El escrache a estatuas y monumentos históricos es una de las muchas formas que la juventud tomó como modo de protesta contra la cultura racista y esclavista. En Bélgica los monumentos a Leopoldo II fueron quemados y pintados. De la mano de Josep Conrad y su famoso libro vamos a conocer los orígenes de tanta bronca y repudio popular al que posteriormente se conoció como el rey genocida.
Inglaterra y Bélgica fueron los países que más casos de escraches registraron a monumentos de monarcas y nobles que llevaron adelante acciones imperialistas en el continente africano. Pero ¿cambia algo derribar estatuas? Las estatuas son monumentos, pero sobre todo símbolos, que tienen por objetivo volver a legitimar, una y otra vez, o el tiempo que dure en pie el monumento, el brazo armado de sus respectivas potencias imperialistas, un brazo armado responsable de cientos de miles de muertos a lo largo de su historia en todas las esquinas del planeta. Tirar una estatua no genera un gran cambio social, pero sí es una expresión de un deseo verdadero, popular y sobre todo muy fuerte, de que no se puede seguir viviendo con determinados valores sin cuestionarlos.
Una novela corta
Casi al filo del siglo XX, en 1899, Joseph Conrad publicó El corazón de las tinieblas, una obra que desnudó a los ojos de la sociedad europea –y mundial– los aspectos más brutales, salvajes y criminales del colonialismo de sus respectivas patrias civilizadoras.
El corazón de las tinieblas es un libro considerado por muchos como la primera obra de la narrativa moderna. La descripción y el desarrollo lo meten a uno en un terreno inconsciente donde todo son alusiones, sobreentendidos o suposiciones. Conrad no te dice qué pensar o qué ver, solo te va a dar los indicios y sensaciones alrededor del objeto en discusión.
A través de una narrativa hipnótica que zigzaguea en cada recodo del río, el autor nos muestra hasta dónde es capaz de llegar una compañía de capitales anglo-belga en su afán de conseguir ganancias explotando al continente africano. Otro elemento de su obra a destacar es la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano cuando cruza determinados límites. La obra, si bien da a entender que se desarrolla en un país africano, nunca dice la palabra “Congo”, pero sí hace referencia a nacionalidades europeas, todas ellas colonialistas.
La obra comienza con el protagonista de la historia, Charles Marlow, un joven marinero cuya tía le consiguió un trabajo de capitán en un vapor de río para una compañía comercial inglesa en África. Es destacable cómo el autor comienza a resaltar la construcción de la ideología colonial del personaje cuando relata pensamientos internos a la hora de recordar sus primeras experiencias con los países desconocidos, pero sobre todo el continente africano.
Cuando era un muchacho, me apasionaban los mapas. Podía pasar horas mirando Sudamérica, África o Australia inmerso en los placeres de la exploración. En aquella época quedaban muchos lugares desconocidos en la tierra.
Pero a medida que continúa el relato, más referencias históricas surgen del protagonista y de sus empleadores en la compañía:
Pensaba en épocas remotas, cuando los romanos llegaron aquí por primera vez, hace mil novecientos años, el otro día… La luz emanó de este río desde ¿los tiempos de la caballería andante dicen ustedes? Sí, como un fuego arrasando una llanura, como un relámpago iluminando el cielo.
Oscuridad y luz, tinieblas y claridad son los opuestos que se presentan en los diálogos y las lógicas de los personajes que va a conocer nuestro protagonista a lo largo de su viaje.
Un relato incómodo
Todo el relato de Conrad es una denuncia a la violencia colonial e imperialista que los estados europeos aplicaron para expandir sus mercados y obtener materias primas a finales del siglo XIX y principios del XX.
El protagonista toma el puesto de capitán de un vapor, debido que el anterior capitán fue asesinado luego de que golpeara con un palo al jefe anciano de una tribu por “estafarlo” con la venta de dos gallinas. El hijo del jefe lo atravesó con una lanza y todo el pueblo huyó por miedo a la represión blanca:
No podía olvidar el asunto sin más, pero cuando por fin tuve la oportunidad de encontrarme con mi predecesor, la hierba que crecía entre sus costillas era lo suficientemente alta como para ocultar sus huesos [...] El poblado estaba abandonado, las cabañas hundidas, pudriéndose, inclinadas en el interior de la empalizada desmoronada. Desde luego una calamidad se había abatido sobre él. La gente había desaparecido. Un terror enloquecido los había dispersado en la espesura, hombres, mujeres, niños, y ya nunca habían regresado.
El miedo, el terror, la enfermedad y el suicidio acompañan todo el viaje mostrando cada uno de los engranajes institucionales y sociales que entran en juego a la hora de poner en funcionamiento la maquinaria de saqueo y piratería de los Estados europeos:
Navegábamos pesadamente, nos deteníamos, desembarcábamos soldados, seguíamos adelante, desembarcábamos empleados de aduanas para que recaudaran peaje en lo que parecía ser una espesura olvidada de la mano de Dios, con un cobertizo de hojalata y un asta de bandera perdidos en ella; y volvíamos a desembarcar soldados, supongo que para que cuidaran de los aduaneros […] En una ocasión, recuerdo que encontramos un buque de guerra fondeado lejos de la costa. No había ni una simple choza y, no obstante, estaban bombardeando la espesura. Por lo visto, los franceses tenían una de sus guerras en marcha por los alrededores.
El viaje por el río sigue y sigue deteniéndose solamente en estaciones y puertos con “nombres de opereta” que mostraban como se desarrollaba la “alegre danza de muerte y comercio”, hasta que se llega a la primera estación de la compañía, en donde el rapiñismo europeo se muestra al desnudo en el cuerpo de cientos de hombres, mujeres y niños esclavizados a trabajos forzados, encadenados y condenados bajo la categoría de “criminal”. Es ahí donde el personaje Charles Marlow conoce al Contador de la estación. Un funcionario de impecable apariencia e inmaculado traje que se sonroja ligeramente al contar que instruyó a una de las nativas en el arte de planchar y almidonar camisas. Dicho Sr. le encomienda una misión de trabajo a Marlow: ir a la estación donde nace el río y encontrar a “Kurtz” un importante jefe de puesto comercial que no venía reportándose: “Puede que esté enfermo”.
El civilizador
Si bien el personaje principal del relato es Charles Marlow, el Sr. Kurtz es el que se termina de imponerse en el relato. Su historia es la de un líder carismático, con un gran talento para los negocios y sensibilidad artística. Pero lo que más lo destaca sería su “altruismo” e “impulso civilizador”. Pero a medida que avanza la historia, van llegando a los oídos del protagonista que el Sr. Kurtz en realidad no estaba enfermo, sino que había perdido la razón, lo cual se manifestaba en que empleaba para cumplir sus objetivos comerciales “métodos repudiables por la compañía”. Tampoco se reportaba y no enviaba su cuota de marfil correspondiente, pero eso es otro tema.
Casi al llegar a su objetivo, el barco del protagonista es atacado con flechas y lanzas por una turba de nativos, al oír el silbato de la nave huyen despavoridos; es ahí en donde aparece otro personaje importante: “El arlequín”. Un ruso loco que ríe como el joker y anda vestido con harapos de todos los colores (una alegoría a la comunidad internacional) que le cuenta cómo llegar a su punto de destino sumado a un rápido informe sobre el Sr. Kurtz, en que le comenta su rol en la zona y de una importante investigación que está llevando a cabo sobre “La supresión de las costumbres salvajes”. También le cuenta que Kurtz estuvo asolando varios pueblos cercanos y que había descubierto nuevos pasajes y ríos. Que comenzó a inspirar terror y devoción en los pobladores locales: “debe de parecerles [a los salvajes] que nuestra naturaleza es de índole sobrenatural, nos acercamos a ellos revestidos de los poderes de un Dios”, cuenta el arlequín mientras acompaña a nuestro personaje a conocer al tan famoso Sr. Kurtz. En un determinado momento del camino, antes de llegar a la aldea, nuestro guía le señala con el dedo al protagonista el lugar donde podía encontrar al jefe de la estación comercial que estaba buscando.
Dirigí el catalejo hacia la casa. No había señales de vida, pero allí estaban el tejado en ruinas y la larga pared de barro asomando por encima de la hierba, con tres pequeños ventanucos cuadrados de distintos tamaños; todo como si estuviera al alcance de mi mano. Entonces hice un movimiento brusco y uno de los postes que quedaban del desaparecido cercado se metió en el campo de visión de mi catalejo. Recordarán que les dije que, desde lejos, me habían impresionado ciertos intentos de ornamentación bastante notables dado el aspecto ruinoso del lugar. Ahora, de pronto, pude verlo más de cerca y mi primera reacción fue echar la cabeza hacia atrás como si me hubieran golpeado. Después, fui muy despacio de poste a poste con los prismáticos y me di cuenta de mi error. Los pomos redondeados no eran ornamentales sino simbólicos, expresivos y enigmáticos, sorprendentes y perturbadores, alimento para el pensamiento y para los buitres, si hubiera habido alguno mirando desde el cielo. Y desde luego también para cualquier hormiga que fuera lo bastante laboriosa como para trepar por el poste. Las cabezas de las estacas habrían tenido un aspecto aún más impresionante si no hubieran estado con la cara vuelta hacia la casa. Solo una, la primera que acerté a distinguir, miraba hacia donde yo estaba. No me sobresalté tanto como pudieran pensar, el movimiento hacia atrás que hice no fue más que un movimiento de sorpresa, yo esperaba ver un pomo de madera, ya me entienden. Volví deliberadamente a mirar la primera que había visto, ahí estaba, negra, seca, hundida, con los párpados caídos. Una cabeza que parecía dormir en lo alto del poste y además sonreía, con los labios encogidos y secos que dejaban ver una blanca y estrecha fila de dientes, sonreía continuamente en mitad de algún alegre e interminable sueño, en un eterno descanso.
Las cabezas eran de “criminales”, por lo que no había de que preocuparse. El secreto comercial que había presenciado Charles Marlow era el método incorrecto que afectaba el comercio en la zona, según el director de la compañía. Cuando Marlow entra en contacto con Kurtz se encuentra con un hombre blanco, educado, muy locuaz, con complejo de Mesías, que no tiene reparos en justificar con aires místicos su accionar. Por medio del diálogo Marlow lo convence de que debe retornar a su hogar.
En el viaje de vuelta Kurtz empeora su estado de salud. Su espíritu mesiánico va desapareciendo con el pasar de los días, y todo lo noble y sublime de su accionar se esfuma para dar a conocer su verdadera motivación “mi prometida, mi puesto, mi carrera, mis ideas…”. El tiempo sigue pasando y los delirios asaltan la mente de Kurtz con fantasías de honor y gloria, se imagina siendo recibido por el rey en la estación de tren como forma de agradecimiento por sus servicios, pero todo se desvanece en el aire. “Demuéstrales que hay algo en ti que es realmente rentable y sus reconocimientos por tu talento no tendrán limite”, decía Kurtz en sus últimos ratos, hasta que finalmente murió en su camarote, no sin antes resumir toda su experiencia como agente comercial y jefe de estación de una compañía comercial europea en África: “Gritó dos veces, un grito que era poco más que un suspiro: –¡El horror! ¡El horror!”.
Ver en la oscuridad
El corazón de las tinieblas, la historia del hombre blanco enloquecido por el afán de lucro, lleva más de un siglo siendo leída como denuncia del colonialismo y sus horrores.
En 1885 se celebró lo que se conoció como la “Conferencia de Berlín”, convocada por Francia y el Reino Unido y organizada por el canciller de Alemania, Otto von Bismarck, con el fin de solventar los problemas que implicaba la expansión colonial en África y resolver su repartición. En el medio de todo esto, mediante maniobras diplomáticas, y sociedades comerciales fantasmas con nombres como “Asociación Internacional del Congo”, el rey de Bélgica fundó el Estado Libre del Congo, una zona de libre comercio en medio de las colonias africanas que el 1.° de julio de 1885 fue reconocido oficialmente como territorio del rey Leopoldo II a título personal, y no como colonia belga. El enmascaramiento de esa explotación fue la fachada del altruismo y el impulso civilizador.
El caucho y el marfil eran los productos más cotizados. Pero a partir de 1896 la demanda del caucho en los mercados internacionales se disparó debido al desarrollo industrial y automovilístico naciente. Las inversiones de Leopoldo se transformaron en unos beneficios millonarios. Pero el aumento de la demanda no hizo más que agudizar la crueldad de los administradores coloniales. Los castigos hacia los africanos por no cumplir las expectativas de producción derivaban en asesinatos masivos “ejemplarizantes”. Su explotación necesitaba del trabajo sin descanso de los nativos, para lo cual sus agentes no dudaron en aplicar los métodos más crueles: amputaciones, encadenamientos, secuestros y tortura. La cantidad de víctimas de este régimen llegó a la cifra de entre diez y quince millones de personas asesinadas durante el dominio del soberano belga.
¡El Horror!
Hay toda una discusión con la interpretación “realista” del cuento, en el sentido de qué tan simbólicos y qué tan reales son sus personajes. Es un hecho que Kurtz representa lo peor del hombre blanco que disfraza de altruista una empresa colonizadora. Pero hay dos personajes históricos de carne y hueso que nutrieron a este personaje: en primer lugar un mercenario yanky llamado Morton-Stanley que trabajó para los británicos haciendo exploración y pacificación del territorio africano. El otro personaje que se considera el auténtico Sr. Kurtz fue un capitán belga Léon Auguste Théophile Rom, que dirigió de forma barbárica su administración. Entre las muchas atrocidades que se le adjudican está la utilización de cabezas de los nativos africanos para “decorar” la entrada a su residencia recordando a los locales quién mandaba y los beneficios de la protección del rey Leopoldo II.
El autor del relato (Joseph Conrad) fue contratado como marinero en 1890 por una compañía belga para trabajar a bordo de un barco a vapor por el río Congo. Durante su travesía de seis meses Conrad queda horrorizado por la brutalidad con la que los europeos actuaban en África. Donde vio que en realidad su crueldad y criminalidad no era el fruto de un “loco” suelto por ahí, sino que fue parte de un plan integral.
El grito de hoy contra el racismo es también el grito contra el colonialismo, pero hay que ligarlo al desarrollo del capitalismo y al nacimiento de los Estados modernos que tuvieron su primera cuota de acumulación de capital gracias al saqueo, rapiña y esclavización de todo un continente.
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