A propósito de la trágica noticia que conocimos la semana pasada del suicidio de una estudiante de la Complutense y de otra joven en las inmediaciones de la UAM, queremos abrir una reflexión en torno a la salud mental de la juventud y de quienes estudiamos, que está cada vez más deteriorada en un contexto en el quenos enfrentamos a un futuro lleno de crisis y guerras sin una alternativa aparente. Nosotres sabemos que una vida mejor es posible, una que es necesario arrebatarle a la máquina feroz del capitalismo para recuperar nuestros sueños, aspiraciones,ganas de vivir y, en definitiva, nuestro futuro.
Lunes 4 de marzo
Según un estudio reciente del INE, el porcentaje de jóvenes de entre 16 y 29 años que declara sentirse en una situación de soledad supera el 25%. Alrededor de un 67% de jóvenes también declaran no sentirse optimistas con respecto al futuro según otro informe de la OIT. La situación en la juventud es realmente escalofriante y esto se refleja en el estado de nuestra salud mental. ¿Y cómo culparnos? Vivimos en un sistema que muestra cada vez más claramente sus enormes contradicciones. En los mal llamados ’estados de bienestar’ que vinieron a restaurar el modelo neoliberal, lejos de cumplirse las grandes promesas del progreso, la juventud y la clase trabajadora seguimos pagando las crisis y las guerras con nuestros cuerpos y nuestras vidas.
En el Estado español la juventud tiene unos niveles de paro alarmantes, incluso llegando hasta el 30% como ocurre en Madrid. Nos llaman "la generación más cualificada de la historia", sin embargo les jóvenes trabajadores ocupamos los puestos de trabajos más precarios. Nuestra generación ya sabe que vamos a vivir peor que nuestros padres, no hay cuento neoliberal que nos podamos tragar.
Con la aplicación del Plan Bolonia y el proceso de privatización de las universidades públicas, agudizando el modelo de universidad-empresa, que ha expulsado a la mayoría de les hijes de la clase trabajadora de las aulas con la subida de tasas; ha aumentado también la presión académica. Desde el miedo de perder becas o la ansiedad de no poder permitirnos pagar segundas matrículas hasta el ritmo frenético de las clases y prácticas obligatorias o la angustia que nos provocan exámenes que realmente no reflejan qué hemos aprendido. La universidad es en definitiva una fuente de estrés continuo para les estudiantes. Todo esto solo empeora para quienes tenemos que compaginar nuestros estudios con trabajos inestables.
Además, nos han quitado también la posibilidad de pasar tiempo de ocio de calidad, crear vínculos más profundos con nuestres compañeres u organizarnos políticamente dentro de la universidad. Con las leyes aprobadas por el exministro de universidades “progresista” de Unidas Podemos, Manuel Castells, hemos podido ver cómo la universidad en los últimos años ha aumentado el nivel de represión y la presencia policial en los campus contra les estudiantes que se reúnen en actividades de ocio y, más aún, contra quienes deciden unirse y luchar juntes contra este sistema que nada tiene que ofrecernos.
Mientras nos intentan vender que con esfuerzo personal podemos salir de la miseria, la realidad nos demuestra lo contrario. Vivimos en una contradicción constante entre ser máquinas de productividad, comparándonos a estándares inalcanzables para la juventud trabajadora precarizada, y la tensión casi irremediable de no tener energías para hacer nada en nuestro poco tiempo libre. Los falsos discursos de la cultura del esfuerzo y la meritocracia, que tanto se han extendido en redes sociales estos últimos años, nos llevan a normalizar y naturalizar, e incluso romantizar, este sistema basado en la explotación y la opresión. Pero la realidad es muy distinta. La edad media para independizarse roza los 30 años. No es de extrañar cuando en ciudades como Madrid, tendríamos que dedicar hasta un 107,3% de un salario mínimo solamente para pagar el alquiler. En un sistema donde ni siquiera podemos acceder a una vivienda digna, ¿cómo podemos ser felices? No es el mundo que nos vendieron y definitivamente no es el mundo en el que queremos seguir viviendo.
La pandemia de COVID-19, agravó los problemas de salud mental a la par que el modelo capitalista vivía otra crisis. Confinades en nuestras casas, les jóvenes nos encerramos a la vez en las redes sociales debido a la pérdida de espacios físicos de ocio, deporte y recreación. Y eso solo ha ido en aumento, ya que cada vez más los espacios de socialización disponibles se centran solo en el consumismo para engordar las ganancias de los grandes capitalistas. En una sociedad cada vez más individualista, preocupada solo por crear máquinas constantes de productividad, los vínculos afectivos con les demás se van deteriorando cada vez más y esto se refleja en una juventud que se siente sola, separada, distante, aislada y desolada.
Por otro lado, la crisis climática y la inactividad de los gobiernos ante esta cuestión, provocan sentimientos de desesperanza entre las generaciones más jóvenes. ¿Qué sentido tiene pensar en nuestro futuro si el futuro del planeta está en juego y los gobernantes responsables solo se preocupan por aumentar las ganancias de las grandes empresas? No debemos esperar nada de un sistema que está dispuesto a destruir nuestro ecosistema y vender nuestras vidas a cambio de multiplicar las riquezas de unos pocos. Además, vemos como quienes se organizan contra esta barbarie, como les compañeres de Futuro Vegetal o XR son duramente reprimides, incluso por los gobiernos que se pintan la cara de progresistas como ocurrió recientemente en el Estado español y el gobierno "más progresista de la historia". Quienes militamos en Contracorriente en la Complutense, como es nuestro caso, nos enfrentamos a esta misma represión en primera persona, porque estamos siendo perseguidas y multadas por una protesta contra la presencia de la embajadora de Israel en la Complutense. Así es como la universidad y los gobiernos responden a quienes nos organizamos contra el genocidio: con represión y persecución.
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Para muches de nosotres, a toda la miseria a la que nos condena el capitalismo, también se debe sumar todas las opresiones que nos atraviesan, como el machismo, el racismo, la lgtbfobia, etc. Esto se demuestra en alarmantes cifras como que el número de mujeres que sufren trastornos depresivos es el doble que el de los hombres, más de la mitad de jóvenes y adolescentes trans han tenido ideación suicida y las personas migrantes en su mayoría ni siquiera tienen acceso a recursos de asistencia psicológica. Por otro lado, la vulnerabilidad de estos colectivos también se refleja en los patios y en las aulas. Casi dos estudiantes por clase sufren acoso escolar en el Estado español. Los factores que más agravan los casos son los motivos por discrimación por género, sexualidad, origen o dificultades en el aprendizaje. Más del 34% de las víctimas de acosos son personas con dificultades de aprendizaje, alrededor del 10% de estudiantes que sufren bullying pertenecen a la comunidad LGTBI+, más del 10% que denuncian casos de bullying por aspecto físico, en especial por sobrepeso, siendo la mayoría mujeres y niñas; y alrededor del 7% de personas reconocen haber sufrido acoso por racismo, xenofobia o islamofobia. La discriminación, de la que luego el sistema capitalista se aprovecha para mantener a la clase trabajadora separada y en ocasiones hasta enfrentada, también tienen efectos nefastos en nuestro bienestar psicológico.
Ante estas condiciones que desgastan nuestra salud mental, no es de extrañar que cada vez más personas busquen una salida. No obstante, la infrafinanciación de la salud pública en el Estado español y la precarización de las condiciones de trabajo de los profesionales sanitarios, psicológicos y psiquiátricos, crean enormes listas de espera y solo ofrecen consultas exprés ineficientes. Para ponerlo en perspectiva, en el sistema sanitario español, hay 6 psicólogos y 11 psiquiatras por cada 100.000 habitantes cuando las cifras recomendadas son de 18 psicólogos y 15 psiquiatras. Los recursos de ayuda psicológica de los que disponen algunas universidades, como servicios de llamadas o descuentos en las clínicas universitarias, tampoco son suficientes para las pocas personas que pueden acceder a ellos. Además, según un informe del Observatorio del Medicamento, en 2021 se produjeron una media de más de 10 millones de tratamientos mensuales entre antidepresivos, ansiolíticos y antipsicóticos.
Sin embargo, nosotras pensamos que la solución no pasa por empastillarse o pagar asistencia psicológica privada (quien pueda permitírselo) sino por revolucionar cómo pensamos nuestra salud mental y su relación con el entorno en el que vivimos. El discurso neoliberal, que por supuesto también atraviesa la medicina y la psicología, nos propone una explicación individualizadora y biologicista del malestar emocional, separándolo así de cualquier causa histórica, social y material. La depresión, por ejemplo, no solo es un desbalance hormonal en nuestro cerebro; también es, y en mayor medida, la consecuencia de un sistema en crisis.
Todos estos problemas atienden al mismo origen: las consecuencias de un modelo capitalista neoliberal que, desde la crisis que empezó en 2008, lleva con aún más intensidad la última década rompiéndonos en pedazos. La crisis de la salud mental y el suicidio es ya la primera causa de muerte entre les jóvenes y adolescentes. Solo en 2022, más de cuatro mil personas se dejaron la vida en las vísceras de este sistema explotador y opresor. Ante la imposibilidad de un gran sector de la juventud por imaginar futuros mejores, viendo que nuestras esperanzas en todos los sentidos han sido truncadas; la única opción que nos queda es transformar toda esa rabia e impotencia en fervor revolucionario y luchar por recuperar nuestro tiempo y nuestras vidas, por destruir de raíz este sistema que nos condena a la miseria y por una nueva sociedad en la que podamos ser felices y vivir en paz. En palabras de León Trotsky: "La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente".