gustavo Béliz. Y no lo es porque, como observan Luciana Ghiotto y Ariel Slipak, no puede decirse en ningún aspecto que China se proponga “trastocar el orden e instituciones globales, o que lleve adelante acciones de carácter contra-hegemónicas”, sino que se trata de “una potencia en ascenso que intenta moldear el orden global a sus propias necesidades” [5]. Por eso, al contrario de lo que imaginan otros sectores de la coalición oficialista, no tiene asidero la noción de que la relación con China pueda contribuir a “balancear” las que tiene el país con otras potencias, aprovechándose de las competencias y rivalidades para obtener concesiones o aliviar presiones. Baste como muestra la postura de Beijing respecto de la hipoteca con el FMI que dejó Macri; cualquier ayuda financiera que pueda venir de China está atada a que el país mantenga el cumplimiento de sus compromisos con el organismo, en el que China es hoy el tercer país que más fondos aporta. Si bien China no impone por sus préstamos e inversiones condicionalidades que tengan nada que ver con las del FMI, sí se asegura de tener injerencia en todo lo vinculado a esos proyectos, y de imponer cláusulas onerosas en caso de incumplimientos.
China no es un actor que apunte a subvertir el orden imperialista, sino una potencia en ascenso que se propone cimentar el camino que hoy permite caracterizarlo como un “imperialismo en construcción”, estatus cargado de ambivalencias, que no tiene un resultado asegurado de antemano y cuyo desenlace define una de puntos más críticos de la situación mundial. Su enfrentamiento cada vez más exacerbado con EE. UU. no justifica ningún alineamiento con el gigante asiático, como invitan a pensar las lecturas “campistas” de esta disputa y sus consecuencias. Mucho menos puede pensarse en China como un aliado de cualquier camino de ruptura con el imperialismo. Es claro que cualquier camino que se proponga para romper con el imperialismo y terminar con la dependencia hoy, no forma parte de la Nueva Ruta de la Seda.
COMENTARIOS