Hace casi dos décadas la mayor potencia mundial emprendía una guerra ofensiva contra el país árabe que se transformaría en un pantano militar y un estruendoso fracaso político cuyas consecuencias seguimos viendo hoy.
Santiago Montag @salvadorsoler10
Sábado 20 de marzo de 2021 00:20
Associated Press
En la noche del 19 de marzo de 2003, el presidente de Estados Unidos George W. Bush (hijo), se dirigió a los estadounidenses desde la Oficina Oval de la Casa Blanca. "En este momento, las fuerzas estadounidenses y de la coalición se encuentran en las primeras etapas de las operaciones militares para desarmar a Irak, liberar a su gente y defender al mundo de un grave peligro". El argumento que sostenía Washington para su ofensiva militar fueron las conexiones entre Saddam Hussein y Osama Bin Laden y el pretexto de que los iraquíes poseían armas de destrucción masiva, algo de lo que no había pruebas y que luego se comprobó completamente falso.
Luego del ataque del 11 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas, el patrioterismo seguía fresco en EE. UU. para dirigir otra guerra luego de la invasión y ocupación de Afganistán. Bush, además de los falsos pretextos, hizo creer a la población estadounidense que la de Irak sería una guerra rápida que contaría con el apoyo del pueblo iraquí. Pero fue el comienzo de una guerra eterna que provocó miles de bajas norteamericanas que por momentos hicieron recordar al fracaso de Vietnam. A diferencia de Afganistán, donde contó con el apoyo de la mayor parte de la “comunidad internacional”, la de Irak tuvo una inédita oposición en la población mundial con históricas movilizaciones de millones de personas en todo el globo.
Por las masivas marchas, los gobiernos debieron “sacarle el cuerpo” a esta nueva guerra profundamente impopular y EE. UU. debió emprenderla sólo con el apoyo de su aliado histórico, el Reino Unido. Es que el verdadero propósito del militarismo estadounidense, ocultado por la Casa Blanca, era utilizar el poderío militar para balancear la decadencia económica y política que atravesaba la primera potencia mundial, además de permitirle a sus monopolios saquear el petróleo iraquí.
Recordemos que Bush y los llamados neoconservadores no actuaron solos. Tuvieron el apoyo de gran parte del establishment, tanto de republicanos como demócratas, incluyendo a personajes como el “socialista” Sanders y el actual presidente Biden, que eran senadores en aquel momento y dieron su voto positivo.
Ese 19 de marzo de 2003, cuando comenzaron a llover los Tomahawks de la burguesía norteamericana sobre Bagdad, marcaría el inicio del “pantano de Irak”, donde el poderío militar se demostraría completamente impotente como base para articular un nuevo régimen político afín a los intereses de Washington. Por el contrario, la región entera iba a caer rápidamente en una situación de fuerte inestabilidad política y social, con lo que se terminarían fortaleciendo poderes rivales de EE. UU., como por ejemplo Irán.
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La Operacion Freedom Iraq duró 1 mes y 10 días, un éxito táctico-militar, casi no hubo resistencia. Sectores de la población (sobre todo entre kurdos y chiitas) veían a los estadounidenses como libertadores del régimen dictatorial de Husein y el ejército iraquí venía golpeado de la primera guerra a principios de los 90. El Estado quedó desmembrado y replegado a la ciudad amurallada luego conocida como "Zona Verde". Allí se dirigían las masas hambrientas que además de ver las estructuras e instituciones políticas y sociales derrumbadas ya venían sufriendo las consecuencias económicas de la Guerra de Irak-Irán de 1980, la primera Guerra del Golfo en 1991, y las posteriores sanciones internacionales aplicadas por EE. UU. que ahogaron al país. Una verdadera olla a presión.
Pero en poco tiempo las tropas norteamericanas se vieron envueltas en una sangrienta guerra de contrainsurgencia. Algo que no habían experimentado desde las invasiones en Vietnam, Laos y Camboya en la década del 60 y 70 o en Centroamérica en los 80. La resistencia contra EE. UU. en un principio se dio tanto en las ciudades de mayoría sunita como Mosul y Falujah, como chiitas Nayaf, Basora y Kerbala. A pesar de sus diferencias lucharon coordinadamente contra los invasores, "hoy todos somos iraquíes frente a Estados Unidos" decían los insurgentes.
Pero más tarde los medios de comunicación norteamericanos comenzaron una campaña de terror liderada por el Pentágono. En ella le dieron aire al jordano Abu Musab al-Zarqawi, líder de Al Qaeda en Irak con la intención para frenar la insurgencia y dividir al pueblo iraquí. Pero todo salió mucho peor de lo que esperaban.
Los combatientes de al-Zarqawi utilizaron la táctica de ataques terroristas en ciudades chiitas, alentando a que el conflicto se vuelva cada vez más sectario-religioso. Además, comenzaron a hacerse fuertes a partir de la crisis económica y la discriminación institucional hacia los sunitas. En este contexto, EE. UU. negoció en 2005 con las facciones políticas y religiosas un régimen de gobierno que respondiera a la realidad étnica del país, pactando básicamente la hegemonía chiita que durante el régimen de Sadam había estado oprimida y desplazada de la vida política. Como parte de este plan, se le dio una cuota de poder a las minorías sunita y kurda, proporcional a su población. Al mismo tiempo, se prohibió al partido Baaz (el partido de Saddam, sunita) y se persiguió a cualquiera de sus integrantes, incluso miembros de las Fuerzas Armadas, lo que activó una bomba de tiempo.
Durante la resistencia surgieron nuevos caudillos como el clérigo musulmán chiita Muqtadah al-Sadr, quien se hizo fuerte construyendo una red de apoyo en los suburbios de Bagdad y en ciudades santas como Nayaf o Kerbala. También aparecieron otros grupos armados como la Brigada Badr vinculada a Irán. Estos grupos fueron fundamentales para dar apoyo político a la Constitución de 2005 y aplacar la insurgencia anti-norteamericana. El país quedaría dividido étnica, religiosa y territorialmente: sunitas en el centro y este, chiitas centro y sur, kurdos en el norte, protegidos por la aviación norteamericana.
Pero el acceso chiita al poder generó nuevas contradicciones imposibles de resolver en los marcos de la nueva constitución diseñada bajo la ocupación yanqui. A nivel regional, el fortalecimiento de Irán, con el régimen de los Ayatolas históricamente opuesto a EE. UU. A nivel interno, los ataques terroristas de los grupos brigadistas en poco tiempo desencadenaron una guerra civil sectaria que desangró a Irak hasta 2007. La estabilización de Irak sigue siendo una utopía desde entonces. Los grupos yihadistas (guerra santa) nunca fueron derrotados por su carácter ideológico-político y porque la invasión de 2003 pronto mostró su verdadero carácter, lejos de “liberar” al pueblo intentaba rediseñar el mapa regional según los intereses de Washington.
Con la Primavera Árabe mediante en 2011 y la posterior descomposición de estados como Siria, Libia y Yemen, la inestabilidad en la región llegó a niveles impensados. La situación reaccionaria que siguió al desvío y derrota de las rebeliones populares, sumado al apoyo tácito de la monarquía Saudita que intentaba minar el poder de Irán, dieron lugar al surgimiento y expansión del Estado Islámico en Irak y Siria.
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Para EE. UU. el fracaso en Irak significó la profundización de su decadencia hegemónica, que Obama intentaría frenar con un multilateralismo relativo, pero sin abandonar el guerrerismo imperial en el que se hizo famoso como el “señor de los drones” por la utilización masiva de estos aparatos en Afganistán con un alto costo de víctimas civiles. Una estrategia que se volvió cada vez más impotente luego de las consecuencias de la crisis financiera y económica que estalló en 2008.
Para Irak, la invasión fue una verdadera tragedia que dejó más de un millón de muertos, millones de desplazados que quedaron en la miseria y profundizó antiguas diferencias étnicas y culturales. Pero además reconfiguró el tablero geopolítico regional, donde el país se volvió de alguna manera un tablero en disputa entre la influencia norteamericana e iraní y cuyas consecuencias geopolíticas continúan aún hoy.
Las movilizaciones actuales de la juventud trabajadora y desempleada, cansada de la guerra y la miseria, que están exigiendo mejoras en las condiciones de vida, son la base para frenar la guerra, expulsar al imperialismo y empezar a reconstruir la economía del país desde una perspectiva anti-capitalista, la única perspectiva que puede favorecer a las grandes mayorías.