El discurso de que no hay alternativa al capitalismo aglutina al liberalismo y al peronismo. De un lado, Milei sostiene que el mercado no se equivoca, que los capitalistas son “héroes” y que el futuro del país pasa por un alineamiento incondicional con el capital financiero. Del otro, CFK afirma que el capitalismo es “el modo más eficiente para producir” e insiste con el fracasado proyecto de “regular” a las grandes corporaciones a través del Estado. La izquierda anticapitalista y socialista plantea una alternativa a este callejón sin salida, un programa propio del pueblo trabajador para que la crisis la paguen los capitalistas y reorganizar la sociedad sobre nuevas bases. La ideología oficial dice que es imposible. Lo sería si la clase trabajadora fuese solo la expresión de un interés corporativo más, un mero conjunto de asalariados o consumidores. Pero como clase productora de la sociedad es la portadora potencial de nuevas relaciones de cooperación, de una fuerza social y productiva con un potencial creador, tanto en el terreno económico como en el político, que puede abrir paso a una nueva sociedad. ¿A qué nos referimos?
La clase trabajadora como clase productora
Un sentido común altamente arraigado en nuestras sociedades es que los empresarios son los que crean trabajo. Pero desde Marx en adelante sabemos que los capitalistas no son los que “crean trabajo” sino que lo que hacen es robarlo “legalmente”. El capitalista compra la fuerza de trabajo, la capacidad de producir de un trabajador o una trabajadora por un determinado tiempo, lo que dura la jornada laboral. Sin embargo, el valor que produce esa fuerza de trabajo, supongamos durante 8 horas, es superior a su valor expresado en el salario. En la apropiación de ese trabajo no pago que Marx llamaba “plusvalía” está el secreto de la ganancia capitalista. Es lo que hace que cuando el capitalista vende sus mercancías en el mercado, lo pueda hacer por un valor mayor al que le costó poner en movimiento los medios de producción, las materias primas y la fuerza de trabajo. No es el capital el que crea trabajo sino la fuerza de trabajo la que permite al capital reproducirse en una escala ampliada.
La magnitud de la fuerza de trabajo no paga de la que se apropian los capitalistas no es una abstracción, puede calcularse por lo menos aproximadamente. Por ejemplo, en Argentina para 2021 en el sector privado los números macroeconómicos indican que, luego de haber deducido todos los otros costos de producción, el trabajo pago mediante los salarios representó en promedio el 39 % del total de la jornada laboral y el trabajo no pago (el que se queda el empresario) constituyó el 61 % restante [1]. Para que este mecanismo funcione el capital necesita que se considere a la fuerza de trabajo como una mercancía más, como un insumo como lo son las materias primas, los edificios, las máquinas herramientas. El trabajador sería “capital humano”. Pero la fuerza de trabajo no es una mercancía más sino que es la única que capaz de generar nuevo valor. Es la única capaz de “vivificar”, de poner en movimiento todo el “trabajo muerto”, es decir, el trabajo pasado acumulado contenido en las máquinas y en el sistema tecno-científico.
La concepción de la sociedad como un conjunto individuos aislados en competencia unos con otros se remonta a los orígenes de la burguesía, el neoliberalismo solo la radicalizó. Bajo este prisma, el individuo deviene sujeto racional a través del reconocimiento de la posibilidad de maximizar sus capacidades y gestionar sus conductas con el fin de lograr el mayor beneficio con los menores costos. La funcionalidad de esta idea desde el punto de vista del capital es óptima, fomenta la competencia entre los trabajadores y evita el cuestionamiento a los privilegios de los capitalistas. Sin embargo, este tipo de individualismo burgués es la representación más elemental e ideológica de una base colectiva que no es asumida conscientemente pero sin la cual el capitalismo, ni la sociedad como la conocemos podría existir. Su fuerza fundamental es la cooperación, la cual en la actualidad ha llegado a niveles nunca antes vistos en la historia.
La fuerza productiva y creadora de la cooperación
El capitalismo necesitó y necesita apropiarse de la cooperación de los trabajadores como fuerza productiva esencial. La cooperación en su acepción más elemental es, como la define Marx en El capital: “la forma del trabajo de muchos obreros coordinados y reunidos con arreglo a un plan en el mismo proceso de producción o en procesos de producción distintos pero entrelazados”. La cooperación no tiende solamente a potenciar la fuerza productiva individual, sino que crea “una fuerza productiva nueva”. Es la fuerza del trabajo social a través de la cual el trabajador o la trabajadora se sobreponen a sus limitaciones individuales y desarrollan una capacidad de creación superior.
La cooperación en su forma simple coincide con la producción en gran escala. Históricamente con el desarrollo de la manufactura aparece la cooperación basada en la división del trabajo y la combinación de trabajos parcializados. Con la gran industria, la gran maquinaria aparece como factor objetivo que vuelve indispensable la cooperación, solo funciona con el trabajo directamente colectivo. Al respecto señala Marx que:
En la cooperación simple, e incluso en la que se ha vuelto especificada debido a la división del trabajo, el desplazamiento del trabajador aislado por el obrero socializado sigue siendo algo más o menos casual. La maquinaria [...] sólo funciona en manos del trabajo directamente socializado o colectivo. El carácter cooperativo del proceso de trabajo, pues, se convierte ahora en una necesidad técnica dictada por la naturaleza misma del medio de trabajo [2].
En términos generales esta fuerza productiva del trabajo social que brota de la cooperación produce cantidades mayores de valores de uso con menor tiempo de trabajo que la sumatoria de cada una de las jornadas de trabajo individual incluidas en el proceso. De este modo, disminuye el tiempo de trabajo necesario para obtener un determinado producto. Es decir, contiene la potencialidad de liberar tiempo vital dedicado al trabajo como imposición para la subsistencia y transformarlo en tiempo disponible libre para el trabajador y la trabajadora.
Sin embargo, la cooperación de los trabajadores asalariados en nuestra sociedad tiene como condición la concentración de grandes masas de medios de producción (fábricas, maquinarias, tierras, etc.) en manos de cada capitalista. Gracias a que cuenta con la propiedad de estos medios de producción sociales es el capitalista el que reúne a los trabajadores y les impone despóticamente los métodos de producción y su propio plan productivo con el fin de maximizar su ganancia. Como decía Marx: “El mando supremo en la industria se transforma en atributo del capital, como en la época feudal el mando supremo en lo bélico y lo judicial era atributo de la propiedad territorial” [3].
A partir de este esquema, las formas de cooperación fueron modificándose históricamente según los diferentes modos de organización del trabajo impuestos por los capitalistas. En el modelo del fordismo (línea de ensamblaje, producción en serie, estandarización, control rígido de los ritmos de trabajo, etc.) que se impuso a partir de las primeras décadas del siglo XX, el trabajador es concebido como una especie de objeto mecánico que debe acompañar el ritmo de la línea de producción sin pensar. Luego vino el modelo del toyotismo que se difundió a partir de la década de 1970 e impuso la idea del trabajador flexible, de la “polivalencia”, se propuso explotar las capacidades del trabajador de resolver problemas, de actuar en equipo (a través de los “círculos de trabajo”), así como sus saberes. De esta forma involucró también la subjetividad del trabajador para aumentar el nivel de explotación. Así, con diversos métodos, los capitalistas fueron expropiando y exprimiendo de forma cada vez más amplia y sofisticada la potencia de la cooperación de la clase trabajadora.
La reestructuración capitalista de las últimas décadas ha sido presentada como un proceso de descentralización a través de la subcontratación y el aumento del trabajo precario. Pero en realidad estos fenómenos han ido de la mano de una mayor concentración y centralización del capital en casi todos los ámbitos de la producción de bienes y servicios [4]. Al calor de la llamada globalización se ha producido un salto sideral en la cooperación a nivel local, regional y global. Lejos de haber generado una sociedad “posindustrial” ha creado lo que podemos denominar, siguiendo a Corsino Vela, un “fordismo disperso” [5]. Cada vez más aspectos de la producción están entrelazados en cadenas de suministro “justo a tiempo”. Ligado a ello se produjo una “revolución en la logística” con enormes centros de transporte, grandes almacenes y centros de distribución, aerotrópolis, puertos a una escala mucho mayor, redes de transporte intermodal que concentran decenas de miles de trabajadores en espacios geográficos adyacentes a las grandes áreas metropolitanas.
La eficacia productiva de la cooperación crece con su complejidad. Nunca antes la sociedad a nivel global ha dependido tanto de la fuerza productiva de la cooperación ni esta había adquirido la escala que tiene en la actualidad. Sin embargo, esta enorme potencia de la cooperación del trabajador colectivo, bajo la dirección despótica de los capitalistas se transforma para los trabajadores y trabajadoras en una imposición externa cuyo principal objetivo es la ganancia del capitalista. El fundamento de ello es que la cooperación surge en el mismo momento que el trabajador pierde su libertad por el tiempo de duración de la jornada laboral al vender su fuerza de trabajo al capitalista. Así se le presenta al trabajador como una propiedad ajena de un poder que lo domina. Pero no lo es.
Otro tanto sucede con la fuerza productiva del general intellect o conocimiento social general contenido en el desarrollo científico-técnico acumulado por la humanidad. A mediados del siglo XIX, en sus Grundrisse, Marx ya resaltaba hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma habían quedado bajo los controles del general intellect y habían sido remodeladas conforme al mismo. El desarrollo de máquinas, locomotoras, ferrocarriles, el telégrafo eléctrico, etc. eran, según Marx, “órganos del cerebro humano creados por la mano humana; fuerza objetivada del conocimiento” que se convertían en órganos de la voluntad humana, mostrando hasta qué punto el conocimiento social general se había convertido en fuerza productiva [6]. Hoy a estos “órganos del cerebro humano” se han agregado innumerables desarrollos que van desde los microchips, los satélites, las redes de internet, hasta la genética, la robótica y la IA. El general intellect ha cobrado dimensiones que superan en mucho a las de toda la historia anterior.
Sin embargo, como también señalara Marx “la acumulación del saber, de la habilidad así como de todas las fuerzas productivas generales de la inteligencia social son ahora absorbidas por el capital que se opone al trabajo: ellas aparentan ser una propiedad del capital o, más exactamente, capital fijo” [7]. Bajo el capitalismo el conocimiento social general se transforma en propiedad privada desde su propia génesis. Legiones de científicos y técnicos pueblan los departamentos de “investigación y desarrollo” de las grandes corporaciones. Sus productos pasan a ser propiedad del capitalista –individual o colectivo– que los encierra dentro de la medida miserable de la ganancia limitando su difusión potencialmente libre con medios jurídicos (patentes, licencias, etc.). Luego sigue encerrado en esta propiedad cuando se objetiva en capital fijo aplicado a la producción. Incluso, lo usual es que sea aplicado también a fines militares transformando lo que eran fuerzas productivas en fuerzas de destrucción. En todos los casos se le enfrenta al trabajador colectivo como algo ajeno.
Contra el discurso hegemónico, que une a liberales y peronistas, sobre la imposibilidad de superar al capitalismo naturalizando esta expropiación, la posibilidad del socialismo se basa, justamente, en asumir conscientemente la potencia de la cooperación, así como del general intellect, y recuperarla para la clase trabajadora de manos de los capitalistas. De este modo poder apropiarse colectiva y democráticamente de las posibilidades técnicas y sociales, al tiempo que refuncionalizarlas [8] para reducir el tiempo de trabajo y minimizar las tareas repetitivas y unilaterales, así como para socializar el trabajo reproductivo sacándolo del ámbito privado donde se sustenta en el trabajo no pago de las mujeres, y conquistar una relación equilibrada con la naturaleza.
Allí reside la base para construir una sociedad donde los productores se asocien libremente, trabajen con medios de producción colectivos y unan sus fuerzas individuales como una gran fuerza de trabajo social. Nunca en la historia estuvo tan planteado, desde el punto de vista del desarrollo de la cooperación y el general intellect, la posibilidad de avanzar en un proyecto socialista de este tipo.
Cooperación, poder constituyente y revolución
La potencia de la cooperación no remite solamente a la producción y reproducción económica de la sociedad, es también el sustrato político del poder constituyente de la clase trabajadora, aquel que fundamenta la pretensión del Manifiesto Comunista de que se transforme en clase dirigente de la sociedad. La cuestión en este punto es cómo la clase trabajadora puede liberar aquella potencia de la cooperación que le es propia para desplegarla como poder constituyente de una nueva sociedad.
Una de las indagaciones más sistemáticas sobre este problema, la ha realizado el intelectual y político autonomista italiano Tony Negri en su libro El poder constituyente [9]. En uno de sus capítulos analiza El capital de Marx buscando los mecanismos a través de los cuales la cooperación productiva se hace sujeto político y su potencia productiva poder constituyente. Encuentra un punto de partida en las páginas en las que Marx estudia las luchas por la reducción de la jornada laboral. Allí el poder de mando del capitalista y la cooperación del obrero colectivo se presentan uno contra otro, cada uno expresando “su” derecho. El “derecho” del capitalista consiste en utilizar por el máximo tiempo posible la fuerza de trabajo que ha comprado. Pero ¿cuál es el derecho de los trabajadores cuando luchan por reducir la jornada laboral? A esto Negri responde que:
Es un intento de reapropiación contra la expropiación, es la pretensión de que la organización de la producción puede plantearse a través de la cooperación, la igualdad, la inteligencia. Es la idea de que la potencia productiva no puede ser alienada, sino que por el contrario debe transformarse en poder constituyente, continuamente abierto y desarrollado [10].
Desde este ángulo, Negri ve en el abordaje de Marx de las luchas por la duración de la jornada laboral la indicación de un nuevo proceso constitutivo instalado en la potencia de la cooperación, en la subjetividad de la clase obrera. En estas luchas puede notarse cómo un poder constituyente basado en la cooperación se torna una fuerza material, ya que, como señalaba Marx: “Únicamente la rebeldía de la clase obrera, cada vez más y más enconada, obligó al Estado a reducir por la fuerza la jornada laboral…”. Para Negri esto explica que podamos encontrar en El capital de Marx el esbozo de una nueva teoría del poder constituyente y la definición de las condiciones formales del proceso antagonista que se desprende de la cooperación. Desde un punto de vista tiene razón.
Cuando Marx y Engels decían que el comunismo es “el movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual”, su punto de partida tenía mucho que ver con esto. Este movimiento real parte de la lucha constante de la clase obrera por sacudirse el yugo del trabajo que se manifiesta espontáneamente en la resistencia sorda de todos los días: el intento de robarle minutos al patrón y a la máquina o en el ausentismo. Esta misma tendencia se expresó y se expresa a un nivel superior en las luchas históricas por la reducción de la jornada de trabajo y la semana laboral, por vacaciones pagas, por bajar los ritmos de producción, por la organización en el lugar de trabajo contra la dictadura patronal, por el control obrero de la producción. Son expresiones de una tendencia profunda a rechazar el mando del capital y reafirmar la cooperación como potencia de la clase trabajadora.
Ahora bien, este es solo el inicio ya que aquellas tendencias, aunque muestran la potencialidad para hacerlo, no subvierten la expropiación de la cooperación por parte del capital. A diferencia de lo que sostiene Negri, la fuerza productiva de la cooperación no es ni libre ni inmediatamente constituyente, en tanto, como señalaba Marx, se encuentra dominada por el capital. La potencia de la cooperación solo puede desplegarse como ruptura, como potencia revolucionaria frente al capital que acapara los medios de producción sin los cuales la cooperación actual sería imposible. Lo que muchos teóricos, entre ellos Negri [11], han presentado como el advenimiento de una sociedad posindustrial donde el trabajo se ha vuelto “inmaterial” haciendo más o menos superflua la propiedad de los medios de producción es expresión de una realidad muy diferente.
El capitalismo se enfrenta desde hace décadas a una creciente imposibilidad de encontrar espacios de acumulación rentables en la producción, lo cual se traduce en su vuelco cada vez mayor a la especulación financiera y a la “acumulación por desposesión”, es decir al saqueo. La acumulación capitalista basada en la apropiación del tiempo de trabajo excedente como plusvalor se torna cada vez más crítica y es fuente permanente de crisis [12]. Lo que expresa esto es la creciente incapacidad del sistema para contener dentro de los estrechos límites de la producción para la ganancia las enormes fuerzas productivas de la cooperación y del general intellect que se han desarrollado en la sociedad. Históricamente, cuando esto sucede, el capitalismo da lugar a crisis catastróficas o guerras que destruyen masivamente fuerzas productivas. De aquí que situaciones del capitalismo mundial como la actual no tengan salida progresiva por fuera la perspectiva de nuevas rupturas revolucionarias que lleven al poder a la clase trabajadora para apropiarse de los medios de producción y arrancar la cooperación del mando del capital.
En esta lucha, la primera y principal acción autónoma de la clase trabajadora pasa por liberarse de la influencia política e ideológica de la burguesía y construir su propia organización política revolucionaria para recuperar las potencias que le han sido expropiadas. Desde luego sería ilusorio pensar que bajo las relaciones capitalistas que fuimos describiendo toda la clase en bloque pueda desprenderse de aquella influencia. Por eso la construcción de un partido que pelee por la revolución socialista agrupa en primer lugar a los sectores más conscientes y decididos de la clase. Es en situaciones revolucionarias, cuando la conciencia de las masas varía vertiginosamente, que un partido de este tipo puede adquirir influencia sobre la mayoría de la clase y los sectores oprimidos. Son justamente esos momentos donde irrumpe el poder constituyente de los explotados.
Democracia de los consejos, planificación económica y hegemonía
En el siglo XX, los consejos o soviets –según la transliteración del ruso– emergieron como forma novedosa de aquel poder constituyente. Fueron un producto genuino de la creatividad política de la clase trabajadora. Expresaron una nueva práctica potencialmente antagónica a la práctica burguesa de la política. Su estructura flexible y elástica con diputados revocables elegidos a partir del entramado que hace a la producción y reproducción de la sociedad –hoy diríamos las fábricas, las empresas, las oficinas, los campos, los hospitales, las escuelas, las universidades, entre otros– permite articular las diversas reivindicaciones y formas de lucha para crear un poder alternativo.
Organismos de este tipo no solo se desarrollaron en Rusia (1905 y 1917) sino también en Alemania con los räte (1918), en Italia con los consejos de fábrica (1919-1920), en la Revolución húngara (1956) con los consejos de obreros y campesinos, en la Revolución portuguesa (1974) con los comités de fábrica, inquilinos y soldados, en la Revolución iraní (1979) con los shoras, en Chile con los Cordones Industriales (1972-1973), entre muchos otros. Las Coordinadoras Interfabriles de Argentina en 1975 expresaron en menor medida la misma tendencia. Ahora bien, estas expresiones del poder constituyente estuvieron sometidas en todos los casos a una enorme presión, no solo represiva, sino también a la asimilación dentro de los regímenes burgueses. Se mostró indispensable la acción de un partido revolucionario para impulsarlos más allá y transformarlas en verdaderas instituciones revolucionarias.
A diferencia de la democracia capitalista, que establece la separación entre un concepto formal de democracia política mientras deja la economía en sujeta al mando despótico del capital, la democracia de los consejos liga la democracia política con emancipación económico-social. En El poder constituyente, Negri señala con razón que: “Después de Marx y Lenin no es posible hablar de libertad política sin hablar de libertad económica, de libre producción, del trabajo vivo como fundamento político. La libertad se ha tornado en liberación, la liberación es poder constituyente” [13]. Ya no puede haber democracia política que no sea democracia económica, que no sea reapropiación del poder constituyente por parte de las masas en los mecanismos de producción y de reproducción social. La pregunta es cómo producir esta reapropiación que conjuga democracia política y económica.
El socialismo no surge preformado de las entrañas del capitalismo. Toda revolución socialista triunfante en un país o grupo de países nace condicionada en el tiempo –por una situación económica, política y social heredada– y en el espacio –rodeada de un mundo capitalista–. De aquí la necesidad de un periodo transitorio entre el capitalismo y el socialismo para la transformación de la vida económica, política, social y cultural, así como para su extensión internacional. Durante esta transición, especialmente en los países atrasados en tanto y en cuanto no haya triunfos revolucionarios en países centrales, un Estado de los trabajadores necesita que la planificación económica posibilite desarrollar las fuerzas productivas por encima de cierto umbral que permita dar satisfacción a las necesidades fundamentales de la sociedad y avanzar en una reducción significativa de la carga del trabajo.
Esta problemática plantea una determinada relación entre los soviets como forma práctica de la democracia proletaria y el partido revolucionario como operador estratégico en pos de los objetivos socialistas. A propósito de cómo abordara este problema Lenin durante la Revolución rusa, Negri plantea la idea de un “compromiso leninista” entre soviet y partido que vale la pena retomar. “El compromiso entre el soviet y el partido –dice– es un compromiso entre el trabajo vivo y la perspectiva de una nueva acumulación originaria, que tendría que desembocar en la determinación de las condiciones del comunismo” [14]. En su opinión aquel compromiso se transformó rápidamente en cortocircuito debido a la institucionalización de los soviets como organizadores de la producción, reproduciendo bajo nuevas formas las “normas de la empresa” asociadas al mando “por arriba” de la cooperación del trabajo para poder hacer frente a las necesidades de aquella “acumulación originaria”. Aunque Negri no lo aborda, este fue uno de los debates centrales en la URSS luego de la muerte de Lenin y tenía términos mucho más amplios que incluían, como elemento crítico, la relación entre el campesinado y la clase obrera.
Hay tres respuestas frente al problema planteado, las cuales tuvieron su expresión en el debate soviético de los años 20. Los fundamentos de cada una de ellas podemos encontrarlos respectivamente en los desarrollos de Bujarin, de Preobrazhensky y de Trotsky. La Revolución rusa se encontraba aislada luego de la derrota del ciclo revolucionario en Europa occidental (1918-1923). Debía remontar, no solo el peso atraso y los resabios feudales, sino las consecuencias de 4 años de guerra mundial y 3 años de guerra civil. En este marco, a partir de 1921 se adoptó la Nueva Política Económica (NEP). Concebida por Lenin como una “retirada forzada”, la NEP restableció parcialmente el libre comercio y la economía monetaria. El objetivo era aumentar la producción y el intercambio entre el campo y la ciudad para afrontar la difícil situación económica. Pero sus efectos eran contradictorios ya que posibilitada la acumulación entre los campesinos más acomodados, introduciendo una cuña en la alianza entre el campesinado y la clase trabajadora [15].
Para Bujarin la sola destrucción del Estado burgués bastaba para asegurar la superioridad de la industria “socialista” en su competencia con el sector privado. En ese marco, el desarrollo de mecanismos de mercado al interior de la URSS mejoraría la cooperación dándole impulso a la transición hacia el socialismo. Afirmaba: “No llegaremos directamente al socialismo a través del proceso de producción; llegaremos a través del intercambio, a través de la cooperación” [16]. Había en este planteo una apelación a la cooperación espontánea independientemente de su relación con el capital. Bujarin rechazaba que el nuevo Estado debiese tener entre sus prioridades aumentar la productividad de la industria, su consigna era “industrialización a paso de tortuga”. Junto con ello apelaba a los incentivos espontáneos para la acumulación –posibilitados por la NEP– bajo la consigna “¡campesinos enriquézcanse!”.
Para Preobrazhensky, autor de La nueva economía (1925), la prioridad era desarrollar una “acumulación primitiva socialista” que permitiera contrarrestar las bases económicas atrasadas como condición para avanzar en la transición hacia el socialismo. Opinaba con razón, como luego se demostró, que la acción espontánea de economía mediante el desarrollo de las relaciones de mercado implicaba un inevitable crecimiento de la diferenciación social en el campo y que la minoría de campesinos enriquecidos por la NEP se volvería contra el Estado. Para evitarlo proponía un fuerte proceso de industrialización que aumentase la productividad del trabajo impulsado por el Estado tomando recursos de los campesinos ricos, otorgándoles como compensación maquinaria, electrificación, redes de transporte, etc. que estaban necesitando. Esto se traducía en mayores impuestos para los campesinos con capacidad de producir excedente y apoyo estatal para favorecer al campesino pobre.
Ahora bien, ni Bujarin ni Preobrazhensky eran solo teóricos. El primero, entre 1925 y 1928 estuvo a la cabeza de la URSS en alianza con Stalin. Su política fue la que efectivamente se aplicó durante este período. Coincidió con los años de consolidación de la burocracia –en el Estado y el partido–luego de la liquidación de la democracia soviética y con el abandono de la perspectiva internacionalista en favor de idea de que el socialismo podía construirse en un solo país. Por su parte Preobrazhensky fue un destacado dirigente de la Oposición de Izquierda, internacionalista y defensor de la democracia soviética. Sin embargo, cuando en 1928 se cumplió su predicción y los campesinos ricos dejaron de venderle grano a las ciudades vio en el viraje de la política de Stalin, que pasó de aquel “campesinos enriquézcanse” a la colectivización forzosa de la tierra mediante la represión, una política necesaria que debía apoyarse a pesar de sus métodos. Bajo el argumento de la necesidad rompería con Trotsky y capitularía ante su antiguo perseguidor.
Como decíamos hubo una tercera respuesta que fue la de Trotsky. Su oposición a la política de Bujarin era total y compartía gran parte del diagnóstico realizado por Preobrazhensky. El Estado debía actuar sobre la situación económica a través de la planificación fortaleciendo la industria y al proletariado a través de algún tipo de transferencia de recursos desde los sectores más acomodados del campesinado. “En última instancia –afirmaba Trotsky–, la clase obrera puede mantener y fortalecer su rol dirigente, no mediante el aparato del Estado o el ejército, sino por medio de la industria que da origen al proletariado” [17]. Sin embargo, y esta era la clave que lo diferenciaba de las otras dos alternativas, concebía la planificación íntimamente ligada al desarrollo de las tendencias democráticas y de autoorganización de la clase obrera. Esta era la única base sobre la cual podía establecerse una planificación que conservase la hegemonía de la clase trabajadora. Como planteará en La revolución traicionada: “La arbitrariedad burocrática deberá ceder su lugar a la democracia soviética. El restablecimiento del derecho de crítica y de una libertad electoral auténtica, son condiciones necesarias para el desarrollo del país” [18].
Trotsky defendía de este modo, en las condiciones particularmente adversas de aislamiento de la URSS, aquel “compromiso leninista” entre soviet y partido. Si bien este último debía librar una lucha constante en pos de los objetivos estratégicos de la revolución socialista, lo que implicaba fortalecer al proletariado e impulsar la acumulación hasta el punto de hacer materialmente posible continuar la transición, no se trataba de hacerlo de cualquier modo. Las medidas necesarias para ello debían llevarse adelante a través de la confrontación política, la persuasión y la negociación de cara a las masas en consejos como organismos democráticos del Estado y siempre vinculadas a la perspectiva de desarrollar internacionalmente la revolución. De allí que, tempranamente, desde los primeros éxitos de la NEP propiciara el aumento de la inversión en la industria a través de impuestos progresivos a los campesinos ricos para anticipar el agudo conflicto que se avizoraba en el horizonte y que cuando Stalin, años después, atacó a los campesinos ricos para impulsar el desarrollo de la industria denunciase su política como aventurera y burocrática.
Tony Negri critica que bajo el “compromiso leninista”, “el soviet tiende a reducirse a instrumento democrático de ‘organización del consenso’” en vez de configurarse como un momento del proceso de extinción del Estado. Sin embargo, en el pensamiento de Lenin y de Trotsky ambos aspectos van de la mano. Sin la organización del consenso para llevar adelante las medidas necesarias para el avance hacia el socialismo no hay vía para la extinción del Estado posible.
Un futuro más allá del capitalismo
Lo que fuimos exponiendo en estas páginas, muestra que a contramano de los relatos místicos sobre individuo aislado emprendedor como fuerza impulsora de la sociedad, el individualismo que se manifiesta en la apropiación individual de la riqueza se ha vuelto anacrónico en la misma medida en que la producción de la riqueza se ha ido socializando cada vez más. Retomando a Gramsci, un nuevo individualismo plantearía un tipo diferente de tensión de voluntades de la misma naturaleza que la que determina el renacimiento del individuo dentro de la “colectividad” [19]. Es decir, desarrollado a partir de la autogestión de la vida colectiva, donde el individuo no se limite a aceptar pasivamente la impronta que le imponen, desde afuera, unas relaciones sociales inconscientemente asumidas y pase a ser protagonista consciente del gobierno y la planificación de lo colectivo.
En términos del desarrollo de la cooperación y del general intellect, nuestras coordenadas están a años luz de las que existían hace un siglo. La perspectiva señalada por Marx de que “ya no [sea], en modo alguno, el tiempo de trabajo, la medida de la riqueza, sino el tiempo disponible” [20] es más actual que nunca. Pero la cuestión, antes como ahora, pasa por liberarla de las cadenas que le impone el capital.
El tiempo de trabajo como única medida de la riqueza no es más que una imposición miserable que se sostiene –en forma cada vez más crítica, provocando crisis económicas y políticas, destrucción ecológica y guerras de magnitud creciente– por la persistencia de la dominación capitalista. No hay nada de “inevitable” en la apropiación por el capital del tiempo disponible en forma de plusvalía. Tampoco hay nada “natural” en la producción de una población excedente (desocupados, subocupados, etc.) que ofrece tiempo de trabajo disponible como palanca para asegurar una oferta y demanda de fuerza de trabajo favorable al capital. La alternativa a esto es que la clase trabajadora se apropie ella misma de su propio trabajo excedente para convertirlo en “tiempo libre”, en tiempo de ocio, una palabra que por obvias razones la “ética” del capitalismo siempre buscó degradar pero que incluye –y de hecho es lo único que hace posible–, entre otras cosas, el desarrollo de la cultura, la ciencia y el arte e incluso el propio ejercicio democrático de la política para las trabajadoras y los trabajadores.
De aquí la actualidad de la perspectiva internacionalista de la revolución socialista, de la construcción de un poder propio de los trabajadores que arranque los medios de producción y de cambio de manos de los capitalistas y los ponga al servicio de las necesidades de las grandes mayorías y de la reducción al mínimo del trabajo como imposición. Contra el individualismo anacrónico y reaccionario del propietario capitalista, se trata de desplegar la fraternidad, el compañerismo y la solidaridad humana que anida, como fundamento último, en la potencia de cooperación. El objetivo es poder liberar para siempre las facultades creadoras del ser humano, las relaciones personales, la ciencia, el arte de todas las trabas, limitaciones o dependencias humillantes y lograr una relación más armónica con la naturaleza. En esto consiste el proyecto socialista.
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