En las últimas semanas el régimen político argentino parece estar empeñado en hacer exhibicionismo de su decadencia. Milei apelando a la prerrogativa monárquica del “veto” presidencial para dejar sin efecto un módico aumento de las jubilaciones mientras reprime a los jubilados en la puerta del Congreso. Una rosca infinita en los pasillos del Senado, que va desde el gobierno hasta el kirchnerismo, para definir quienes van a ser ungidos de por vida como jueces supremos de lo que es legal o no en el país. Diputados que visitan a los genocidas mientras Bullrich y Stornelli mantienen de rehén a uno de los manifestantes contra la Ley Bases. En las comisiones parlamentarias se debate cómo aumentar la injerencia estatal para limitar aún más la libertad de asociación y de protesta de los trabajadores al tiempo que la burocracia sindical, cómplice indispensable de los ataques del gobierno, tiene por única preocupación la defensa de sus privilegios. Como trasfondo se anuncian nuevas rondas de tarifazos múltiples en un mar de pobreza que afecta a más de la mitad de la población.
En este artículo nos proponemos ir más allá de esta coyuntura para pensar algunas cuestiones que están en la base de las crisis de las democracias contemporáneas. Para explorarlas resulta más que oportuno el libro de Roberto Gargarella Manifiesto por un derecho de izquierda publicado a finales del año pasado por la editorial Siglo XXI. Jurista y sociólogo, el autor cuenta con una extensa obra cuyos temas pueden encontrarse condensados allí e invitan a la reflexión y al debate. Aquí abordaremos sus tesis y ensayaremos un contrapunto con algunas de ellas para reflexionar sobre la crisis de las democracias actuales y sus instituciones, las concepciones alternativas de democracia, la cuestión del autogobierno colectivo, las libertades personales y democráticas, el derecho a la protesta y a la resistencia, entre otros temas que consideramos de suma importancia para el debate de la izquierda hoy.
Engranajes institucionales basados en la desconfianza a la democracia
Para iniciar nuestro recorrido elegimos comenzar por las críticas que realiza el autor a un tipo de constitucionalismo predominante que se caracteriza por la desconfianza en la democracia y a las instituciones que promueve. El autor afirma que: “El tipo de constitucionalismo que se expandió por Occidente, desde finales del siglo XVIII, estuvo destinado a contener y limitar, más que a promover y expandir, ese ideal democrático” [1]. Sostiene que este constitucionalismo se fundó sobre la desconfianza democrática dando lugar a un entramado institucional pensado para evitar los excesos democráticos.
Hoy por hoy, los mecanismos que se identifican con la democracia parecerían restringidos al voto periódico cada tantos años. Gargarella problematiza esta situación y apela a las tradiciones radicales del pensamiento político para señalar que, aunque infaltable en cualquier organización democrática, el voto periódico cobra sentido si se articula con otra serie de herramientas. Entre ellas pone como ejemplos la rotación obligatoria de los cargos, mandatos cortos, revocatoria de mandatos y asambleas comunales. A la hora de definir las políticas hacia futuro, el voto que se realiza en el cuarto oscuro es un ejercicio solitario, individual, cuyo mensaje otros interpretan por nosotros desde sus posiciones de poder. A su vez, mecanismos como la revocatoria serían más aptos para juzgar las políticas ya realizadas. La democracia requiere instituciones que incluyan el voto pero que vayan mucho más allá.
Por otro lado, contra la concentración de poder en manos de unos pocos, el autor señala que el derecho de izquierda debería tener una un sesgo antipresidencialista. Ahora bien, esta crítica no lleva a que la alternativa institucional sea un sistema parlamentario, porque cuando “la clase dirigente aparece independizada de la ciudadanía a la que representa, el hecho de que todos los asuntos públicos queden en manos de una sola persona o de una pequeña élite constituye un problema bastante similar”; a lo que hay que agregar los efectos del lobby permanente de sectores económicamente poderosos. La crisis de representación existente es estructural. Gargarella sostiene que en las sociedades actuales, plurales y multiculturales, no hay posibilidad de contar con instituciones capaces de representar a toda la sociedad, “hoy existe mucha más vida política por fuera del Parlamento que dentro él. [...] La forma cotidiana de la expresión de la ciudadanía no puede seguir dependiendo de esa estructura, incapaz de satisfacer cualquiera de sus ambiciones básicas”.
En este sentido, la idea de checks and balances es otro de los puntos problematizados. Su planteo es claro: “el sistema de frenos y contrapesos –el mecanismo que constituyó el corazón del constitucionalismo moderno– se basa en una lógica abiertamente antidemocrática y enemiga del diálogo colectivo”. Sociológicamente obsoleto, respondía al intento de asegurar un lugar institucional a cada una de las distintas secciones en las que era pensada la sociedad –los federalistas estadounidenses lo vieron como una forma de evitar la guerra civil–. La idea de que se podía evitar la opresión entre mayorías y minorías dotándolas a ambas de un poder equivalente es la expresión del carácter antidemócratico con que fue concebido el sistema.
Dentro de este esquema, el autor dedicará especial atención a la crítica de su rama judicial. La idea de su independencia se entendió, sobre todo, como distanciamiento o separación de la ciudadanía, por eso su elección es indirecta, a veces por acuerdo entre el Ejecutivo y el Senado, se les da amplia estabilidad a los jueces, se les exige formación técnica especial, etc. Contra los principios elitistas que constituyen el corazón de la rama judicial con su discrecionalidad interpretativa y su pretensión de tener la última palabra, afirma que se debe volver a vincular la justicia con procesos de conversación colectiva.
Aunque en el Manifiesto por un derecho de izquierda no se tematiza, no es difícil encontrar algunos puntos de contacto entre varias de estas críticas de Gargarella y las que formulara en su momento Marx. El mismo, le atribuyó a la división de poderes una carácter ficticio que, en los hechos, deriva en una progresiva concentración del poder en manos del ejecutivo, especialmente en regímenes presidencialistas, donde el Presidente oficia de virtual sustituto del monarca constitucional. Las “cámaras altas” o senados, vienen a actuar como cámaras de control frente a los parlamentos de base electoral más amplia (“cámaras bajas” o de diputados). Representan un resguardo frente a la voluntad popular en el terreno legislativo. El poder judicial proclama su verdadera “independencia” respecto a la elección y deliberación popular [2].
Todo el sistema de checks and balances tiene por objetivo evitar decisiones que puedan afectar los intereses fundamentales de las clases dominantes. Dicho en otros términos: sirve para limitar la soberanía popular. Una característica distintiva que puede apreciarse, no solo en la Argentina sino en todas las democracias capitalistas del mundo actual.
Perspectivas sobre el autogobierno
Frente a este panorama Gargarella formula una pregunta pertinente: ¿de qué sirve expandir derechos si no se toca la estructura de organización del poder? Su respuesta es que: “No tiene sentido agregar, precisar, expandir o reforzar los derechos constitucionales si al mismo tiempo no se entra en (y modifica de manera acorde) la sala de máquinas de la Constitución”. Es necesario cambiar la organización constitucional del poder moldeada por concepciones elitistas del constitucionalismo bajo supuestos de desconfianza en la democracia. Mientras esto no suceda, cualquier lista de derechos por más generosa que fuera seguirá careciendo del motor político y social necesario para activarla. Sin un control de la “sala de máquinas”, señala el autor, “los derechos amenazan con quedarse como concesiones del poder establecido, a través de las cuales dicho poder vigente procura –ante todo– beneficiarse a sí mismo (contener protestas, conseguir legitimidad, cooptar opositores, expandir su propio poder)”. De allí que sostiene la necesidad de concentrar las energías en el cambio de la organización constitucional del poder.
Desde dónde proponerse este cambio es uno de los principales ejes del libro. Dos ideales ocupan el lugar central: una idea fuerte de democracia (autogobierno colectivo) y una noción robusta de libertad personal (autonomía personal). Comenzaremos por el primero. El autogobierno colectivo, señala Gargarella, está vinculado a una idea de democracia radical, que alude a la posibilidad efectiva de que cada sociedad se gobierne de acuerdo a sus propias leyes y se convierta en dueña plena de su propio destino. En su recorrido histórico que pasa por la democracia ateniense, la Revolución francesa, la independencia norteamericana, entre otros momentos, destaca las palabras de Thomas Jefferson, cuando sostiene que:
... el Pueblo tiene el derecho de cambiar o abolir cualquier otra forma de gobierno que tienda a destruir estos propósitos (la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad), y de instituir un nuevo gobierno, fundado en tales principios, y de organizar sus poderes en tal forma que la realización de su seguridad y felicidad sean más viables [3].
Gargarella problematiza el viejo esquema de organización de poderes –la tríada ejecutivo, legislativo y judicial–. Plantea que es inaceptable la alternativa del poder concentrado de los modelos de tipo presidencialista al tiempo que cuestiona las formas tradicionales de organización del poder legislativo, con legisladores desvinculados de sus electores que no asumen responsabilidad ante la ciudadanía. También del poder judicial cuya estructura actual considera fallida y necesitada de una reconstrucción radical, al tiempo que reivindica un amplio papel para los jurados populares. Para el autor, las formas de representación ciudadana deben ser repensadas a los fines de canalizar la voz pública de otra forma. En ese sentido desarrolla como cuestión destacada la idea de “asambleas ciudadanas”, que aborda tanto en relación a las reformas constitucionales como a las decisiones más relevantes de tipo local. Sin embargo, el carácter acotado que les otorga (sean enmiendas constitucionales o decisiones locales sobre impuestos, inversión de recursos, temas ambientales) marca, desde nuestro punto de vista, una desproporción considerable frente a los vastos problemas que el propio Manifiesto por un derecho de izquierda plantea.
En la tradición del marxismo existen desarrollos sobre estos temas en contrapunto con la democracia radical que nos interesa traer al debate. Nos referimos especialmente a los que formulara Trotsky frente a la decadente Tercera República Francesa a mediados de 1930. Allí resignificaría algunas de las observaciones de Marx en torno a la Comuna de París de 1871 para delinear un régimen alternativo a través de una serie propuestas programáticas “transicionales” [4] hacía una democracia de otra clase bajo la premisa de que “una democracia más generosa facilitaría la lucha por el poder obrero” [5]. Entre ellas, la supresión tanto del Senado como de la presidencia de la República y la constitución de una asamblea única que debía combinar los poderes legislativo y ejecutivo, donde “sus miembros serían elegidos por dos años, mediante sufragio universal de todos los mayores de dieciocho años, sin discriminaciones de sexo o de nacionalidad”. Y agregaba que: “serían electos sobre la base de las asambleas locales, constantemente revocables por sus constituyentes y recibirían el salario de un obrero especializado” [6]. Esta elección de diputados sobre la base de asambleas locales está referenciada en el modelo de la Convención jacobina de 1793, lo cual resulta significativo si tenemos en cuenta que muchas de estas asambleas no se disolvieron luego de la elección y tomaron un rol activo en el proceso político.
Ahora bien, más allá de la democracia radical podemos ubicar otra amplia tradición muy cara para la izquierda a la hora de abordar el problema del autogobierno, la cual no se encuentra abordada en el Manifiesto por un derecho de izquierda. Nos referimos a la democracia de los consejos. La misma va más allá del propio marxismo, incluso una teórica liberal como Hannah Arendt señalaba que:
... desde las revoluciones del siglo XVIII, todo gran levantamiento ha desarrollado los rudimentos de una forma de gobierno enteramente nueva, que surgió independiente de todas las anteriores teorías revolucionarias, directamente del curso de la misma revolución, es decir, de las experiencias de la acción y de la resultante voluntad de los ejecutantes para participar en el desarrollo posterior de los asuntos públicos. Esta nueva forma de gobierno es el sistema de consejos [7].
El correlato de las críticas de Marx que señalábamos en el apartado anterior eran sus consideraciones sobre la Comuna de París, sobre las cuales, marxistas posteriores se pararon para pensar el problema del autogobierno ligado a la democracia de los consejos. Lo distintivo de su planteo, a diferencia de recuperaciones liberales como la de Arendt era la posibilidad de integrar en la idea de autogobierno tanto “libertad” como “necesidad”, democracia política y emancipación económico-social. Allí Marx, en oposición al principio de división de poderes, ya planteaba la idea de un “órgano de trabajo”, ejecutivo y legislativo al mismo tiempo, el cual implica que una misma asamblea no fuese electa solo para discutir sino para llevar adelante sus propias resoluciones. Esta idea de “órgano de trabajo” de Marx junto con la revocabilidad y el fin de los privilegios, tiene especial relevancia para pensar el problema del autogobierno.
El concepto de democracia que fundamenta los regímenes representativos actuales, retomando algunos términos del recorrido de Bernard Manin en Los principios del gobierno representativo, sería que la masa de ciudadanos oficia, ante todo, como fuente de legitimidad política cuyo derecho se limita a consentir el poder en lugar de ser un conjunto de personas llamadas a tomar parte en el gobierno. Es a esta última alternativa a la que apunta la extensa tradición de la democracia consejista dentro del marxismo. Desde esta perspectiva, como señalara Gramsci: “El consenso se supone permanente activo, hasta el punto de que los consentidores podrían ser considerados como ‘funcionarios’ del Estado y las elecciones un modo de enrolamiento voluntario de funcionarios estatales de cierto tipo, que en cierto sentido podría emparentarse (en planos distintos) al self–government [autogobierno]” [8].
Libertades personales y democracia capitalista
Si el vínculo entre el derecho de izquierda y el ideal del autogobierno para Gargarella es claro e indiscutible, no así la relación con la protección de libertades personales básicas, la cual plantea como mucho más controvertida. El autor aclara que su observación no apunta a lo obvio, las dictaduras totalitarias que se autodefinieron como de izquierda, sino a lo que considera un desdén por parte de muchos autores y activistas vinculados con la izquierda para con la cuestión de los derechos fundamentales. En su visión hay una resistencia de la izquierda hacia el derecho, al que, en general, se caracterizó como un epifenómeno o un elemento meramente superestructural. Su hipótesis es que puede haber influido en esta actitud la sospecha de que las libertades invocadas desde otras vertientes del arco político eran simples libertades burguesas o un tipo de lectura unilateral de algunos textos de Marx que, aclara, contradicen el sentido general el pensamiento de este; para fundamentarlo remite a la obra del marxista analítico Jon Elster.
Dos cuestiones parece necesario puntualizar para poder inscribir la problemática que plantea el autor, una más histórica y otra teórica. La primera es destacar la amplia tradición del movimiento socialista en la lucha por las libertades personales y democráticas, la cual prácticamente no está abordada en el libro. La misma se podría remontar hasta los primeros escritos de los propios Marx y Engels. De ahí en más el movimiento socialista cumplió un papel de vanguardia en la lucha por las libertades personales de expresión, de prensa, de circulación, de reunión, de asociación y libertades democráticas en general. También en el terreno de la lucha por los derechos de las mujeres. August Bebel, quien sería el principal dirigente del partido alemán, que en 1879 escribiría La mujer y el socialismo, Clara Zetkin, gran organizadora de las mujeres socialistas. Tradición que se continuó en la Tercera Internacional. En el terreno de diversidad sexual, desde comienzos del siglo XX fue en el movimiento socialista donde se desarrollaron concepciones más avanzadas para lo retrógrado del clima ideológico de la época. Otro tanto en la lucha contra el racismo. En relación a la opresión de los pueblos indígenas obras como las de José Carlos Mariátegui. Una lista que puede ampliarse indefinidamente y que incluye el hecho de que muchos de los desarrollos en materia de derechos y libertades personales de los primeros años de la Revolución rusa, previo a la contrarrevolución stalinista, aún no han sido superados por otras experiencias [9].
Esta tradición del movimiento socialista resulta indispensable para abordar en profundidad la problemática de las libertades personales y democráticas en la izquierda. En este punto, la crítica del marxismo, por lo menos del que vale la pena, refiere al lugar en el que pone el capitalismo a las libertades personales. No consiste en descartarlas como “simples libertades burguesas”, sino en exponer sus limitaciones, las cuales hacen que solo puedan gozar de ellas determinados sectores de la sociedad. Y esto se vincula con la segunda cuestión que queríamos señalar, la cual remite a un problema teórico.
En su crítica al derecho, Gargarella señala que en determinadas circunstancias este pierde su contenido igualitario y comienza a servir a propósitos contrarios a aquellos que justificarían su existencia. A este tipo de situaciones las denomina de “alienación jurídica”. Haciendo un paralelo con el concepto de alienación desarrollado por Marx en relación a la producción, señala que:
la idea de base es la misma a la que apelaba Marx: en un sentido no trivial, ni metafórico, pasamos a estar sometidos, controlados por aquello que habíamos ayudado a construir esperando que sirviera a nuestra liberación: ahora vemos el derecho como un objeto extraño, “como una fuerza independiente del productor”, ajeno o externo a quien se suponía lo había creado.
Esta “alienación legal” sería una distorsión del sistema provocada por el poder privado. Se trata de una visión crítica potencialmente antagónica con el orden existente. De hecho, frente a esta situación el autor sostiene que está justificada la resistencia al derecho. Sin embargo, no es la de Marx. Para este último la crítica al derecho bajo el capitalismo es más radical.
El abordaje de Gargarella presupone que el conjunto de los sujetos del derecho en un Estado capitalista serían o deberían ser, en principio, autores del derecho, producirlo de algún modo. De ahí la analogía con la alienación del productor. Pero para Marx el derecho burgués no es algo propio sino una “cosa extraña y hostil” al trabajador, y el Estado capitalista que garantiza su eficacia por la fuerza es un “poder independiente” que sirve para sostener la dominación. Como afirma en El Capital, el derecho constituye una relación social de la cual el trabajador es parte, no en tanto trabajador sino en tanto propietario igual a los demás, que recibe una “personalidad” atribuida jurídicamente y una “voluntad” presunta para ir al mercado a vender su mercancía fuerza de trabajo. Sobre estas consideraciones el jurista soviético Evgeni Pashukanis habló de “fetichismo jurídico”. Este nace de las entrañas de las relaciones de producción capitalistas y es la base para ocultar la desigualdad real –en primer lugar entre explotadores y explotados– detrás de la igualdad formal de individuos que se presentan al mercado como propietarios de mercancías. El derecho burgués, desde el punto de vista de Marx, nunca puede realizar el “igualitarismo” que le exige Gargarella, su función primaria es justamente sancionar la desigualdad real.
De ambas perspectivas se desprenden conclusiones diferentes. La cuestión es si se trata, como señala Gargarela, de lograr una “integración legal” [10] para que aquellos sectores que sufren la “alienación jurídica” puedan ver al derecho como propio o si es necesaria una perspectiva revolucionaria para subvertir las relaciones sociales capitalistas. La alternativa de Marx era esta última. Sin embargo, y es fundamental tenerlo en cuenta, esta perspectiva no niega sino que comprende la lucha por las libertades personales y democráticas que caracterizó la historia del movimiento socialista. Si se quiere, se trata de un abordaje mucho más amplio de las libertades personales que no se limita al individuo aislado sino que aspira, en perspectiva, al desarrollo de un nuevo individualismo a partir de la autogestión de la vida colectiva. Uno donde el individuo no se limite, como sucede bajo en el capitalismo, a aceptar pasivamente la impronta que le imponen desde afuera unas relaciones sociales inconscientemente asumidas y pase a ser protagonista consciente del autogobierno de lo colectivo [11].
Igualdad y libertad
Tanto la libertad colectiva como la personal necesitan de determinadas condiciones materiales para realizarse. El Manifiesto por un derecho de izquierda dedica especial atención a este problema. El autor se propone abordarlo desde una filosofía política igualitaria, para ello se inspira en las tesis del filósofo norteamericano John Rawls. Una sociedad puede considerarse más justa cuanto mejor permita que la vida de las personas no dependa de circunstancias ajenas a su responsabilidad como ser su color de piel, su género, su etnia o la clase social en que nació. El Estado puede violar derechos no solo por acción (censurar, perseguir, torturar) sino también por omisión (no asegurar derechos que corresponden: salud, educación, vida digna). Gargarella diferencia esta aproximación de las visiones stalinistas que plantean sacrificar las libertades personales como forma de maximizar la acumulación económica colectiva, así como de las teorías del derrame capitalistas que promueven la acumulación sin límites de unos pocos con la expectativa de que “derrame” al resto. También de los planteos socialdemócratas que proponen resguardar ciertos derechos sociales a la vez que autorizan la concentración económica y las desigualdades sociales extendidas.
Desde esta óptica va a emprender un recorrido por diferentes intentos tempranos de articular ciertas preocupaciones constitucionales y políticas con propuestas para una organización económica más igualitaria. El mismo incluye a Rousseau y su Discurso sobre la desigualdad; al primer republicanismo inglés destacando la figura de James Harrington y su Oceana, así como los escritos del filósofo anarquista William Godwin; también figuras de gran influencia, que coincidieron con el momento fundacional del constitucionalismo moderno a fines del siglo XVIII, como Thomas Paine y Thomas Jefferson; así como referencias a José Artigas y su “Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña”, entre otros. Luego examinará diversos procesos del siglo XX desde la óptica de la articulación de las libertades básicas con la igualdad material. A continuación nos detendremos en algunos de ellos prestando especial atención al carácter del Estado para pensar aquella articulación en cada caso.
Una primera estación será la Revolución mexicana iniciada en 1910. Uno de los procesos revolucionarios más importantes de la historia latinoamericana. Gargarella destaca que la Convención Constituyente de 1917 –a pesar de que el radicalismo que había motorizado la revolución en sus orígenes se había aplacado– daría nacimiento al constitucionalismo social. Ahora bien, junto con las importantes declaraciones de derechos sociales, económicos y culturales, se desarrollaron formas más bien tradicionales, autoritarias y concentradas de organización del poder, mostrando las “dos almas” de este constitucionalismo. Se trataría de un “constitucionalismo social-conservador” que desde entonces parte de la izquierda jurídica comenzó a tomar como propio. En su crítica a este tipo de constitucionalismo, sin embargo, no aparecen referencias a la opresión que existe en sociedades como las latinoamericanas por parte de las potencias imperialistas. Incorporar este aspecto nos parece muy importante para pensar el problema planteado si tenemos en cuenta que esta opresión es un impedimento per se, no solo a la libertad colectiva, sino también a la libertad personal siendo que el goce continuo de esta última solo es posible para los miembros de una sociedad que determina sus propias acciones. A su vez, aquella opresión imperialista tiene consecuencias directas –y complejas– sobre las formas de organización y concentración del poder estatal [12].
Otro de los procesos abordados es la Revolución rusa de 1917. El autor señala que nació invocando la democratización máxima del poder (“Todo el poder a los soviets”) y promoviendo la “Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado” (1918) pero terminó pronto degradándose en formas extremas del autoritarismo que mostraban desinterés o directo desprecio por el derecho. Efectivamente la burocratización de la URSS, el auge del stalinismo y la liquidación de los soviets sustituidos por una dictadura totalitaria fueron la negación de los anhelos democráticos y constituyentes de la Revolución de Octubre. Sin embargo, Gargarella sitúa como punto de inflexión de este proceso la disolución, a instancias de los bolcheviques, de la Asamblea Constituyente de 1918 luego de que esta se negara a reconocer la constitución votada por los soviets. El problema de este tipo de visiones es que abstraen el hecho de que estaba en juego, no solo la forma del régimen político, sino el enfrentamiento entre dos tipos de Estados, uno capitalista encarnado en la constituyente y otro de los trabajadores y campesinos encarnado en los soviets. Es decir, no se trató aquí de liquidar aquella democratización máxima de “todo el poder a los soviets”, como sucedió posteriormente con el stalinismo, sino, al contrario, de defenderla frente a la contrarrevolución capitalista. Cabe agregar, que el período inmediatamente posterior a la disolución de la constituyente, lejos de llevar al desinterés por el derecho, fue uno de los momentos históricos más prolíficos en cuanto al debate jurídico, reconocido por el propio Hans Kelsen [13], con autores como Pashukanis, Stucka, Reisner, Goikhbarg (redactor del primer código civil de la URSS), entre otros.
Para ver más claramente que se trataba de un enfrentamiento entre dos tipos de Estado se puede contrastar el caso ruso con en otro de los ejemplos abordados por Gagarella, el de Alemania luego de la Primera Guerra Mundial. Allí, la Revolución alemana de 1918 vio surgir en todo el país los räte, consejos de trabajadores y soldados que fueron los grandes protagonistas de la caída de la monarquía. Sin embargo, a diferencia de Rusia, la Asamblea Constituyente de Weimar fue la que definió los contornos del Estado, incorporando a la constitución burguesa a los räte para relegarlos a simples cámaras del trabajo sin poder alguno. Sofocada la revolución, la constitución de Weimar con su famoso artículo 48 –sobre el cual Carl Schmitt teorizó hasta el hartazgo el poder excepcional de la figura presidencial– daría el marco para los regímenes bonapartistas de finales de los años 20 y principios de los 30 que concluirían en la coronación legal de Hitler como Canciller, antes de constituirse en la dictadura imperialista más sanguinaria de la historia.
En estas comparaciones Gargarella introduce también a la Revolución cubana, a la cual ubica, junto con la rusa, como ejemplo de deriva autoritaria. Señala que en nombre del reaseguro de las condiciones materiales terminó enseguida convirtiéndose en un régimen opresivo dentro del cual el constitucionalismo fue una mera fachada sin contenido real. Se fusionaron los poderes legislativos y ejecutivo, para concentrar el poder en Fidel Castro bajo un régimen de partido único. Sin embargo, la comparación entre ambos procesos omite una cuestión que nos parece fundamental: mientras que la política de los bolcheviques pasaba por los soviets, el movimiento 26J que encabezó la revolución en Cuba era un partido en forma de ejército popular que se proponía reemplazar al Estado anterior, asimilándose posteriormente al stalinismo. En el caso del bolchevismo, la continuidad de la perspectiva soviética se expresó en la Oposición de Izquierda encabezada por Trotsky, quién no solo defendió, contra el dogma del “partido único” la democracia soviética, la pluralidad de partidos soviéticos, el sufragio libre para obreros y campesinos, la libertad sindical, de reunión, de prensa, etc., sino que planteó la necesidad de una nueva revolución contra la burocracia que se había apoderado del Estado [14].
En el Manifiesto por un derecho de izquierda se compara también la Revolución cubana con la “vía democrática al socialismo” sostenida por Allende en Chile. Para el autor, en ambos casos “los regímenes instalados mostraron su convicción de que la libertad tenía como prerrequisito la atención urgente de ciertas condiciones materiales. Sin embargo, tales experiencias difirieron en [...] el principio según el cual las libertades personales debían articularse de manera conjunta con el autogobierno político y la atención a la cuestión social”. Destaca que en Chile se buscó impulsar una transformación económica igualitaria pero por una vía democrática, con la ayuda del derecho. Y agrega que: “Resulta claro que, a pesar de sus legalistas esfuerzos, el gobierno de Allende encontró fortísimas resistencias en los poderes establecidos para imponer sus políticas”. Sin embargo, la comparación de ambos procesos como si remitieran simplemente a dos regímenes políticos, adolece nuevamente de un análisis en términos de Estado. Se trata de dos tipos de Estado diferentes como puede constatarse en el hecho de que en la revolución cubana se derrotó al Ejército de Batista y se subvirtieron las bases capitalistas. Mientras que el de Allende fue el gobierno de un Estado burgués semicolonial que fue liquidado por sus propias fuerzas armadas y su propio Comandante en Jefe, Pinochet, nombrado pocas semanas antes del golpe.
Gargarella afirma, con razón, que el constitucionalismo es incapaz de ganar vida autónoma en relación con el marco socioeconómico sobre el que se erige, aunque aclara que ello “no implica sostener, como hacía Ferdinand Lassalle, que el constitucionalismo deba ser entendido como una ‘mera hoja de papel’, si es que no se toma en cuenta la ‘Constitución material’”. Sin embargo, a favor de Lassalle, hay que decir que tampoco es posible hacer abstracción de esa constitución material a riesgo de ser destinatarios de aquella respuesta hipotética de ¿Qué es una constitución? donde el monarca decía:
Podrán estar destruidas las leyes, pero la realidad es que el Ejército me obedece, que obedece mis órdenes; la realidad es que los comandantes de los arsenales y los cuarteles sacan a la calle los cañones cuando yo lo mando, y apoyado en este poder efectivo, en los cañones y las bayonetas, no toleraré que me asignéis más posición ni otras prerrogativas que las que yo quiera [15].
De ahí que, desde nuestro punto de vista, sea fundamental para pensar –y más aún para luchar por– la libertad colectiva y personal y las condiciones materiales que estas necesitan para realizarse, contar con una definición de clase del Estado –así como de la opresión entre naciones (imperialismo)– . Esta, sin embargo, es una ausencia significativa en el Manifiesto por un derecho de izquierda.
“Democracia deliberativa” y lucha de clases
Llegado este punto, estamos en condiciones de abordar una de las preguntas centrales del libro de Gargarella: ¿qué concepción de la democracia es la que debería hacer suya un derecho de izquierda? Su respuesta es: la conversación entre iguales como versión de la democracia deliberativa. De este modo ubica su propuesta como parte de la vasta familia de las teorías de la “democracia deliberativa” que incluye a Jose Luis Marti y Samantha Besson, Jon Elster, Carlos Nino y Jürgen Habermas, este último sin dudas el mayor de sus exponentes. En palabras del propio Gargarella: “Se trata de teorías que consideran que las decisiones públicas se justifican en la medida en que sean el resultado de una deliberación entre todos los afectados: la decisión del caso debe ser el resultado de la fuerza del mejor argumento”. El autor se encarga de distinguir este ideal tanto de la idea rousseauneana de la “voluntad general”, como de las visiones meramente participativas o plebiscitarias de la democracia, así como también de la democracia populista o radical esgrimida por Ernesto Laclau.
Antes de referirnos a los matices significativos –muy ligados a la protesta social– que guarda la teoría de Gargarella respecto de otras de la familia de la “democracia deliberativa” vamos a referirnos brevemente a uno de los núcleos de estas aproximaciones. Retomando algunas consideraciones del propio Habermas, podríamos decir que su teoría combina aspectos de una concepción liberal que supone que el proceso de formación de la opinión y voluntad democráticas toma la forma de compromiso de intereses; y otros de una concepción republicana que parte de una autocomprensión ética donde la deliberación puede apoyarse en un consenso de fondo basado en una pertenencia común, por ejemplo, a una misma cultura. En el tipo de paradigma procedimental de la política deliberativa en el que se inscribe Habermas, se establece, respecto al procedimiento democrático, una conexión interna entre negociaciones, discurso de autoentendimiento, y discursos relativos a cuestiones de justicia, que sirve de base a la presunción de que bajo tales condiciones se obtienen resultados racionales [16].
Existirían muchos ángulos para el debate de este tipo de aproximaciones a la noción de democracia, pero el primer problema es que presuponen una sociedad que no existe. El punto de Marx y Engels según el cual las sociedades capitalistas están divididas entre una clase propietaria de los medios de producción sociales que explota a otra que carece de ellos y expropia la potencia de la cooperación social, y que sin ser las únicas clases marcan los dos polos irreconciliables de la sociedad, sigue siendo un marco indispensable para pensar cualquier perspectiva democrática. El ideal deliberativo que, en versiones mucho menos sofisticadas, podría remontarse al antiguo fundamento del parlamentarismo burgués y su idea de government by discussion podía tener operatividad –siendo generosos– hasta el siglo XIX, pero a partir del desarrollo de la política de masas entró en crisis terminal. Una cosa eran las posibilidades de convencerse mutuamente mediante la racionalidad de sus discursos de un grupo de representantes burgueses en parlamentos restringidos frente a un monarca, pero cuando las grandes masas pasaron a ser parte de la ecuación de la democracia burguesa aquel aura de racionalidad se perdió para siempre. De allí que no pueda sorprender la creciente importancia de todos los mecanismos criticados por Gargarella para limitar la voluntad democrática inscriptos en “la sala de máquinas” de las constituciones.
El problema de trabajar sobre este tipo de matriz, aunque sea ligada una perspectiva democrático-radical, es que la irracionalidad cumple un papel fundamental en la historia estrechamente ligado a los intereses materiales irreconciliables que hacen a la división de la sociedad en clases. En su polémica con Bertrand Russell, Trotsky lo planteaba de un modo bastante ilustrativo cuando decía que:
… la revolución expresa justamente la imposibilidad de reconstruir con ayuda de métodos racionalistas una sociedad dividida en clases. Los argumentos lógicos [...] son impotentes en presencia de los intereses materiales. Las clases dominantes condenarán a perecer a toda la civilización [...] antes que renunciar a sus privilegios. […] Los mismos factores irracionales de la historia obran de la manera más brutal a través de los antagonismos de clase [17].
No se trataba de una expresión de deseos sino de la constatación de un hecho. Que las clases dominantes son capaces de condenar a muerte a toda la civilización con tal de no renunciar a sus privilegios, no solo está demostrado por la historia en general –y la nuestra en particular, genocidio de la última dictadura incluido– sino que la actualidad de las guerras, la abismal desigualdad, la destrucción del planeta lo muestran en tiempo presente. Por ello Trotsky desprendía de aquellas consideraciones que la política no puede ejercer una acción racional sino cuando tiene en cuenta claramente las contradicciones irracionales de la sociedad y esto implicaba la necesidad de una revolución. Lo dicho cambia radicalmente la ecuación deliberativa, empezando porque en los momentos de crisis el presupuesto de unas relaciones discursivas transcurriendo normalmente se esfuma al ritmo de la agudización de los enfrentamientos entre fuerzas sociales y políticas.
Nada de lo anterior implica abandonar un ideal democrático, al contrario, plantea la necesaria reflexión –táctica y estratégica– para conquistarlo. Sin ir más lejos, Richard Day emparenta elementos de la concepción consejista de Trotsky con la teoría de la acción comunicativa de Habermas. En ambos encuentra la idea de que la libertad política requiere institucionalización para que los ciudadanos puedan hacer las leyes y que quienes las redactan rindan cuentas a través de explicaciones razonadas. Según Day:
Opuesto tanto al igualitarismo primitivo como a los privilegios de la burocracia estalinista, Trotsky esperaba que la lucha por los ingresos y las oportunidades correspondientes para la autorrealización pudieran resolverse comunicativamente. El reconocimiento mutuo de las necesidades legítimas vendría a través de un discurso institucionalizado sobre las prioridades de planificación [18].
Más allá de los límites que pueda tener la comparación realizada por Day es sugerente si tenemos en cuenta la forma en que Trotsky se posicionó frente a agudos conflictos internos en la URSS como el que tuvo lugar durante buena parte de la década del 20 frente a los sectores acomodados del campesinado. En aquel entonces sostuvo una y otra vez que las medidas necesarias para resolverlo debían llevarse adelante a través de la confrontación política, la persuasión y la negociación de cara a las masas en consejos como organismos democráticos del Estado. Claro que aquí estamos hablando en un terreno muy diferente al de Habermas. Ya no se trata de una democracia deliberativa que implica entenderse “racionalmente” bajo el dominio de los capitalistas sino de una democracia de otra clase en una sociedad de transición donde los antiguos explotadores y sus prerrogativas han sido separados radicalmente de la ecuación.
De la protesta al poder constituyente
En el Manifiesto por un derecho de izquierda Gargarella afirma que los derechos relacionados con la protesta social y la resistencia a la opresión han sido relegados, desvalorizados o incluso repudiados por la doctrina legal y política dominante. También critica la desconfianza hacia el derecho de protesta que existe incluso entre las propias concepciones de la deliberación democrática. Nos recuerda que estas últimas nacieron vinculadas a la noción de la fuerza del mejor argumento, lo que implicaba que eran las mejores razones las que debían primar. Pero esta atención tan particular sobre los argumentos pronto pareció dejar de lado la consideración de otras fuentes fundamentales de deliberación colectiva entre ellas, las emociones y la protesta social. Para su concepción de conversación entre iguales, aclara, la idea de protesta social cumple un papel central. Más aún, plantea, aquí y en otros trabajos, que el derecho a la protesta debe ser entendido como un primer derecho, el que ayuda a mantener intactos los demás derechos.
En sociedades como las nuestras donde se producen violaciones de derechos y teniendo en cuenta las dificultades existentes para canalizar institucionalmente las quejas, señala que: “las demandas y protestas extrainstitucionales o, en ocasiones, contrainstitucionales que tales grupos realicen se tornan relevantes –si no imprescindibles– para que el resto de la comunidad conozca esas faltas, y el sistema institucional se active, de algún modo, para remediarlas”. El autor se encarga de aclarar que esto no implica para él que todo lo que hagan esos grupos durante las protestas, por ejemplo, actos graves de violencia, esté justificado o que no se les puedan reprochar faltas que cometan durante sus acciones. Ahora bien, contra la doctrina prevaleciente, destaca que un pensador liberal conservador como Locke puso el derecho de resistencia entre las cuatro ideas fundamentales con las que pensaba el gobierno civil. Primero en Locke y luego en Jefferson, la noción de la “resistencia al derecho” recorrió la historia del derecho moderno “hasta esfumarse, repentina y sorpresivamente, de ese menú privilegiado de principios dentro del cual se encontraba”.
La idea de que el derecho a la protesta es el primer derecho es, sin duda, un punto de partida central para una visión del derecho que se considere de izquierda y es una de las temáticas distintivas de la obra del autor del Manifiesto por un derecho de izquierda. No es un hecho menor que un reconocido constitucionalista como Gargarella sostenga este planteo siendo que el régimen político en la Argentina constantemente busca restringir y limar el carácter contencioso del movimiento de masas que se expresa en las calles.
Ahora bien, queremos introducir algunas cuestiones finales que van más allá de la protesta. Como el propio Gargarella analiza en su libro gran parte de los ejemplos históricos en los que se basa para reflexionar sobre un constitucionalismo de izquierda corresponden a revoluciones o procesos revolucionarios. Desde las revoluciones burguesas clásicas como la inglesa, la francesa, la norteamericana, pasando por la mexicana hasta la rusa, la alemana, o el propio proceso revolucionario chileno de los 70, entre otros. De esto puede desprenderse la importancia de las revoluciones para pensar un “derecho de izquierda” como el que propone el autor. Las mismas hacen al vínculo entre constitución y poder constituyente. Sin embargo, esta relación no se encuentra abordada en el Manifiesto por derecho de izquierda.
Se trata de una problemática nodal para la izquierda si es que partimos de dar cuenta del carácter de clase del Estado y de la lucha de clases, dos conceptos muy caros al pensamiento de izquierda. Cuando a lo largo de estas páginas fuimos poniendo el acento en los consejos o soviets –según la transliteración del ruso– lo hicimos porque en el siglo XX estos emergieron como una forma novedosa de aquel poder constituyente. No se trata de un diseño institucional ideal sino que, como bien señala Arendt, se desarrollan en todo gran levantamiento revolucionario vinculados a las experiencias mismas de la acción del movimiento de masas y de su voluntad de intervenir en la escena política.
Así fue que organismos de este tipo no solo se desarrollaron en Rusia (1905 y 1917) o en Alemania con los räte (1918), sino también en Italia con los consejos de fábrica (1919-1920), en la Revolución húngara (1956) con los consejos de obreros y campesinos, en la Revolución portuguesa (1974) con los comités de fábrica, inquilinos y soldados, en la Revolución iraní (1979) con los shoras, en Chile con los Cordones Industriales (1972-1973), entre muchos otros. Incluso podría considerarse que las Coordinadoras Interfabriles de Argentina en 1975 expresaron en menor medida la misma tendencia. En la mayoría de los casos estas instituciones fueron neutralizadas, sea por represión o por asimilación dentro de los regímenes burgueses. Pero esto no cambia su carácter sino que plantea la necesidad de una política consciente, una estrategia y una táctica capaz de desarrollarlos.
Los consejos expresaron una nueva práctica potencialmente antagónica a la práctica burguesa de la política. Su estructura flexible y elástica con representantes revocables elegidos a partir del entramado que hace a la producción y reproducción de la sociedad –hoy diríamos las fábricas, las empresas, las oficinas, los campos, los hospitales, las escuelas, las universidades, entre otros– permite articular las diversas reivindicaciones y formas de lucha para crear un poder alternativo. Se trata de un tipo de organización política que coincide aproximadamente con la organización de la propia sociedad para su producción y reproducción que no solo permite conectar a todo nivel la deliberación con la ejecución, sino que tiene la potencialidad de facilitar que el pueblo trabajador, en tanto soberano, no se disuelva luego de cada elección. Desde nuestra óptica, no hay constitución que pueda cambiar radicalmente el estado de cosas que no sea el emergente un poder constituyente organizado y en movimiento que exprese una voluntad de autogobierno que trascienda los marcos del capitalismo.
Como intentamos mostrar, el Manifiesto por un derecho de izquierda plantea importantes debates que es necesario desarrollar. Con estas líneas esperamos haber contribuido a ellos.
COMENTARIOS