La victoria republicana en EE.UU. actualiza un debate fundamental: ¿cómo se enfrenta a la ultraderecha reaccionaria? ¿cómo se articula una alianza social y política capaz de enfrentar una avanzada que -aun contando apoyo popular en las urnas- encarna en esencia los intereses del gran capital más concentrado?
Viernes 8 de noviembre 18:40
Una madrugada plagada de tensión. Los números fríos en la pantalla: allá, al norte, sentenciando la derrota del Partido Demócrata. Evocando otro fracaso (y van…) de la estrategia del mal menor; de ese rumbo impotente que implica votar con la nariz tapada para no sentir el olor a podrido.
El triunfo de Trump sacudió la conciencia progresista. La obligó a mirarse críticamente; a repasar impotencias, fallas y errores. No sabemos hasta dónde llegará la catarsis; cuán críticamente será capaz de pensarse una conciencia político-cultural que observa, horrorizada, el derrumbe de lo que creyó certezas eternas.
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Hacia el 5 de noviembre, esa resignación malmenorista alcanzó niveles exasperantes. Llegó a presentar al imperialista Partido Demócrata como baluarte de “la democracia” frente al “fascismo” que encarnaría el republicano. Su candidata se ofreció como garante de “cordura y estabilidad”; empobrecida campaña sintetizada en el lema “al menos no soy Trump”. Salvo honrosas y contadas excepciones, el progresismo se aclimató a ese discurso. Bernie Sanders, emblema de ese mundo político-cultural, llamó a votar a Kamala Harris aun denunciando la complicidad imperialista con la horrorosa masacre que Israel ejecuta en Medio Oriente.
La crisis de la democracia capitalista y la estrategia del mal menor
Desde hace tiempo el malmenorismo funciona como esquema político de contención frente al ascenso de las derechas misóginas, reaccionarias y fascistoides. Se propone como matriz discursiva para la conformación de amplias alianzas llamadas a una abstracta “defensa de la democracia”.
Esa derecha reaccionaria condensa política y socialmente una crisis del neoliberalismo que emergió patente en 2008, tras la caída de Lehman Brothers. En Bolsonarismo y extrema derecha global, Rodrigo Nunes ha señalado que “los hechos de hace casi quince años inauguraron un momento histórico en el que la intensificación de algunas de las tendencias más deletéreas del neoliberalismo coincide con una crisis de legitimidad de este último y, por extensión, de sistemas políticos y partidos que siguen siendo incapaces de cuestionarlo”.
La crisis de las coaliciones tradicionales anida en ese mar de tensiones: incapaces de asumir un programa económico que desafíe la estructura delineada por el neoliberalismo, se debaten entre la descomposición y un giro a la derecha que -más abierto o más moderado- los haga converger con el malestar social creciente.
La preocupación frente a la degradación de la democracia capitalista se extiende más allá del mundo progresista. En un reciente artículo, el académico Larry Diamond reseñaba en Foreing Affairs que “los autócratas de hoy no son invencibles. Muchos dependen de las elecciones, aunque sean profundamente defectuosas, para mantener un aire de legitimidad. Pero esto significa que pueden ser derrotados. Frentes de oposición internos decididos, respaldados por la comunidad más amplia de democracias liberales, pueden revertir la tendencia de retroceso democrático global”.
Frente a esa degradación del régimen democrático capitalista, el artículo prescribe que “las manifestaciones, huelgas y otras formas de resistencia civil no violenta pueden frenar o detener el descenso al autoritarismo, o incluso obligar a un autócrata a huir, como se vio en Bangladesh este año y en Ucrania después de las protestas de Euromaidán en 2014. Pero la ruta más prometedora sigue siendo la de las urnas”.
La decadencia de la democracia capitalista no afinca en un problema de valores o figuras; emerge de la creciente disociación que miles de millones ven entre ese régimen y sus vidas cotidianas. Es, cada vez más descarnadamente, una “democracia de los ricos”, como la definiera Lenin hace más de un siglo. Funciona como el sistema político que garantiza un ascenso ininterrumpido de la desigualdad. Delineando esa tensión al interior de EEUU, Michael Roberts escribió hace días que “el 1% más rico de los estadounidenses se lleva el 21% de todos los ingresos personales, ¡más del doble de la proporción que le corresponde al 50% más pobre! Y el 1% más rico de los estadounidenses posee el 35% de toda la riqueza personal, mientras que el 10% de los estadounidenses posee el 71%; ¡pero el 50% más pobre posee apenas el 1%!”.
La derecha reaccionaria se alimenta de esa potente erosión social; nutre su discurso fascistoide en esa crisis de representación aguda. La profunda declinación del progresismo, también. Emerge como resultante de su incapacidad estructural para ofrecer un programa alternativo a la degradación social masiva.
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Las urnas y las calles
Contraponer urnas a manifestaciones conduce a la lógica política antes mencionada: amarrocar espacios políticos para enfrentar a la ultraderecha. Pero esa ruta viene siendo un sendero a la impotencia.
Es la estrategia a la que asistimos hace algunos meses en Francia. Allí la izquierda reformista que agrupó el Frente Popular (Partido Socialista, Partido Comunista, La Francia Insumisa, entre otros) convergió con la derecha de Macron en la segunda vuelta de las elecciones parlamentarias. Bajo el esquema del “frente republicano”, articularon candidaturas para enfrentar el ascenso electoral de Rassemblement national, la ultraderecha encabezada por Marine Le Pen y Jordan Bardella. Los resultados fueron más que limitados: la ultraderecha no avanzó al Gobierno, tampoco la izquierda reformista; el nuevo primer ministro francés es un derechista histórico llamado Michel Barnier. La respuesta a su designación está, una vez más, en las calles.
Apenas más atrás en el tiempo, esa lógica política operó en la construcción del frente que hizo a Lula presidente de Brasil en 2022. Su vice, Gerardo Alckim, había conformado parte del bloque que sostuvo el régimen golpista nacido con el impeachment contra Dilma Rousseff y prolongado con la proscripción del mismo Lula, lo que facilitó el triunfo de Bolsonaro en 2018. Esa “amplia unidad” no impidió el despliegue de la derecha reaccionaria. Lo grafican las recientes elecciones municipales: el bolsonarismo persiste como fuerza política y social.
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Argentina: ¿una amplia coalición anti-Milei?
Partiendo de esa misma lógica internacional, el mundo politizado discute en el país la conformación de una “amplia coalición” antimileísta, que garantice “defender la democracia”. El “cerco sanitario” debería construirse con todos aquellos actores que “no son Milei”. Deberían converger en esa alianza el peronismo -kirchnerista y no kirchnerista- y toda otra fracción política no alineada al oficialismo. En ese cambalache estarían, por ejemplo, los radicales “sin peluca” que, no obstante, son abiertos enemigos del derecho a la protesta de la clase trabajadora. Estarían, también, los integrantes de ese amplio centro que, bajo el nombre Hacemos Coalición Federal, le dio los votos al Gobierno para garantizar la Ley Bases y el RIGI. Podría figurar, asimismo, la oscilante dirigencia sindical burocrática de la CGT, que garantiza una tregua persistente ante el ajuste en curso.
¿Qué programa ofrecería esa compleja amalgama política? Anticipemos una respuesta: uno que no cuestione, por ejemplo, la subordinación del país al Fondo Monetario Internacional. Esa intencionalidad no aparece siquiera en las fracciones peronistas que ofrecen alguna veta discursiva progresista. Ese programa, lógicamente, tampoco cuestionaría la extendida precarización laboral que sufren millones de asalariadas y asalariados. Por el contrario, hay coincidencias básicas alrededor de profundizar el mandato flexibilizador: Cristina Kirchner llama “actualización laboral” a eso que radicales y macristas llaman simplemente “reforma”. Ese armado político tampoco osaría confrontar el extractivismo feroz que alienta el gran capital financiero internacional.
Si llegara a materializarse, la “amplia coalición” anti-Milei solo podría ofrecer un programa de ajuste que, con variaciones o matices, dé continuidad al actual. Alentaría un malestar social aún más profundo; conformaría una nueva frustración, multiplicando al infinito aquella que implicó el Frente de Todos. En la Argentina, la “ruta más prometedora” sería una autopista a otra amarga decepción.
Una amplia alianza desde abajo y en las calles
La aparición del movimiento estudiantil delineó otro actor de la escena política nacional: el conflicto social escenificado en la calle y en las universidades. La “Argentina contenciosa” conforma, desde siempre una preocupación para el gran capital; eso que el FMI define como “sostenibilidad social” del ajuste. El poder político también es consciente: aun tensando la cuerda infinitas veces, el Gobierno mantiene una negociación permanente con gran parte de la conducción de la CGT. La burocracia sindical, más allá de matices y diferencias, oficia de factor de contención, limitando la generalización de la resistencia social.
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Esa resistencia ha sido importante; mucho más de lo que cierto pensamiento está dispuesto a aceptar. El intenso año político iniciado el 10 de diciembre pasado incluyó, entre otras cuestiones, dos paros nacionales y un potente paro de transporte; dos masivas marchas educativas y una oleada de tomas de facultades y universidades que alcanzó a todo el país; la movilización del 24 de Marzo; las marchas de resistencia a la Ley Bases, que contaron el protagonismo de asambleas barriales, de la cultura, organizaciones sociales combativas, el sindicalismo clasista y la izquierda; numerosas luchas docentes en diversas provincias; importantes peleas gremiales en aceiteros, aeronáuticos y otros sectores.
Ese conjunto de fuerzas sociales no logró una articulación superior; no avanzó hasta ahora a una gran lucha nacional que enfrentara el ataque conjunto de Gobierno, grandes patronales y FMI. La responsabilidad recae esencialmente en la burocrática CGT y en el peronismo, conducciones oficiales del movimiento obrero, de múltiples organizaciones sociales y de centros y federaciones estudiantiles. Lejos de unir, actuaron para disgregar. Bajo la estrategia política de marcar el paso hacia 2025 y 2027, se impidió el despliegue de una fuerza social que uniera desde abajo, en las calles y en la lucha, la fuerza social de la clase trabajadora, la potencia de lucha del movimiento estudiantil y el creciente malestar que habita en millones.
En esa articulación desde abajo reside una promesa de cambio profundo, real. La alianza entre la clase trabajadora y el movimiento estudiantil mostró su enorme potencialidad política-social en el Cordobazo. Aquel levantamiento popular abrió un ciclo de ascenso revolucionario que puso en escena la posibilidad de otro destino para el país: uno que condujera, mediante la movilización revolucionaria masiva, a un gobierno de la clase trabajadora y el pueblo pobre.
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Hoy construir esa articulación es una tarea política. Urgente y necesaria. Apostando a fortalecer y amplificar las tendencias a la autoorganización. A la unidad activa entre trabajadores, estudiantes, el movimiento de mujeres y otros sectores en lucha. Esa articulación tiene, necesariamente, que asumir un carácter político. El fracaso del peronismo habilita un objetivo: la construcción de un gran partido de la clase trabajadora, que tenga una orientación anticapitalista, socialista y revolucionaria. Que proponga un programa destinado a ajustar al gran empresariado que hoy, mientras sostiene al gobierno de Milei, amasa fortunas formidables.
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Esa perspectiva no implica obviar los procesos electorales, sino utilizarlos para fortalecer la potencia de lucha del abajo. Significa convertirlos en terreno de agitación para aportar a la organización democrática en cada empresa, barrio popular, facultad y escuela. Estratégicamente es lo contrario a aquella amplia alianza anti-Milei, que supone pegotear los retazos políticos que simbolizan los fracasos pasados.
Solo un gobierno de la clase trabajadora y el pueblo pobre puede ofrecer una democracia de nuevo tipo. Un nuevo régimen social y político donde sean las mayorías obreras y populares las que decidan democráticamente la orientación de la sociedad en su conjunto. Esa perspectiva es la que hemos intentado sintetizar desde el PTS en el lema “socialismo revolucionario desde abajo”. Implica una perspectiva de abierta oposición a las experiencias totalitarias que encarnaron el stalinismo, el maoísmo y otras variantes de izquierda afines.
La avanzada de la ultraderecha no puede ser un argumento para potenciar la resignación. Debe funcionar, al contrario, como fuente de lecciones y aprendizajes para emprender el camino hacia un horizonte que permita transformarlo todo de raíz.
Eduardo Castilla
Nació en Alta Gracia, Córdoba, en 1976. Veinte años después se sumó a las filas del Partido de Trabajadores Socialistas, donde sigue acumulando millas desde ese entonces. Es periodista y desde 2015 reside en la Ciudad de Buenos Aires, donde hace las veces de editor general de La Izquierda Diario.