Una reseña crítica sobre el último libro de Liliana Hendel, Violencias de género. Las mentiras del patriarcado, y una reflexión actual y necesaria para el movimiento de mujeres sobre las mentiras y las verdades del patriarcado, pero también del capitalismo.
Violencias de género. Las mentiras del patriarcado fue publicado en 2016 por editorial Paidós. Es un libro de Liliana Hendel, psicóloga feminista, coordinadora de la Red Internacional de Periodistas con Visión de Género en Argentina (RIPVG-AR). En él se propone desenmascarar los diversos mecanismos, que llama “verdades mentiras”, donde se produce y reproduce la violencia del sistema patriarcal al cual están sometidas las mujeres. Busca echar luz a sus contenidos e intenciones y propone algunas salidas para hacerles frente. Cada capítulo está complementado con una destacada labor periodística de entrevistas a quienes son protagonistas y lo viven de cerca: Romina Tejerina, una de las hermanas Mirabal o los padres de Wanda Tadei.
Las “verdades mentiras” que se propone develar la autora son: la ilusión de la igualdad; los estereotipos de belleza; la violencia de género; el amor romántico; los prototipos de masculinidad; la misoginia de los medios de comunicación, entre otros.
Hendel define al patriarcado como “situaciones de dominación y explotación, resignificando así la palabra que designa a la sociedad de los varones como sujetos hegemónicos y protagónicos” [1]. Cita a Alicia Puleo, quien distingue entre dos patriarcados: uno de consenso y otro de coerción. Según Hendel, la coerción está dada a partir de disciplinamientos, como los feminicidios o el acoso sexual, que generan un consenso, “expresado en la conversión de mandatos en deseos subjetivos” [2].
A partir de esta definición, la autora plantea que tirar abajo el patriarcado implicaría dos procesos en simultáneo. En primer lugar, el desarrollo de la autoconciencia de las mujeres para que puedan reconocer las violencias y oponer una resistencia individual a las situaciones de sometimiento. Esto estaría dado por construir lazos de solidaridad entre mujeres como “trincheras” donde desnaturalizan la violencia y se acompañan mutuamente, lo cual vendría a ser una forma alternativa de poder [3]. Reconociendo que el problema de las violencias de género no pertenece a la esfera privada sino que es un problema social que requiere medidas políticas concretas, la autora afirma que “el mayor éxito del heteropatriarcado universal ha sido convertir a la mayoría de las mujeres en sus mejores voceras más allá del lugar que ocupen en la sociedad” [4]. Los mandatos sociales que las oprimen se interiorizan y se transforman en deseos personales.
El otro proceso es la búsqueda de una democracia mejorada: con las mujeres incluidas como ciudadanas plenas en un régimen de gobierno que puede convivir con la eliminación del patriarcado. El Estado buscará, con la aplicación de políticas públicas, avanzar en lograr una completa igualdad borrando las “malas prácticas” de las instituciones que deterioran los derechos de las mujeres producto del sistema heteropatriarcal [5].
La mentira patriarcal de la igualdad
La autora realiza dos críticas principales en el texto. La primera se centra en desmentir la idea de igualdad proclamada por el feminismo liberal [6]. Esta idea sostiene que por haber conquistado algunas leyes progresivas para las mujeres y acceder a cargos de poder, ya se habría conseguido la igualdad real entre los géneros. Hendel la propone como una “verdad mentira” puesto que aún está pendiente la igualdad real para las mujeres, en tanto existen diferentes tipos de violencias patriarcales. En sus palabras: “La igualdad es un concepto político; que ya la hemos conseguido es una mentira del patriarcado” [7]. La autora plantea el término “ciudadanía de baja calidad”, que reconoce en:
… el “techo de cristal” y su aliado: la invisibilidad del trabajo doméstico; [...] la imposibilidad de acceder a la anticoncepción y al aborto; la dificultad de acceso al mundo judicial; [...] la herramienta de la presunción de inocencia [a favor de los varones]; la ausencia [...] de políticas públicas con normativas necesarias para lograr la total eliminación de la división sexual del trabajo [8].
Además, señala correctamente que los espacios de democracia formal se encuentran insertos en estructuras desiguales donde no todas las mujeres acceden a derechos elementales, mostrando así una sociedad desigual en donde se conjuga la opresión que el patriarcado construye en nuestras subjetividades y en las instituciones. Cuestiona también el discurso biologicista según el cual el acceso a cargos políticos de mujeres haría que estuvieran ya garantizadas en sí mismas las políticas de género, cuando en la realidad no es así.
Cambiar la vida de las mujeres
La otra crítica que realiza el libro es contra el marxismo “tradicional”, al plantear que:
… debemos dejar en claro que otros regímenes como el socialismo o el comunismo no lograron llevar sus discursos igualitarios a la vida cotidiana de las mujeres ni de la disidencia sexual [9].
Pero desde el marxismo, tradición en la cual nos ubicamos, es necesario destacar que esta lectura es errónea, puesto que en primer lugar el comunismo como sistema social plantea la abolición de las clases sociales y por tanto, de las desigualdades económicas, sociales y políticas; y no existió en ningún lugar del mundo. Por otra parte, el sistema implantado en Rusia por los trabajadores en 1917 trajo aparejados cambios importantes para las mujeres que se expresaron en sus vidas materiales: la adopción del divorcio, el aborto legal en los hospitales, la despenalización de la homosexualidad, un principio de socialización de las tareas domésticas, el voto femenino universal, la pensión por hijo, entre otras. Medidas que, para la época, fueron en su mayoría pioneras en el mundo, aunque algunos años después el estalinismo liquidó muchas de ellas, reivindicando un rol de la mujer esencialmente materno necesario para criar y cuidar a la “familia socialista”. No obstante, incluso 100 años después, en muchos países con democracias capitalistas aún seguimos luchando por conquistar algunos de esos derechos elementales.
Las “verdaderas mentiras” del capitalismo
El libro es un buen punto de partida para empezar a desentrañar las desigualdades y violencias que oprimen a las mujeres cotidianamente. Sin embargo, la autora le otorga mucho peso a las “verdades mentiras” principalmente psicológicas o culturales. Reconoce la existencia de desigualdades económicas pero no establece con claridad cómo serían superadas, y torna confusa la relación entre sistema capitalista y patriarcado, que principalmente toma la forma de una conveniencia de un mercado de productos estéticos sostenido por estereotipos de belleza que fomenta la opresión patriarcal [10].
Uno de los elementos de desigualdad material que la autora toma es la invisibilización del trabajo doméstico. Lo que no cuestiona es que “... los quehaceres domésticos son tareas “naturales” de las mujeres, (lo cual) permite que ese “robo” de los capitalistas quede invisibilizado” [11]. El principal beneficiario de esa distribución es el capitalista que no debe pagar por el trabajo de reproducción de la fuerza de trabajo para poder seguir explotándola.
De la misma forma, tomamos un estudio de la OIT de 2016 sobre la división sexual del trabajo, en el que se indica que las mujeres tienden a estar sobrerrepresentadas en trabajos de menor remuneración, menor carga horaria y principalmente en los sectores de servicios (comercio) y agricultura [12]. Por otra parte, existen trabajos “femeninos” como educación y salud que responden a una naturalización de “mejores” capacidades sociales para desarrollarlos.
Resulta llamativo que, reconociendo estas esferas centrales de opresión de las mujeres bajo el capitalismo (el trabajo doméstico no pago y la precarización laboral), Hendel no avance en una crítica al sistema. Como señala Andrea D’Atri, siguiendo a las marxistas de los ’70 y a Engels:
Si bien no surge con el capitalismo, la opresión a las mujeres adquiere bajo este modo de producción, rasgos particulares convirtiendo al patriarcado en un aliado indispensable para la explotación y el mantenimiento del statu quo [13].
Esta conjugación se manifiesta, por ejemplo, en que en la actualidad el 70 % entre los más pobres del mundo sean mujeres y niñas [14].
Borrar estas desigualdades implicaría una economía significativamente planificada, lo que socavaría las bases de la producción irracional del sistema capitalista: mermar las ganancias empresarias para que el salario femenino alcance al masculino, eliminar la precarización laboral que recae principalmente en las mujeres, organizar la distribución de tareas equitativamente para evitar la segregación ocupacional y terminar con la desocupación, algo que es fundamental para bajar los salarios permanentemente dentro de este sistema. A su vez, socializar las tareas domésticas y de cuidados, acortando la ganancia del capital, sería la única medida que posibilite a la mujer conquistar su independencia económica y arrancarla de las tareas que está socialmente destinada a realizar. El Estado, lejos de estar ausente como plantea Hendel [15], garantiza esta estructura económica y social [16] por lo que no puede ser quien lleve adelante esta planificación.
Explotadas y explotadoras
De la definición de patriarcado que la autora realiza se desprende una lectura “universalista” de los géneros, donde se borran las distinciones de clases sociales. Pero si bien la opresión pesa sobre todas las mujeres, es necesario destacar que hay mujeres que sustentan su subsistencia material sobre la base de oprimir y explotar a otras y que la vivencia subjetiva de esta opresión cambia cualitativamente según la clase social a la que las mujeres pertenecen [17]. Aquellas que pueden hacerlo porque su condición económica y social se lo permite, contratan empleadas domésticas para la realización de las tareas domésticas que la gran mayoría realiza personalmente.
Tanto así ocurre con los hombres. Ambos sectores sociales son, como los define Evelyn Reed, teórica marxista que escribió en 1970, “interclasistas” [18]: hay quienes venden su fuerza de trabajo y hay quienes poseen los medios de producción.
Es importante destacarlo porque la ausencia del condicionamiento de clases genera una contradicción alrededor de quiénes son los enemigos de las mujeres. Esto la lleva a la autora a plantear que habría que reforzar la punición contra los violentos [19] e invertir la carga de la prueba: terminar con la presunción de inocencia y dar por verdaderas las denuncias de las mujeres, por el simple hecho de serlo. Una contradicción en los términos con su propuesta a priori no biologicista. ¿Por qué, si no lo hicimos antes, deberíamos apuntar ahora todos los cañones contra los varones como responsables de violencias sociales, que incluso la propia autora sostiene que son parte de un sistema de opresión más profundo que se ubica por encima de las individualidades?
Sujetas para la emancipación
La lucha por el derecho al aborto que la autora menciona y la pelea por otros derechos elementales que pueden serle arrancados al Estado, son fundamentales para mejorar la calidad de vida de las mujeres en los marcos de este sistema social. Estos, necesariamente tienen que estar puestos en función de fortalecer la lucha por destruir esa alianza letal para las mujeres entre patriarcado y capitalismo. Solo acabando con las desigualdades materiales habremos dado un paso fundamental en la pelea para acabar con las desigualdades de género.
Esto podrá volverse realidad con la fuerza organizada de las más explotadas y oprimidas de la sociedad, las mujeres trabajadoras que hoy en día son la enorme mayoría de los explotados del mundo y tienen en su poder el potencial no solo para parar el mundo sino para cambiarlo de raíz. Ellas, junto a sus hermanos de clase y los sectores más oprimidos por este sistema social son quienes podrán terminar con todo tipo de violencias de una vez y para siempre.
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