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SEMANARIO

La última trinchera del neoliberalismo

Jimena Vergara

James Dennis Hoff

EE.UU.
Ilustración: Sou Mi

La última trinchera del neoliberalismo

Jimena Vergara

James Dennis Hoff

Ideas de Izquierda

[Desde New York] La ignominiosa derrota de Hillary Clinton en las elecciones de 2016 ha sido ampliamente considerada como un referéndum sobre el fracaso del proyecto neoliberal. Esto se debe en gran parte a que, en contraste con el outsider Donald Trump, Clinton representaba la continuidad del mismo establishment bipartidista que durante décadas había colocado los intereses de una clase capitalista desenfrenada por encima de las necesidades de los trabajadores. Desde Ronald Reagan a Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama, el programa de globalización, libre mercado, financierización, desregulación y austeridad había sido, en pocas excepciones, hegemónico.

Sin embargo, desde el crack de 2008, el neoliberalismo, como ideología y como proyecto económico, está en crisis, una crisis que muestra signos de propagación en todos los aspectos de la vida política estadounidense. Esta es una de las razones por las que un multimillonario arrogante que se comprometió a “volver a hacer grande a Estados Unidos” pudo conseguir una victoria del Colegio Electoral contra el candidato del establishment. Y por qué casi se las arregló para ganar un segundo mandato a pesar de no cumplir esa promesa. Aunque la retórica xenófoba y nacionalista de Trump representaba una ruptura con el establishment neoliberal, en la práctica su política resultó estar bastante alineada con él. Con la excepción de su política de comercio exterior e interior, Trump gobernó como los republicanos antes que él, eliminando regulaciones, recortando impuestos a las empresas y a los ricos, y preparando el terreno para una mayor austeridad fiscal.

Joe Biden, como Hillary Clinton, también es amplia y correctamente percibido como un representante del establishment político. Sin embargo, esta vez, después de cuatro años de controversia, polarización política, una respuesta fallida a la pandemia y disturbios sociales masivos, los demócratas ganaron el Colegio Electoral por exactamente el mismo margen por el que lo perdieron en 2016. Este zigzagueo de un populista de derecha a un tecnócrata del establishment es emblemático de los elementos de crisis orgánica que se están desarrollando actualmente en los EE. UU. Pero esto no significa necesariamente que la gente votara por el neoliberalismo o incluso por el establishment. Por el contrario, la estructura bipartidista del régimen político estadounidense casi garantiza que las necesidades reales de la clase obrera estadounidense nunca están plenamente representadas en tales elecciones. Para la mayoría del electorado estadounidense, Biden no era el candidato del neoliberalismo, sino de la estabilidad y la normalidad, un viejo y bien iluminado puerto en una tormenta política de proporciones históricas. Pero ni él ni el sistema político-económico de EE. UU. están equipados para crear esa estabilidad. En este sentido, la presidencia de Biden puede señalar el comienzo del fin del proyecto neoliberal. Sin embargo, el tiempo que pueda sostenerse y lo que podría reemplazarlo son preguntas abiertas.

¿El último neoliberal?

Aunque está claro que muchos de los votantes que eligieron a Biden estaban en realidad votando en contra de la política de la administración Trump y no a favor de la política de establishment de Biden, su elección representa, sin embargo, quizás la última oportunidad para la clase dominante de salvar lo poco que queda de los restos del proyecto neoliberal. Y de varias maneras Biden es el hombre perfecto para ese trabajo. Un conservador fiscal amigable con los negocios con un largo historial de apoyo a rescates corporativos, Biden es precisamente lo que la clase capitalista necesita en este momento. No es sorprendente, entonces, que los inversionistas de Wall Street contribuyeran cinco veces más a su campaña que los de Trump en el período previo a la elección, o que recibiera el apoyo de dos cámaras de comercio nacionales y cientos de republicanos destacados.

Este respaldo de la clase capitalista y la derecha muestra que todavía hay un considerable apoyo bipartidista para el proyecto neoliberal a pesar de su lento desenvolvimiento. Estos sectores de la clase dominante confían en Biden para restablecer algún tipo de estabilidad social y económica mediante una combinación de gastos de estímulo empresarial y austeridad, como la que vimos tras el crack de 2008.

Si el historial de Biden es un indicador de cómo gobernará, parece que no decepcionará a sus benefactores de las corporaciones. De hecho, aunque Biden hizo campaña en una plataforma que incluía algunas concesiones a regañadientes al ala progresista del Partido Demócrata, toda su carrera política ha sido un testimonio del tipo de negociación de pasillo que definió la presidencia de Obama. Un político consumado y experto en el arte de los acuerdos bipartidistas, fue uno de los primeros Nuevos Demócratas –cuya tendencia política se conocía como la Tercera Vía– que movió al partido a la derecha a principios de los años 90. También es un conocido y entusiasta defensor del equilibrio presupuestario que, en fecha tan reciente como 2007, dijo que apoyaba el aumento de la edad de jubilación para las prestaciones de la Seguridad Social. Defiende los acuerdos de libre comercio favorables a las empresas y apoyó firmemente el TLCAN y la Asociación Transpacífica. Y, como Branko Marcetic ha detallado minuciosamente, es un político “transparentemente transaccional” con fuertes lazos con los bancos y la industria de tarjetas de crédito, con los lobbistas de Washington y con el sector financiero. Como vicepresidente de Obama, fue también, y quizás más importante desde la perspectiva de la clase capitalista, parte de una administración que supervisó el mayor rescate corporativo en la historia de los EE. UU.

Es posible que la administración de Biden consiga impulsar algunas reformas estabilizadoras para hacer frente a la pandemia en curso y a las consecuencias económicas de la última ola de contagios –incluyendo la ampliación de los préstamos a estudiantes y el alivio hipotecario y la mejora del seguro de desempleo– pero cualquier plan que requiera una inversión importante o cambios en el código tributario probablemente quedará descartado, especialmente si hay un Congreso dividido. La condonación de los préstamos estudiantiles, la inversión en energía limpia, una Ley de Atención Asequible más sólida, o una opción de atención de salud pública, si se aprueba, serán en el mejor de los casos versiones diluidas de lo que Biden propuso en la campaña electoral –y es más probable que estén muertas a su llegada el 20 de enero–. De hecho, incluso antes de asumir el cargo, Biden ya está señalando una voluntad de acuerdos con los republicanos del Congreso alentando a su partido a conformarse con un proyecto de ley limitado de ayuda ante el coronavirus que no se acercará a lo que se necesita, no incluirá ninguna ayuda directa a las familias.

Pero esto no significa que no haya gastos, al menos no cuando se trata de los tipos de políticas que son más beneficiosas para los negocios. De hecho, si bien el neoliberalismo es a menudo sinónimo de austeridad y pequeño gobierno, como ideología siempre se ha basado en la idea de que el propósito principal del Estado es mantener la salud y el funcionamiento de los mercados. Muchas empresas, en particular las de las industrias del petróleo, las aerolíneas, los viajes y la hotelería, han sido golpeadas por la pandemia. Salvar a estas corporaciones en nombre de la estabilidad económica es precisamente el tipo de intervención gubernamental que los neoliberales adoran. Y tal rescate de las industrias en quiebra es probablemente una de las primeras acciones bipartidistas que podemos esperar de una presidencia de Biden, un regalo para los inversionistas de Wall Street que contribuyeron tanto a su campaña.

Para el pueblo trabajador, la plataforma de Biden prometió la condonación de los préstamos estudiantiles, un salario mínimo más alto, una opción pública para el cuidado de la salud, y un programa de “empleos verdes”. Todas estas promesas, por supuesto, dependen en parte del resultado de las elecciones al Senado de Georgia. Pero el mayor obstáculo para Biden es realmente el déficit proyectado de 3,7 billones de dólares que heredará. Después de que las principales industrias hayan sido rescatadas y sus CEOs se hayan dado generosas bonificaciones, el argumento será, como ha sido a menudo, que no queda dinero. Y lo que sigue se parecerá mucho a la austeridad general que hemos tenido durante las últimas décadas, incluyendo la reducción del gasto en educación, salud y transporte, y tal vez incluso recortes a Medicare o a Seguridad Social, algo que Biden ha puesto en la mesa de negociaciones muchas veces en su carrera de tres décadas como senador. A menos que los demócratas ganen el Senado, hay pocas expectativas de que haya un aumento de los impuestos a los más ricos, o una reducción significativa de los recortes de impuestos de Trump, y aunque parece posible un aumento del salario mínimo nacional –el salario mínimo, después de todo, ha perdido casi el 40 por ciento de su valor desde 1968– es probable que esté a un ritmo que es muy insuficiente para la mayoría de los trabajadores.

Un programa tan probable de componendas solo se sumará a la actual crisis de deslegitimación y polarización que ha caracterizado a la política estadounidense desde el crack de 2008. Esto a su vez alimentará los argumentos tanto de los nacionalistas de derecha como de los reformistas progresistas de que se necesita un nuevo camino a seguir. El problema, por supuesto, es que no hay un camino hacia adelante para el progresismo más de lo que hay para el neoliberalismo. Es inviable volver al período de bienestar social y de relativa igualdad económica y prosperidad que existió en los EE. UU. después del final de la Segunda Guerra Mundial. Esto se debe a que simplemente ya no existen las condiciones económicas y políticas que hicieron posible tal conciliación entre el capital y la clase obrera.

El capitalismo en declive

El 20 de enero, Biden será investido en medio de una de las mayores crisis económicas mundiales desde la Gran Depresión. El coronavirus y los cierres que le siguieron han dado lugar a una disminución históricamente aguda del empleo y el PBI en países de todo el mundo, y a medida que una segunda ola de contagios se extiende por Europa y los EE. UU., todo indica que la situación va a empeorar antes de mejorar. Sin embargo, este colapso económico no es solo un producto de la pandemia. Es parte integrante de una crisis mucho más grande y continua causada por la incapacidad del sistema capitalista mundial para restablecer los niveles de acumulación y crecimiento de los decenios anteriores a 2008. Como muestran los datos de la Oficina Presupuestaria del Congreso, la gran recesión creó una “brecha de producción” inusualmente grande y duradera entre el PBI real y el potencial de 2009 a 2017, y ahora una brecha de producción mundial aún más masiva está creciendo a raíz de la primera ola de la pandemia. Como resultado de estas crisis combinadas, la economía mundial está experimentando un choque de la demanda, un choque de la oferta y un choque financiero, todo a la vez, y Biden se está metiendo de lleno en ello. La presión sobre él para que actúe será fuerte, pero como ya hemos demostrado, la probabilidad de cualquier acción real en nombre de la clase obrera es escasa. E incluso en el hipotético caso que Biden estuviera dispuesto a implementar las demandas más ambiciosas de los progresistas de su partido, como Bernie Sanders y “el Squad” [como se conoce al grupo de Alexandria Ocasio-Cortez y otros parlamentarios, NdT], eso haría poco para resolver la crisis económica más grande, que se ha convertido en un elemento permanente del capitalismo.

Desde que la primera ola pandémica golpeó a los EE. UU. a finales de febrero, la actividad económica ha caído drásticamente. Según la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER), la actividad económica mensual de los EE. UU. alcanzó su punto máximo en febrero de 2020, marcando el final de la expansión estadounidense más larga registrada, que comenzó en junio de 2009. Desde entonces, EE. UU. ha experimentado dos trimestres consecutivos de disminución del PBI y han registrado su mayor caída trimestral de la producción económica registrada, una disminución del 9,1 % en el segundo trimestre de 2020. Según el economista Nick Routley, el PBI trimestral nunca había experimentado una caída mayor al 3 % desde que se iniciaron los registros en 1947. Mientras tanto, las pérdidas de empleo relacionadas con el Covid-19 acabaron con 113 meses consecutivos de crecimiento del empleo, y el empleo total no agrícola cayó en 20,5 millones de puestos de trabajo en abril. El impacto de las pérdidas de empleo fue mayor en el caso de las mujeres, los trabajadores no blancos y los trabajadores precarios. Sin embargo, esto no significa que no podamos esperar ver momentos de recuperación durante o inmediatamente después de la pandemia, como ya ha sucedido desde septiembre en los mercados de valores y en la recuperación del PBI en el tercer trimestre. Aun así, aunque esa recuperación se mantenga en el cuarto trimestre –y parece improbable que así sea, gracias a la última oleada de infecciones y cierres–, eso dejará a la economía de los EE. UU. al menos un 3,5 % más pequeña que a finales del año pasado, antes del brote de coronavirus.

Más allá de las oscilaciones de la economía mundial y nacional en el plazo inmediato, el sustrato de la crisis actual es mucho más profundo. Como dice Paula Bach, las fortalezas que sostuvieron el período neoliberal se debilitaron gravemente por la crisis de 2008. La pandemia terminó por profundizar esas debilidades:

Lo cierto es que la debilidad económica post crisis 2008/9 aniquiló el sustituto débil de “progreso” ofrecido por el neoliberalismo a cambio de la “globalización” y la destrucción de las conquistas del llamado “Estado de Bienestar”. De alguna manera y en particular en el curso de las décadas del ‘90 y ‘2000, la proliferación del crédito al consumo –incluidas las hipotecas subprime–, la mitigación de la desigualdad entre países –habilitada por el ascenso de los llamados BRICS–, la reducción relativa de la pobreza –entendida en los términos del Banco Mundial–, el “sueño chino”, el indio y hasta cierto punto el brasileño, entre otros, actuaron como factores compensatorios frente al incremento –global y al interior de la mayoría de los países– de la desigualdad. Este “intercambio satánico” es lo que, en el curso de la última década, se fue diluyendo primero en el “centro” y más tarde en la “periferia”.

En otras palabras, el falso “progreso” del capitalismo neoliberal, sostenido a lo largo de décadas de tiempo prestado, ha terminado por fin de correr su curso con consecuencias aún más nefastas para los trabajadores y la economía, por no hablar de la destrucción masiva del medio ambiente y la proliferación de enfermedades como el Covid-19.

Aunque un buen número de los principales economistas burgueses son bastante pesimistas en cuanto a las posibilidades de una rápida recuperación, y muchos predicen que pasarán años antes de que vuelva el crecimiento capitalista sostenible, la victoria de Biden ha entusiasmado al menos a algunos economistas liberales. Su esperanza es que la intervención del Estado, como las políticas aplicadas tras el brote de Covid-19, pueda conducir a una recuperación rápida y relativamente indolora. La realidad, sin embargo, es que incluso con los subsidios estatales masivos, las cifras económicas no son prometedoras. Tal vez uno de los representantes más entusiastas de este renovado optimismo liberal sea Paul Krugman, quien ha sostenido que la presidencia de Biden ayudará a acelerar lo que él considera un probable repunte económico rápido y total a corto plazo:

¿Qué frenó la recuperación después de 2008? Lo más evidente es que el estallido de la burbuja inmobiliaria dejó a los hogares con altos niveles de deuda y debilitó enormemente los balances que tardaron años en recuperarse. Esta vez, sin embargo, los hogares entraron en la depresión pandémica con una deuda mucho menor. El patrimonio neto se vio afectado brevemente pero se recuperó rápidamente. Y probablemente hay mucha demanda acumulada: los estadounidenses que permanecieron empleados ahorraron mucho en la cuarentena, acumulando muchos activos líquidos. Todo esto me sugiere que el gasto aumentará una vez que la pandemia disminuya y la gente se sienta segura para salir y andar por ahí, así como el gasto aumentó en 1982 cuando la Reserva Federal redujo las tasas de interés. Y esto a su vez sugiere que Joe Biden eventualmente presidirá una recuperación en alza, tipo “Morning in América”.

Hay al menos dos problemas con esta hipótesis. Primero, la superación de la recesión de 1982 fue posible precisamente porque el capitalismo estadounidense logró imponer la ofensiva neoliberal, restaurando la rentabilidad capitalista mediante la privatización del sector público y la destrucción de los sistemas de bienestar del Estado y el ataque a los sindicatos. En segundo lugar, como resultado de las lecciones que la burguesía imperialista sacó de la crisis de 2008, ya no existe la menor duda de que es necesaria una intervención estatal masiva para aliviar los efectos más devastadores de la recesión pandémica. De hecho, este elemento es quizás lo que muestra más claramente las contradicciones del proyecto neoliberal, que se basaba, en parte, en la reducción drástica del gasto público. La cuestión es, por supuesto, la intervención del Estado para quién. En 2008, los inversores de Wall Street fueron rescatados por más de 700.000 millones de dólares, mientras que el desempleo se disparó y los propietarios de viviendas se vieron obligados a hundirse bajo el peso de hipotecas que ya no podían pagar. Pero incluso con esta inyección masiva de efectivo, la recuperación económica sigue estando muy por debajo de las tasas de crecimiento anteriores a 2008, y todos los indicios apuntan a un crecimiento aún más lento en el futuro. Esta contradicción revela el problema subyacente al que se enfrentan las economías estadounidense y mundial: el capitalismo está fracasando, y no tiene un plan B.

Grietas en el edificio

La pandemia del coronavirus y el caos social y económico que ha engendrado revelan tanto la profundidad de la crisis capitalista como la actual crisis de legitimidad del régimen estadounidense. Sencillamente no hay manera de que el capitalismo resuelva sus problemas de manera gradual y armoniosa, y el próximo período de inestabilidad económica solo catalizará más disturbios y polarización política. El gobierno de Biden, en consecuencia, será débil desde el principio. Su principal función será hacer frente al declive de la hegemonía mundial de los EE. UU. y a la actual recesión económica, y gobernar en una relación de fuerzas caracterizada por la continua influencia del nacionalismo de extrema derecha, las demandas inquebrantables del capital hegemónico y las aspiraciones de las grandes masas trabajadoras deseosas de encontrar alternativas al racismo y la desigualdad desenfrenados en que se basa el capitalismo estadounidense. En respuesta, podemos esperar que la administración Biden ofrezca algunos beneficios parciales y temporales a las masas que puedan amortiguar los efectos inmediatos de la pandemia, pero estas concesiones no harán nada para resolver la crisis indeleble del capitalismo.

La forma en que la izquierda responda a esta situación, y dónde ponga sus esfuerzos en la preparación para estos tiempos turbulentos, tendrá implicaciones a largo plazo para los trabajadores en los EE. UU. y en el extranjero. Aunque pocos socialistas se hacen ilusiones sobre Biden como político progresista, muchos, sin embargo, abogaron incorrectamente por un voto por él, algunos incluso hicieron campaña por él, y muchos más todavía creen que puede ser empujado a la izquierda a través de la persuasión política o las manifestaciones y protestas masivas. Otros partidarios menos críticos de Biden, como Bernie Sanders, miembros del Squad y otros progresistas del Partido Demócrata, son aún más crédulos. Ellos creen, ahora que un demócrata está en el cargo, que los problemas de la economía pueden ser resueltos simplemente volviendo a las políticas keynesianas de la posguerra, o un nuevo New Deal de algún tipo. Esa expectativa no solo es incompatible con el apoyo de larga data del Partido Demócrata al neoliberalismo, sino que también se basa en condiciones político-económicas que simplemente ya no existen y en políticas que nunca funcionaron realmente. Al mismo tiempo, la dirección de Democratic Socialists of America (DSA) se subordina cada vez más a esta política reformista, abrazando la idea de que su papel más importante es actuar como base activista del ala izquierda del Partido Demócrata. El problema es que tal estrategia se basa en la expectativa de que el capitalismo se desarrolle pacíficamente y sin más crisis, y no hay nada pacífico en el futuro del capitalismo. Esto significa que no hay tiempo que perder. La izquierda debe dejar de subordinarse a la política del Partido Demócrata. Tenemos que prepararnos para que, en la próxima ola de levantamientos contra la violencia policial y la crisis económica, podamos fortalecer una perspectiva independiente y revolucionaria en los EE. UU.

Sin embargo, esta perspectiva no significa renunciar a las elecciones. La cuestión no es si la izquierda debe participar en las elecciones, sino más bien cómo utilizar las elecciones tácticamente para fortalecer la lucha de clases, y llevar una voz revolucionaria para los explotados y oprimidos a los congresos burgueses. Los revolucionarios pueden usar las elecciones para hacer que las ideas socialistas lleguen a millones. El problema es cuando el “trabajo electoral” significa fortalecer a nuestros enemigos (el Partido Demócrata por ejemplo), como lo ha hecho el DSA. Presentar candidatos revolucionarios es una parte importante de la lucha para construir un partido político para la clase obrera y los oprimidos.

Por otro lado, nuestra tarea más urgente es construir un movimiento obrero de lucha, siguiendo el ejemplo de los trabajadores de primera línea que luchan contra la pandemia. En los próximos meses también será una tarea esencial luchar contra la burocracia sindical, que está ligada al Partido Demócrata. Al mismo tiempo, necesitamos un sector revolucionario dentro del movimiento antirracista que luche por una perspectiva anticapitalista. El Partido Demócrata y las ONG que actúan en el movimiento Black Lives Matter son enemigos de esta perspectiva y deben ser derrotados. Por eso necesitamos una facción revolucionaria dentro del movimiento que luche por la auto-organización democrática y la independencia política de las masas.

La profundidad de la crisis actual abre grandes problemas para el marxismo revolucionario, pero también grandes oportunidades. Sería un error que los socialistas se adaptaran a las soluciones liberales y utópicas de la crisis que se ofrecen actualmente. En cambio, debemos prepararnos, con la mirada despejada y un esfuerzo decidido, para los desafíos que se le presentan a la revolución proletaria en EE. UU. y en el resto del mundo.

Traducción: Maximiliano Olivera


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Jimena Vergara

@JimenaVeO
Escribe en Left Voice, vive y trabaja en New York. Es una de las compiladoras del libro México en llamas.

James Dennis Hoff

Escritor, educador y activista, Universidad de Nueva York.