La semana que pasó, podríamos definirla como una de pánico y locura para los banqueros de EE. UU. y los mercados financieros internacionales. El viernes anterior cerró con la quiebra de dos bancos en EE. UU., el Silicon Valley Bank (SVB), que cerró la ventanilla para frenar el retiro de depósitos (en sentido metafórico, ya que el grueso de las fallidas operaciones eran online) a quedarse sin fondos para responder por los mismos después de haber sufrido una sangría de USD 42 mil millones (casi lo mismo que la impagable deuda de la Argentina con el FMI), y el Signature Bank. Después de un fin de semana de incertidumbre, llegó el anuncio del gobierno de EE. UU. de que será garantizado el acceso a todos los depósitos de estos bancos quebrados, sin importar su monto, mensaje dirigido a contener cualquier riesgo de corrida contra otras entidades. Pocos días después, otros dos bancos debieron ser rescatados. Primero, del otro lado del Atlántico, el Credit Suisse, banco europeo de un tamaño mucho mayor que los antes mencionados, cuyo rescate corrió a cargo del Banco Nacional de Suiza. Luego, el First Republic Bank. otra vez en EE. UU., que recibió una inyección de fondos de otras corporaciones financieras para enfrentar una corrida. Al final de la semana la tormenta parecía haberse aplacado, pero dejó numerosos interrogantes sobre el panorama que viene.
En EE. UU. los depósitos de hasta US$ 250 mil están protegidos por la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés). El SVB se caracterizaba por tener un porcentaje muy elevado de clientes con depósitos muy superiores a ese monto, que por lo tanto quedaban por fuera de toda garantía. Para justificar extender la garantía a estos depositantes, el gobierno y la Fed argumentaron que existía un riesgo sistémico, porque si quienes tenían depósitos en otros bancos veían al gobierno pasivo ante el corralito del SVB, correrían a sacar sus fondos y todo el sistema colapsaría. Como observaba con ironía el columnista del Financial Times Martin Wolf, los grandes depositantes del SVB, en su mayoría emprendedoristas y seguramente libertarios sospechosos de la intervención del Estado, en este caso dejaron en pausa sus principios antiestatistas para que la mano visible los salvara del quebranto. Biden prometió que este resguardo a los depósitos de ahorristas ricos no se realizará con el dinero de los contribuyentes. Pero para que esa promesa se cumpla, debería alcanzar el valor que se obtenga de la liquidación de los devaluados activos del banco, más lo que pueda aportar el FDIC, para hacer frente a los alrededor de USD 150.000 millones que quedaron congelados. Si más bancos entran en problemas, más estrecha será la capacidad del FDIC, y más probable es que este salvataje a los grandes depositantes sea a costa de los contribuyentes. Incluso si esto no ocurre, la protección de los depósitos sin ningún límite por parte de la FDIC de acá en más, se traducirá en mayores costos afrontados por todos los depositantes en seguros y comisiones, que recaerán proporcionalmente más en los medianos y pequeños ahorristas, en beneficio de los más ricos (que por los fondos que mueven suelen ser beneficiados por los bancos con la exclusión de pagar esos mismos seguros y comisiones para atraerlos como clientes).
Casos aislados o problema sistémico
Como suele ocurrir, el caso que disparó esta oleada de pánico, el del SVB, se ajusta a la perfección a las historias de desmanejo corporativo. El perfil financiero del banco estaba plagado de lo que, con el diario del lunes, parecen errores de principiantes. Había volcado más de la mitad de sus fondos, la friolera de casi USD 90.000 millones, a un solo activo: bonos del Tesoro de EE. UU. de largo plazo. Al poner casi “todos los huevos en una canasta”, el riesgo se encontraba poco “diversificado”, al contrario de las recomendaciones que suelen llevar a cabos los financistas, aunque el activo al que apostaba el management del SVB era (y es) considerado el más seguro del planeta, ya que nadie duda de la solvencia del Tesoro de EE. UU.. Estos bonos en particular, de largo plazo, a diferencia de otros títulos que emite también el Tesoro, carecen de liquidez; es decir, no se pueden convertir en fondos frescos sencillamente, salvo que se sacrifique una parte considerable del valor nominal de dichos títulos. La inversión en estos títulos, el SVB la realizaba con los fondos que captaba a través de depósitos de cuenta corriente o en plazos fijos remunerados. De esta forma, había un evidente “descalce” entre el plazo corto de devolución de los pasivos del banco, y el plazo largo del grueso de sus activos. Para peor, los bonos del Tesoro, el activo “súper” seguro al que apostó SVB, no está exento de la desvalorización que puede producirse si suben las tasas de interés. Cuando SVB invirtió masivamente en bonos del Tesoro, la tasa era de 0 %. Pero en marzo de 2022 la Reserva Federal (Fed, el Banco Central de EE. UU.) inició un raid alcista de la tasa de interés para enfrentar a la inflación. Hoy la tasa está en el rango de 4,5/4,75 % anual. El valor de los bonos se mueve en sentido inverso a la tasa de interés. Por eso, los papeles por los que SVB había pagado casi USD 90.000 millones, valían alrededor de USD 66.000 millones. Una pérdida de casi 27 % en esta inversión. Otras entidades, que también apostaron fuerte a los bonos del Tesoro, habían contratado seguros de cobertura (un tipo de derivado financiero) para compensar las pérdidas de una eventual subida de tasas de interés. Pero para los dueños de SVB dicho seguro fue considerado un costo innecesario. Así, absorbieron plenamente estas pérdidas. Para peor, la subida de la tasa de interés que pulverizó sus inversiones, obligó a pagar más por los depósitos a plazo. Los bancos ganan por prestar más caro de lo que pagan por captar depósitos, pero para el SVB la situación se convirtió recientemente en lo opuesto. Caída de la rentabilidad, falta de liquidez, venta de títulos a pérdida para obtener fondos para soportar la salida de depósitos, todas estas fueron las señales que alarmaron a los depositantes y empujaron a la corrida contra el banco que lo puso contra las cuerdas el 10 de marzo.
Algo parecido podría decirse de las otras entidades acorraladas en estos días. El Credit Suisse, que arrastra escándalos y desmanejos gerenciales hace rato; el Signature Bank, arrastrado por el subibaja de las criptomonedas, y el First Republic Bank, excesivamente apalancado en sus préstamos. En cada caso se puede proponer una narrativa de caso para fundamentar que no estamos ante un problema sistémico, sino a casos puntuales de dificultades que no existirían en otras entidades. Esto es lo que hemos visto en parte de la cobertura mediática y los análisis expertos durante estos días. En algunos casos, a eso se sumaron reclamos de mayor regulación y control, restableciendo los que fueron desmontados en 2020 (o yendo incluso más allá y desempolvando las regulaciones más severas que fueron desarmadas durante los años de Bill Clinton), bajo la consideración de que un ojo más atento de la Fed pudiera haber evitado o encapsulado antes las fallas de estas entidades.
Es cierto que el desmantelamiento de controles es una invitación a la irresponsabilidad a la que ya de por sí son propensos los popes de las finanzas. Tal vez las dificultades del SVB ante un contexto adverso creado por la suba de tasas de interés de la Fed, habrían quedado expuestas antes si este banco no hubiera quedado excluido a partir de 2020 de los testeos de estrés a los que están sometidos los bancos (que a partir de ese año pasaron a regir solo para los bancos con patrimonio por encima de USD 250.000 como resultado de una modificación de la llamada ley Dodd-Frank por la que los dueños del SVB hicieron mucho lobby).
Pero existen varios problemas con esta lectura que busca ofrecer tranquilidad sobre la salud del conjunto de los bancos. El primero, es que algunos de los “desmanejos” del riesgo financiero de SVB están bastante más extendidos de lo que podría sospecharse. El segundo, es que la Fed no solo falló por el lado del control como resultado de leyes que los relajaron adrede; también tuvo un rol activo en toda la secuencia que fue del engorde de activos en manos de entidades como esta, hasta la necesidad más reciente de ejercer una presión con su política monetaria que está sacudiendo al sistema como un castillo de naipes.
La Fed y los bancos: del bombeo al ajuste
En marzo del año pasado, hace exactamente un año, el titular de la Fed, Jerome Powell, prometía un accionar firme contra la inflación. Hasta ese momento, la entidad había más bien minimizado la profundidad del brote inflacionario en EE. UU., considerándolo como un fenómeno pasajero como resultado de las expansiones monetarias que se produjeron durante 2020 como parte de las medidas económicas implementadas para evitar que los cierres frente al covid crearan una recesión aguda. Ante la evidencia de la persistencia del alza de precios, que agarró a la Fed con el pie cambiado, la decisión fue sobreactuar dureza. Por eso, en un año la tasa de interés subió continuamente, acumulando un aumento de 450 puntos en un año.
Un endurecimiento monetario semejante no tiene precedentes desde antes de la Gran Recesión de 2008-2010. La última vez que la tasa de interés de la Fed estuvo arriba de 4,5 % había sido en 2007. Cuando estalló la burbuja de las hipotecas, la Fed apuró la baja de tasas para contener la caída económica. A medida que se profundizaba la amenaza de depresión económica luego de la caída del Banco Lehman Brothers, el gobierno federal hizo aprobar en el congreso paquetes de salvataje con estímulo fiscal y rescate a los bancos, mientras la Fed siguió innovando con medidas como la “relajación cuantitativa” (más conocida por su nombre en inglés quantitative easing, QE), que consistió en una gran inyección de dinero en la economía a través de los mercados de bonos de más largo plazo. A medida que se asentó la recuperación económica estas inyecciones de dinero fueron paulatinamente revertidas, pero no ocurrió lo mismo con la tasa de interés. A pesar de muchos amagues, recién en 2015 se aplicó una suba de tasas de 25 puntos. Y no fue hasta 2017, es decir, una década después de que empezara la crisis de las hipotecas, que la tasa volvió a tocar el 1 %. Si los QE y la tasa cero habían apuntado a revivir a los bancos y las cotizaciones bursátiles de las empresas, el temor que empujaba esas subas de tasas era que la cosa pudiera estar yéndose de las manos nuevamente, con cotizaciones bursátiles por las nubes que estaban por encima de lo que podían justificar los resultados económicos de las empresas, que en esos años no eran malos pero tampoco tan prósperos como para justificar semejantes aumentos generalizados en el valor de las acciones. En tiempos en los que la inflación terminaba siempre por debajo de la meta de 2 % anual que fijaba la Fed, esta subía la tasa actuando preventivamente ante la amenaza de una burbuja financiera, y no obligada a atacar un aumento de precios. Por eso, cada vez que ocurría un sacudón, así fuera leve, en las cotizaciones, o aparecía algún evento inesperado que podía transformarse en shock, la Fed pausaba o revertía el ajuste monetario. Por eso, ya un año antes de la pandemia, había frenado la ronda de aumentos de tasas que había empezado tímidamente y afianzado en 2017/2018. Cuando en 2020 apareció el fantasma de hundimiento sostenido, el arsenal expansivo aplicado en 2008 volvió con todo, pero en una escala cualitativamente superior. La Fed hundió la tasa en cero nuevamente, e implementó otra ronda de QE, mientras el fisco transfirió dinero en una magnitud sin precedentes a empresas y hogares en un momento en que crecían sideralmente los despidos, buscando alguna medida de contención en una sociedad que, después de las secuelas de 2008, ya venía caracterizada por el descontento y las tensiones ante la rampante desigualdad.
La batería de medidas ante la pandemia, contribuyó a un pronunciado crecimiento de los depósitos bancarios. Desde diciembre de 2019, el aumento de los depósitos rondó el 50 %, llegando en 2022 a rozar los 20 billones. Un estudio de la Fed, que indaga los motivos de este inusual crecimiento de los depósitos, afirma que se debió a: 1) una rápida reducción de las líneas de crédito comercial e industrial por parte de las empresas que buscan liquidez preventiva al comienzo de la pandemia; 2) las compras de activos de la Reserva Federal; 3) estímulo fiscal que incrementó los ingresos de muchos hogares; y 4) una mayor tasa de ahorro personal, especialmente entre los hogares que probablemente mantengan sus ahorros en depósitos bancarios líquidos [1].
Volviendo al SVB, fue durante este período, y en relación directa con el bombeo producido por las medidas gubernamentales, que el banco engordó su volumen. Su cartera de activos pasó de USD 71.000 millones en 2019 a superar los USD 200.000 millones antes de esta crisis [2].
Al igual que ocurrió con este banco, como resultado de la expansión fiscal y monetaria fue que todos los financistas se hicieron de repente con fondos frescos de depósitos en un volumen sin precedentes. En una economía que ya antes de la pandemia mostraba signos de recalentamiento, lo que significa oportunidades limitadas de inversión, el vuelco de fondos para financiar emprendimientos productivos no fue el principal uso que tuvieron los fondos captados.
En privilegiar bonos y activos en su cartera, el SVB no fue un caso aislado. Por el contrario, en un contexto de débil inversión productiva, lo que significa baja demanda de crédito de este tipo para los bancos, todas las entidades incorporaron en su cartera bonos del tesoro, así como paquetes de hipotecas (sí, los mismos que estuvieron en la raíz de la crisis de 2008, aunque esta vez puedan contener menos hipotecas incobrables que en ese entonces), acciones y otros activos financieros.
En resumen, la misma Fed que contribuyó a inflar los bancos como una piñata, ahora, como un subproducto de su política contra la inflación –sobreactuada después de haber minimizado el flagelo inicialmente– está golpeando duramente, al riesgo de reventarla.
Un estudio que se publicó la última semana, pero que estaba concluido antes de la corrida al SVB, realizaba una estimación alarmante: medidos a valor de mercado, los activos con los que los bancos respaldan sus depósitos serían USD 2 billones inferiores de lo que reflejan sus libros [3]. La diferencia entre valor de libro y real alcanza al 10 % del volumen de activos de las entidades, pero llega a 20 % en el caso de los bancos con cartera más desvalorizada. Esta brecha es una consecuencia directa de la suba de tasas, que deterioró buena parte de los activos en poder de los bancos, y no solo los bonos del Tesoro (que explicarían por sí solos una pérdida de valor de al menos USD 600 mil millones, todavía sin realizar porque no se desprendieron de los bonos, pero que deberían contabilizar en sus patrimonios).
El mismo estudio apunta que los depósitos que superan los USD 250.000 y que hasta el lunes pasado no tenían garantía de devolución, representan nada menos que USD 9 billones. Podemos entonces darnos una idea de las imprevisibles consecuencias que puede tener la garantía realizada por el gobierno esta semana, de que el total de depósitos del sistema será cubierto.
Analizando este estudio, un artículo de Financial Times concluye que “El sistema bancario de EE. UU. es más frágil de lo que ud pensaría” [4].
Dadas estas condiciones de fondo, a pesar de la garantía que el gobierno y la Fed aseguraron de que todos los depósitos, sin importar su valor, serán devueltos, no debería sorprendernos que la presión sobre el sistema bancario, especialmente sobre las entidades de menor envergadura. Muchos depositantes buscan cobertura yendo hacia los bancos más grandes, ganadores por el momento de una reorganización del sistema financiero producido por la crisis. Aunque el anuncio del lunes buscó generar confianza de que no hay motivos para huir de ningún banco, el jueves el First Republic Bank debió recibir una inyección de fondos USD 30.000 millones, de otras entidades, para hacer frente a sus depósitos. En un contexto financiero endurecido, probablemente sigamos recibiendo noticias como estas en las próximas semanas o meses.
Las tecnológicas, de estrella a eslabón débil
El SVB era un banco particularmente expuesto a lo que ocurría en el sector tecnológico. Su crecimiento se había apoyado en actuar como puente entre los nuevos emprendimientos tecnológicos (startups) y el capital de riesgo. En una economía que estuvo marcada en general por un crecimiento más bien moderado y una inversión ralentizada en EE. UU., el sector tecnológico destacó por su dinamismo. Favorecidas por tasas de interés bajas permitían que dar plazos más largos para ofrecer números positivos, abriendo más espacio para la prueba y error, desde 2010 sobre todo florecieron todo tipo de startups. En 2020, cuando el encierro masivo potenció la demanda para muchas plataformas y la Fed inyectaba dinero, el endeudamiento del sector pegó un nuevo salto proyectando amplias posibilidades de crecimiento en las empresas consolidadas y la potencialidad de surgimiento de muchas nuevas. En 2021 el panorama empezó a cambiar, la demanda para muchas plataformas y aplicaciones se reacomodó a la baja después del auge de 2020, mostrando la “sobre expansión” de muchas firmas. En eso, llegaron los aumentos de tasas de la Fed. El nuevo panorama se tradujo entre otras cosas en severas pérdidas de valor bursátil, que había aumentado fuerte durante 2020. Esto llevó a muchas tecnológicas a achicarse, iniciando reestructuraciones y despidos que se siguen agravando hasta el día de hoy. Las firmas endeudadas debieron bajar su exposición, el lanzamiento de nuevos proyectos se vio complicado por las mayores exigencias financieras, más restrictivas para las startups. Los potenciales inversores se volvieron más precavidos y exigentes, ya que con cada dólar prestado se arriesga mucho más. Todo esto, redujo para el SVB y entidades similares las posibilidades de prestar para nuevas inversiones. Lo que es peor, muchos clientes empezaban a usar sus propios fondos, depositados en el banco, para pagar deudas o para financiar proyectos, generando una salida de depósitos.
Así como el SVB creció sideralmente de la mano de las inyecciones de la Fed pero también vuelco entusiasta del capital de riesgo hacia las empresas tecnológicas, no resulta extraño que haya sido el primero en ser arrastrado por las nuevas circunstancias. El sector tecnológico está sometido a un ajuste severo, y a la vez vertiginoso después del abrupto cambio entre crecimiento exuberante de la capitalización bursátil de las firmas en 2020 y desplome desde 2022, que convirtieron a las instituciones financieras más expuestas a esta dinámica inestable en el primer eslabón débil.
La política monetaria bajo fuego
Unos días antes del estallido del SVB, Jerome Powell había advertido que era muy probable que la Fed subiera la tasa de interés más de lo que se pensaba y que estaba preparado para acelerar el ritmo de subas si los datos económicos lo justifican. Este aviso, por sí solo, contribuyó a meter presión sobre el sistema financiero, haciendo que los “mercados” (esa entelequia habitualmente usada para referirse a banqueros y traders) anticipen otra ronda de endurecimiento y revalúen los activos financieros en consecuencia.
Después de esta semana turbulenta, crecen las apuestas de que el juego de la Fed deberá cambiar. En esta semana que comienza, esperan que frene los anuncios de nuevos aumentos de tasas, o incluso que anuncie una primer baja para aliviar la situación.
El problema que tienen estas apuestas, es la persistencia de la inflación. En febrero, el alza de precios fue de 6 % interanual, y de 0,4 % respecto de enero de este año. Ambas mediciones, interanual y mensual, se ubican por debajo de las de enero (6,4 % y 0,5 % respectivamente), pero continúan elevadas para los parámetros norteamericanos. Además, la inflación “subyacente”, que excluye las volatilidades estacionales, subió de 0,4 % en enero a 0,5 % en febrero. Con estos datos, bien lejanos del objetivo de 2 % anual de inflación que tiene la Fed, difícilmente se pueda justificar un giro en la política monetaria. En el mejor de los casos, se puede prever una leve pausa para retomar el endurecimiento monetario en un mes o dos.
Los sucesos de la última semana, volverán más áspero el contrapunto que viene teniendo lugar en EE. UU.. Están, por un lado, quienes advierten que la Fed debería ser todavía más drástica en los aumentos de las tasas de interés, porque si no el riesgo de inflación con estancamiento económico podría materializarse. En este bando se ubica Nouriel Roubini, que desde el año pasado viene sosteniendo que el peor riesgo es que a la Fed le tiemble el pulso ante el primer sacudón. El último miércoles, mientras se hundían las acciones de Credit Suisse, Roubini afirmaba que la Fed no solo no debería bajar las tasas, sino que debería continuar elevándolas hasta 6 % o más, para frenar la espiral de precios. Por otro lado, tenemos a quienes en cambio se preocupan de que la Fed pueda estar pasándose de rosca, habiendo lanzado una dureza monetaria que equivale a bombardear para matar un mosquito. En esta mirada, que viene exponiendo por ejemplo el historiador económico Adam Tooze, autor entre otros libros de Crashed, sobre la crisis de 2008, la Fed ya ganó la batalla contra la inflación, aunque los guarismos tarden un tiempo en ajustarse porque el reacomodamiento no es automático. Entonces, el verdadero efecto que tendrá mantener la política de altas tasas de la Fed más allá de lo necesario, es producir una depresión económica.
Ambas posturas pueden sentirse justificadas en estos días, ya sea mirando la inflación persistente en el primer caso, o poniendo el foco en la incertidumbre financiera en el segundo. Un problema compartido por ambas posiciones, es dar por bueno que a este proceso inflacionario se lo puede combatir efectivamente con la tasa de interés. Pero las raíces del fenómeno y su persistencia se encuentran, como ya hemos planteado en artículos previos, menos en la expansión monetaria desmedida y más en los shocks producidos por el lado de la oferta. La disrupción de esas cadenas globales de valor es una causa fundamental en el alza de los precios que estamos observando desde 2021. Recordemos que la cadena se vio sacudida por una serie de shocks, entre los que podemos mencionar un fuerte aumento del precio de los combustibles, distintos cuellos de botella en varios países, ya sea por problemas de sobrecarga de los puertos y vías navegables después de la pandemia, o por falta de insumos y componentes esenciales, como ocurrió con los semiconductores. Algunos de estos trastornos se fueron normalizando, pero todo junto le imprimió una tendencia alcista a los precios. Sobre esto, la guerra de Ucrania dio un nuevo golpe devastador empujando al alza de granos, aceites, combustibles y otras mercancías.
En medio de la persistencia inflacionaria y después de las quiebras de estos días, no está para nada claro el curso de acción para la Fed, que se encuentra, como en el clásico tema de los Rolling Stones, between a rock and a hard place (que podríamos traducir con ciertas libertades como “entre la espada y la pared”). Como no siempre ocurre, el objetivo de asegurar la estabilidad del sistema financiero y el de preservar el valor de la moneda, exigen políticas que están en contradicción. Pero ya sea que acelere o ponga un freno a la suba de tasas, el pánico financiero que se ha desatado fue una consecuencia esperable de la política puesta en marcha durante el último año, que actuó a la vez sobre la abundancia de capital ficticio que la entidad creó sistemáticamente en la década anterior. Una vez desatado el pánico, en el actual contexto inflacionario que difiere de los escenarios en los que la Fed intervino para rescatar a los bancos y el sistema financiero en las últimas décadas, son mucho más limitadas las herramientas con las que cuenta para volver a encerrar el genio en la botella y evitar nuevas turbulencias.
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