Las peripecias del golpe institucional en Brasil corren a tal velocidad, que los ojos del mundo se ven obligados a volverse una y otra vez hacia el teatro de los acontecimientos. “Cuando el mar está calmo, humildes barcos de juguete se atreven a navegar en su seno” [1]; en las aguas del juez Sérgio Moro, jefe de la operación judicial Lava Jato, y del autoritario poder judicial –que según la revista The Economist, rige los destinos del país– las tormentas son frecuentes.
La arbitraria prisión de Lula por la Lava Jato, luego de que la Corte Suprema, bajo presión del Alto Comando de las Fuerzas Armadas, se negara a aceptar su habeas corpus, marca una atmósfera envenenada por la prepotencia de procuradores, jueces y magistrados que tienen luz verde para perseguir a trabajadores que no cuentan con la popularidad de Lula, sin tener cualquier fundamento jurídico serio. Se trata de un momento privilegiado para pensar con qué programa y estrategia la izquierda puede realmente enfrentar al empresariado y la derecha, que junto con el imperialismo buscan abrir camino a la recuperación más agresiva de posiciones del capital extranjero en el país.
En vísperas de su entrega pacífica a la policía federal y a los golpistas que cometieron una serie de arbitrariedades, Lula recordó simbólicamente, en la sede del Sindicato de los Metalúrgicos de San Bernardo, cómo era considerado por trabajadores en huelga como “traidor” en el poderoso ascenso obrero de 1978-80.
Es una invitación para pensar la tradición petista en Brasil, cuyo recorrido inicial delineamos brevemente en este artículo.
Ascenso obrero contra la dictadura y el surgimiento del PT
En los últimos años de la década de 1970, la actividad de los trabajadores llegaba a su auge, no solo cuantitativa sino cualitativamente. Las huelgas obreras en la región del ABC paulista y en San Pablo ganaban contornos que excedían las simples reivindicaciones económicas, a pesar del control ejercido por las direcciones sindicales reformistas.
Para Vito Gianotti [2], el eje geográfico de las huelgas coincidía con la región de mayor concentración industrial de Brasil: “se calcula que la cantidad de huelguistas en Brasil, durante todo el año de 1978, había llegado a 1 millón. La mayoría de esas huelgas fue de metalúrgicos y el eje central era San Bernardo y la ciudad de San Pablo”.
El gran símbolo de estas huelgas fue la de los trabajadores de Scania, en San Bernardo, en mayo de 1978. El paro del sector de matricería de Scania y de toda la fábrica fue el detonante para que otras fábricas más grandes del ABC también entraran en huelga el mismo mes. El movimiento se fue expandiendo hasta las huelgas generales metalúrgicas en el ABC y en San Pablo, en 1979 y 1980.
Según Ricardo Antunes, este proceso ya había conquistado una dimensión claramente política. Florestan Fernandes, en el libro El PT en movimiento, de 1991, definía que “la huelga de 1978 efectuó una ruptura, que ponía al gran capital, la contrarrevolución y su gobierno dictatorial de un lado, los obreros y el movimiento sindical de otro”. Al lado de los obreros que desarrollaban una tendencia hacia la hegemonía social y política en la lucha contra la dictadura, estaban todos los sectores medios insatisfechos.
La estrategia de Lula, que encabezaba los “sindicalistas auténticos”, durante el ascenso obrero fue de conciliación de clases, y se basó en no desestabilizar el proyecto de transición pactada de la burguesía nacional, que no aceptaba de ninguna manera que fuesen los trabajadores los que tiraran abajo la dictadura.
Los sindicalistas “auténticos” separaron los obreros del ABC del conjunto de sectores en huelga en el estado de San Pablo, resaltando el pliego salarial corporativo y conteniendo las tendencias a la politización y radicalización de la huelga como una lucha frontal contra la dictadura. Esa conducta tuvo una importancia crucial en el resultado de la oleada de huelgas, que paulatinamente fue perdiendo fuerza.
El resultado del primer desafío a gran escala del movimiento obrero a la dictadura militar fue contradictorio. La derrota de la huelga del ABC de 1980 y la recesión económica que se instaló en 1981, cerraron la situación pre revolucionaria abierta en 1978. Eso significó una victoria momentánea para los planes de transición de los militares; sin embargo, aun así, no cerró el ascenso obrero que entró en un bienio de reflujo para volver a un nuevo ciclo ascendente en 1983, ya con características distintas, en una situación de retroceso internacional.
El 10 de febrero de 1980 se funda oficialmente el PT en el Colegio Sion de San Pablo. La idea de construir un partido venía siendo discutida ya en medio del ascenso de las huelgas de 1978-79. Ese Partido de los Trabajadores nacería especialmente de las luchas de los metalúrgicos del ABC, pero justamente en el momento en que estaban siendo derrotados. Las huelgas obreras llevadas al desgaste por la conducción burocrática de líderes del sindicalismo “auténtico” como Lula, sufrieron un retroceso como centro de referencia de la lucha contra la dictadura.
PT, régimen político y Estado
Esta actuación en la lucha de clases se relaciona a la concepción que el PT exhibía sobre el Estado burgués. En los documentos de fundación del PT y en las resoluciones de los Encuentros Nacionales, el temario del Estado surge de manera pasajera, como parte de la argumentación contextual cuyo objetivo es explicar las razones de la construcción del PT, luego de la poderosa oleada de huelgas de trabajadores en 1978-80. No hay un esfuerzo teórico por establecer la naturaleza social del Estado. Toda la atención se circunscribe a las cuestiones del régimen.
Ambos conceptos están relacionados, pero no son idénticos: un Estado, como instrumento de dominación de una clase sobre otra, puede presentar distintas formas políticas (regímenes), que, aunque sean vehículos de transmisión del poder de una sola y misma clase, no utilizan los mismos métodos y no presentan la misma relación entre las distintas clases sociales. Así, queda claro que la sustitución del régimen militar por un régimen democrático burgués –aunque tengan formas políticas claramente distintas en sus particularidades– no cambian el carácter social del Estado (es decir, a qué clase social pertenece y, por lo tanto, a qué intereses económicos específicos responde).
Sin duda, hay diferencias notables entre un régimen democrático y un régimen dictatorial como el que estuvo vigente entre 1964-1985 en Brasil. Sobre cómo comparar diferentes regímenes, León Trotsky decía, por ejemplo, que:
Entre la democracia y el fascismo no hay “diferencias de clase” [...] Pero la clase dominante no vive en el vacío. Mantiene relaciones con otras clases [...] Dando al régimen el nombre de burgués –lo que es incuestionable– Hirsch y sus amos olvidaron un detalle: el lugar del proletariado en el régimen [3].
Sin embargo, a pesar de ser regímenes distintos, no se modifica el carácter de clase del Estado. La sustitución de regímenes no configuraría así un nuevo orden socioeconómico, como intentaba transmitir el PT.
En este ámbito, no sorprende que la afirmación sobre la conquista del poder político –cada vez menos presente en los documentos petistas, desde la Carta de Principios de 1979 –esté solamnemente separada de una aclaración teórica sobre las funciones del Estado, su concepción de clase y las tareas de la clase obrera ante esta “máquina despótica”. No sería un accidente conceptual la identificación de la idea de un “Estado dirigido por las masas trabajadoras” con la noción de la llegada del PT al gobierno, sin un programa antiburgués y anticapitalista.
Esto se expresó en la intervención del PT durante el proceso constituyente de 1986-88, según el objetivo de la “radicalización de la democracia”, que se relaciona con las elaboraciones de autores como Carlos Nelson Coutinho y la visión eurocomunista de la “democracia como valor universal”. Se trataba de radicalizar la democracia burguesa que surgía con la salida pactada de los militares, lejos de considerarla como mecanismo de desvío del descontento expresado en las huelgas de 1986-87.
Aunque depositara esperanzas en el proceso constituyente, Florestan Fernandes, que fue diputado constituyente por el PT en 1988, deja en claro que no solo la convocatoria de la Constituyente fue hecha dentro del plan de evitar una ruptura integral con la tutela de la dictadura, sino también que fue articulada con el mantenimiento del Poder Ejecutivo en la figura de José Sarney, ícono de ARENA, partido que desde 1965 daba sostén a la dictadura militar.
Además, la Constituyente contó con la participación de los llamados senadores “biónicos”, indicados por la dictadura y ni siquiera elegidos por la población. Dice Florestan [4]:
Los empresarios y sus entidades corporativas actuaron colectivamente: 1) para impedir el paso abrupto de la dictadura militar hacia un gobierno democrático; 2) para que no se convocara a una Asamblea Nacional Constituyente exclusiva, libre y soberana. Preferían el penoso “acuerdo conservador”; la “transición lenta, gradual y segura” se vio elevada a la categoría de principio intocable, protegido por el poder del fusil; y se instituyó un Congreso Constituyente orgánicamente preso a la referida forma de “transición democrática” y a su Estado de seguridad nacional encubierto.
Ya en 1988, Florestan condena la “resurrección del pacto conservador” al interior de la Asamblea Constituyente, definiendo que “fue transferida a otra fecha la elaboración de una constitución con vínculos orgánicos con la voluntad popular”, deshaciendo el aura de democracia y vocación ciudadana que más tarde la mistificación burguesa, repetida por el propio PT, buscó imponer sobre el proceso de transición democrática.
La Asamblea Constituyente reunió senadores elegidos en noviembre de 1986, sumados a los senadores dictatoriales de 1982. El control de los políticos que sirvieron bajo la dictadura militar era visible, lo que posibilitó que la Carta de 1988 cargara el permiso constitucional para que el Ejército interviniese en caso de “desórdenes políticos”. Con este dispositivo de la nueva Constitución ya promulgada, el Ejército asesinó a tres obreros en 1989 durante la huelga de la Compañía Siderúrgica Nacional (CSN) de Volta Redonda, en Río de Janeiro. Este punto de vista es el que consideramos esencial para entender el significado de la participación del PT en la Constituyente, que el propio Florestan Fernandes critica por ser tutelada por los militares y poderes reaccionarios.
La institucionalidad burguesa como “segunda alma” del PT
Así, el PT va a manifestar su orientación fundamentalmente conciliadora en todos los momentos políticos fundamentales de la transición: en la campaña por elecciones directas, en la Asamblea Constituyente tutelada por Sarney y por los militares, en las elecciones de 1989. Este compromiso fundamental con la estabilidad burguesa será la “segunda alma” del PT a lo largo de toda su historia. Si en la lucha contra la dictadura en los años 1980 el PT ya había mostrado su apuesta a la conciliación de clases, en la década de 1990 protagonizó una oposición moderada al neoliberalismo de Fernando Henrique Cardoso.
Estando en el Ejecutivo a lo largo de la década de 2000, ya como un pilar decisivo del régimen burgués, el PT combinó crédito, consumo y conciliación, y distribuyendo algún asistencialismo, diseminó la ilusión de que se podría crear un “Brasil potencia” administrando el capitalismo con “rostro humano”.
El fin del superciclo de materias primas en el escenario económico mundial pos crisis de 2008 hizo explotar políticamente esta ilusión en las jornadas de junio de 2013. Se quebraba entonces la mayor conquista de los gobiernos petistas, que era el total inmovilismo de la sociedad civil, que el PT había obtenido con los años de auge del triunfalismo que se revestía como pasividad y ausencia de movilización, como decía Perry Anderson. La reacción represiva del gobierno de Dilma –con la Ley Antiterrorista como símbolo –y la descarga de ataques sobre sectores de masas terminó por pavimentar el camino al golpe institucional de 2016.
Sacar lecciones de la trágica trayectoria de conciliación de clases petista
Frente a la continuidad del golpe institucional de la derecha y del carácter necesariamente débil del gobierno que emerja de las urnas en 2018 –fruto de la crisis de hegemonía estatal que filtra por todos los poros de la sociedad brasileña, lo que Antonio Gramsci sintetizaría como “crisis orgánica”–, se abre la hipótesis de que un sector de la clase obrera y de la juventud comprendan la necesidad de construir una alternativa política independiente.
La insatisfacción con el alza del desempleo en una pálida performance económica trae a flote la posibilidad de grandes embates de la lucha de clases, cuyo símbolo reciente fue la histórica huelga general del 28 de abril de 2017.
No hay medio término: o se lucha por un gobierno de los trabajadores de ruptura con el capitalismo basado en las organizaciones de democracia directa de las masas –y para eso se construye una alternativa política de los trabajadores, con independencia de clase- o terminaremos siempre rehenes de reformismos que generan impotencia frente a las ofensivas autoritarias del capitalismo.
COMENTARIOS