Oriundo de Córcega, se proclama emperador a los 35 años. Genio y estratega del arte operacional de la guerra. Claves de su carrera política y militar inseparables de la historia de la Revolución francesa.
Liliana O. Calo @LilianaOgCa
Viernes 10 de mayo 00:05
Enfoque Rojo.
Napoleón Buonaparte nació en 1769 en Ajaccio, Córcega, un año después que la isla pasara a manos francesas, vendida por el reino de Génova. Al concluir su paso por la escuela militar de Brienne ingresó en la Escuela Real de París creada por Luis XV, siendo designado con tan sólo 16 años oficial subteniente en el regimiento La Fère, convertido desde entonces en un oficial del rey francés. Anticipo del camino que emprendería este corso plebeyo entre nobles, burgueses e ilustrados.
Un dato de sus años de formación fue su predilección por las matemáticas, conocimientos que aplicaría como especialista de artillería que en su época evolucionaba veloz perfeccionando los sistemas de puntería o aliviando las piezas para el traslado. El dominio de este campo, en el que los Estados mayores militares deben hacer cálculos de tiempos, distancias, superficies y probabilidades teóricas, le permitió no solo proyectar la potencia de las tropas que dirigió, y la del Estado francés al que sirvió, sino que hizo brillar su inteligencia en el ámbito operacional de la guerra.
La trayectoria militar y política de Bonaparte es imposible de entender sin seguir la lógica de eventos que de conjunto dieron lugar a un nuevo sistema social: la era de la Francia burguesa y nacional.
El detonante de la revolución fue la convocatoria a los Estados Generales que en 1789 derivó en la autoproclamación del Tercer Estado en Asamblea Nacional y, en julio del mismo año, el pueblo de una París insurreccional tomaba la Bastilla, símbolo de la represión y opresión del Antiguo Régimen.
En esta primera etapa de la revolución (1789-1792) Napoleón acompaña los sucesos todavía como observador. La Asamblea Nacional convertida en Constituyente es hegemonizada por la burguesía moderada que opta por la monarquía constitucional, se declara el fin de los derechos señoriales y privilegios feudales, habilita la tierra a los campesinos, la libertad de comercio, la igualdad civil y jurídica ante la ley y la constitución civil del clero por la que los sacerdotes se convierten en funcionarios y sus tierras pasan a manos del Estado.
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Asediada por una coalición de potencias extranjeras, a partir de 1791 tiene lugar una nueva etapa en la revolución, a la que Eric Hobsbawm denomina de “doble radicalización”: la impuesta por la guerra contrarrevolucionaria de las monarquías europeas y los casi 130 mil emigrados que conspiran contra el nuevo orden y por otro, la de la nobleza interior. En 1792 la Francia revolucionaria declara la guerra a Austria y Prusia. En enero de 1793 Luis XVI es ejecutado para horror de toda la Europa monárquica, se declara la República (1792-1794) y el gobierno queda a cargo de la Convención, pronto bajo control jacobino. En el marco de esta acelerada crisis política y por las conexiones jacobinas de su hermano, Napoleón jugará un nuevo rol. Considerado su primer mando militar de relevancia, la Convención le ordena recuperar de manos británicas y realistas francesas el sitiado puerto naval de Toulon, de importancia estratégica para controlar el Mediterráneo. Exitoso en esta empresa, comienza una meteórica carrera como general de brigada a los 24 años.
En julio se produce la reacción termidoriana de 1794, el llamado golpe de Termidor, una reacción política que si no altera el carácter burgués de la revolución deja en el poder a sus sectores más moderados, pone fin a la hegemonía jacobina en la Convención, ejecuta a sus principales líderes (Robespierre, Saint-Just), retroceden las conquistas democráticas más avanzadas, buscando fortalecer, como escribió el historiador George Rudé, los cimientos de su “República de propietarios”.
En política exterior los termidorianos intentaron reagruparse, promoviendo un impasse (la paz de Basilea). Para entonces Napoleón accede a la comandancia general de artillería del ejército francés en Italia. Allí coronó su famosa “campaña italiana” en la que da a conocer sus audaces tácticas de batalla, que incluyen triunfos como el de Lodi y Arcole en 1796 y Rivoli un año después, el sitio y caída de Mantua y con ella, la rendición de Austria imperial y la llamada Primera Coalición (Prusia, Gran Bretaña, Holanda, España), asegurando el control francés del norte de la península, provocando un cambio en el equilibrio político y de poder entre las potencias europeas. El joven general y su ejército parecían indestructibles, aumenta su prestigio y se convierte en una gran celebridad en toda Francia.
Los nuevos modos de la guerra que introdujo Napoleón no podían desligarse de las nuevas circunstancias sociales que abrió la Revolución, comenzando por la constitución de los ejércitos nacionales masivos, integrados por soldados-ciudadanos a partir del servicio obligatorio, como de la importancia que adquieren las fuerzas morales en el combate, una de las advertencias más originales del militar prusiano von Clausewitz que estudió las proezas napoleónicas huyendo de toda idealización. Respecto al primer aspecto, como cuenta Fernández Vega en Las guerras de la política, las viejas concepciones militares privilegiaban “la belleza de la maniobra” por sobre la batalla y, respecto al segundo, la superioridad de las formaciones militares francesas eran claras, contaban “con una mayor motivación personal de los combatientes, - impulsados ahora por pasiones nacionales - su autonomía de lucha y el aumento del nivel de la violencia bélica, producto tanto del entusiasmo combativo como del efecto de la enorme masa humana que los nuevos ejércitos hacían chocar.” Más de un siglo después, mostraría toda su potencialidad esa fuerza moral en la Rusia soviética en los críticos momentos fundacionales del Ejército Rojo, al revelarse en la guerra civil el peligro que corría el nuevo Estado obrero.
El “bonaparte”
Retomando la revolución, en esta nueva etapa se establece un gobierno colegiado, el del Directorio, que no logra estabilizarse. Su liberalismo económico no resuelve la crisis fiscal ni el malestar social, agravado en términos políticos por la corrupción e intrigas palaciegas de sus funcionarios. A este escenario se sumaban los peligros desestabilizadores de revueltas como la monárquica en París de 1795 o la de Vendée entre los campesinos y en el otro extremo político con un ideario “comunista” estallaba y es reprimida la conspiración de los iguales de Babeuf de 1796, en el momento en que Bonaparte ocupa la jefatura del Ejército del Interior francés.
Sobre este escenario crítico y circunstancias precisas emerge su “transformación” de Jefe militar a candidato político capaz de restablecer el orden al frente del golpe del Dieciocho Brumario de 1799, que puso fin al Directorio y estableció el Consulado. Su pasado próximo a los jacobinos podía ilusionar al pueblo y contaba con el prestigio de sus campañas y triunfos militares, asociados a la exportación de los ideales revolucionarios contra los enemigos monárquicos. Así había ocurrido en Italia (1796-1797) o frente a las posesiones británicas en la India en sus campañas en Egipto (1798). Napoleón entendía que era hora de un gobierno que acabara con el impulso popular de la revolución, favoreciendo las tendencias centralistas y personalistas del gobierno. Aunque aún la República francesa fundaba la legitimidad de su poder en la voluntad de “la nación”, Napoleón es declarado Primer cónsul, luego vitalicio.
No fue un golpe de Estado más. No solo abrió las puertas a su poder personal sino que se consolidaba una nueva metamorfosis del régimen político - bonapartista - en el que el ejercicio del poder se fue concentrando en su figura, respaldado en el Ejército, actuando como árbitro entre las clases en pugna fueran los nostálgicos realistas o las alas jacobinas de la burguesía, contra los sectores populares más oprimidos en favor de la alta burguesía y por el fin de la Revolución. Como escribe León Trotsky en su Historia de la revolución rusa, “el juez tenía el sable en la mano y desempeñaba personalmente la misión del alguacil.” Se declaró Jefe supremo dispuesto a gobernar por encima de los intereses de partidos y fracciones, representando al conjunto de la nación. Era el remedio para la inestabilidad de la nueva nación burguesa, la “dictadura del sable” confiable para la gran burguesía, popular entre el campesinado base social de sus tropas.
Vale la observación respecto a que el bonapartismo como categoría política se ha ido reformulando, pues los fenómenos históricos nunca se repiten exactamente: si en la época de Napoleón el bonapartismo emerge como fuerza de arbitraje de una burguesía en ascenso, en la actualidad lo hace como forma de preservarla de su decadencia. Y en los países semicoloniales, como analiza León Trotsky, el bonapartismo expresa la presencia del imperialismo, la fuerza social de la clase obrera y la debilidad de la burguesía nacional, dando lugar a un tipo particular en su género, el bonapartismo sui generis: “en los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional (...) El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases.”
Sin embargo, aún en esta diversidad, su núcleo central se refiere a un tipo de régimen característico de períodos críticos, en el que el poder estatal se presenta como árbitro entre las clases y fracciones de clase al servicio de la gran burguesía, oscilando entre decretos, autoritarismo y la coerción. Ese poder de árbitro puede estar representado incluso por otra institución en la división de poderes como ocurrió en Brasil en 2018, luego del golpe institucional, por el poder judicial respaldado en las FFAA en un régimen bonapartista no plenamente asentado. O como ocurre en nuestro país, donde el actual gobierno apoyándose en la crisis de representación del sistema político, que en parte explica su relativa fortaleza, viene intentando relegar a un segundo plano las instituciones parlamentarias para avanzar en su plan de refundar un proyecto de país al servicio del capital financiero internacional y las grandes corporaciones.
Los últimos días
Napoleón alentó la reconciliación con la Iglesia, pilar ideológico del Antiguo régimen, alejando la amenaza de que se convirtiera en una fuerza unificadora para cualquier oposición y firmó el Concordato de 1801; revirtió la regulación en cuestiones económicas y garantizó la aprobación del Código civil, fundamental para la consagración legal de la sociedad burguesa, centrado en proteger la propiedad.
Concentró mayores cuotas de poder y sus formas represivas, centralizando, como escribía Marx, la maquinaria de Estado hasta su consagración como emperador en 1804. Como representante del orden social de la propiedad privada y la dominación de clases de la alta burguesía impuso su sello en Europa durante los años siguientes. Un capítulo aparte merecería la lucha que Bonaparte libró contra la revolución haitiana y los esclavos insurrectos de esa colonia francesa de Saint-Domingue.
En 1805 derrota a las tropas de Austria y Prusia en la sangrienta batalla de Austerlitz. La Grande Armée, como se conoció a su ejército, parecía tener el control sobre Europa hasta la invasión francesa a Rusia que dejó a su ya desgastado Ejército sin medio millón de hombres. Luego de la derrota en la batalla de Leipzig en 1813, el mayor enfrentamiento de todas las guerras napoleónicas, sus días estaban contados. Obligado a abdicar en 1814 Napoleón es desterrado al exilio en la isla de Elba. La batalla de Waterloo en 1815 contra sus antiguos enemigos, puso fin a su último intento de recuperar el poder durante los llamados Cien Días. Exiliado y prisionero en la isla de Santa Elena, a los 51 años murió el 5 de mayo de 1821. Se apagaba el resplandor de aquel a quien Hegel, según relata la leyenda, en 1806 celebró admirado su entrada triunfal junto a sus tropas en Jena, declarando “he visto al Espíritu del mundo montado a caballo”.
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Liliana O. Calo
Nació en la ciudad de Bs. As. Historiadora.