El Líbano está viviendo días de terror desde que el gobierno de Netanyahu decidió iniciar una nueva fase de la guerra, próxima a cumplir un año, que tendría a Hezbollah y la frontera norte como nuevo centro de gravedad. Aunque es motivo de discusión, el objetivo aparente de este giro sería romper la inercia de los últimos 11 meses de guerra de desgaste con la milicia libanesa, que condiciona el fin de sus ataques con cohetes a las ciudades israelíes fronterizas, transformadas en pueblos fantasma, a un cese del fuego en la guerra de Gaza. Además de aprovechar la ventana de oportunidad ante la incertidumbre de la elección presidencial en Estados Unidos.
En la última semana el estado de Israel ha desplegado una variedad de tácticas sofisticadas para golpear a Hezbollah, surgidas del arsenal terrorista habitual de la inteligencia militar israelí, financiada con los generosos recursos de Estados Unidos y otros aliados imperialistas.
La secuencia se inició el 17 de septiembre a las 3.30 pm, cuando un mensaje literalmente explosivo hizo detonar cientos, quizás miles, de beepers, los aparatitos de tiempo pasado con los que Hezbollah creía mantener a salvo sus comunicaciones de la infiltración del Mossad que fácilmente accedía a los teléfonos celulares. El 18 de septiembre fue el turno del estallido de otros dispositivos electrónicos como handies y paneles solares.
Aunque no se sabe con certeza el mecanismo de acceso a estos dispositivos, importados y distribuidos por Hezbollah, con el correr de los días se fue imponiendo la explicación de que la inteligencia israelí intervino en algún punto la cadena de suministro, aparentemente mediante la creación de una empresa fantasma húngara, e introdujo en los aparatos una pequeña carga de explosivos antes de que fueran entregados a sus compradores en el Líbano.
En manos y bolsillos de supuestos miembros de Hezbollah, que podrían ser tanto posibles combatientes como médicos, empleados y trabajadores dado que es una organización política con un importante rol en el estado libanés, los beepers-bomba explotaron en calles, mercados, paseos de compra, transportes públicos, y también en la intimidad de los hogares, dejando un saldo de decenas de muertos, entre ellos niños y niñas y al menos unos 3.000 heridos y mutilados, que han perdido miembros superiores, manos, dedos, o han quedado ciegos.
La saga de terror se completó por ahora con bombardeos aéreos en diversos suburbios altamente poblados de Beirut en los que murieron dos altos mandos de Hezbollah, Ibrahim Akil (sucesor al frente de la organización de Fuad Shukr, asesinado por Israel en julio) y Ahmed Wahbi, comandante de la milicia especial conocida como Radwan. En este último ataque contra edificios de departamentos Israel asesinó a al menos 30 civiles más (entre ellos niños) y dejó otros 70 heridos.
Este ataque inédito de Israel en suelo libanés fue ante todo un acto de terrorismo en su definición más genérica: una acción indiscriminada y masiva para generar terror en la población civil con algún objetivo político-militar. El hecho de que objetos cotidianos se transformaran en bombas (conocidos como “cazabobos”) y de que los ataques sucedieran en etapas, sin dudas fueron amplificadores del efecto de terror, generando aún más pánico, ansiedad y caos. A pesar de la evidencia de estos crímenes de guerra, que se suman al genocidio en curso en Gaza, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas reunido de emergencia, con la cobertura diplomática de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, evitó una condena a Israel.
Evidentemente, la ofensiva de Israel en el Líbano abrió una nueva situación en Medio Oriente, cuyos contornos aún no están definidos. ¿Se va inevitablemente a la tercera guerra del Líbano? ¿Habrá alguna respuesta de Irán? ¿Tiene una estrategia Netanyahu o se trata de otro movimiento táctico? Son preguntas que por ahora no tienen respuestas categóricas.
En un mensaje muy esperado, el líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, no dio demasiadas precisiones de cómo responderá la organización a semejante ataque. Nasrallah reconoció el impacto del golpe recibido –“el mayor en términos de seguridad y humanidad, sin precedentes en la historia de la resistencia en Líbano”, dijo–. Aunque también aseguró que el golpe no debilitó la resolución del grupo y definió la guerra como un “ciclo”. Por el momento, Hezbollah que como mínimo tendrá que recuperarse del daño, se limitó a sostener los ataques de rutina con cohetes en el norte de Israel, aunque intensificando la magnitud de los bombardeos.
Para un balance provisorio conviene separar el plano táctico del estratégico. La operación fue un éxito táctico para Israel. Le propinó un golpe humillante a Hezbollah, un mazazo a su credibilidad y su moral de milicia con altos estándares de capacidad operativa y de seguridad. Dejó expuesto que sus redes incluso las más cercanas a los altos mandos estaban infiltradas. Además, sirvió para restaurar la imagen de la inteligencia israelí, vapuleada por no haber podido evitar el ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023.
Sin embargo, para tomar una definición acertada del analista militar del diario Haaretz, Amos Harel, la operación fue vistosa con toques de James Bond pero no se sabe a dónde conduce ni cuál es su valor estratégico. Hay distintos elementos que alimentan estas dudas. El primero y más obvio es que, según un informe publicado en The New York Times, la operación llevaba al menos dos años de planificación, antes del ataque de Hamas de octubre de 2023. Pero la decisión de su ejecución no parece haber estado guiada por una estrategia clara sino que más bien se tomó ante la sospecha de que Hezbollah estuviera por descubrir la alteración de los beepers.
Para J. Mearsheimer, que milita en el ala “realista” del establishment norteamericano, el ataque podría inscribirse en dos estrategias, excluyentes o complementarias (o mejor dicho consecuencia lógica una de la otra). Una sería una “estrategia de coerción”, que consistiría en una presión in extremis –beepers bomba más amenaza de invasión– justamente para no ir a la guerra, es decir, para obligar a Hezbollah a retirarse y aceptar un cese del fuego que permita el regreso de la población israelí desplazada. La otra sería la invasión, que de hecho está descartada porque para que tuviera sentido militar, debería haber sucedido inmediatamente después del estallido de los beepers para aprovechar el caos generado. La paradoja es que en el marco de la escalada, la estrategia de coerción puede terminar haciendo inevitable la guerra y la invasión.
Hasta el momento, la mayoría de los analistas coincidía en que, si bien la guerra en Gaza potencialmente podía derivar en una guerra regional en Medio Oriente, esas tendencias estaban relativamente contenidas ante todo porque ni Estados Unidos, ni Irán, ni tampoco Hezbollah (luego de la traumática experiencia de la guerra de 2006) estaban dispuestos a ir a esa guerra. Pero ese supuesto marco de contención, dentro del cual se inscribían hasta ahora la guerra de desgaste de baja intensidad de Israel con Hezbollah, o las respuestas mensuradas de Irán ante los ataques israelíes, parece estar seriamente debilitado.
La escalada, aún en pleno desarrollo, plantea la perspectiva de que se materialicen las tendencias a una guerra regional en el Medio Oriente, mejor dicho a una guerra directa entre Israel e Irán, que arrastraría inevitablemente a Estados Unidos. Porque en Medio Oriente ya hay en curso una guerra con diversos puntos de intensidad que involucra además de Israel y los territorios palestinos, a Líbano, Irán, Siria y Yemen.
La dinámica del Medio Oriente tiene un impacto directo en la campaña electoral norteamericana.
El gobierno de Biden le viene dando a Netanyahu todo lo que pide, desde armamento sofisticado y bombas fósforo hasta cobertura diplomática en las Naciones Unidas para el genocidio en Gaza y su extensión a Cisjordania, donde las fuerzas armadas israelíes y los colonos han asesinado a más de 600 palestinos desde que comenzó la guerra en Gaza, incluyendo a Aysenur Ezgi Eygi, una joven activista turco-norteamericana, que recibió un disparo en la cabeza durante una marcha cerca de Nablus. Sin embargo, en estos 11 meses, la administración Biden ha sido completamente impotente para tratar de ponerle algún límite a Netanyahu. De hecho los ataques de Israel en el Líbano sucedieron mientras el secretario de Estado Antony Blinken estaba en Egipto, en el marco de su enésima gira fallida para negociar un cese del fuego en Gaza.
Este apoyo incondicional que tiene un alto costo político para “Genocide Joe” y los demócratas, que arriesgan con perder una parte significativa de su electorado en “swing states” como Michigan donde es fuerte el movimiento “no comprometido” que se niega a votar demócrata por su política pro sionista. Además de haber enfrentado la emergencia del movimiento de solidaridad con la lucha del pueblo palestino en los campus universitarios, que si bien ha retrocedido a fuerza de represión policial y medidas disciplinarias de las rectorías, sigue siendo un motivo de organización y radicalización política para sectores de vanguardia, lo mismo que en Gran Bretaña donde continúan las movilizaciones en contra de la política pro israelí del gobierno laborista de K. Starmer.
Netanyahu parece estar trabajando sin complejos para un retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, a quien ve más afín a sus intereses. La agudización del conflicto llega en el peor momento para el gobierno de Biden y para la candidata demócrata Kamala Harris, que lidia con el lastre de ser el principal aliado del estado de Israel y proveer generosamente las armas con las que Netanyahu masacra al pueblo palestino, en momentos en que hay un extendido repudio de sectores nada despreciables de su electorado por la complicidad del gobierno demócrata con el genocidio en Gaza. Lo último que necesita Kamala en su disputa cerrada con Trump es que Estados Unidos se vea involucrado en una nueva guerra en Medio Oriente.
Desde el punto de vista político, Netanyahu espera que la ofensiva le permita recomponer su gobierno, que enfrenta una crisis de “palacio” –diferencias explícitas de los mandos militares con los objetivos de la guerra en Gaza, divisiones en el gabinete, en particular con el ministro de defensa Y. Gallant– que hace sinergia con la “calle”, que rechaza su política de negarse a negociar la liberación de los rehenes que aún permanecen en manos de Hamas, y que se manifiesta en oleadas masivas de movilizaciones intermitentes. La última movilización exigiendo un cese del fuego inmediato fue el 2 de septiembre cuando cientos de miles salieron a repudiar a Netanyahu por la ejecución de seis rehenes en Gaza. La protesta incluyó una huelga general de 8 horas convocada por la Histadrut, la central sindical sionista. El límite de estas protestas es que en el marco de un giro a la derecha de la sociedad israelí, no han surgido sectores significativos que cuestionen el proyecto colonial del estado sionista.
La supervivencia del gobierno de Netanyahu (y por lo tanto su libertad personal) está indisolublemente ligada a su sociedad con los partidos de la extrema derecha religiosa y de los colonos, es decir, a la continuidad y eventualmente expansión de la guerra. Como el objetivo de “erradicar a Hamas” es una quimera, Bibi oscila entre los sectores más ultras que pujan por una suerte de “solución final”, es decir, la expulsión de la población palestina de Gaza y Cisjordania, y una versión moderada de esta misma estrategia que implica reocupar militarmente algunas zonas de la Franja de Gaza, como aparentemente estaría tratando de hacer ahora en el norte del enclave.
Difícilmente este golpe en Líbano resuelva el principal problema estratégico de Israel, que no es solo militar. El asesinato selectivo de dirigentes políticos y militares es una práctica histórica de las fuerzas israelíes. Solo este año han descabezado a la Guardia Revolucionaria Iraní, al ala militar de Hezbollah, e incluso al ala política de Hamas, con el asesinato de I. Haniyeh en Irán, uno de los negociadores del cese del fuego, reemplazado por Y. Sinwar de perfil más radical. Sin embargo, esos golpes nunca se tradujeron en victorias duraderas ni cambios significativos, porque lo que recrea los movimientos de resistencia es la ocupación colonial y el régimen de apartheid al que somete a la población palestina, con la complicidad de sus aliados imperiales de Estados Unidos y la Unión Europea.
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