El primer día de los 70 años del presidente ruso, Vladimir Putin, comenzó con una muy mala noticia. En la mañana del sábado 8 de octubre, una explosión destruyó parcialmente el puente sobre el estrecho de Kerch que une la Rusia continental con la Península de Crimea. Se trata de una obra de infraestructura estratégica. En tiempos de paz, porque conecta el Mar de Azov con el Mar Negro y es una de las llaves de acceso de Rusia al Mediterráneo. Y en tiempos de guerra, como el actual, porque es la vía por excelencia para el reabastecimiento y suministro de las tropas rusas estacionadas en la región este y sureste de Ucrania. Por esto mismo, fue una de las posiciones más defendidas por el ejército ruso. El impacto militar es innegable y complica la ya vulnerable logística rusa. El golpe también es moral. El puente, inaugurado en 2018 por el mismo Putin conduciendo un camión, es considerado por el Kremlin como un símbolo del prestigio de Rusia y sus ambiciones de gran potencia (ni la Wehrmacht ni el Ejército Rojo pudieron cruzar el estrecho durante la Segunda Guerra Mundial).
No está claro quién llevó adelante el ataque. Y sobran las hipótesis y especulaciones, entre ellas que se trataría de una fracción disidente del propio ejército ruso. El gobierno ucraniano oficialmente no reivindicó la autoría, aunque celebró el atentado y off the record reconoció las huellas dactilares de sus unidades especiales. Estas formaciones irregulares ya venían realizando ataques terroristas tras las líneas rusas en Crimea y otras locaciones, anticipando quizás la combinación de guerra convencional y asimétrica que podría prolongarse por un tiempo aún incierto.
Si hasta el sexto mes de la guerra la especulación de los analistas militares era si el ejército ruso había alcanzado su “punto culminante”, y por lo tanto, iba a pasar a una posición preeminentemente defensiva, hoy el foco está puesto en cuál será el “punto culminante” de la contraofensiva ucraniana.
Este ataque en las puertas de Crimea se inscribe en una serie de reveses tácticos para Rusia desde que, promediando agosto, el ejército ucraniano pertrechado por Estados Unidos y la OTAN decidió iniciar una contraofensiva que aún está en curso. Esta ofensiva comenzó con el desplazamiento de las tropas rusas en Jarkov y en frente noreste y continuó su marcha hacia el sur, con el objetivo aparente de recuperar la ciudad de Jerson. El presidente ucraniano, Volodomyr Zelensky, ha usado esta ofensiva para redoblar la propaganda de guerra (“Ucrania puede ganar”) y presionar a las potencias occidentales, en primer lugar a Estados Unidos, para mejorar la calidad ofensiva del armamento que generosamente le provee el Pentágono. Sin embargo, hasta el momento el gobierno de Biden no ha cruzado la “línea roja” de pertrechar a Ucrania con armamento de precisión que pueda alcanzar territorio ruso.
A esta ofensiva el presidente Putin ha respondido por ahora con una escalada incremental de medios militares convencionales. EL 21 de septiembre anunció la movilización parcial de reservistas (300.000 sería el primer objetivo). Y el 30, decretó la anexión de cuatro territorios en la región sudeste de Ucrania –Lugansk, Donestk, Jerson y Zaporiyia– a la Federación Rusa, aunque la pérdida casi inmediata de ciudades importantes como Limán demuestra una disparidad entre la estrategia política y la realidad militar, ya que el ejército ruso evidentemente no tenía la capacidad para consolidar estas posiciones anexadas.
La implicancia política de la anexión es que en teoría un ataque en esa región será considerado por el Kremlin como un ataque directo de la OTAN en territorio ruso. Pero entre la teoría y las acciones militares concretas median una serie de factores. Y por lo tanto, los ataques como en Limán o Jerson no dispararán de manera automática un ataque de Rusia a algún país de la Alianza Atlántica, como especulan algunos analistas.
La alusión de Putin al uso de armamento no convencional (“no estoy bluffeando”, dijo) ante lo que podría considerar una amenaza existencial de la OTAN contra Rusia, reactualizó la posibilidad de que la guerra se transforme en un conflicto nuclear. El gobierno norteamericano aprovechó estas declaraciones sin dudas con fines propagandísticos. Dicho sea de paso, algo parecido también hizo Putin al recordar que el único país que rompió el “tabú nuclear” fue nada menos que Estados Unidos con el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki.
En un evento de recaudación de fondos del partido demócrata, Biden habló del “Armagedón nuclear” y dijo que la amenaza era la más seria desde la crisis de los misiles de 1962. Aunque probablemente el objetivo de Biden era advertir al gobierno ruso para que desistiera incluso de la idea, y la propia inteligencia militar norteamericana dijo que no tiene ninguna evidencia de que Putin planee un ataque nuclear, la profecía tremendista de Biden habilitó la discusión de los sectores más guerreristas sobre la oportunidad de un “cambio de régimen” en el Kremlin, es decir, una receta para la escalada hacia los extremos.
Si bien por el momento la probabilidad es baja y tanto Rusia como Ucrania tienen aún un amplio margen para escalar sin recurrir a medios no convencionales, la sola incorporación al discurso oficial del peligro nuclear habla por sí mismo de la magnitud que ha adquirido la guerra, que cada vez más ha adoptado un carácter de “guerra proxy” de Estados Unidos y la OTAN contra Rusia a través del bando ucraniano.
La prensa occidental se apresuró a definir la ofensiva ucraniana como un punto de inflexión, en espejo con la debilidad rusa. Pero como se sabe, la información es parte de la maquinaria de guerra para ganar los “corazones y las mentes” de la opinión pública y evitar la “fatiga de guerra” tan temida por los gobiernos de las potencias de la OTAN. Y mientras las debilidades de la estrategia rusa son expuestas con crudeza (y se evidencian en sus retrocesos militares), las dificultades del esfuerzo de guerra de Ucrania son enmascaradas por el sostenimiento militar y económico del imperialismo norteamericano y europeo.
¿Cuál es la situación real? Imposible de saberlo con certeza. Después de meses de relativo estancamiento, con un avance muy tortuoso y lento del ejército ruso sobre el sudeste, la ofensiva ucraniana ha cambiado la dinámica y ha acelerado los ritmos de la guerra. Pero sin que alcance para poner fin al conflicto. Ni el bando de Ucrania/OTAN está en disposición de conceder, ni tampoco Rusia, que está lejos de haber sido derrotada. Según el politólogo “realista” John Mearsheimer, esto es lo que determina la lógica de la escalada, que puede ser catastrófica aunque no emplee medios nucleares.
En lo inmediato, se ha abierto una nueva coyuntura político-militar muy fluida, una fase transitoria tensionada por la colisión de dos temporalidades: el apuro de Ucrania (y la OTAN) para avanzar lo más posible antes de que el clima haga estragos y Rusia logre poner en el terreno nuevas tropas. Y la necesidad opuesta de Rusia de prolongar lo más posible la situación esperando que el invierno dificulte la logística militar y, sobre todo, divida al frente de las potencias occidentales, en particular a Europa, que es hoy el epicentro de la crisis energética. Ambos con la perspectiva de un conflicto al que aún le quedan al menos unos cuantos meses por delante.
Los otros frentes de batalla
Los reveses militares abrieron disputas amargas en el aparato estatal y el régimen bonapartista de Putin. En los últimos meses se ha vuelto más vocal la crítica de los sectores más guerreristas y nacionalistas que desde shows de TV hasta redes sociales le cuestionan a los mandos militares (y en última instancia al Kremlin) tener una estrategia a medias que lleva a la derrota. Este sector, cuyos voceros son el líder checheno Ramzan Kadirov y el oligarca Yevgeny Prigozhin, fundador del grupo mercenario Wagner, están en una cruzada contra el ministro de defensa, Sergei Shoigu, que está en una posición cada vez más vulnerable. Estas disputas enrarecen el clima en la dirección política de la guerra.
El otro foco de conflicto interno para Putin es la movilización de reservistas. Hasta el 21 de septiembre, la política de Putin para conservar el consenso de la población para su “operación militar especial” era doble: reprimir duramente a los opositores (hasta 15 años de cárcel) y evitar que la guerra invadiera la vida cotidiana de los rusos, en particular, de las clases medias de las grandes ciudades, que siguieron haciendo su vida casi con normalidad, salvo por no poder comprar en alguna tienda internacional de lujo o entrar a un local de McDonald’s con los arcos y el payaso tradicional en la puerta. La movilización de reservistas vino a poner fin a este consenso silencioso. Miles de rusos (algunos contabilizan unos 200.000), sobre todo los que tienen poder adquisitivo y medios, han huido para evitar ser reclutados. Lo más llamativo es que se vivieron escenas de descontento y hasta de rebelión en los centros de reclutamiento en las repúblicas más postergadas de la Federación, como Daguestán, de donde provienen desproporcionadamente los reclutas militares.
Según algunas encuestas citadas por C.Trontin en una nota reciente, el hecho de que estén exceptuados de esta tanda de movilización al menos los sectores medios, los estudiantes, los profesionales, y todos los que no tienen instrucción militar básica, y el discurso defensivo patriótico de Putin (Rusia está amenazada por Occidente) para justificar este giro en la guerra a partir de la anexión, han permitido conservar por ahora una base de sustento al régimen. Sin embargo, los reveses militares sumados a las sanciones económicas sin dudas tendrían un impacto directo. Ni hablar obviamente de una derrota, que como ya señalara Gramsci, se tranforma en crisis política y de autoridad estatal, en particular cuando la clase dominante ha convocado a las masas populares para sostener esa empresa fallida.
Esa es la apuesta de Biden y de las potencias occidentales, aunque a decir verdad, un sector del propio imperialismo que aconseja la salida negociada prefiere preservar a Putin que afrontar el caos y la ingobernabilidad de la segunda potencia nuclear del planeta.
Guerra energética, disputas geopolíticas y lucha de clases
Si toda guerra se libra más allá del terreno estrictamente militar, en el caso de la guerra de Ucrania la extensión del campo de batalla es mundial y abarca la economía, la política, la geopolítica e incluso la lucha de clases.
La invasión y guerra de Rusia en Ucrania produjo un terremoto geopolítico que dio lugar hasta ahora a dos grandes bloques que de cierta manera recrean los bandos de la Guerra Fría: por un lado la alianza occidental liderada por Estados Unidos a través de la OTAN, a la que se han sumado aliados como Japón y Australia, que está detrás de Ucrania; y por el otro una alianza incómoda pero alianza al fin entre China y Rusia, con una serie de potencias regionales importantes como la India que no se han alineado con Estados Unidos y, a su manera, están más cerca del bloque euroasiático, sin apoyar abiertamente la guerra de Rusia en Ucrania. La cumbre de la Organización para la Cooperación de Shangai realizada a fines de septiembre en Smarcarda (Uzbekistán) expuso tanto las contradicciones de este bloque informal –tanto Xi Jinping como el primer ministro indio Narendra Modi le hicieron saber a Putin su preocupación por la guerra– como la confluencia objetiva de intereses, en particular de los marginados del “orden neoliberal” norteamericano.
En las últimas semanas dos acontecimientos de gravedad pusieron sobre el tapete las consecuencias estratégicas de la guerra en Ucrania. El primero fue el ataque contra los gasoductos Nord Stream 1 y 2 que son los que transportan el gas ruso hacia la Unión Europea. Nadie reivindicó el ataque. Hay una disputa abierta entre Estados Unidos y Rusia que se acusan mutuamente de sabotaje. Mientras que un exfuncionario del gobierno polaco tuiteó y borró una foto del gasoducto humeante con la leyenda “Thak you America”. El episodio es muy opaco pero lo cierto es que ha puesto de relieve la capacidad para realizar con relativa facilidad ataques submarinos nada menos que en el Mar Báltico, lo que pone en riesgo una gran red de infraestructura que corre por debajo de los mares.
El otro hecho significativo fue la decisión de la OPEP+ (el cártel de los países exportadores de petróleo) de recortar su cuota diaria de producción para subir el precio internacional del crudo. Nada menos que a propuesta de Arabia Saudita y Rusia. Esta medida respondería a la decisión de la Unión Europea (sugerida por Estados Unidos) de poner un tope al precio del petróleo ruso, reforzando así las sanciones económicas.
Según el secretario general de la OPEP, la motivación es exclusivamente el vil dinero. Dijo que “todo tiene un precio” y que por lo tanto “la seguridad energética también tiene un precio”. Y que solo estaban tomando una medida preventiva para evitar el desplome del precio en caso de recesión o crisis (como sucedió en 2008). Pero la carga geopolítica es evidente. Sin dudas esta decisión de la OPEP es una ayuda para Putin y pone en evidencia la disminución de la capacidad de Washington para alinear a sus aliados díscolos, como la monarquía saudita. La Casa Blanca estuvo haciendo lobby para evitar esta medida, lo que hace aún más patético el sentido de humillación, a la vez que complica los esfuerzos de Biden para bajar la inflación (el índice gasolina es muy sensible) en la carrera contrarreloj hacia las elecciones de noviembre.
Las consecuencias para la economía mundial son elocuentes: agrega presión inflacionaria y profundiza la crisis energética que afecta sobre todo a la Unión Europea, aumentando las tensiones y disputas internas. La cumbre de Praga de la “Comunidad Política Europea” –un nuevo grupo informal propuesto por la UE integrado por todos los países del continente menos Rusia y Bielorrusia–, fue escenario una vez más de estas disputas, con Polonia y otros países del este acusando de “egoísmo” a Alemania por su política energética, que incluye subsidios millonarios. Sin hablar de las crisis de vieja data como el Brexit, que volvieron a estar en la agenda. En última instancia, lo que tensiona a la Unión Europea es el renovado liderazgo de Estados Unidos sobre las potencias occidentales a través de la OTAN, que como plantea el sociólogo alemán Wolfgang Streeck, ha relegado las ambiciones de “soberanía estratégica” transformando a la UE como un “auxiliar civil” de la OTAN.
La crisis energética, y más en general, las consecuencias de la guerra, impactan directamente en las condiciones de vida de millones en todo el mundo, en el marco de un escenario de alta inflación y perspectivas recesivas. Esta situación está dando lugar a un panorama convulsivo en el que la crisis de los partidos burgueses tradicionales y la polarización social y política se combinan con una tendencia inicial pero persistente a una mayor lucha de clases. En síntesis, el agotamiento de la hegemonía globalizadora neoliberal y la crisis de la democracia liberal ha abierto una etapa histórica signada por las crisis, las rivalidades imperialistas, las guerras y también las perspectivas de revolución.
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