En este artículo, presentado como documento para la discusión internacional hacia el próximo congreso del Partido de los Trabajadores Socialistas, Claudia Cinatti analiza las principales tendencias de la situación internacional marcada por la guerra en Ucrania.
La guerra de Ucrania confirma que con la crisis capitalista de 2008, que puso fin a la prolongada hegemonía neoliberal, agravada por la pandemia y la crisis ambiental, se ha abierto un período en el que las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones (Lenin) están nuevamente a la orden del día.
En la década de 1920, Trotsky analizaba las perspectivas de la situación internacional en términos de “equilibrio capitalista”, un concepto dinámico que surgía de tomar la situación internacional como una totalidad, una relación dialéctica entre la economía, la geopolítica y la lucha de clases, para comprender las tendencias más profundas que podían quebrar ese equilibrio inestable.
Retomando estas definiciones de Trotsky, las consecuencias estratégicas de la guerra de Ucrania indican que, como mínimo, estamos ante un deterioro significativo (¿ruptura?) del “equilibrio capitalista”, lo que significa que se reducen los márgenes para el desarrollo evolutivo y que las crisis, el militarismo de las grandes potencias, así como las tendencias a la revolución y la contrarrevolución, están inscriptos en la lógica de la situación.
La guerra de Rusia contra Ucrania/OTAN es el factor gravitante de la situación internacional y lo seguirá siendo por el próximo período. El hecho de que no se pueda prever con precisión cuál será su evolución y eventual resolución, nos plantea la necesidad de abordar el análisis de la situación internacional a partir de hipótesis y escenarios que tendremos que ir ajustando en función de cómo se desarrollen los acontecimientos.
A pesar de este importante grado de indeterminación, está claro que es un conflicto de dimensión estratégica que ya produjo realineamientos geopolíticos y giros de dimensión de histórica, como el rearme de Alemania o el abandono de la neutralidad de Suecia y Finlandia, que solicitaron su incorporación a la alianza atlántica hegemonizada por Estados Unidos.
En el corto plazo, el gobierno de Joe Biden está capitalizando la guerra de Ucrania, utilizando la invasión rusa para recomponer la hegemonía norteamericana sobre las potencias de la Unión Europea con el ojo puesto en su disputa con China, que es el principal desafío a su liderazgo que enfrenta Estados Unidos. Sin embargo, la perspectiva de una guerra prolongada, que parece ser el escenario más probable, está tensionando el bloque occidental y haciendo emerger la puja de intereses entre las potencias imperialistas.
Pero por fuera de “occidente” la guerra también ha dejado en evidencia los límites del liderazgo norteamericano. Estados Unidos no ha logrado el alineamiento automático de otros aliados importantes como la India, México y Brasil, incluso de aliados estratégicos como Israel, que por diversas razones se han abstenido de acompañar a Estados Unidos en votaciones contra Rusia en la ONU.
En síntesis, en el corto plazo la guerra de Ucrania permitió un fortalecimiento del liderazgo de Estados Unidos, que venía debilitado por su retiro caótico de Afganistán y los años de la presidencia de Trump, pero por sí misma no alcanza para revertir la decadencia hegemónica y fundar un “nuevo orden mundial dirigido por el imperialismo norteamericano” como reclama Biden.
Como contraparte del reordenamiento de las potencias occidentales en un frente “anti Putin”, se ha constituido formalmente una alianza entre China y Rusia, una sociedad con proyección euroasiática fundada ante todo en la oposición al liderazgo de Estados Unidos más que en intereses estratégicos compartidos. Esto se manifiesta en que la alianza con Rusia puso en un lugar incómodo a China, que no está interesada en una guerra prolongada que la distancie de sus mercados europeos y ponga en cuestión su ambiciosa Iniciativa de la Franja y la Ruta. Por esto el gobierno de Xi Jinping intenta sostener una posición relativamente ambigua en la guerra de Ucrania, sosteniendo a Putin en su justificación de la invasión y sobre todo en el terreno económico para contrarrestar las sanciones, pero sin jugarse por Rusia como hacen las potencias imperialistas detrás del gobierno de Zelenski.
La dimensión global de la guerra excede la esfera geopolítica
Las sanciones económicas que Estados Unidos y las potencias de la Unión Europea impusieron sobre Rusia, y el hecho de que la guerra involucre a dos de los principales exportadores de granos (y en el caso de Rusia, de petróleo, gas y fertilizantes) se tradujeron en un impacto inmediato en la economía mundial, que aún se estaba recuperando de manera desigual de la depresión inducida por la crisis sanitaria del coronavirus.
La inflación, que ya venía en alza, entre otras cuestiones por las interrupciones de las cadenas de suministro y las características del rebote pospandemia, está alcanzando niveles récord en los países centrales. Promedió el 7,5% en la Eurozona (con picos como el 11,9% en Países Bajos, el 9,5% en el Estado Español) y alcanzó el 8,5% en Estados Unidos, los índices más altos de las últimas cuatro décadas.
Funcionarios del FMI, presidentes y primeros ministros de potencias imperialistas, y hasta grandes burgueses reunidos en Davos anuncian recesiones, catástrofes alimentarias, hambrunas y crisis de deuda en los países emergentes. Las medidas de restricción monetaria como la suba de las tasas de interés, que vienen implementando la Reserva Federal de Estados Unidos y otros bancos centrales para controlar la inflación, vuelven palpable la amenaza de “estanflación”, es decir, estancamiento económico con inflación. En este contexto, la desaceleración del crecimiento chino, agudizada por la política de Xi Jinping de “covid cero”, y las restricciones comerciales (sanciones, tarifas, etc.) repusieron en el horizonte la perspectiva ominosa de una recesión global, aunque por ahora esa no es la situación. Los mercados se han hecho eco de estos temores con caídas bursátiles significativas, sobre todo de las compañías tecnológicas.
La guerra profundizó tendencias que ya venían desarrollándose. El agotamiento (o como mínimo la crisis profunda) de la globalización neoliberal, puesto de manifiesto con la Gran Recesión de 2008, dio lugar al surgimiento de tendencias nacionalistas y proteccionistas en los países centrales –Trump en Estados Unidos, el Brexit y las tendencias soberanistas en la UE–, que tienen como base social y electoral a los sectores perjudicados por las políticas globalizadoras. El avance norteamericano sobre Europa probablemente alimente el desarrollo de estas tendencias soberanistas (de derecha pero también de izquierda).
Sin embargo, persiste una profunda internacionalización de capitales, tanto en la producción (cadenas de valor) como en el comercio, las finanzas, las comunicaciones, en constante reconfiguración. El estancamiento económico genera, sobre esta compleja estructura, mayor competencia entre Estados y empresas por los espacios de acumulación, generando brechas entre las propias clases dominantes, a diferencia del momento más hegemónico de la globalización neoliberal (entre los ’90 y el 2008).
La burguesía prepara medidas para que sean los trabajadores los que paguen la crisis, atacando el salario y el empleo. Sus economistas discuten abiertamente que hace falta bajar los salarios y subir la tasa de desempleo para hacer descender la inflación y recomponer la rentabilidad. Pero como demostraron entre otros economistas, incluso de signo ideológico opuesto como M. Roberts y Adam Tooze, lo que empuja la inflación en Estados Unidos no es el salario sino la ganancia empresaria.
La guerra de Ucrania vino a agravar las condiciones creadas por la pandemia, que profundizó la desigualdad social y la precarización de la vida de millones de trabajadores, mientras que un puñado de ricos aumentaron sus ganancias a una escala mayor que en las pasadas dos décadas.
Esta situación explosiva está creando las condiciones para estallidos sociales, revueltas por hambre y suba de precios, pero también luchas del movimiento obrero organizado. La rebelión obrera y popular en Sri Lanka contra la austeridad, las luchas campesinas en Perú, las huelgas salvajes por ahora circunscriptas pero inéditas de trabajadores del petróleo en Gran Bretaña, y sobre todo el proceso de luchas y organización de una extendida vanguardia del movimiento obrero en Estados Unidos, son algunos síntomas de que la lucha de clases será un actor en esta nueva etapa convulsiva.
En este marco hay que comprender el significado de la guerra actual. No es que antes no haya habido guerras. Al contrario. Con el triunfo norteamericano en la Guerra Fría no vino una era de “globalización pacífica”. Además de las guerras imperialistas en Irak y Afganistán (y la guerra contra el terrorismo como estrategia) hubo y hay múltiples conflictos regionales (Yemen, Israel-Palestina-Líbano) con intervención de grandes potencias, como la guerra civil en Siria. Incluso guerras terribles en territorio europeo como las guerras de los Balcanes. Pero en general se trató de guerras asimétricas o conflictos circunscriptos. La guerra en Ucrania es un salto con respecto a esas guerras por su dimensión global y porque involucra a las dos grandes potencias nucleares y contendientes en la Guerra Fría.
Sobre el carácter de la guerra
Antes de desarrollar los elementos de análisis nos parece importante sintetizar la definición sobre el carácter de la guerra, dado que es un hecho complejo que ha dividido a la izquierda a nivel internacional y ha abierto una discusión programática-estratégica fundamental.
La invasión de Rusia a Ucrania tiene un carácter profundamente reaccionario, una acción propia de un “imperialismo militar” aunque, por la escala de su economía y por su rol en el sistema mundial, Rusia no sea una potencia imperialista. Esta invasión y guerra se da en el contexto geopolítico e histórico de una política hostil de Estados Unidos hacia Rusia, expresada en la expansión de la OTAN hacia el este, y en particular en la relación establecida entre Estados Unidos (y la UE) con Ucrania luego del levantamiento de Maidan de 2014, sin el cual no se puede comprender.
Históricamente, la política exterior del imperialismo norteamericano estuvo guiada por el objetivo de evitar que surgiera un “hegemón hostil” que pudiera disputarle el liderazgo mundial. Esta política tenía dos objetivos centrales: el primero, impedir una alianza entre Europa (en particular Alemania) y Rusia. En este sentido, la OTAN es el brazo militar de la hegemonía norteamericana en Europa. El segundo objetivo, evitar un bloque entre Rusia (y antes la URSS) y China. Esta política se materializó en el pacto entre Nixon y Mao en 1972, que fue muy importante para el desarrollo de la guerra de Vietnam.
Con estos objetivos en mente, luego del fin de la Guerra Fría y la disolución de la Unión Soviética, Estados Unidos continuó una política de cerco sobre Rusia a través de la expansión de la OTAN que duplicó sus miembros, incorporando a gran parte de las ex repúblicas soviéticas. Esta hostilidad se incrementó con la llegada al poder de Putin en el año 2000 e incluyó la promoción por parte de Washington de movimientos opositores a gobiernos afines al Kremlin para cambiarlos por otros, pro occidentales, conocidos como las “revoluciones coloridas” (Ucrania 2004-2014, Georgia, etc.).
En su libro El gran tablero mundial (1997) Zbigniew Brzezinski, uno de los arquitectos de la política exterior norteamericana, planteaba que la capacidad de Estados Unidos para ejercer su primacía dependía de evitar que emergiera un “poder euroasiático dominante”. En esa estrategia, Ucrania era una pieza clave para la “contención” de Rusia. La política que plantea Brzezinski, en 2014, consistía en armar a Ucrania pero no incorporarla a la OTAN.
Para frenar el ascenso de China, Obama inició lo que llamó el “pivote hacia Asia”, que implicaba reforzar la presencia militar norteamericana en el Indo-Pacífico (es decir las cercanías marítimas de China), y establecer alianzas de seguridad y tratados comerciales con los vecinos asiáticos para aislar a China. Trump profundizó la línea antichina y lanzó una guerra comercial contra Beijing que continúa en lo esencial en la presidencia de Biden.
Desde 2017, la principal hipótesis de seguridad nacional para el Estado norteamericano es la rivalidad con China y Rusia (y secundariamente Irán) a las que denomina “potencias revisionistas”; esto quiere decir que son potencias que buscan socavar el “orden liberal” comandado por Estados Unidos sin ir aún a un enfrentamiento directo y global.
La dinámica que fue tomando la guerra en Ucrania, en particular los tropiezos iniciales del ejército ruso, hizo que Estados Unidos la percibiera como una oportunidad estratégica para debilitar a Rusia, poner a la Unión Europea bajo su mando a través de revitalizar la OTAN, y posicionarse en la disputa con China alineando a sus aliados en esta pelea por la hegemonía.
Por esto, si bien desde el punto de vista estrictamente de las acciones militares se ha mantenido circunscripta al territorio ucraniano (es decir, no estamos ya ante una “tercera guerra mundial” como dicen algunos) es un conflicto de dimensión internacional. Tanto Estados Unidos como el resto de las potencias europeas no intervienen directamente con “botas en el terreno” –es decir no hay una guerra entre Rusia y la OTAN– pero, sin cruzar la “línea roja” del enfrentamiento militar directo, el imperialismo norteamericano a través de la OTAN juega un rol de dirección político-militar del bando ucraniano en función de sus propios intereses: debilitar a Rusia y alinear a sus aliados en su disputa con China. Esto hace que tenga elementos de una “guerra subsidiaria” (guerra proxy). Junto con armar a Ucrania, la otra herramienta de “guerra” de Estados Unidos y la UE son las sanciones económicas contra Rusia, que buscan ahogar la economía rusa y acorralar al régimen de Putin, pero que como veremos más adelante son un arma de doble filo.
Desde esta posición independiente y antiimperialista, contra la invasión rusa y contra la OTAN, hemos polemizado tanto con el sector de la izquierda “campista” alineada con Rusia (y China) por sus contradicciones con el imperialismo norteamericano, como con el sector de la izquierda que considera que hay en curso una “guerra de liberación nacional”, sin ver que Estados Unidos y el conjunto de las potencias imperialistas actúan detrás del gobierno de Zelenski y, por lo tanto, su triunfo fortalecería al imperialismo.
También con posiciones como la del Partido Obrero de Argentina que, aunque plantea la necesidad de oponerse a la invasión rusa, define que lo central es que se trata una guerra imperialista (de Estados Unidos y la OTAN) para completar la restauración capitalista en Rusia, lo que lo lleva a sostener una posición inconsecuente, porque en caso de que Rusia conservara, aunque de manera degradada, el carácter de Estado obrero, el PO debería alinearse en el campo ruso, más allá del carácter reaccionario del régimen autocrático de Putin.
A diferencia de otras guerras que tenían claramente un carácter imperialista, como la guerra de Irak, esta vez no ha surgido un movimiento antiguerra y los gobiernos occidentales lograron consenso para la injerencia de la OTAN, disfrazada con argumentos humanitarios y de defensa de Ucrania.
El alineamiento de gran parte de la izquierda con la política imperialista –incluso con el envío de armamento por parte de la OTAN y las sanciones– jugó en contra de que surja un polo independiente más allá de algunas pequeñas acciones de vanguardia.
Sobre la dinámica de la guerra y los posibles escenarios
A grandes rasgos, la guerra tuvo hasta ahora dos momentos.
La hipótesis de una blitzkrieg victoriosa por parte de Rusia –una invasión masiva rodeando las grandes ciudades, incluida Kíev, que llevara a la caída o la capitulación del gobierno de Zelenski– no se dio por una combinación de factores, entre ellos, que Putin encontró una resistencia ucraniana mayor a la esperada, incrementada por la asistencia de la OTAN, y que el ejército ruso mostró fallas importantes logísticas y estratégicas, lo que le significó bajas y pérdida de material militar.
Descartado el escenario de una guerra relámpago, el conflicto entró en una segunda fase concentrada en la región del Donbás y el sur de Ucrania. Esta segunda fase ha tomado cada vez más las características de una guerra de desgaste, con un avance lento y costoso del ejército ruso. Hasta el momento la victoria importante que ha conseguido Putin es la conquista de Mariúpol, una posición con valor porque privó a Ucrania de la salida al Mar de Azov y porque estableció un puente terrestre entre el Donbás y Crimea, dándole unidad territorial a la ocupación rusa. A partir de este posicionamiento de Rusia se abren distintas posibilidades: que Putin busque consolidar el control del territorio que ya ha conquistado. Que a partir de estas conquistas siga avanzando hacia Moldavia, al oeste, en las fronteras de Rumania, es decir de la UE. O que, producto de la combinación entre factores militares, económicos y políticos, se den otra variantes intermedias.
No se puede saber con exactitud el estado del frente ruso ni tampoco la espalda económica (y política) de Putin para sostener el esfuerzo de guerra, pero todo indicaría que Rusia no está acorralada y que la propaganda occidental exagera las debilidades del ejército ruso para crear la impresión de que se encamina a una derrota estrepitosa. A la vez, oculta el estado de situación del ejército ucraniano. Si bien las sanciones son un golpe, en lo inmediato la economía rusa no se ha hundido, aunque se estima que su PIB se contraiga entre un 7 y un 15%. El gobierno tuvo una política para estabilizar el rublo y tratar de contener la inflación. Y el Estado ha aumentado sus ingresos por la exportación de petróleo, que incluso se ha incrementado, lo que le permite a Putin hacer demagogia y otorgar aumentos de salarios y pensiones para retener a su base mientras persigue duramente a cualquier oposición a la guerra. Para una eventual negociación tiene la carta de levantar el bloqueo naval en el Mar Negro, que impide que salgan las exportaciones de granos de Ucrania, a cambio del levantamiento de las sanciones.
De los tres escenarios lógicos hay dos que aparecen como los menos probables.
El escenario de una victoria ucraniana, entendida esta como la retirada de las tropas rusas de las nuevas posiciones, o como sugieren los más guerreristas, de los territorios que anexó y/u ocupa desde 2014, está prácticamente descartado. Aunque hubo un giro discursivo de Estados Unidos y sus aliados más cercanos en la OTAN como Gran Bretaña, que pasaron de una posición “defensiva” a decir que “Ucrania puede ganar”, esta no es una perspectiva realista. Este discurso está en función de mantener el conflicto y el flujo de armamento y financiamiento hacia Ucrania para que siga la guerra, una política que empujan sobre todo Estados Unidos, Gran Bretaña, Polonia y los países bálticos.
Aunque no se puede descartar de manera categórica, tampoco parece probable una escalada y una mayor internacionalización de los enfrentamientos militares, por ejemplo, que Estados Unidos o la OTAN decidieran atacar directamente al territorio ruso. O que Putin ataque a algún miembro de la OTAN. Una guerra abierta entre Rusia y la OTAN plantearía objetivamente la posibilidad del empleo de armas nucleares.
En función de los elementos que venimos analizando, el escenario que vemos más probable es el de un conflicto prolongado debido a un relativo empantanamiento desde el punto de vista militar, y a que ninguno de los bandos considera que ha llegado el momento de negociar porque esperan mejorar su posición en el campo de batalla.
Esta situación, además, está sobredeterminada por la política guerrerista de Estados Unidos, que por ahora considera que el tiempo juega en contra de Rusia y a favor de sus propios intereses. La magnitud del financiamiento para Ucrania, aprobado por el Congreso norteamericano en mayo, indica que Estados Unidos se prepara para una guerra larga (o al menos de algunos meses). Este paquete de 40.000 millones de dólares (lo que se debe sumar a los 13.000 millones anteriores) está destinado fundamentalmente al financiamiento militar, con solo 8000 millones para ayuda económica y 900 millones para refugiados ucranianos en Estados Unidos.
La prolongación del conflicto también está poniendo a la Casa Blanca en una situación dilemática: cuanto más se postergue la negociación, no solo aumentarán la destrucción de Ucrania, las víctimas civiles y las consecuencias de la guerra en la economía internacional, sino también la probabilidad de que Putin salga con una porción de territorio mayor a la que tenía bajo su control antes del 24 de febrero. Esto sería interpretado como una cierta victoria para Rusia (aunque no sea el tipo y la magnitud de victoria que haya buscado Putin) y un signo de debilidad de la alianza occidental. Por eso, algunos analistas sugieren que podría quedar como un conflicto más cronificado en la región del Donbás (o extendida al sur de Ucrania) sin que se suscriba un acuerdo formal de paz, lo que algunos analistas comparan con la salida de la guerra de Corea.
El gobierno de Biden escaló la retórica guerrerista pero más allá del objetivo vago del “debilitamiento de Rusia” no ha definido claramente sus objetivos estratégicos. La principal contradicción de esta política es que dificulta cualquier negociación con Putin que implique concesiones territoriales, lo que según la mayoría de los analistas es la única forma de poner fin a la guerra. Un sector del establishment, referenciado con la corriente conservadora “realista” –que tiene entre sus referentes a Henry Kissinger y Richard Haass– considera que esta indeterminación estratégica hace deslizar al gobierno de Biden hacia una política de “cambio de régimen” lo que sería peligroso para los intereses del imperialismo norteamericano, no solo por la perspectiva de una guerra eterna (como las de Irak y Afganistán pero con la segunda potencia mundial) sino sobre todo por las consecuencias de una eventual desarticulación no solo del régimen de Putin sino del estado ruso. Sostienen que Rusia, incluso gobernada por un autócrata como Putin, tiene un valor como baluarte conservador y que sería un error plantearse como objetivo su destrucción. En un sentido, este sector anti neoconservador coincide con la política que vienen formulando Alemania, Francia e Italia, que se inclinan por evitar la humillación de Rusia y abrir antes que sea demasiado tarde una negociación con Putin, lo que implicaría hacer que Ucrania acepte conceder territorio. Es en este marco que recientemente Biden ha señalado en un artículo de New York Times que EE. UU. no intentará provocar la caída del régimen en Rusia, retrocediendo de lo que había dado a entender en su momento en su discurso en Varsovia.
Las grietas en el frente occidental
En el corto plazo, la invasión rusa tuvo como efecto una revitalización de la OTAN que como decíamos más arriba venía en crisis por la política de Trump al punto de que Macron, el presidente francés, le había diagnosticado “muerte cerebral”.
A diferencia de la respuesta débil de las potencias occidentales, cuando Putin anexó Crimea en 2014, el gobierno norteamericano impuso esta vez una política de sanciones económicas duras contra Rusia, lo que obligó a Alemania (y a la UE) a replantearse su dependencia energética de Rusia. Además, Alemania abandonó su tradicional “pacifismo”: el gobierno socialdemócrata de Scholz dispuso un aumento inédito del presupuesto militar e inició el rearme del imperialismo alemán, por el momento al servicio de la OTAN. Suecia y Finlandia, dos países que habían elegido la neutralidad –Suecia en el siglo XIX y Finlandia luego de que fuera derrotada por la Unión Soviética– formalizaron su solicitud para ingresar a la OTAN.
Este avance notorio de la presencia de Estados Unidos en la política europea ha llevado al sociólogo alemán Wolfgang Streeck a afirmar que el “rey ha vuelto” y que se ha adueñado de la política (y los presupuestos) europeos. Sin embargo, a medida que el conflicto se extiende en el tiempo, la foto de la “unidad de occidente” comandada por Estados Unidos empieza a quedar vieja.
El escenario de una guerra más prolongada de lo esperado está haciendo mella en la unidad de las potencias occidentales.
El endurecimiento de las sanciones económicas que empuja Estados Unidos se ha chocado con el límite de que son las potencias europeas las que más sufren las consecuencias de esas sanciones por su dependencia energética con respecto a Rusia.
Si bien Bruselas viene discutiendo planes graduales para reducir sus importaciones de estas commodities, sus principales economías, en particular Alemania que ya se contraerá producto de la guerra, no pueden cortar el suministro sin caer en una profunda recesión. De ahí que los gobiernos de Alemania e Italia, en discusión con la UE, hayan ingeniado un dudoso mecanismo para que empresas puedan abrir cuentas en rublos, supuestamente sin violar las sanciones, para pagar las importaciones de gas ruso.
El embargo total de petróleo y gas ruso está trabado en la Unión Europea, que solo puede aprobar una medida así por unanimidad. Hungría y Eslovaquia, que dependen en un 100% de la energía rusa y no tienen puertos o ductos que les permitan fuentes de abastecimiento alternativas, vienen vetando la medida. Finalmente llegaron a un consenso en torno a un embargo parcial de petróleo –dejando fuera al gas– después de semanas de cumbre fallidas y arduas negociaciones (con excepciones para el petróleo que llega por oleoductos como el Druzhba a Hungría, República Checa y Eslovaquia).
Las divisiones van más allá de las sanciones y el problema energético. Detrás de las diferencias en torno a si Ucrania debería aceptar o no hacer concesiones territoriales en negociaciones de paz está la preocupación por los riesgos de una guerra prolongada y, en última instancia, las divergencias sobre el rol que tiene Rusia para la seguridad europea.
Según The Economist, Europa se ha comenzado a dividir en dos bloques sobre las condiciones para poner fin a la guerra. Un bloque, al que llama el “partido de la paz”, está integrado por Francia, Italia y Alemania, que vienen planteando, con distintos argumentos e intensidad, la necesidad de detener ya la guerra y empezar una negociación. Y otro bloque que llama “partido de la justicia”, formado por los aliados más fieles de Estados Unidos –Gran Bretaña, Polonia y los países bálticos- que plantea que Rusia tiene que pagar un alto precio por la invasión.
Estas diferencias son abiertas. Macron, que no renuncia a su aspiración de una “soberanía europea”, recordó que Europa “no está en guerra con Rusia”, y alertó que “humillar a Rusia” sería un error similar al que cometieron las potencias vencedoras con Alemania al final de la Primera Guerra Mundial.
Mario Draghi, el primer ministro italiano, le planteó a Biden en su visita a Washington que hay que encontrar lo antes posible una vía de negociación. Y ya ha hecho circular un plan de cuatro puntos para un acuerdo político con Putin para poner fin a la guerra. Además de razones geopolíticas e intereses económicos, una de las motivaciones de Draghi es mantener la unidad de su variopinta coalición de gobierno, que tiene un ala más abiertamente pro rusa (integrada, entre otros, por el Movimiento 5 Estrellas) que se opone duramente al envío de armas letales a Ucrania.
Potencias menores pero con aspiraciones e intereses propios, como Turquía, ven que pueden explotar estas grietas para perseguir sus objetivos. En este sentido, el presidente turco Recep Erdogan ha cuestionado la incorporación de Suecia y Finlandia a la OTAN, que solo puede ser aprobada por el consenso de todos los miembros actuales. A cambio de no vetar el ingreso de los países nórdicos, Erdogan pretende negociar la extradición a Turquía de unos 30 miembros del Partido de Trabajadores del Kurdistán (PKK) que hoy viven en Suecia. El desafío turco le dio ánimos a otros países menores, como Croacia, que ha hecho un planteo similar: pide a cambio que se modifique la ley electoral en Bosnia Herzegovina para mejorar la representación de los bosnios croatas. No está claro si le dará la relación de fuerzas a Erdogan para sostener el chantaje o terminará conformándose con alguna compensación, pero el solo hecho de que tenga en vilo uno de los éxitos más resonantes de la OTAN ya muestra la magnitud de los problemas.
La política de los socios fundadores de la UE para evitar que los miembros secundarios tengan poder de obstaculizar sus decisiones es eliminar la decisión por consenso y resolver por votación de mayorías y minorías. Pero esa reforma institucional también requeriría unanimidad para ser aprobada.
A futuro, la preocupación de las potencias mayores es seguir incorporando a la UE países como Ucrania o Moldavia, que aumentarían el riesgo de inestabilidad en el bloque. Ante esto, Macron ha planteado una suerte de “antesala de espera” o una “liga B” de miembros que no ingresarían a la UE, sino a una especie de comunidad de segunda categoría.
Otra bomba de tiempo son los millones de refugiados ucranianos que absorben sobre todo los países de la UE, muchos de los cuales no tendrán donde regresar si la guerra continúa.
Evidentemente, Putin apuesta a que estas divisiones se profundicen a medida que el conflicto se prolongue en el tiempo.
Las contradicciones del imperialismo norteamericano
Como planteamos más arriba, la invasión de Rusia a Ucrania le dio a Estados Unidos la oportunidad de hacer una demostración de poderío, basado en los dos pilares tradicionales de la hegemonía norteamericana: el Pentágono (que arma y entrena al ejército ucraniano) y el dólar.
Sin dudas, el gobierno de Biden está aprovechando esta oportunidad para recomponer el liderazgo norteamericano, pero, como se demuestra en diversas iniciativas, encuentra dificultades para imponer sus objetivos, en un mundo muy distinto al de la inmediata pos-Guerra Fría, en el que no solo ha surgido China como principal competidor, sino también potencias regionales con cierta capacidad para actuar en pos de sus intereses. Desde un punto de vista, Estados Unidos tuvo un gran éxito en alinear a “Occidente” (que incluye, además de la UE, a Japón, Australia y Corea del Sur) en su política antirrusa. Pero, al mismo tiempo, no consiguió la adhesión sin fisuras de América Latina (menos aún de Asia y África). Y tampoco logró la colaboración de aliados tradicionales como Arabia Saudita e incluso Israel, que prioriza la seguridad que le da Rusia poniendo orden en Siria. Esto quedó en evidencia en las votaciones de Naciones Unidas, que son el termómetro del alineamiento político. Un grupo importantes de países, entre los que se encuentran la India, Sudáfrica, Brasil y México (que coincide a grandes rasgos con los BRICS y lo que se denomina el “sur global”, a excepción del gobierno argentino que se sometió a Washington) no se han alineado con el frente antirruso. Aunque cada uno tiene sus intereses particulares que no necesariamente coinciden, de conjunto hay una razón potente compartida que es no legitimar una injerencia que mañana podría ser usada en su contra. Menos aún consentir la potestad de Estados Unidos de confiscar las reservas en divisas, como hizo con la mitad de las reservas en dólares de Rusia, nada menos que unos 350.000 millones en esa moneda.
Esto ha llevado a que algunos analistas hablaran del surgimiento de un nuevo “movimiento de no alineados”, aunque la analogía no parece apropiada, sobre todo teniendo en cuenta que, a diferencia de la Guerra Fría, la mayoría de los países ha desarrollado una “dependencia cruzada” de Estados Unidos, China y Rusia, por lo que van cambiando sus posicionamientos, administrando sus alineamientos en función de intereses económicos, de seguridad o incluso de afinidad política. Esto dificulta la constitución de un bloque más o menos permanente con un liderazgo reconocido.
Biden está buscando “extender la OTAN al IndoPacífico” y con ese objetivo emprendió una gira por Asia para revitalizar la relación con sus aliados contra China. La política de Biden fue usar la respuesta occidental hacia Rusia como advertencia contra China. Dijo que Estados Unidos defendería militarmente a Taiwán en caso de que fuera agredida por China, y quedó al borde de abandonar la “ambigüedad estratégica” por la que Estados Unidos reconoce que hay “una sola China” sin pronunciarse sobre el estatuto de Taiwán.
Pero si la política de aislar a Rusia está dejando al mundo al borde de una crisis alimentaria, el objetivo de “desacoplar” a China, que es el principal socio comercial de prácticamente todos los países, parece ser directamente inalcanzable.
Biden anunció la puesta en marcha del llamado “Marco Económico del Indo-Pacífico para la Prosperidad”, un bloque comercial para contrarrestar el avance económico de China, integrado por 13 países, entre ellos Japón, Australia, India, Indonesia, Filipinas y Corea del Sur. Sin embargo, esta iniciativa no es un tratado de libre comercio, no reduce tarifas ni otras barreras comerciales, no implica un acceso preferencial al mercado norteamericano. En síntesis, está muy lejos de la línea “hegemónica” del Tratado Transpacífico y no ofrece una alternativa comercial a China. El eje de la política norteamericana sigue siendo reforzar las alianzas militares como el Quad o “cuadrilátero” de seguridad que integra con Australia, Japón y la India (hoy más cerca del bando ruso en la guerra de Ucrania) y al que probablemente se integre Corea del Sur.
La crisis aún no cerrada en torno a la “cumbre de las Américas” muestra también las dificultades del gobierno de Biden para liderar América Latina, una región convulsionada, inestable y fragmentada políticamente, que de conjunto está atravesada por una segunda oleada débil de gobiernos de centroizquierda y “populistas”, algunos como el de Boric en Chile, como producto del desvío de levantamientos y revueltas populares. O como el caso de Colombia, donde el uribismo quedó fuera de carrera y la presidencia se disputa entre el centroizquierdista Gustavo Petro y el “trumpista” Rodolfo Hernández.
Biden intentó imponer de manera unilateral la agenda, centrada en la guerra de Ucrania, y decidió excluir de la cumbre a Cuba, Nicaragua y Venezuela. Además, pretendió que se aceptara al golpista Juan Guaidó como representante de Venezuela. Estas aspiraciones se mostraron estar por fuera de la relación de fuerzas real. Y abrieron una crisis con México y Brasil, los dos países indispensables para liderar la región.
El presidente de México, López Obrador, condicionó su participación a que se levantara la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Lo siguieron Argentina, Chile y Bolivia. En el caso de Brasil, Jair Bolsonaro también amenazó con no ir, principalmente porque es opositor al gobierno de Biden, y obligó a Estados Unidos a negociar su participación. En el caso de Brasil, el no alineamiento incondicional con Estados Unidos en el frente antirruso / antichino, y la aspiración de grados de autonomía, es una cuestión de Estado, ya que es una política compartida tanto por Bolsonaro como por Lula, quien probablemente gane las próximas elecciones.
Esto no quiere decir que la cumbre vaya a fracasar, ni que los países latinoamericanos no tengan una relación de dependencia con respecto a Estados Unidos. Pero las negociaciones que se vio obligado a emprender el gobierno norteamericano muestran las dificultades que tiene para recuperar terreno perdido en la región, donde la mayoría de los países tienen a China como su principal socio comercial y destino de sus exportaciones.
En el plano interno la principal contradicción es la debilidad del gobierno de Biden que probablemente, debido al descontento extendido con la administración demócrata por la alta inflación, pierda las elecciones de medio término. Por ahora, la política en la guerra de Ucrania tiene apoyo bipartidista, y la política de intervención indirecta, sin comprometer tropas en el terreno, sigue siendo popular. Pero difícilmente este apoyo pueda sostenerse si la guerra se prolonga sin final a la vista.
Ya ha surgido un sector todavía minoritario pero intenso de congresistas republicanos –muchos de ellos trumpistas– que se oponen a la política oficial, y sostienen que la guerra de Ucrania no está en el interés nacional del imperialismo norteamericano y cuestionan el abultado presupuesto que la Casa Blanca destina al financiamiento del gobierno y el ejército ucranianos.
La perspectiva de que el Partido Republicano –con un fuerte componente trumpista– gane las elecciones de medio término y eventualmente la Casa Blanca en 2024 es un factor de inestabilidad porque abre un gran interrogante sobre la orientación de la política exterior del imperialismo norteamericano, si volverá al unilateralismo del “America First” o continuará la política “multilateral”.
El fantasma de la estanflación y la crisis alimentaria
La guerra y las sanciones económicas impactaron de lleno en la economía internacional, profundizando las tendencias que se venían desarrollando a la salida de la pandemia, en particular las tendencias inflacionarias, producto entre otras cuestiones de los cuellos de botella en las cadenas de suministro. La Unión Europea revisó a la baja la previsión de crecimiento, de un 4 a un 2,5%. Y la economía norteamericana sufrió su primera contracción en el primer trimestre de 2022.
La suba abrupta del precio de las commodities, en particular alimentos y energía, aumentó significativamente la presión inflacionaria, no solo en el mundo emergente sino sobre todo en los países centrales, que pasaron de lidiar con la deflación a tener tasas récord de inflación de las últimas tres o cuatro décadas. Aunque en el corto plazo este aumento del precio de las commodities puede beneficiar a países exportadores de alimentos y energía –entre ellos varios países de América latina, incluido Argentina– las condiciones y perspectivas generales de la economía internacional –muy distintas a las del súper ciclo anterior de materias primas– difícilmente permitan que esa ventaja comparativa en los términos de intercambio sea sustentable.
La perspectiva de estanflación ya dejó de ser una hipótesis teórica de académicos para transformarse en un peligro que los bancos centrales y los gobiernos capitalistas agitan para justificar sus políticas de restricción monetaria, que inevitablemente tendrán un efecto recesivo.
La suba de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal y el fortalecimiento del dólar han incrementado el peso de la deuda denominada en dólares. Según el FMI, el 60% de los países de bajos ingresos endeudados ya están enfrentando dificultades y corren riesgo de default.
En su informe de abril, el FMI revisó a la baja la previsiones de crecimiento de 143 países (lo que representa el 86% del PIB mundial). Y señaló tres riesgos que “oscurecen” la economía mundial: la crisis de las cadenas de suministro, la política de “covid cero” de China que, combinado con la crisis inmobiliaria, hizo caer abruptamente su economía en el primer trimestre, y la guerra de Ucrania. Pero lo que es aún peor es que estos tres riesgos combinados potencian el riesgo más temido: una crisis alimentaria global que podría traducirse en hambrunas en los países más pobres. La crisis alimentaria podría agravarse porque algunos países como la India están tomando medidas proteccionistas y han prohibido o reducido drásticamente sus exportaciones de trigo.
Kristalina Georgieva, que ya había comparado la guerra de Ucrania con un terremoto, ahora habla de una “confluencia de calamidades” –covid 19, guerra, inflación, volatilidad de los mercados, crisis climática– a la que se sumaría un “riesgo de fragmentación geoeconómica”.
Para usar la expresión del economista marxista M. Roberts, con un cóctel de desaceleración de crecimiento, aumento de la inflación, suba de las tasas de interés, caída de rendimientos financieros, riesgos de default (soberanos y privados) más una guerra en Europa, “2022 no pinta bien”. Y probablemente, si la guerra se sigue prolongando, 2023 tampoco.
La guerra agravó pero no creó el peligro de hambruna. Según un informe de Oxfam, mientras que unos 263 millones de personas podrían caer en la extrema pobreza en 2022, la riqueza de los principales burgueses del mundo –entre ellos los dueños de los principales monopolios de la alimentación- creció entre 2020 y 2022 lo mismo que en los 23 años anteriores. No se trata solo de la desigualdad sino de la concentración propia del capitalismo.
Perspectivas políticas y de la lucha de clases
Desde la crisis capitalista de 2008 hubo dos oleadas muy importantes de lucha de clases, que con desigualdades se extendieron a nivel internacional. La primera, como respuesta directa a los efectos de la Gran Recesión, tuvo su punto más alto en la Primavera Árabe, una rebelión generalizada contra las dictaduras árabes pronorteamericanas, disparada nada menos que por la suba del precio del pan. Esta oleada tuvo su expresión en Europa con el movimiento de los indignados en el Estado español y las decenas de huelgas generales en Grecia, capitalizados mayormente por nuevas representaciones reformistas de izquierda como Podemos y Syriza.
La segunda oleada se inició en Francia en 2018 con la movilización de los “chalecos amarillos” contra la suba de los combustibles, transformada en una gran rebelión contra el gobierno de Macron. Esta oleada llegó a América Latina con el levantamiento de Ecuador (contra la suba de combustibles ordenada por el FMI), las protestas y paros nacionales en Colombia y la revuelta en Chile de octubre de 2019, que podría haber abierto el camino a la revolución pero no superó el carácter revueltístico, y se impuso el desvío primero por la Constituyente y luego por el gobierno de Boric.
Esta oleada entró en una pausa por la pandemia del coronavirus, pero pasado el momento inicial de las cuarentenas, la lucha de clases volvió con fuerza, nada menos que en Estados Unidos con el estallido del movimiento Black Lives Matter, un proceso de movilizaciones en repudio al asesinato de George Floyd, un afroamericano asesinado por la policía, del que participaron más de 25 millones de personas.
En el marco de un aumento de la desigualdad y la precarización que dejó la pandemia, la inflación –y sobre todo los aumentos de alimentos y combustibles– actúa como detonante de situaciones de conflictividad social y política. Ya estamos viendo las primeras respuestas obreras y populares a esta nueva situación, que incluyen desde luchas distributivas salariales de sectores de la clase trabajadora organizada hasta levantamientos y revueltas.
Entre estas luchas se destaca la rebelión obrera y popular en Sri Lanka, donde el gobierno defaulteó su deuda externa y busca preservarse a través de un acuerdo con el FMI que profundizará el empobrecimiento de la mayoría de la población. Y el proceso de movilización en Irán ante la quita de subsidios por parte del gobierno nada menos que al trigo y la harina, lo que llevó a un aumento de precios del 300%.
Además hubo luchas campesinas en Perú –un sector que fue el núcleo de la base electoral de Pedro Castillo; huelgas salvajes en el Reino Unido de trabajadores del petróleo y gas en el Mar del Norte por aumento salarial; huelgas y paros de sectores de trabajadores en Alemania e Italia.
Lo más novedoso de la lucha de clases es el proceso que se viene desarrollando en Estados Unidos en los últimos años, que incluye experiencias de lucha, organización sindical y política. Además de la lucha por la defensa del derecho al aborto, amenazada por la ofensiva conservadora en la Corte Suprema y legisladores republicanos.
Lo que estamos viendo en procesos como la oleada de huelgas del pasado octubre (Striketober) y en otro nivel la “gran renuncia” es un cambio significativo en la autopercepción de importantes sectores de la clase trabajadora, sobre todo los trabajadores que fueron considerados esenciales durante la pandemia, de sus fuerzas y de su rol en el funcionamiento de la sociedad. Es un cambio profundo en la conciencia, que se expresa en que una mayoría considera de manera positiva los sindicatos a pesar de que solo el 10% de los trabajadores están sindicalizados. Lo más avanzado es el proceso de sindicalización de trabajadores precarios, como en Starbucks, o en sectores capitalistas estratégicos como en Amazon. Es un proceso emergente de “sindicalismo de base” que tiene contradicciones, está presionado por las políticas de cooptación del Partido Demócrata y de la burocracia sindical a través de sus sectores más de izquierda, pero que de conjunto constituye una gran experiencia que aún está en sus inicios.
Estos procesos tienen como trasfondo la profunda polarización política que se sigue desarrollando. No solo hay fenómenos de extrema derecha que emergen como vectores del descontento, sobre todo entre clases medias conservadoras y sectores despolitizados de las clases populares. Se siguen desarrollando fenómenos políticos de “izquierda radical” (a la izquierda del reformismo tradicional) que en muchos casos tienen puntos de contacto con procesos de lucha y organización (como en Estados Unidos). Un ejemplo es la alta votación de J-L Mélenchon en Francia, que se concentró principalmente en barrios obreros y populares, en las banlieues (periferias donde viven sobre todo segundas y terceras generaciones de inmigrantes) y en los jóvenes de 18 a 24 años. Este fenómeno, por ahora electoral, mostró que hay una división de “tres tercios” y no solo polarización entre la extrema derecha de Le Pen y el “frente republicano” de Macron.
Otro ejemplo es el surgimiento de la llamada “generación U” (por Union-sindicato) en Estados Unidos, que es la que viene protagonizando el proceso de sindicalización y, como planteamos más arriba, ha pasado por la experiencia del BLM. Es una vanguardia que en gran medida ha sido la base del “fenómeno Sanders”, sobre todo organizada en el DSA, y tiene una preferencia político-ideológica por el “socialismo”.
Probablemente en Chile, donde hay una rápida experiencia con el gobierno de desvío de Boric y su política de restauración de la vieja centroizquierda, también surjan procesos a izquierda.
Se ha abierto un período en el que tenemos que prepararnos para giros bruscos en la situación y la potencial emergencia de la lucha revolucionaria de la clase trabajadora. A la vez, las condiciones de la época y las “calamidades” del capitalismo –las crisis capitalistas, el guerrerismo, el militarismo- nos plantean la necesidad de redoblar la ofensiva ideológica con un discurso que articule la intervención en la lucha de clases y procesos políticos en cada país y a nivel internacional, con nuestro objetivo de la sociedad socialista por la que luchamos.
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