A propósito de la publicación de La crisis del sistema imperial, de Claudio Katz, abordamos algunas cuestiones cruciales para desarrollar una teoría sobre las relaciones imperialistas en el actual momento de desorden mundial.
En La crisis del sistema imperial [1], Claudio Katz busca dar cuenta de las relaciones de fuerza imperantes en el orden internacional en el momento actual. En este nuevo trabajo sobre una problemática que Katz ya abordó en libros previos, se propone afinar los conceptos que permitan dar cuenta de los alcances e implicancias de la crisis del sistema enunciada desde el título. El autor no se limita a poner el foco en los principales actores de la escena internacional, también se dirige a considerar el lugar que ocupan otros actores estatales que, si no alcanzan proyección mundial, la tienen al menos a escala continental o regional. Este enfoque panorámico es uno de los puntos fuertes del libro, que presenta un abordaje sistemático de los distintos escalones de la jerarquía internacional.
A continuación abordaremos algunos de los tópicos que Katz recorre en su libro, que consideramos un trabajo valioso para la discusión sobre el panorama del imperialismo hoy. Por los límites de nuestro texto, quedarán afuera algunas de las temáticas tratadas a lo largo de sus casi 400 páginas.
Recuperar la teoría del imperialismo
Katz comienza su libro planteando la necesidad de recuperar el lugar central que tiene –o debería tener– la teoría del imperialismo en la crítica del orden social capitalista. Esta cuestión que plantea Katz es importante, dados los avatares que tuvo y sigue teniendo en el pensamiento crítico contemporáneo. Los “cuestionamientos al neoliberalismo o al capitalismo son mucho más frecuentes, que las impugnaciones al imperialismo” (22), observa. Esto tiene como consecuencia que se desdibuje el rol que les cabe a la coerción y violencia de los Estados capitalistas más poderosos en la configuración planetaria de este orden social desigual.
El imperialismo “nunca constituyó un estadio o una época específica del capitalismo”, sino que siempre “corporizó las formas que adopta la supremacía geopolítico-militar, en cada era del sistema” (29). Es decir, propone que las mutaciones del capitalismo y la sucesión de centros de poder que dominaron cada etapa, nos obligan a realizar un análisis específico de cómo se configura el sistema de relaciones entre la(s) potencia(s) dominate(s) y el resto del mundo, cuestión con la que coincidimos.
El liderazgo erosionado de EE. UU.
Siguiendo la lógica histórica a la que nos referimos recién, el objetivo que Katz se propone en este libro, es delinear los conceptos teóricos adecuados para clarificar el momento actual del orden imperialista, dominado por la incertidumbre. Si un dato fundamental que se viene observando con claridad con el correr del siglo XXI es la “impotencia” del imperialismo dominante, EE. UU. para imponer sus designios y enfrentar exitosamente los desafíos a su liderazgo, todavía no se perfilan de manera acabada todas las consecuencias que de esto se desprenden. Es una crisis en desarrollo, cuya trayectoria no resulta de fácil pronóstico. Katz subraya el contraste que existe entre el perfil claramente definido que tiene el capitalismo actual, “globalizado, digital, precarizador y financiarizado” (31) y la falta de nitidez en los planos geopolítico o militar.
Obviamente, el autor reconoce la existencia de disputas que existen entre distintos sectores de la clase dominante ante la crisis sistémica, entre quienes proponen caminos de relanzamiento neoliberal y los intentos de giro neokeynesiano y, agrego yo, las tensiones que implican las presiones soberanistas cada vez más acentuadas sobre los andamiajes del capital trasnacionalizado. Pero esto no impide, subraya, realizar una radiografía de cómo es ese capitalismo en crisis.
En cambio, el imperialismo de siglo XXI resulta más difícil de caracterizar. Está “signado por un cúmulo de incertidumbres, indefiniciones y ambivalencias muy superiores a su basamento económico” y esto “determina la enorme complejidad del actual entramado imperial” (31). Los propios alcances del retroceso de la potencia dominante son materia de debate. EE. UU. “perdió la preponderancia del pasado y su declinante competitividad fabril, no es contrarrestada por su continuado comando financiero o su significativa supremacía tecnológica” (31). Pero esto, “no implica un ocaso inexorable e ininterrumpido”. EE. UU. “no logra restaurar su viejo liderazgo, pero continúa ejerciendo un rol dominante” (32). Las grietas internas en la clase dominante y su personal político, que generan un clima de creciente ingobernabilidad, son un emergente de esta situación. El creciente guerrerismo que exhibe la superpotencia surge como respuesta a la acumulación de desafíos que enfrenta. El creciente deterioro del poder de EE. UU. no deja ver a ninguna otra potencia en condiciones de ser aspirante a ocupar el lugar de hegemón mundial.
Compartimos a grandes rasgos estos elementos que señala Katz para caracterizar la situación actual, con las ambivalencias que imperan en muchas de las tendencias.
Acerca del “sistema imperial”
La principal categoría novedosa que ordena el libro es la de “sistema imperial”. Este es, para Katz, el andamiaje vigente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, de cuya crisis se busca dar cuenta. Katz sostiene –y estamos de acuerdo– que el imperialismo no puede considerarse como una “fase” del capitalismo que se haya mantenido inalterada. Este concepto entonces es una propuesta para dar cuenta de cómo se configuró la jerarquía internacional y se articularon las relaciones entre potencias y con el mundo oprimido, desde que EE. UU. se convirtió en la potencia dominante indiscutida del mundo capitalista –enfrentado con el mundo “soviético” hasta el colapso de la URSS y la caída del muro de Berlín– hasta hoy.
¿Qué es lo que define a este sistema imperial? El mismo se refiere a la “estructura de expropiación, coerción y competencia, que apuntalan los grandes capitalistas para preservar sus privilegios” (22). Katz considera que el sistema imperial “rige desde la segunda mitad del siglo XX y difiere significativamente de su precedente clásico de la centuria pasada”. Lo que Katz construye con este concepto es la idea de que la jerarquía mundial configura una especie de constelación, en el centro de la cual se ubica EE. UU., “la única superpotencia del planeta” (69) desde que colapsó la URSS. Este Estado se arroga el rol de custodio exclusivo de los intereses del capital trasnacionalizado en todo el planeta; es el que define en última instancia las condiciones de paz y guerra, el que interviene –financiera o militarmente– para hacer frente a cualquier amenaza insurgente (real o potencial) contra el orden social capitalista en cualquier punto del globo, y el que dicta las líneas rojas a partir de las cuáles determinados países pasan a ser considerados parias internacionales. A partir de la relación con el imperialismo yanqui se definen los roles del resto de los actores que están dentro de este sistema, así como los que quedan excluidos del mismo. Las potencias de Europa quedan caracterizadas como alterimperialismos, que “continúan desenvolviendo acciones propias, pero bajo las normas que fija la jefatura estadounidense. Custodian sus propios intereses en ciertas áreas, aceptando la subordinación al rumbo general que define la primera potencia” (230). La UE, y podríamos decir que también Japón, son Estados que se ubican como actores relevantes en la arena internacional, en la que tienen intereses para defender, y en algunos casos como Gran Bretaña o Francia cuentan con importante capacidad militar que hacen pesar en algunos terrenos; pero no lo hacen desentendiéndose de los lineamientos dictados por EE. UU.
También aparecen otra serie de Estados que Katz define como “coimperialistas”, entre los que se encuadran Australia, Canadá o Israel. Katz los caracteriza como “apéndices” de la principal potencia (41). A diferencia del universo anterior, son países con menor despliegue de poderío económico fuera de sus fronteras, y, con excepción parcial de Israel en lo que respecta a Medio Oriente, aparecen más como ejecutores de los lineamientos estadounidenses de política exterior en sus esferas regionales, contando con una capacidad de proyección de intereses propios mucho más limitada.
Katz también recupera –y parcialmente reformula– la categoría de Subimperialismo que fue propuesta originalmente por Ruy Mauro Marini, para dar cuenta de un conjunto de Estados de rango intermedio que se distinguen por cierto despliegue geopolítico o militar de alcance regional. Katz especifica que la categoría de subimperialismo aplica para aquellos Estados que “actúan como potencias regionales” y que “mantienen una contradictoria relación de asociación, subordinación o tensión con el gendarme estadounidense” (41). Esa ambigüedad “coexiste con fuertes acciones militares en las disputas con sus competidores regionales” (41) [2]. Finalmente, hay dos actores estatales muy relevantes en el escenario internacional, que Katz ubica fuera del “sistema imperial” y a los que otorga un estatus que supera el de la última categoría mencionada, que son China y Rusia. Sobre estos nos detendremos más adelante.
La categoría de sistema imperial es planteada por Katz para proponer la existencia de un funcionamiento de las relaciones internacionales estructuralmente distinto al que caracterizaron los trabajos marxistas “clásicos” del imperialismo. Entre las grandes diferencias, Katz destaca que las guerras “generalizadas entre potencias capitalistas que signaron a ese período, no se repitieron en el escenario posterior”. Tampoco “resurgieron los antiguos imperios”. No obstante estas diferencias, “el pilar coercitivo que han compartido todas las modalidades imperiales, para dirimir primacías, acaparar lucros y consolidar poderíos con el uso de la fuerza” (22).
Katz también advierte que el imperialismo contemporáneo “presenta también diferencias con el modelo que comandó Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX” (30), aunque comparte con este el tener como principal característica la existencia “de un bloque dominante comandado por Estados Unidos” (31). La diferencia entre uno y otro momento tiene que ver con el deterioro de la posición de EE. UU. al que ya nos referimos previamente.
A pesar de la centralidad que tiene la categoría de “sistema imperial”, encontramos cierta ambigüedad sobre el alcance que Katz le otorga a la misma. Claramente plantea que el sistema “articulado” opera “en frontal discrepancia con el modelo de potencias diversificadas, que disputaban primacía durante la primera mitad de la centuria pasada”. Pero esta diferencia, ¿se debe a un cambio en la naturaleza de las relaciones interestatales que está en las bases del “sistema imperial”? En algunos momentos Katz parece ir en ese sentido, como cuando sostiene que “el modelo contemporáneo se asienta en cimientos sociales y gestiones capitalistas muy alejados de esos antecedentes” (22). En otros pasajes, la idea de sistema se refiere a cambios de alcance más limitado, ya que se refiere más bien a una articulación de alianzas del imperialismo líder: “bloque dominante comandado por Estados Unidos y gestionado por la OTAN, en estrecha asociación con Europa y los socios regionales de Washington” (35).
La diferencia hoy puede parecer sutil, dado que los dispositivos forjados por EE. UU. para sostener el “sistema” permanecen vigentes, ya sea que le otorguemos raíces más profundas en un cambio en la naturaleza de las relaciones interestatales, o no. Sin embargo, en términos de diagnosticar los alcances de la crisis del sistema que el libro de Katz quiere discutir, es una cuestión que no es menor, sino fundamental. Opinamos que claramente, no hay “sistema” forjado por EE. UU. que haya dejado atrás los rasgos contradictorios que tiene la relación entre potencias capitalistas –donde se combinan de manera variable la rivalidad y cooperación–. Por supuesto, al día de hoy, sigue siendo notable la permanencia de los dispositivos fundamentales que EE. UU. articuló desde el fin de la II Guerra Mundial para integrar a las viejas potencias europeas, y a Japón. La cuestión es en qué medida los mismos son pasibles de salir indemnes ante el creciente desorden mundial. Hoy el eje de la rivalidad mundial pasa, como Katz observa correctamente, con países que están fuera –y excluidos– del “sistema imperial”, como son Rusia y China. De hecho, la guerra en Ucrania actuó como catalizador para revitalizar a la OTAN, que tiempo antes del estallido de este conflicto Emmanuel Macron diagnosticaba como en estado de “muerte cerebral”. El riesgo, sin embargo, es excluir desde el vamos la posibilidad de que los elementos de caos sistémico –por apelar a la categoría propuesta por Giovanni Arrighi– terminen empujando realinamientos profundos y fuercen la ruptura de alianzas que hoy aparecen sólidas.
La misma extensión de la guerra en Europa, está multiplicando los problemas en la principal potencia del continente, Alemania, porque la pérdida del gas ruso puso en jaque la viabilidad de su industria. Obviamente, no se trata de la primera muestra en décadas de que los intereses de la principal potencia y sus aliados no son idénticos; pero la propia “impotencia” que Katz identifica vuelve más restringida la capacidad con la que cuenta EE. UU. para acomodarlos. Y acá es donde se vuelve central clarificar cuál es el alcance de la transformación que se encuentra detrás de la idea de “sistema”. Si la misma no ha cambiado profundamente la naturaleza de las relaciones interestatales, y estas siguen determinadas por un complejo juego en el que los Estados actúan expresando ciertos intereses fundamentales de las clases capitalistas –que desde ya en cada país son heterogéneos y atravesados por conflictos “internos”–, la pérdida de capacidades de EE. UU. y el desarrollo creciente de rivalidades, empuja hacia el desarrollo de divergencias estratégicas. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, decían Marx y Engels en el Manifiesto comunista. Esto vale claramente en tiempos de crisis sistémica, y el convulsivo interregno que atravesamos muestra que estamos en esa situación, para los alineamientos que aparecen más firmes en las relaciones internacionales, por mucho que ellos hayan servido durante décadas para ordenar la expoliación del mundo dependiente. En estos días la UE vuelve a discutir la necesidad de forjar capacidades militares propias de mayor alcance (puede que vuelva a ser otra cortina de humo como tantas otras veces en las últimas décadas, pero puede que no). Incluso actores “coimperiales” como Australia, se ven cada vez más tironeados por el ascenso de China, que los empuja hacia alineamientos más duales que colisionan con los intereses norteamericanos. Mientras tanto, Donald Trump advierte que si llega otra vez a la presidencia, doblará la presión disolvente sobre la OTAN que ya intentó durante su anterior mandato, avisando incluso que si los socios europeos no ponen más plata para financiar la alianza EE. UU. se desentenderá de cualquier ataque que reciban. Katz no niega explícitamente a lo largo de su texto que la “crisis del sistema imperial” pueda desarticular esta constelación del dominio estadounidense. Pero las hipótesis centrales con las que se maneja, nos parece, apuntan a un enfrentamiento entre este andamiaje y los actores excluidos por el mismo, sin dar demasiada consideración a cómo el desorden mundial o caos sistémico puede forzar a realineamientos y surgimiento de alianzas geopolìticas muy diferentes a las que observamos actualmente, en las que firmes aliados de hoy sean rivales encarnizados mañana.
El estatus de los rivales
Un espacio importante de La crisis del sistema imperial está dedicado a discutir el lugar de Rusia y de China en el sistema internacional. Ambas formaciones aparecen claramente fuera del “sistema imperial” que el autor define.
Rusia debe ser considerada, para Katz, como un “imperio no hegemónico en gestación”, cuyo destino quedará determinado de manera fundamental por el resultado de la incursión en Ucrania. Katz señala que se ha producido una plena restauración del capitalismo en el país, cuestión con la que coincidimos. Excluida de los dispositivos de poder mundial dominantes, Rusia es hostilizada por Estados Unidos. Pero al mismo tiempo tiene una activa intervención geopolítica externa, con grandes despliegues de arsenal bélico.
La caracterización que propone Katz tiene como mérito registrar que Rusia “desarrolla políticas de dominación en su entorno” (35), que tienen un carácter reaccionario. Al mismo tiempo, acierta en acentuar el lugar decisivo que tiene la capacidad geopolítica y militar para definir el lugar de Rusia. Sin embargo, nos parece que por momentos subestima los límites que ponen las endebles bases económicas –que el autor reconoce– a las aspiraciones del régimen de Putin. Katz señala que el lugar imperial “de una nueva potencia no se dirime con meros indicadores económicos” (25). De acuerdo, pero tampoco se dirime abstrayéndose de ellos. Por eso no nos parece adecuado un planteo como el de “imperio en gestación”, sino que creemos más acertado ubicar a Rusia como un caso muy excepcional dentro de las potencias de rango intermedio. La guerra en Ucrania, que representó un salto en el desafío planteado por la Rusia de Putin e incluso si alcanza algunos de sus objetivos en la guerra en Ucrania –algo que las noticias de los últimos días ponen más cerca aunque todavía no puede darse por definido–, será, desde el punto de vista de los grados de libertad económicos de Rusia, un triunfo “pírrico”. La tendencia a la subordinación de Rusia respecto de China se vuelve cada vez más patente en mi opinión.
En el caso de China, en cambio, Katz descarta la posibilidad de aplicar una categoría como la que plantea para Rusia, que nos parecería en este caso más acertada y afín con la manera en que vengo caracterizando a China en artículos recientes, en los que la defino como un imperialismo en proceso de constitución. Para Katz esto no sería posible, en primer lugar porque considera que todavía no está completado ni definido el curso de restauración capitalista, a diferencia de lo que observa para Rusia. No se puede hablar de imperialismo para definir una formación económico-social que no sea capitalista. Estamos de acuerdo en esta última afirmación, pero diferimos en la caracterización planteada sobre China; hemos fundamentado en otras oportunidades por qué consideramos que el proceso de restauración capitalista en China está consolidado, a pesar de sus aspectos contradictorios, incompletos o sui generis.
Katz también argumenta que China no realiza un despliegue militar que vaya más allá de la defensa de sus fronteras. En este terreno contrasta con el accionar de Rusia. Katz observa que China tampoco cuenta con un complejo de bases en el extranjero para sus tropas como tiene EE. UU. Estos son puntos importantes que plantea Katz, que no se pueden descartar así nomás. El despliegue internacional de China es imparable en la arena económica. Además de ser el principal socio comercial para muchos países, China se está volviendo el principal exportador de capitales (sobre todo en inversión extranjera directa para radicar proyectos productivos o comprar participaciones en empresas existentes), y también un importante prestamista. Tomó a su cargo el desarrollo de infraestructuras para expandir el comercio mundial (Iniciativa de la Franja y la Ruta) y también de numerosos proyectos vinculados a la energía o la extracción de bienes comunes naturales de interés estratégico (petróleo, litio, etc.). Dicho esto, no podemos dejar de lado que la proyección de poder de China no se limita a lo económico o lo financiero, donde forjó instituciones que empiezan a proyectarse incipientemente como alternativas al FMI o el Banco Mundial. También está desarrollando significativas alianzas de seguridad para contrarrestar el poder de Washington y sus aliados, aunque, es cierto, hasta el momento no fueron el punto de apoyo para intervenciones en terceros países. Este es uno de los aspectos por los que nos parece adecuado sostener una categoría como la de un poder imperialista que está “en proceso de constitución”.
Katz descarta explícitamente una formulación afín a la que proponemos (“imperio en formación”) argumentando que sólo cobraría sentido “si China abandonara su actual estrategia defensiva” (114). Registra que una tendencia imperial “está presente en el sector capitalista neoliberal con inversiones en el exterior y ambiciones expansivas”, pero advierte que “el predominio de esa fracción requeriría doblegar al segmento opuesto, que privilegia el desenvolvimiento interno y preserva la modalidad actual del régimen político”. Acá nos parece que se plantea una separación algo artificial entre sectores cuyas fronteras vemos cada vez más desdibujadas bajo el régimen cada vez más bonapartista de Xi Jinping. Régimen que al mismo tiempo reforzó rasgos estatistas e intervencionistas y exacerbó las tendencias nacionalistas y militaristas expuestas de manera cada vez menos “defensiva”, por usar los términos propuestos por Katz.
Si hay una diferencia que está determinada por las los cambios que trajo la “gobernanza” contemporánea de la esfera internacional respecto de la de un siglo atrás, es que EE. UU. despliega sus presencia geopolítica de manera mucho más completa y sistemática en todo el globo de lo que pudieron hacerlo las potencias imperialistas que lo precedieron. De esta manera, desafiar su dominio requiere la creación de una masa crítica mucho más considerable. Katz pone, nos parece, una definición demasiado estricta al plantear que solo podrá considerarse a China como imperialismo cuando abandone una posición mayormente “defensiva” que viene en buena medida impuesta por este contexto histórico en el que se registró la restauración capitalista y la transformación del gigante asiático en un polo del poder mundial. China, por el momento, ha buscado posponer un escenario de choque, pero al mismo tiempo se observa la acumulación de capacidades preparatorias con este horizonte como perspectiva. No nos parece correcto sostener que una definición de imperialismo en construcción para China deba aguardar a que ocurra este giro en la orientación estratégica en el país.
La caracterización de China como una potencia no imperial, tiene un importante corolario para los países dependiente. Aunque Katz evalúa que China está tan distante del imperialismo como del Sur Global, considera al mismo tiempo que puede ser un actor relevante que los países oprimidos pueden buscar como aliado “por el singular lugar que ocupa en el orden global” que haría posible que sea “integrado a la batalla prioritaria contra el imperialismo” (109). En América Latina podría tener un “rol de potencial contrapeso a la dominación estadounidense” que podría ser relevante “en una dinámica de emancipación latinoamericana” (118). Este rol podría ser “semejante al jugado en el pasado por la Unión Soviética” (109). Creo que acá se confunden un poco los planos. China efectivamente actuó como contrapeso para algunos países, al momento de ofrecer financiamiento o inversiones sin poner en primer plano exigencias como las que pueden poner los organismos que lidera EE. UU., como el FMI. Pero esto, que está determinado por su competencia con EE. UU. y su intención de ganar ascendencia en el “patio trasero” de éste, no puede extrapolarse para concluir que el gigante asiático pueda actuar como aliado en las gestas de emancipación contra el imperialismo. China desafía el liderazgo de EE. UU., pero no apunta contra el dominio despótico del capital que está en la raíz de la expoliación y desigualdades que rigen en el planeta. Al contrario, quiere convertirse en un garante creíble de estas relaciones sociales de producción explotadoras en todo el globo. La lucha contra el imperialismo y por la emancipación no va a encontrar a China en nuestro “campo”, ni sus disputas con el imperialismo norteamericano y sus aliados deberíamos inclinarnos por el “campo” de China. Es necesaria una política internacionalista para unir a las clases trabajadoras y los pueblos oprimidos de todo el planeta, para enfrentar el guerrerismo imperialista de manera independiente de los Estados capitalistas, imperialistas o protoimperialistas en disputa, que se preparan para librar nuevas guerras reaccionarias.
Tanto en los puntos que compartimos como en los que discrepamos, el libro de Katz realiza una argumentación bien fundamentada, y busca presentar de manera abarcativa las variadas posiciones que se plantean desde miradas de izquierda y anticapitalistas sobre los distintos tópicos abordados. Es una lectura obligada para la discusión del imperialismo en la actualidad.
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