Un gobierno debilitado, una oposición que no se opone demasiado. No hay pan y el circo incluye escenas de crueldad explícita para los sectores socialmente más vulnerables. ¿Cuál es el margen para un feminismo cuyo horizonte es una redistribución menos injusta sin transformar de raíz las razones sistémicas de la desigualdad?
A apenas cinco meses de vencer al peronismo en el balotaje, el gobierno de Javier Milei se encuentra en una situación que no encuentra precedentes: sigue empantanada su Ley Bases en el Congreso, la crisis del gabinete ha provocado varias renuncias, los escándalos de la gestión y los brutales índices de indigencia y pobreza crecen, mientras el presidente se pasea por el mundo visitando a líderes de la ultraderecha y a sus admirados multimillonarios. Asistimos a un cuadro caótico en el que los juegos de imágenes disimulan los permanentes traspiés del experimento libertariano, con shows, ejércitos de trolls en redes sociales y un despliegue inusitado de discursos de odio para una "batalla cultural" que, aunque no permite mejorar los índices económicos, ayuda a legitimar una feroz política de la crueldad. [1]
Su gran ventaja es la que le ofrece la oposición de los partidos del régimen, especialmente el peronismo. Sumido en una crisis sin precedentes, pases internos de facturas por la derrota electoral y totalmente desorientado, el peronismo y las centrales sindicales navegan entre las aguas de descomprimir el malestar social con algunas medidas de lucha esporádicas y, por otro lado, intentar que la bronca no se desmadre. Como puede, cumple su rol histórico de proporcionar una válvula de escape al descontento para contenerlo dentro de ciertos márgenes, en tanto no está en condiciones de ofrecerse como alternativa política ante un hipotético estallido social. Si no fuera por este juego de encastres, el plan de Milei ya podría haber sido derrotado. Solo basta ver la respuesta masiva y contundente que tuvieron las convocatorias -ocasionales y discontinuas- a movilizaciones y paros nacionales (24 de enero, 8 y 24 de marzo, 23 de abril, 9 de mayo), que han hecho las centrales sindicales y quienes aún conservan la representación mayoritaria de la oposición política.
En este marco, esta derecha ultraneoliberal señala al feminismo como uno de los elementos más perniciosos de un supuesto "marxismo cultural" con el que las gestiones kirchneristas pretendieron "lavar el cerebro" de varias generaciones. En este relato, tanto los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, como el de Alberto Fernández, habrían sostenido políticas feministas de Estado que solo beneficiaron a una minoría, a expensas de los impuestos pagados por "la gente de bien". El oficialismo no promueve, con esto, una discusión algo trasnochada, sino la propagación de discursos de odio que terminan naturalizando, fundamentando y legitimando la discriminación y la violencia contra los colectivos, grupos y sectores de la sociedad más vulnerados en el orden capitalista heteropatriarcal.
Del lado de los feminismos, la unidad entre las diversas tendencias en acciones callejeras para denunciar y resistir a las políticas de Milei se construye no sin debates y confrontaciones. Especialmente con un feminismo justicialista, peronista o populista, [2] referenciado en los gobiernos kirchneristas del siglo XXI, que no atina a trazarse un horizonte que supere las experiencias pasadas; aquellas que, paradójicamente, condujeron al fracaso de su proyecto político.
¿Justicia social o resignación ante el orden neoliberal?
Durante el último lustro, se incrementaron los artículos periodísticos, ensayos y estudios académicos que revisaron la relación entre peronismo y feminismo, con lecturas críticas, autocríticas o indulgentes, a veces forzadas, otras creativas, sobre los que no vamos a detenernos pero que, seguramente, merecen un minucioso análisis. Aquí nos interesa centrarnos en el debate político con la idea generalizada -en estos feminismos- de que "el Estado sigue siendo la única zona de promesas" [3] frente al avance de una derecha que se propone desmantelarlo en beneficio de los sectores más concentrados del capital, desregulando aún más las relaciones laborales en detrimento de algunos derechos que aún subsisten para la clase trabajadora y que se propone hacerlo eludiendo los mecanismos institucionales que establece el régimen político. Es decir, un feminismo que se identifica con la asimilación de demandas feministas al ideario peronista para construir una "patria justa, libre y soberana, a través de un Estado garante de derechos". [4]
De nada serviría, en este caso, partir de la contraposición de marcos teóricos que, o bien conciben al Estado como el espacio de producción de lo común, para instrumentalizar la transformación "desde arriba", mediante la redistribución de la riqueza que proviene de una mesurada regulación de las relaciones capital/trabajo o, por el contrario, como el órgano mediante el cual ejerce su dominación la clase minoritaria que se apropia de esa riqueza social que generan las clases subalternas, obligadas a vender su fuerza de trabajo. De una definición se desprende la necesidad de alcanzar el poder político para morigerar, desde el control del Estado, los excesos "injustos" del mercado capitalista: regular, redistribuir, establecer derechos y obligaciones. De la otra, se deduce que toda lucha por transformar de raíz la sociedad fundada en la profunda injusticia de la explotación de las mayorías por parte de una minoría parasitaria, no puede prescindir del enfrentamiento con el Estado capitalista que es garante de perpetuar esas relaciones. Pero comenzar así, nos paralizaría en un debate estéril cuando lo que nos proponemos es, más bien, cuestionar las posibilidades de repetir esa experiencia política de los gobiernos kirchneristas que, a la distancia y frente al avance de las derechas ultrarreaccionarias, aparece idealizada en los feminismos que se identifican con esta tendencia.
Este feminismo, encolumnado explícita o tácitamente con las sucesivas coaliciones del Frente para la Victoria, Frente de Todos y Unión por la Patria, parte de reconocer especialmente las medidas redistribucionistas adoptadas durante los años siguientes al estallido social de diciembre de 2001, como una política de confrontación con el neoliberalismo. [5] Frente a la estigmatización creciente de la población beneficiaria, desde los últimos años del gobierno de Cristina Kirchner, durante el mandato de Mauricio Macri y la campaña electoral de Sergio Massa, aquellas políticas asistenciales indispensables para paliar el hambre, fueron resignificadas en clave de derechos y reivindicadas por un feminismo que quiso encontrar allí una estrategia de empoderamiento de las mujeres de sectores populares. Hoy, frente a la emergencia alimentaria provocada por este gobierno y la cínica criminalización de los movimientos sociales que propician los mismos funcionarios que abarrotan toneladas de comida pudriéndose en galpones, haciendo gala de una crueldad infinita, no hay lugar más que para la defensa incondicional de los perseguidos y sus justos reclamos. Aquí, sin embargo, nos proponemos debatir otra cuestión: si las políticas de Estado que garantizan una respuesta mínima a las necesidades básicas de la supervivencia pueden presentarse como el horizonte de nuestras aspiraciones feministas.
Varios años más tarde, durante el gobierno de Alberto Fernández, otros planes y programas estatales, como el limitado subsidio AcompañAR para mujer víctimas de violencia de género, el Cupo para la inclusión laboral de personas transgénero en la administración estatal, el subsidio RegistrAR a empleadores de trabajadoras de casas particulares, para incentivarlos a cumplir con las leyes laborales, el ínfimo Ingreso Familiar de Emergencia durante la pandemia y muchas otras políticas fueron celebradas sin contradicciones, como políticas feministas y derechos. Aún cuando los recortes presupuestarios decididos por el mismo gobierno, los requerimientos y dificultades para el acceso a los beneficios, el fracaso de los objetivos planificados e incluso el incumplimiento del propio Estado en su implementación limitaron su alcance, extensión y posibilidad de transformación de una realidad extremadamente dura para las mujeres trabajadoras y del pueblo pobre y la diversidad sexual.
Sin embargo, aun dejando de lado los cuestionamientos, ¿es posible imaginar que pueda superarse, ampliarse e incluso, mínimamente repetirse, esta política estatal en un futuro gobierno del mismo signo? Revisemos el pasado para pensar el futuro.
¿Zona de promesas o estado de excepción?
Lo más significativo para este debate es que esa política redistribucionista (retrospectivamente leída como un empoderamiento de las mujeres de los sectores sociales más pauperizados, como una política feminista o de un Estado benefactor, etc.) ocurrió, en sus inicios, por la combinación de dos fenómenos absolutamente excepcionales, uno económico y el otro de índole política.
En primer lugar, por el auge internacional del precio de las commodities, que incluso le permitió al gobierno de Néstor Kirchner, pagar la deuda externa y terminar con la injerencia del Fondo Monetario en la política nacional. [6] Una situación de excepcionalidad que, apenas se disiparon sus efectos, dio lugar a la "sintonía fina": el nombre con el que Cristina Kirchner evitó denominar como "ajuste" a las políticas de su gobierno entre 2012 y 2015, de eliminación de subsidios a las tarifas de luz y gas para una parte de la población, techo a las paritarias, mayor cantidad de asalariados en relación de dependencia alcanzados por el impuesto a las ganancias y nuevo incremento de la pobreza, que llevaron al peronismo a perder las elecciones en manos de la derecha de Mauricio Macri. Peor aún fue la experiencia con el gobierno de Alberto Fernández, cuando decidido a asumir el pago de la fraudulenta deuda asumida por la gestión desastrosa de Juntos por el Cambio, hizo recaer el ajuste sobre la inmensa mayoría del pueblo trabajador para honrar los compromisos con los organismos financieros internacionales, dejando a un 41,7% de la población bajo la línea de la pobreza, un 211% de inflación anual y las catastróficas consecuencias político-electorales que hoy padecemos.
Mientras el feminismo kirchnerista añoraba, en la última campaña electoral, aquel "estado presente" y llamaba a defender los derechos que el fascismo venía a arrasar, en la memoria de millones solo persistía el recuerdo inmediato de una mueca de estatalidad: asignaciones familiares de indigencia, reducción de los planes asistenciales, inflación y pérdida del poder adquisitivo del trabajo, precarización y pobreza. Sin mencionar las situaciones más extremas, como la brutal represión policial ordenada por el gobernador Axel Kicillof contra mujeres y niños que ocuparon precariamente unos terrenos abandonados, cuando la pandemia y también la violencia de género las expulsó de sus hogares. Mientras para los ricos, las estrofas de "combatiendo al capital" solo causaron cosquillas: alcanza con recordar el caso Vicentín, las exenciones impositivas al millonario Galperín, la paralización de la ley de humedales en el Congreso por orden del lobby extractivista, etc. Las funcionarias feministas comprobaron que los ministerios de mujeres son una cáscara vacía si carecen de presupuesto para la implementación de políticas que, al menos, puedan paliar los efectos más letales de la violencia de género. Y que cuando las reglas de un gobierno están dictadas desde Washington, su papel queda reducido a algunas pocas medidas inocuas frente al desastre, más discursivas que prácticas. El sostén acrítico de esta situación luego las ubicó como el blanco de los ataques de la derecha ultrarreaccionaria libertaria que se ensañó con el movimiento, sin distinguir entre los gestos obsecuentes, los silencios cómplices, los malestares acallados y las voces críticas.
La segunda cuestión es la relación de fuerzas que dejó planteada el ciclo de luchas que precedieron a estas políticas redistribucionistas y que eclosionó en diciembre de 2001. El gobierno de Néstor Kirchner dio a luz un "nuevo peronismo transversal", de tipo "progresista", especialmente porque se vio en la encrucijada de asumir el poder en medio de una crisis orgánica que provocó también el estallido de los partidos tradicionales. Su política fue el intento de restaurar el orden que había volado por los aires, en el que la masificación de la asistencia social resultó un elemento indispensable para apagar incendios, despejar las calles y recomponer las instituciones del régimen. Si no, ¿por qué en su momento de hegemonía, no fue capaz de apoyarse en la enorme simpatía que había generado en las masas y la adhesión de la mayoría de las organizaciones y movimientos sociales, para romper con la dependencia del imperialismo, enfrentar a las grandes corporaciones y avanzar definitivamente en un camino de transformaciones que terminara con el atraso estructural del país?
Nada de eso sucedió. Lo que sí ocurrió es que se avanzó -incluso hasta el borde de la corrupción- en la asimilación, cooptación, integración de las organizaciones y movimientos sociales al Estado. Este proceso que incluso llevó a la identificación político-partidaria de muchas organizaciones de la sociedad civil, terminó sectarizando e, incluso, desprestigiando banderas de lucha y reclamos históricos de distintos movimientos sociales. Ante el reciente triunfo electoral de Milei, no hay derecho a preguntarse por qué perdieron legitimidad algunos acuerdos sociales que se creían establecidos para siempre, sin señalar todas las pérfidas consecuencias que tuvo este abandono de la independencia política promovida desde el Estado durante tantos años. Lo que siguió en el gobierno de Alberto Fernández fue aun peor: la pasivización casi absoluta de las centrales sindicales frente al descomunal deterioro del poder adquisitivo del salario y de la precarización de la vida. Al movimiento feminista, que fue el único actor político que se mantuvo en las calles durante los últimos años, se lo intentó apaciguar mediante la creación de ministerios, secretarías y otras medidas de institucionalización y la incorporación de centenares de activistas a la función pública en los distintos niveles del Estado. Pero no se puede estar de los dos lados del mostrador. Este fue uno de los elementos que impidió que, frente a la crisis colosal del último año de gobierno de Alberto -con el candidato a presidente ejerciendo como ministro del ajuste en la cartera de Economía-, el feminismo volviera a liderar movilizaciones unitarias y masivas como las de 2015 y 2018. [7]
El Estado puede imaginarse como "zona de promesas", pero la realidad es que, con el cierre de esa ventana de oportunidad, esa música maravillosa fue desafinando, hasta terminar en mímica, en vacuo palabrerío, en discursos cada vez más alejados de la realidad. Como sintetizara Juan Dal Maso, en esto no hay mucha ciencia, los gobiernos populistas establecen "políticas ’redistributivas’ cuando hay auge económico o la gente está muy cabrera, políticas de austeridad o ajuste cuando la economía está en crisis." [8]
¿Derrotar el plan de Milei o campaña electoral prematura?
Lo que urge, ante la catástrofe en la que nos está sumergiendo la política criminal del gobierno de Milei, es pensar si es posible repetir aquel proyecto político de "amor e igualdad" que estos feminismos kirchneristas añoran, pero que, en realidad, no fueron más que episódicos y pragmáticos volantazos dictados por la necesidad. Como dice la canción, "no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió". Lo que sí sucedió es que bajo la aplaudida decisión de "la jefa", el peronismo entronizó, sucesivamente, como candidatos presidenciales a Daniel Scioli (hoy funcionario de Milei) que perdió las elecciones frente a la derecha de Macri; luego a Alberto Fernández (conocido operador de las corporaciones y amigo del grupo Clarín) que ganó las elecciones en un país al borde del abismo y, como dice el chiste, se atrevió a llevarlo un paso adelante. Y, por último, a Sergio Massa (un hombre de la embajada norteamericana que hoy opera como consultor de un fondo buitre de EE.UU.), que volvió a perder frente a la derecha, a pesar del funesto panorama que pintó si ganaba Milei, de inminente pérdida de derechos, sin percatarse de que eran absolutamente desconocidos por la inmensa mayoría.
En esa seguidilla de decisiones, no hubo errores, sino exceso de neoliberalismo. Y la clara convicción de que para ganarle a la derecha, hay que correr el programa a la derecha: aceptar la privatización de algunas empresas estatales, negociar alguna reforma laboral que satisfaga a ciertos sectores patronales. Y, sobre todas las cosas, mantener la más férrea unidad entre todas las alas del peronismo en que las deudas se honran, por más ilegítimas y fraudulentas que éstas sean. Si libres y desendeudadas nos queremos, hay que empezar por romper con el Fondo Monetario. Porque ninguna medida mínima de regulación del mercado, ni de redistribución de la riqueza social, ni de la generación de políticas públicas puede profundizarse, ampliarse y ni siquiera mantenerse, sin subvertir un orden regido por la subordinación al FMI. Y esa dependencia no solo marca los ritmos y la profundidad de las políticas de ajuste fiscal sino que, además, obliga a mantener el modelo extractivista salvaje -en el que concuerdan todos los partidos de gobierno- para garantizar la recaudación que solventa los pagos a los usureros. Aún cuando ese extractivismo sea a costa de la expoliación de los bienes comunes naturales, las catástrofes ambientales, la depredación de los ecosistemas y el deterioro de la vida de las comunidades originarias: el litio del pueblo coya en el noroeste; gas y petróleo en territorios mapuche en el sur; el agua y los bosques deforestados del noreste qom. El "proyecto nacional, popular, democrático y feminista" que Cristina Kirchner propuso en 2018 -cuando era oposición- es una verdadera utopía.
Todas las advertencias de que hay que dejar gobernar a Milei porque aún conserva altos porcentajes de apoyo entre quienes lo votaron; que no podemos exigirle a las centrales sindicales que unifiquen los reclamos en un verdadero plan de lucha hasta derrotar todo el plan del gobierno; que hay que callar ante el ajuste que los gobernadores imponen en sus provincias; que hay que conformarse con luchar divididas, con medidas aisladas y episódicas, etc., no hacen más que permitirle ganar tiempo a Milei para entregar el país y hundir en la miseria al pueblo trabajador y, al peronismo, para recomponerse hacia el 2027 cuando, frente a la situación calamitosa en que nos deje la gestión de la derecha ultraneoliberal, se presenten electoralmente como el mal menor al que deberemos resignarnos.
El futuro nos encontrará ¿resignadas o sublevadas?
En los años recientes, los feminismos hemos sido protagonistas de un potente movimiento que, en las calles, desafió al oscurantismo clerical, la fuerza muda de tradiciones conservadoras, los prejuicios machistas, a los dinosaurios de la derecha política y hasta, incluso, la negativa cerrada de los gobiernos progresistas a convertir nuestros derechos en ley. Con persistencia, decisión, organización y lucha le arrancamos al Estado lo que, por mucho tiempo, nos dijeron que era imposible.
Hoy se trata de no dividir ni aislar a cada sector para que luche por su cuenta. Porque de esta nadie se salva sola. Esta banda de forajidos que está en el gobierno viene por todo y por todos y no podemos permitir que sigan avanzando. En los próximos días tenemos un primer desafío crucial: organizar una gran movilización masiva para cuando se trate la Ley Bases en el Senado, exigiendo a la CGT y las CTAs un paro activo para derrotarla. Los feminismos también tenemos que tomar en nuestras manos el impulso de la más amplia movilización. Y eso implica la confrontación con las direcciones burocráticas de los sindicatos, del movimiento estudiantil y los movimientos sociales que se oponen a esta perspectiva, titubean o no están dispuestas a desarrollar la más amplia organización democrática y desde abajo que garantice la contundencia y masividad que necesitamos en las calles.
Después de lo que hemos mostrado que somos capaces de hacer los feminismos en los años recientes, ¿dónde está escrito que millones de maestras, enfermeras, trabajadoras de casas particulares, cajeras de supermercado, obreras industriales, cocineras, cuidadoras, jubiladas, artistas, estudiantes y tantas más no podamos desarrollar la más amplia autoorganización, de un potente y renovado movimiento feminista que aporte más ímpetu y fuerza a la lucha de toda la clase trabajadora, la juventud y el pueblo pobre contra los planes de hambre, odio, expolio y destrucción que Milei lleva adelante contra las mayorías populares? Pan y Rosas pone toda su energía militante para confluir con quienes compartan este objetivo, advirtiendo que solo será posible si peleamos por construir ese movimiento desde abajo, no esperando a que sea desde arriba -mediante el poder del Estado- que consigamos hacernos fuertes y conquistar nuestros derechos. Y eso solo puede lograrse, peleando también porque nuestro movimiento de lucha aún en su diversidad, sea independiente de todos los partidos de gobierno.
Por su lado, nuestro feminismo socialista apuesta a reconstruir, en estas luchas del presente, un nuevo horizonte político que no se reduzca a la gestión más o menos equilibrada del Estado capitalista y su barbarie. Recrear, contra toda resignación malmenorista, un nuevo imaginario político que motorice y fortalezca la irrupción en la Historia de esa fuerza social mayoritaria, capaz no solo de resistir e incluso derrotar a sus más feroces verdugos, sino también de tomar las riendas del destino en sus propias manos.
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