El libro Otro capitalismo tiene que ser posible, editado por Michael Jacobs y Mariana Mazzucato y que cuenta con contribuciones de Joseph Stiglitz, entre varias otras, acaba de ser publicado en español por Siglo XXI. La publicidad radial del libro, define a Mazzucato como “la economista del momento”.
Efectivamente, esta economista se convirtió en los últimos años en una referencia clave en los ámbitos críticos de las políticas neoliberales que los Estados capitalistas aplicaron durante las últimas décadas y del pensamiento económico que la sustenta, la “ortodoxia” que va desde los monetaristas herederos de Milton Friedman a otras corrientes tributarias del pensamiento neoclásico, pasando por los austríacos de von Mises y Hayek. Semanas atrás, la vicepresidenta Cristina Fernández recomendó su libro más célebre, El Estado emprendedor durante un discurso. Un artículo reciente de American Quarterly la presenta como la nueva economista favorita de los gobiernos de la “marea rosa” latinoamericana, entre los que incluye a Colombia, Chile y la Argentina. El gobierno de Alberto Fernández se jacta de haber convertido al país en el primero de América Latina en transformar las ideas de Mazzucato en políticas públicas, con el Plan Argentina Productiva 2030.
Otro capitalismo tiene que ser posible, publicado originalmente en inglés en 2016, presenta un diagnóstico de los malestares del capitalismo, especialmente de EE. UU. y la UE que llevaron la voz cantante en el impulso de las políticas neoliberales en todo el mundo, después de la Gran Recesión que había comenzado en 2008. Jacobs y Mazzucato indican en la introducción al libro que este va a tratar de dos fracasos: el del funcionamiento del capitalismo financiarizado y desregulado y el de la teoría económica ortodoxa –que como mencionamos anteriormente engloba a distintas escuelas que abrevan en el esquema neoclásico, incluso, en algunos casos, incluyendo en el “mix” algunos esquemas derivados de los modelos keynesianos–, incapaz de prevenir la crisis, o siquiera de predecirla y también de ofrecer soluciones que estuvieran a la altura para enfrentarla. La receta ortodoxa, que después de las primeras medidas de salvataje exigió un rápido retorno al equilibrio fiscal mediante la austeridad en el gasto, “no ayudó a que las economías occidentales se recuperasen, y, obviamente, la política económica no pudo resolver las profundas debilidades de largo plazo que las aquejan” [1].
Pero los problemas, advierten los autores, vienen desde antes. Las sociedades capitalistas, “que por obra de un dinamismo sin precedentes transformaron la sociedad humana a lo largo de doscientos años” [2], no vienen funcionado de esta forma, sino todo lo contrario. Esto se debe a profundas transformaciones producidas durante las últimas décadas que actuaron para beneficio de los más ricos. Entre estos cambios, que se produjeron con intensidad en los países capitalistas más desarrollados, Mazzucato y Jacobs destacan el cambio de foco en el gerenciamiento de las empresas, sobre todo desde los años ‘80, hacia privilegiar a los accionistas –lo que significa privilegiar la distribución de dividendos por sobre la inversión productiva, o incluso en algunos casos destinar fondos a comprar las acciones de la propia firma en la bolsa para subir su precio–; el crecimiento monstruoso que tuvieron también desde esos años las finanzas en todas las esferas de la producción y el consumo, cada vez más desreguladas para idear nuevas formas para apropiarse renta; y la retracción del Estado como promotor de la actividad económica y de la inversión pública y como prestador de servicios públicos cada vez más privatizados. El capitalismo neoliberal se ha convertido, como observa Mazzucato en su trabajo más célebre, El Estado emprendedor en “una economía que socializa los riesgos y privatiza los beneficios, de tal forma que enriquece a las élites a costa de todos los demás” [3]. El resultado ha sido menos crecimiento, menos aumento de la productividad, empeoramiento del nivel de vida y más desigualdad.
Pero esto, de acuerdo al planteo que motiva el título de este libro, no tendría por qué haber sido así. El capitalismo no necesariamente tiene que funcionar de este modo y con estos resultados. Es posible y necesario, sostiene, encarar las reformas urgentes para cambiar esta dinámica y lograr otro capitalismo, uno que funcione aumentando la capacidad de creación de riqueza y reduciendo la desigualdad. Lo que hace falta “es un cambio sistémico y transformacional para generar un futuro sólido, sostenible e inclusivo” [4].
Vamos a centrarnos específicamente en los planteos de Mazzucato, en su contribución a esta compilación Otro capitalismo tiene que ser posible y en otros libros que publicó durante la última década, para ver más en detalle los alcances de este “cambio sistémico” que pretende hacer posible otro capitalismo.
El Estado emprendedor
Mazzucato viene proponiendo un enfoque heterodoxo centrado en el rol del Estado, poniendo el acento especialmente en el protagonismo que tuvo la inversión pública en las innovaciones más relevantes de las últimas décadas. El énfasis en el desarrollo de iniciativas que mejoren la productividad para sostener el dinamismo económico, es un aspecto distintivo del enfoque heterodoxo de Mazzucato, que busca disputar en un terreno donde quienes defienden un capitalismo sin injerencia estatal se sienten más fuertes, que es el rol que atribuyen las firmas privadas en liderar las iniciativas innovadoras.
La autora analiza cómo fue clave la inversión pública para hacer posible el desarrollo de las ramas más dinámicas de la economía actual. Allí donde hoy dominan firmas privadas precedidas por CEOs que en muchos casos abrazan ideas libertarianas y repudian la extensión del Estado.
Mazzucato documenta de manera contundente el peso determinante del Estado, en especial del estadounidense durante los años que siguieron a la II Guerra Mundial, en el desarrollo de tecnologías que se convirtieron en fundamentales y que crearon vastos sectores de la economía contemporánea [5]. El Estado se “hace cargo del riesgo, moldeando y creando nuevos mercados” [6].
Basta considerar internet, la biotecnología, la nanotecnología o la economía “verde”, para comprobar un patrón recurrente: los avances fundamentales, tanto en la investigación básica como en los desarrollos e implementaciones comerciales, estuvieron financiadas por el Estado, con las empresas y el capital de riesgo aventurándose solo cuando la perspectiva de retornos ya resulta evidente. Dedica todo un capítulo a Apple, cuyo creador Steve Jobs es el epítome del emprendedorista, para mostrar cómo todas las tecnologías claves que lo permitieron (internet, GPS, pantalla táctil, e incluso el comando de voz) fueron financiadas por el Estado.
Mazzucato sostiene que, a diferencia de lo que se argumenta comúnmente, es el Estado el que puede mirar más allá del corto plazo y volcar recursos para las innovaciones de gran escala, mientras que, por el contrario, “la mayoría de las empresas y bancos prefieren financiar innovaciones incrementales de bajo riesgo y esperar que el Estado tenga éxito en áreas más radicales” [7]. Las áreas “que se definen por ser intensivas en capital, intensivas en tecnología y con mayor riesgo de mercado tienden a ser evitadas por el sector privado” [8].
La economista le dedica una mirada especialmente crítica al rol del capital de riesgo, que es una vaca sagrada en Silicon Valley y que se ha visto recientemente conmocionado por la quiebra del banco SVB. El capital de riesgo está constituido por aquellos fondos que se especializan en financiar a las empresas que están en sus etapas iniciales y que tienen alto potencial de crecimiento. En California, se ha desarrollado todo un ecosistema de este capital, cuyo rol es presentado como clave en la generación de empresas de liderazgo mundial. Mazzucato subraya la orientación cortoplacista de estos financistas de proyectos. Aunque “la mayoría de fondos de capital [de] riesgo suelen estar estructurados para durar diez años, es preferible que salgan mucho antes, a causa de los costos de gestión y las bonificaciones por elevados beneficios” [9]. Por eso, en realidad, “están sesgados hacia la inversión en proyectos cuya viabilidad comercial se determina en un período de tres a cinco años” [10]. En los sectores de desarrollo más incipiente, como puede ser hoy todavía la biotecnología en algunas ramas o la tecnología verde, “este sesgo de corto plazo es perjudicial para el proceso de exploración científica” [11]. Entre otras derivaciones de esta presión, está el lanzamiento al mercado bursátil prematuro de muchas firmas que, finalmente, no producen ninguna innovación y cierran, pero no sin antes haber permitido a sus inversores amasar millones de beneficios.
Los planteos ampliamente documentados de Mazzucato, propinan un severo golpe a la visión de los emprendedores como la fuente de toda la riqueza, cuestión que retoma en libros posteriores.
El valor de todo
La importancia de la inversión pública en la inversión innovadora debe llevarnos a romper, sostiene Mazzucato, con la idea de un sector privado que crea valor, y su sector público que simplemente se apropia de él o lo redistribuye. El estado “crea valor”.
Esta idea del Estado como creador de valor va a aparecer con mucho peso en El valor de todo –título que hace referencia a la sentencia que Oscar Wilde pone en boca de Lord Darlington en su obra El abanico de Lady Windermere: “un cínico es el que conoce el precio de todo y el valor de nada”–. Este trabajo hace una recorrida por las categorías producidas por la economía política para explicar el valor, desde los mercantilistas hasta hoy. A lo largo de este recorrido, realiza numerosas críticas pertinentes al pensamiento económico dominante, que nunca logró superar las inconsistencias que derrumbaron el edificio sobre el que buscaron edificarse las teorías subjetivas del valor –basadas en las preferencias individuales– desde las primeras elaboraciones marginalistas de finales del siglo XIX. También apunta Mazzucato contra algunas de las incongruencias que tiene el Producto Bruto Interno (PBI) como medida de la producción, que incluye definiciones sobre lo que produce y no valor que resultan discutibles o incorrectas –como es el caso de considerar que todas las finanzas producen valor, cuando en la mayoría de los casos lo que hacen es apropiarse de una parte del valor generado en el resto de la economía. La autora apunta correctamente contra esta inclusión de las finanzas como sector productor de valor, y plantea al mismo tiempo la necesidad de incorporar en la medición a sectores que no están incorporados, como la esfera pública o el trabajo reproductivo realizado fuera de la esfera mercantil capitalista.
El pensamiento de precio igual a valor alienta a las empresas a poner los mercados financieros y los accionistas en primer lugar, y a ofrecer lo menos posible a otras partes interesadas. Esto ignora la realidad de la creación de valor, como un proceso colectivo. En verdad, todo lo relacionado con el negocio de una empresa, especialmente la innovación y el desarrollo tecnológico subyacentes, está íntimamente entrelazado con las decisiones de los gobiernos electos, las inversiones de las escuelas, las universidades, las agencias públicas e incluso los movimientos de las instituciones sin fines de lucro [12].
Acá se pueden ver algunos de los límites conceptuales del enfoque de Mazzucato. En su argumentación no desarrolla una noción precisa de las esferas productoras de valor en el capitalismo. Bajo estas relaciones de producción no son productivas todas las labores que confeccionan bienes y servicios, por importantes que éstas puedan ser para la reproducción social. En el estrecho criterio del capitalismo, que es lo que pretenden medir los indicadores económicos y es lo que hace mover a este sistema, son productivas las actividades generadoras de bienes y servicios que se desarrollan bajo una relación asalariados-capitalistas, con miras a generar ganancia. El planteo de incorporar en esta medida de valor el aporte que puedan realizar actividades que generan valores de uso socialmente relevantes pero bajo relaciones no capitalistas, expone una distorsión conceptual característica de corrientes heterodoxas poskeynesianas [13] o neoschumpeterianas [14], que comparten con los enfoques neoclásicos un apartamiento a la teoría objetiva del valor trabajo. No obstante esta debilidad conceptual, la autora deja en evidencia con éxito muchas de las patas flojas de la visión neoliberal y su mirada distorsionada sobre las condiciones que hacen posible el funcionamiento del capitalismo. También apunta bien contra la hipertrofia de sectores como las finanzas, que parasitan el valor generado a nivel social, como resultado de los mecanismos de “socialización de los riesgos y privatización de los beneficios” [15].
Mazzucato continuó fundamentando su planteo en Mission Economy, donde toma el ejemplo de los proyectos aeroespaciales de la NASA como modelo para la operatoria que deberían seguir los proyectos de inversión del Estado, con metas y cronogramas bien determinados; en No desaprovechemos esta crisis, que plantea una serie de iniciativas heterodoxas antes la crisis del Covid, y en el flamante The Big Con, escrito en coautoría con Rossie Collington y donde desarrolla una dura crítica al rol de las grandes consultoras en la promoción de las políticas de privatización, desregulación, apertura económica y financiarización, tanto en los países ricos imperialistas como en los países semicoloniales dependientes.
“Retrotropía” en clave progresista
Podríamos decir que donde más acierta el planteo de Mazzucato es en mostrar que la economía capitalista no ha funcionado, al menos desde mitad del siglo XX, como sostienen liberales de la escuela de chicago, austríacos de von Mises y Hayek, y todos sus continuadores. El desenvolvimiento del capitalismo no puede explicarse solo a partir de la iniciativa individual, como hacen estas narrativas, especialmente en sus versiones más simplificadas y caricaturescas, como pueden ser las de Milei o Espert.
Al mismo tiempo, Mazzucato demuestra que el capitalismo fue más dinámico cuando el Estado tuvo una activa participación en la economía, no sólo regulando o redistribuyendo, sino incluso participando activamente en iniciativas de investigación y desarrollo productivo, actividad en la que no reemplazó al sector privado porque muchas veces se trató de áreas en las que este no habría intervenido de ninguna manera. El abandono por parte del Estado de muchas de estas iniciativas, como parte del conjunto de transformaciones asociadas a las políticas neoliberales, es en la mirada de la autora un factor clave para entender las crecientes disfuncionalidades que caracterizan al capitalismo actual.
Sin embargo, más allá de la convocatoria a establecer un “nuevo contrato social con el sector privado” [16] no queda clara una hoja de ruta para el “otro capitalismo” que “tiene que ser posible”. Lo que expone, más bien, es la intención de restablecer, mediante algunas iniciativas públicas, lo que identifica como una simbiosis más virtuosa entre iniciativa pública y actividad privada, que tuvieron lugar sobre todo durante el período del boom pos II Guerra Mundial. El filósofo Zygmunt Bauman acuñó en su libro próstumo el concepto retrotopía, que da título al mismo, para referirse al fenómeno creciente de mirar hacia el pasado y buscar en el retorno a él un camino hacia seguridades perdidas, que emerge como respuesta a las fragilidades e incertidumbres que produce la “modernidad líquida”, que este autor analizó durante las últimas décadas. Podríamos decir que Mazzucato y el resto de los autores que la acompañan en Otro capitalismo…, nos plantean una retrotopía en clave “progresista”.
Lo que no aparece, sin embargo, es un diagnóstico profundo de por qué el capitalismo de las últimas décadas empezó a (dis)funcionar como lo está haciendo. El interés de la élite de captar más beneficios, y la complacencia de los sucesivos gobiernos para concederles beneficios, aparecen emancipados de las raíces estructurales que produjeron esta dinámica. Como bien señala Michael Roberts en un comentario sobre El valor de todo,
Mazzucato no ofrece explicación de por qué el capitalismo se convirtió crecientemente ‘improductivo’ y ‘buscador de rentas’ [...] Desde mediados de la década de 1960 hasta principios de la de 1980, hubo una fuerte caída en la rentabilidad de los sectores productivos de todas las principales economías capitalistas. El capitalismo entró en el llamado período neoliberal de la destrucción del estado de bienestar, la restricción de los sindicatos, la privatización, la globalización y la financiarización. La financiarización (que busca obtener beneficios de la compra y venta de activos financieros utilizando nuevas formas de derivados financieros) se convirtió en un importante factor que contrarrestó esta caída de la rentabilidad. Para el capital, no era una cuestión de “elección” sino de necesidad reducir el costo del gobierno y aumentar la rentabilidad, en parte a través de la especulación financiera y la búsqueda de rentas monopólicas.
Lo más parecido al “nuevo contrato social” sólo se concretó cuando la clase capitalista percibía como real la amenaza de ser expropiada, como resultado de la Gran Depresión y con la Revolución rusa como un recuerdo fresco. Después de la II Guerra, en el contexto de rivalidad geopolítica con la URSS y apoyado en las enormes oportunidades que abrió la reconstrucción posbélica de Europa al capital estadounidense (aunque de manera deformada por la burocracia estalinista en los estados obreros burocratizados), se profundizaron las iniciativas estatales para asegurar la primacía en la carrera de la productividad y la innovación, acompañadas por altas tasas de inversión del sector privado (estimuladas además por políticas de “represión financiera” que mantenían bajas las tasas de interés y facilitaban el financiamiento de las empresas). La guerra fría, que empujó continuos desarrollos en la industria armamentística y en otras esferas –como el desarrollo aeroespacial– para asegurar la ventaja sobre la URSS, resultó determinante para el fortalecimiento del Estado emprendedor. Pero las condiciones empezaron a cambiar cuando se agotó el boom económico de posguerra. La caída de la rentabilidad, que señala Roberts, y la estanflación, hicieron inviable continuar con este esquema. Se impuso un giro, que se hizo posible luego de las derrotas y desvíos del ascenso revolucionario de los años 1960/70, que abrieron paso al neoliberalismo como vía para restablecer la tasa de ganancia e incrementar la apropiación del excedente por los capitalistas. El colapso de la URSS, que convirtió a EE. UU. en la superpotencia indiscutida, terminó de restar empuje a la iniciativa estatal para competir por la primacía. El “Estado emprendedor” quedó reducido a su mínima expresión.
Para Mazzucato y compañía, no existen estas determinaciones profundas para la trayectoria del capitalismo contemporáneo. Por eso, se sobreestima la capacidad que puede tener el uso de algunos resortes del Estado para ofrecer señales que estimulen otro comportamiento, menos rapaz y más “productivista”, en amplios sectores de la clase capitalista actual, los suficientes como para cambiar la dinámica del sistema. A la inversa de las miradas libertarianas, que apuntan a un sistema capitalista “puro” sin intervención estatal como si esto fuera posible, en este planteo el Estado aparece como un agente autonomizado que puede elevarse por sobre los condicionantes estructurales para imponer un “cambio sistémico”, que cure al sistema de sus males pero sin dejar de estar basado en la gestión privada de fuerzas productivas sociales fundamentales. Repite, con una nueva presentación de tonos schumpeterianos que hace más énfasis en la innovación, viejos planteos para “corregir” desde el Estado (capitalista) las contradicciones del capitalismo.
La aceleración de los tiempos en este período marcado por la reactualización de las tendencias a las crisis, guerras, y revoluciones, nos están llevando a “otro capitalismo”, mucho más convulsivo que el de las últimas décadas. En un contexto de rivalidades geopolíticas exacerbadas, no resulta impensable la reedición de algunas de las políticas “emprendedoras” por parte de los Estados imperialistas. Es algo que la administración de Biden ya viene intentando, lanzando grandes paquetes de promoción del desarrollo de sectores estratégicos como el de los semiconductores, donde las firmas de EE. UU. quedaron hace tiempo rezagadas por empresas como la taiwanesa TSMC, pero donde asoma con preocupación la posibilidad de que China se pueda convertir en un actor de peso, algo que EE. UU. está haciendo todo por evitar, con cierto éxito coyuntural. Aunque las políticas de Biden no parecen hasta el momento capaces de torcer más que marginalmente la conducta de las firmas que siguen “privilegiando a los accionistas” en vez de aumentar la inversión en innovación, uno de los principales motivos que explica que quedaran rezagadas en la carrera por la innovación. A medida que se exacerbe la disputa y se agudicen las contradicciones entre las clases, pueden ocurrir giros más drásticos que hagan emerger algo más parecido al “Estado emprendedor” que añora Mazzucato, acompañado de políticas de mayor alcance que las “Bidenomics”. No se trata de algo por lo que deberían apostar la clase trabajadora y los sectores populares, ya que solo puede venir acompañado por dosis incrementadas de barbarie imperialista.
El “cambio sistémico” urgente es terminar con el sistema capitalista, no reformarlo; expropiar a los expropiadores capitalistas para imponer una sociedad basada en la propiedad colectiva de los medios de producción. Este cambio es el único que realmente puede empezar a liberar la innovación de las trabas que pone este sistema, y hacerla compatible con el desarrollo de todas las potencialidades humanas, liberando tiempo de trabajo para el ocio, de la mano de un metabolismo equilibrado con la naturaleza.
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